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En medio de esta m�stica noche en cuya oscuridad hab�a envuelto
Anaximandro el problema del devenir, aparece Her�clito de �feso y lo ilumina
con un rel�mpago de luz. �Contemplo el devenir-exclama-, y nadie ha puesto m�s
atenci�n que yo en este eterno flujo y ritmo de las cosas. Y �qu� veo?
Regularidades, seguridades indefectibles, siempre las mismas v�as de
derecho, tras todas las transgresiones de este tribunal de las Erinias; el mundo
en su totalidad, escenario de la justicia distributiva, y, las fuerzas naturales
demon�acas, en todas partes a su servicio. Lo que contemplo no es el castigo de
las criaturas, sino la justificaci�n del devenir. �Cu�ndo se ha manifestado
el crimen, la ca�da, en formas indestructibles, en leyes tenidas por sagradas?
Donde la injusticia reina, all� vemos la arbitrariedad, el desorden, el
desenfreno, la contradicci�n-, pero, en cambio, all� donde imperan la ley y
Dike, la hija de Zeus, como en este mundo, �c�mo hemos de ver la esfera de la
culpa, de la expiaci�n, del castigo y, por decirlo as�, la prisi�n?�
De esta intuici�n Her�clito extrae dos negaciones arm�nicas, que s�lo
se esclarecen por la comparaci�n de los principios de su predecesor.
Primeramente, niega la existencia de dos mundos completamente distintos, idea a
la cual se hab�a visto lanzado Anaximandro; no hace ya la distinci�n entre un
mundo f�sico y un mundo metaf�sico, entre un reino de determinaciones
distintas y un reino de indeterminaci�n e indefinici�n.
Pero ahora, una vez dado este paso, no puede detenerse ante m�s
negaciones atrevidas; niega rotundamente el ser. Pues en ese mundo que �l
contempla -protegido por leyes eternas no escritas, en constante flujo r�tmico-
no descubre por ninguna parte nada que persevere en el ser, nada que est�
exento de destrucci�n, ning�n valladar en la corriente. Con m�s energ�a que
Anaximandro, exclama Her�clito: �No veo m�s que devenir. �No os dej�is
enga�ar! Vuestra miop�a, y no la esencia de las cosas, es lo que os hace ver
tierra firme en ese mar del devenir y del fenecer. Pon�is nombres a las cosas
como si �stas subsistieran, pero no os pod�is ba�ar dos veces en el mismo r�o.�
Her�clito pose�a como un patrimonio real la fuerza suprema de su
representaci�n intuitiva-, mientras que ante las dem�s formas de representaci�n,
como los conceptos y combinaciones l�gicas, permanec�a fr�o, insensible y
casi hostil cuando estaban en contradicci�n con una verdad adquirida
intuitivamente; y esto lo expresa en frases como aquella de �Todo contiene, al
mismo tiempo, en s� su contrario�, con tal franqueza, que Arist�teles lo
emplaza ante el tribunal de la raz�n como culpable del delito m�s atroz, del
delito contra el principio de contradicci�n. Pero la representaci�n intuitiva
comprende dos cosas: por una parte, el mundo presente multiforme y cambiante que
se nos da en toda experiencia, luego, las condiciones �nicas que hacen posible
cualquier experiencia de dicho mundo: el tiempo y el espacio. Pues �stas, aun
cuando no tengan contenido alguno, pueden ser percibidas puramente en s�
mismas, independientemente de toda experiencia, y, por lo tanto, pueden ser
contempladas. As�, cuando Her�clito considera de este modo el tiempo,
independientemente de toda experiencia, encuentra en �l un monograma, el m�s
instructivo de todos los monogramas imaginables, de todo aquello que cae bajo el
dominio de la representaci�n intuitiva. Y su mismo concepto del tiempo es, el
que Schopenhauer formula cuando dice reiteradamente que �en el tiempo cada
instante s�lo es, en cuanto mata al anterior, su padre, para inmediatamente ser
el igualmente muerto por el siguiente; el pasado y el futuro no son m�s que un
sue�o, y el presente, por su parte, es el l�mite inextenso e inconsciente
entre ambos; pero tanto el tiempo como el espacio y, como ellos dos, todo lo que
esta contenido en el tiempo y en el
espacio, no tienen m�s que un ser relativo, un ser que es s�lo por otro y para
otro semejante a �l, es decir, que tiene tambi�n este mismo ser relativo. Esta
es una verdad de m�xima evidencia inmediata, comprensible para cualquiera
intuitivamente, pero, precisamente debido a ello, muy dif�cil de concebir
racional v conceptualmente. El que la tiene a la vista debe llegar a las
consecuencias a que llegaba Her�clito y decir que la esencia entera de la
realidad es el obrar, y que para ella no puede haber otra clase de ser; como ha
expuesto igualmente Schopenhauer (�El Mundo como Voluntad y como Representaci�n�,
t. I, lib. I, p�rr. 4): �S�lo
por la acci�n llena el espacio y el tiempo; su acci�n sobre el objeto
inmediato condiciona la intuici�n, en la cual s�lo existe; la serie de
acciones de un objeto sobre otro �nicamente es conocida en cuanto el �ltimo
obra de otro modo que antes sobre el objeto inmediato; s�lo en eso consiste. La
causa y el efecto constituyen por consiguiente, la esencia de la materia: su ser
es su obrar. Por esto es tan precisa la palabra que llama realidad (Wirklichkeit)
a todo lo material, palabra mucho m�s expresiva que �realidad�.
Aquello por lo que act�a es siempre materia; todo su ser y toda su
esencia consiste solo en el cambio regular por el cual �una� parte de la
materia sustituye a la otra, y es, por ende, relativo, seg�n una relaci�n v�lida
solamente dentro de sus l�mites, es decir, como el tiempo, como el espacio.�
El devenir �nico y eterno, la radical inconsistencia de todo lo real,
como ense�aba Her�clito, es una idea terrible y, perturbadora, emparentada
inmediatamente en sus efectos con la sensaci�n que experimentar�a un hombre
durante un temblor de tierra: la desconfianza en la firmeza del suelo.
Es necesaria una fuerza prodigiosa para convertir esta sensaci�n en su opuesta,
en el entusiasmo sublime y beatificador. Y, sin embargo, esto lo consigui� Her�clito
por una observaci�n hecha sobre la procedencia efectiva de todo devenir y de
todo perecer, que comprendi� bajo la forma de polaridad, o sea, como
desdoblamiento de una fuerza en dos actividades cualitativamente diferentes,
opuestas y tendientes a su conciliaci�n o reuni�n. Permanentemente una
cualidad se divorcia de s� misma y se constituye en cualidad opuesta;
permanentemente estas dos cualidades contrarias se esfuerzan por unirse otra
vez. El vulgo cree, en efecto, conocer algo s�lido, acabado, permanente; pero,
en realidad, lo que hay en cada momento es luz y tinieblas, amargura y dulzura
juntamente, como dos combatientes cada uno de los cuales obtuviese a su vez la
supremac�a. La miel es, seg�n Her�clito, dulce y amarga a la vez, y el mundo
mismo es un cr�ter que debe ser removido constantemente. De esta lucha de
cualidades contrarias nace todo devenir: las cualidades determinadas, que a
nosotros nos parecen permanentes, expresan s�lo el instante de equilibrio de un
combate: pero este equilibrio no pone fin a la lid, que dura eternamente.
Todo acaece con arreglo a esta lucha, y precisamente esta lucha es la
manifestaci�n de la eterna justicia. Esta
representaci�n, emanada de la m�s pura fuente del helenismo y que considera la
lucha como el constante imperio de una justicia unitaria, rigurosamente enlazada
con leyes eternas, es maravillosa. Solamente un griego pod�a hallar esta idea y
emplearla para cimentar con ella una cosmodicea. Es la buena Eris de Hes�odo,
elevada a principio del mundo: es la idea que preside el combate de los griegos
entre s�, de los Estados griegos, en el gimnasio, en la palestra, en los
agonales art�sticos, en las relaciones de los partidos y de las ciudades unas
con otras, as� sucesivamente hasta constituir la m�quina del Cosmos. As� como
lucha el griego, como si s�lo �l tuviera raz�n y se viese asistido de
un criterio y como si un juez infaliblemente determinase en cada momento de qu�
parte se ha de inclinar la victoria, as� luchan las ciudades unas con otras,
seg�n leyes indestructibles e inmanentes a esta lucha. Las cosas mismas en
cuya permanencia y consistencia cree la estrecha cabeza del hombre y del
animal, no tienen verdadera existencia: son los chispazos y relampagueos que
lanzan las espadas que se cruzan, son el brillo de la victoria en
la guerra de las cualidades contrarias.
Este combate caracter�stico de todo devenir, este cambio incesante de
la victoria est� descrito por Schopenhauer (�El Mundo como Voluntad y, como
Representaci�n�, t. 1, lib. 2, p�rrafo 27): �La materia, que es lo
permanente, tiene que estar cambiando continuamente de forma en cuanto,
siguiendo el hilo de la causalidad, los fen�menos mec�nicos, f�sicos, qu�micos,
org�nicos, luchan �vidamente por manifestarse, se disputan unos a otros la
materia en la cual quiere manifestarse cada Idea. En todo el dominio de la
Naturaleza percibimos esta lucha, y puede decirse que la Naturaleza no consiste
en otra cosa.� Las p�ginas que siguen brindan la m�s notable ilustraci�n de
esta lucha, s�lo que el tono fundamental de estas descripciones es otro siempre
en Her�clito, en cuanto la lucha, para Schopenhauer, es una muestra del
desdoblamiento de la voluntad de un consumirse a s� mismo de este oscuro y ciego instinto y, por tanto, un fen�meno espantoso, y
en modo alguno venturoso. El campo de batalla y el objetivo de esta lucha es
la materia, la cual se disputan las fuerzas naturales, como tambi�n el espacio
y el tiempo, que, un unificados por la causalidad, constituyen la materia.
VI
Mientras la imaginaci�n de Her�clito contemplaba el Universo en
perpetuo movimiento y la �realidad� con los ojos de un espectador
complacido, viendo c�mo luchaban alegremente los contrarios bajo el padrinazgo
de un severo juez de campo, vislumbr� un nuevo presentimiento de mayor categor�a:
ya no pod�a considerar a los combatientes separadamente del juez: los jueces
mismos parec�an mismos parec�an combatir, los luchadores mismos parec�an
juzgar, y ante este espect�culo de una justicia eternamente imperante, se
atrevi� a exclamar: ��La lucha de los muchos es la pura justicia!� Y, en
general, lo uno es lo m�ltiple. Pues �qu� son todas las cualidades por
esencia? �Son dioses inmortales? �Son seres separados con acci�n propia desde
el principio y sin fin? Y si el
mundo que vemos �nicamente conoce el devenir y el fenecer, sin permanencia
alguna, �constituir�n acaso aquellas cualidades un mundo metaf�sico de otra
naturaleza y no existir� un
mundo de unidad bajo el flotante velo de la pluralidad, como imaginaba
Anaximandro, sino un mundo de eternas pluralidades esenciales? �Acaso lleg�
Her�clito, dando un rodeo, a concebir nuevamente, despu�s de haber�o negado
vivo, un doble ordenamiento universal, con un Olimpo de numerosos dioses y esp�ritus
inmortales -esto es, "muchas" realidades- y con un mundo humano que s�lo
ve las nubes de polvo de las luchas ol�mpicas y el brillo de las divinas
espadas, es decir, s�lo un devenir? Anaximandro
se hab�a refugiado, huyendo de las cualidades determinadas, en el seno de lo
"indeterminado" metaf�sico; como �stas cambiaban y perec�an, les
hab�a negado el verdadero ser- �no parec�a, de acuerdo a esto, que el devenir
no era m�s que la manifestaci�n de las eternas cualidades? �no deb�amos
desconfiar de la debilidad del intelecto humano que habla de devenir cuando, en
el fondo, no hay
tal devenir, sino solamente la coexistencia de m�ltiples realidades
inmutables e indestructibles?
Estos son subterfugios y errores antinheracliteos. A�n exclama de
nuevo: �Lo uno es lo m�ltiple.� Las cualidades m�ltiples que percibimos no
son ni eternas esencias ni fantasmas de nuestros sentidos ( como concibi� Anax�goras
a las primeras y Parm�nides a los segundos), no son ni seres duraderos y
consistentes ni sombras enga�osas del cerebro. La tercera posibilidad �nica
que quedaba para Her�clito nadie la hubiera alcanzado por procedimientos dial�cticos
y l�gicos, pues lo que �l hall� aqu� fue algo extra�o, a�n en el reino de
las incredulidades m�sticas y de las met�foras c�smicas inesperadas: El mundo
es el �recreo� de Zeus, o expresado f�sicamente, del fuego, que juega
consigo mismo, y en este sentido, lo uno es a la vez lo m�ltiple.
Ante todo, para explicar la introducci�n del fuego como fuerza
plasmadora universal, recordar� aqu� c�mo hab�a prolongado Anaximandro la
teor�a del agua como origen de todas las cosas. De acuerdo en lo esencial con
Tales, y confirmando y acrecentando sus observaciones, Anaximandro no estaba
convencido de que detr�s del agua no hubiese cualidades nuevas, de que el agua
fuese algo irreductible; sino que la humedad misma le parec�a que estaba
formada de fr�o y calor, y que, por ello, ser�an las cualidades originarlas
del agua. Por su separaci�n del
seno primordial de �lo indeterminado�, empezaba el devenir. Her�clito, que
como f�sico es inferior a Anaximandro, interpretaba este calor de Anaximandro
como el aliento, la respiraci�n c�lida, la respiraci�n ardiente, el vapor
seco, en
una palabra, como el fuego; de este fuego dec�a lo mismo que Tales y
Anaximandro hab�an dicho del agua: que recorr�a en infinitas transformaciones
la v�a del devenir, sobre todo en sus tres estados principales de calor,
humedad y solidez. Pues el agua se transforma en parte descendiendo a la tierra,
en parte ascendiendo sobre el fuego, o como expresaba con m�s exactitud Her�clito,
parec�a subir de los mares como puro vapor que alimenta el fuego celeste de las
estrellas de la tierra en
forma de nubes y neblinas, de donde saca lo h�medo su sustento. Los vapores
puros son la transformaci�n de los mares en fuego; los impuros, la transformaci�n
de la tierra en agua. De este modo
las dos v�as de transformaci�n del fuego, hacia arriba y hacia abajo, de ida y
vuelta, corr�an paralelamente, del fuego al agua, del agua a la tierra, de la
tierra otra vez al agua y del agua al fuego. Mientras que Her�clito, en
las dos ideas m�s importantes de esta concepci�n: que el fuego est�
alimentado de la evaporaci�n y que del agua se separa en parte la tierra y en
parte el fuego, se muestra disc�pulo de Anaximandro, es, por otra parte,
independiente, y a�n est� en oposici�n con Anaximandro, en que separa lo fr�o
del proceso f�sico, mientras que Anaximandro lo considera tan justificado como
el calor, para hacer nacer de los dos lo h�medo. Hacer esto era realmente una
necesidad para Her�clito, pues si todo era fuego, por mucho que se
transformara, no pod�a llegar nunca a producir su opuesto; consiguientemente,
lo que se llama fr�o s�lo pod�a significar un grado de calor, interpretaci�n
que pod�a justificar con facilidad. Pero mucho m�s importante que esta
discrepancia de la doctrina del maestro era una posterior concomitancia: cre�a,
como aqu�l, en una destrucci�n del universo, repetida peri�dicamente, y en
una nueva producci�n de otro mundo, acarreada por el incendio universal,
destructor de todo lo existente. Los per�odos en los cuales el mundo corr�a a aquel incendio
y a su resoluci�n en puro fuego
fueron caracterizados por �l de manera sumamente chocante como un apetecer y un
necesitar, y la absorci�n completa en el fuego, como un saciarse; y no se nos
ocurre inquirir como comprend�a y defin�a el nuevo impulso que hab�a de
formar nuevamente el mundo, vaci�ndole en las formas de la multiplicidad. El
proverbio griego es decisivo en
este caso: �La saciedad engendra el delito� (�hybris�); y de hecho
podemos preguntamos por un momento si Her�clito dedujo aquella vuelta a la
pluralidad de la �hybris�. Examinemos seriamente esta Idea; a su luz, el
rostro de Her�clito se transforma ante nuestras miradas, el orgulloso brillo de
sus ojos se apaga, un gesto de dolorosa decepci�n, de desmayo, se dibuja en
su rostro, parece que adivinamos por qu� la antig�edad lo denominaba �el
filosofo llor�n�. �No ser� todo el proceso del mundo un acto de castigo de
la �hybris�? La pluralidad �no
ser� el efecto del pecado?, La transformaci�n de lo puro en impuro �no ser�
consecuencia de la injusticia? �No estar� puesta de esta manera la culpa en
el fondo de las cosas, descarg�ndose
as� de la culpa el mundo del devenir y de los individuos, pero quedando
condenado, al mismo tiempo, a soportar siempre de nuevo sus consecuencias?
VII
Esta peligrosa palabra, �hybris�, es, en efecto, la piedra de toque
para todo disc�pulo de Her�clito; puede demostrar aqu� si ha comprendido o no
a su maestro. �Hay culpa, injusticia, contradicci�n, dolor, en este mundo?
S�, exclama Her�clito, pero s�lo para el hombre de inteligencia
limitada que ve las cosas en su sucesi�n y no en su conjunto, no para el Dios
contutivo; para �ste, todos los contrarios se armonizan, de un modo invisible,
es cierto, para la mirada vulgar del hombre, pero comprensible para el que, como
Her�clito, es semejante al dios contemplativo. Ante su mirada de fuego no queda
una gota de injusticia en el mundo por �l creado; y aun aquella contradicci�n,
cardinal, de c�mo puede fundir el fuego puro en formas tan impuras, es resuelta
por �l en una doble comparaci�n. Un devenir y un perecer, un construir destruir, sin
justificaci�n moral alguna, eternamente inocente, s�lo se dan en este mundo en
el juego del artista y del ni�o. Y as� como el ni�o y el artista juegan,
juega el fuego, eternamente vivo, construye y destruye inocentemente; y este
juego lo juega el �ai�n� consigo mismo. Transform�ndose en agua y en
tierra, construye, como el ni�o, castillos de arena a la orilla del mar,
edifica y derriba; de tiempo en tiempo vuelve a iniciar el juego. Hay un momento
de saturaci�n; luego lo llama nuevamente la necesidad, como al artista lo
obliga la necesidad a la creaci�n. No
un instinto de delincuencia, sino el perpetuo y renaciente instinto del juego,
es lo que llama nuevos mundos a la vida. Llega un momento en que el ni�o tira
el juguete; pero de nuevo lo recoge, y prosigue sus juegos con inocente
inconstancia. Pero siempre que construye, lo hace seg�n ciertas reglas con un
orden interior.
Ahora bien, de este modo contempla el esteta el mundo: el esteta, es
decir, el hombre que en el artista y en el nacimiento de la obra de arte ha
visto c�mo el combate de la pluralidad puede implicar leyes y derechos, c�mo
el artista se muestra contemplativo sobre y en la obra de arte, c�mo la
necesidad y el juego, la contradicci�n y la armon�a pueden aunarse para la
producci�n de la obra de arte.
�Qui�n pedir� una �tica ahora a tal filosof�a, con su
correspondiente imperativo "t� debes"? �Qui�n podr� reprochar esta
falta a Her�clito? El hombre,
hasta sus m�s rec�nditas fibras, es necesidad, y carece por completo de
libertad, si por libertad se entiende la necia pretensi�n de poder variar de
arbitrio como se cambia de traje, pretensi�n que todo verdadero fil�sofo ha
rechazado hasta hoy con esc�ndalo. Que sean tan escasos los hombres que viven
con conciencia en el �Logos� y en conformidad con el ojo del artista que
todo lo ve de una mirada, proviene de que sus almas est�n desnudas de que las
orejas y los ojos del hombre, y en general su intelecto, son malos testigos
cuando �el cieno h�medo es recogido en sus almas�. No se pregunta por qu�
ocurre, como tampoco por qu� el fuego se convierte en agua y en tierra. Her�clito
no ten�a raz�n alguna para �deber� demostrar (como lo habr�a hecho
Leibniz) que este mundo es el mejor de los mundos; le bastaba saber que es el
juego inocente y bello del �ai�n�. El hombre no es para �l, generalmente,
m�s que un ser ir racional, con lo que no niega que en toda su esencia se
cumpla la ley de la raz�n que todo lo gobierna. Para �l, el hombre no ocupa un
lugar privilegiado en la Naturaleza, cuyo fen�meno m�s importante es el fuego,
lo es, por ejemplo, una estrella, pero no el simple hombre. Si �ste, por la
necesidad, ha tenido una participaci�n en el fuego, entonces es algo racional;
pero en cuanto consiste en agua tierra, su racionalidad es escasa.
No tiene obligaci�n de reconocer el �Logos�, por ser hombre. Pero �por
qu� hay agua, por qu� hay tierra? Este es, para Her�clito, un problema mucho
m�s importante que preguntar por qu� son los hombres tan est�pidos y tan
perversos. Tanto en los hombres mejores como en los peores, se manifiesta la
misma inmanente legalidad y justicia. Pero si se le formulase a Her�clito la
pregunta de por qu� el fuego no es siempre fuego, sino que ahora es agua y
despu�s tierra, tendr�a que contestar: "Se trata de un juego; no lo tom�is
por lo pat�tico, sobre todo, no lo tom�is desde el punto de vista moral.� Her�clito s�lo describe el mundo existente y contempla este
mundo con la fruici�n del artista que ve c�mo se va formando su obra. Her�clito
�nicamente es sombr�o, melanc�lico, lacrimoso, bilioso, pesimista y, en
general, odioso, para aquellos que tienen motivos para no estar contentos con su
descripci�n del hombre. Pero a estas personas Her�clito las mirar�a con
indiferencia, junto a sus simpat�as y antipat�as, su amor y su odio, y les
pagar�a con la ense�anza de que �los perros ladran al que no conocen� o
�al asno le gusta la paja m�s que el oro�.
De estos descontentos derivan tambi�n las numerosas quejas contra la
oscuridad del estilo de Her�clito- pero, positivamente, nadie ha escrito con m�s
claridad y mayor luminosidad que �l. En efecto, es muy conciso, y por esto es
oscuro para el que lee de prisa. Pero es absurdo que un fil�sofo escriba a prop�sito
con oscuridad, como se le suele atribuir a Her�clito, a no ser en el caso en
que tenga razones para ocultar su pensamiento, o sea lo bastante p�caro para
disimular su indigencia mental con palabras. Como dice Schopenhauer, en
ocasiones se debe procurar en la vida pr�ctica cautelar, por medio de la
claridad, posibles errores. �C�mo podr�a buscarse adrede la oscuridad, la
expresi�n enigm�tica e indeterminada, cuando se trata del m�s dif�cil,
abstruso e inaccesible objeto del pensamiento: la filosof�a? En lo referente a
la concisi�n, Jean Paul nos proporciona una buena doctrina: �En general, es
conveniente que los grandes pensamientos, de gran contenido para un cerebro
perspicaz, se expresen con brevedad por lo tanto, con oscuridad, para que un esp�ritu
romo antes los considere como absurdos que los traduzca en su mentalidad
rastrera. Pues los entendimientos
vulgares tienen la habilidad odiosa de no ver en los pensamientos profundos
ricos otra cosa que lo que piensa a diario.� Por lo dem�s, a pesar de esto,
Her�clito no ha pasado inadvertido a los �esp�ritus romos"; ya los
estoicos lo interpretaron torpemente, rebajando su concepci�n est�tica del
mundo a un vulgar finalismo,
provechoso para el hombre, fundando en su f�sica un grosero
optimismo, con la constante invitaci�n al �plaudite, amici�.
VIII
Era orgulloso Her�clito; y cuando el orgullo anida en un fil�sofo,
toma proporciones gigantescas. Sus obras no se dirigen nunca al �p�blico�,
no busca el aplauso de las masas ni las aclamaciones del coro de sus contempor�neos.
Lo caracter�stico del fil�sofo) es recorrer las calles en silencio. Sus dotes
son las m�s raras, en cierto sentido las menos naturales, por consiguiente
enemigas de todo lo mediano. Los muros de suficiencia deb�an de ser
diamantinos, cuando no se quebraron, pues todo se conjuraba contra �l. Su
viaje a la �inmortalidad fue m�s dif�cil y encontr� m�s obst�culos
que ning�n otro; y, sin embargo, nadie mejor que el fil�sofo puede estar
seguro de alcanzarla, porque no sabe d�nde debe estar, a no ser en la plenitud
de los tiempos, pues el desprecio de lo actual
y de lo pasajero es propio del aut�ntico fil�sofo. Posee la verdad, y
por muchas vueltas que d� la rueda del tiempo, nunca podr� sustraerse a la
verdad. Importa saber de tales hombres que han vivido. Nunca podr�a imaginarse,
por ejemplo, el orgullo de Her�clito como una virtualidad ociosa. Todo esfuerzo
hacia el conocimiento parece, por su esencia, condenado a quedar insatisfecho
eternamente. Por eso nadie que no est� instruido por la historia podr�a creer
en esa augusta autoestimaci�n y convicci�n de ser el �nico venturoso
liberador de la verdad. Tales
hombres viven su propio sistema solar, y all� hay que ir a buscarlos. Tambi�n
un Emp�docles un Pit�goras se prodigaban una consideraci�n m�s que humana,
casi se inspiraban a s� mismos un respeto religioso; pero el lazo de la compasi�n,
unido a la �ntima fe en la trasmigraci�n en la unidad de todos los seres
vivos, les llevaba otra vez a los dem�s hombres, a procurar su salud y su
redenci�n. Mas el sentimiento de soledad que pose�a el solitario de Efeso �nicamente
pod�a desarrollarse en los salvajes desiertos. En �l no vemos el menor deseo
de ayuda, de salvar a nadie. Es una estrella sin atm�sfera. Sus ojos ardientes,
dirigidos a s� mismo miran vagos y, fr�os, con
una mera apariencia de mirada. Al pie de la fortaleza de su orgullo bat�an
las olas de la locura y de la perversi�n; �l desviaba la mirada con
asco. Pero tambi�n los hombres
de pecho sensible ceden ante una m�scara que parece fundida en bronce;
comprendemos a un ser de esta naturaleza en un santuario apartado, rodeado de im�genes
de dioses, bajo una arquitectura fr�a, solemne y sublime. Her�clito fue incre�ble
entre los hombres como Hombre; y cuando contemplaba el juego de los hombres-ni�os,
pens� lo que nadie habr�a pensado en tal ocasi�n: el juego, con sus mundos,
del gran ni�o Zeus. No necesitaba a los hombres, ni siquiera para que le
reconocieran; nada le importaba lo que pudieran pensar o inquirir de �l, ni siquiera los sabios.
Hablaba con desprecio de tales preguntones, de tales coleccionadores, en una
palabra, de tales hombres �hist�ricos�. �Yo me busco v me pregunto a m�
mismo�, dec�a, empleando una palabra con la cual se suele expresar la
pregunta que se dirige a un or�culo: como si �l, y nadie m�s que �l, fuese
el aut�ntico cumplidor y consumador de la m�xima d�lfica: �Con�cete a ti
mismo�.
Y lo que �l escuchaba de este or�culo lo consideraba como sabidur�a
inmortal y digna de interpretaci�n eterna, de incalculable efecto para el
porvenir, a semejanza de los discursos prof�ticos de las sibilas. Es bastante
para la humanidad futura, que ella se haga interpretar, como sentencia de or�culo,
lo que �l, como el dios de Delfos, �ni dijo ni call�.
Sus sentencias, pronunciadas �sin sonrisa, sin ali�o, sin sahumerio� antes bien, con �boca espumeante�,
penetraron a trav�s de los siglos. Pues el mundo necesita eternamente de la
verdad, por lo que necesitar� eternamente a Her�clito; pero �l no
necesita al mundo. �Qu� le importa a ��l� su fama, la fama entre los
�mortales en un devenir perpetuo�, como �l dec�a con expresi�n ir�nica?
Su fama era cuenta de los hombres, no de �l; lo que le importaba a �l
era la inmortalidad de la raza humana, no la inmortalidad del hombre Her�clito.
Lo que �l meditaba, la doctrina de la �ley en el devenir y del juego en la
necesidad�, deb�a ser meditada eternamente; �l hab�a levantado el tel�n de
este gran espect�culo.
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