La Verdad y las Formas Jurídicas (V)
En la conferencia anterior intenté definir el panoptismo que,
en mi opinión, es uno de los rasgos característicos de nuestra sociedad: una
forma que se ejerce sobre los individuos a la manera de vigilancia individual y
continua, como control de castigo y recompensa y como corrección, es decir, como
método de formación y transformación de los individuos en función de ciertas
normas. Estos tres aspectos del panoptismo —vigilancia, control y corrección—
constituyen una dimensión fundamental y característica de las relaciones de
poder que existen en nuestra sociedad.
En una sociedad como la feudal no hay nada semejante al
panoptismo, lo cual no quiere decir que durante el feudalismo o en las
sociedades europeas del siglo XVII no haya habido instancias de control social,
castigo y recompensa, sino que la manera en que se distribuían era completamente
diferente de la forma en que se instalaron esas mismas instancias a finales del
siglo XVIII y comienzos del XIX. Hoy en día vivimos en una sociedad programada
por Bentham, una sociedad panóptica, una estructura social en la que reina el
panoptismo.
En esta conferencia trataré de poner de relieve cómo es que la
aparición del panoptismo comporta una especie de paradoja. Hemos visto cómo en
el mismo momento en que aparece o, más exactamente, en los años que preceden a
su surgimiento, se forma una cierta teoría del derecho penal, de la penalidad y
el castigo, cuya figura más importante es Beccaria, teoría fundada esencialmente
en un legalismo escrito. Esta teoría del castigo subordina el hecho y la
posibilidad de castigar, a la existencia de una ley explícita, a la comprobación
manifiesta de que se ha cometido una infracción a esta ley y finalmente a un
castigo que tendría por función reparar o prevenir, en la medida de lo posible,
el daño causado a la sociedad por la infracción. Esta teoría legalista, teoría
social en sentido estricto, casi colectiva, es lo absolutamente opuesto del
panoptismo. En éste la vigilancia sobre los individuos no se ejerce al nivel de
lo que se hace sino de lo que se es o de lo que se puede hacer. La vigilancia
tiende cada vez más a individualizar al autor del acto, dejando de lado la
naturaleza jurídica o la calificación penal del acto en sí mismo. Por
consiguiente el panoptismo se opone a la teoría legalista que se había formado
en los años precedentes.
En realidad lo que merece nuestra consideración es un hecho
histórico importante: el que esta teoría legalista fuese duplicada en un primer
momento y posteriormente encubierta y totalmente oscurecida por el panoptismo
que se formó al margen de ella, colateralmente. Este panoptismo nacido por
efectos de una fuerza de desplazamiento en el período comprendido entre el siglo
XVII y el XIX, período en que se produce la apropiación por parte del poder
central de los mecanismos populares de control que se dan en el siglo XVIII,
inicia una era que habrá de ofuscar la práctica y la teoría del derecho
penal.
Para apuntalar las tesis que estoy exponiendo me gustaría
referirme a algunas autoridades. Las gentes de comienzos del siglo XIX —o al
menos algunos de ellos— no ignoraban la aparición de esto que yo denominé, un
poco arbitrariamente pero en todo caso como homenaje a Bentham, panoptismo. En
efecto, muchos hombres de esta época reflexionan y se plantean el problema de lo
que estaba sucediendo en su tiempo con la organización de la penalidad o la
moral estatal. Hay un autor muy importante en su época, profesor en la
Universidad de Berlín y colega de Hegel, que escribió y publicó en 1830 un gran
tratado en varios volúmenes llamado Lección sobre las prisiones. Este
autor, de nombre Giulius, cuya lectura recomiendo, dio durante varios años un
curso en Berlín sobre las prisiones y es un personaje extraordinario que, en
ciertos momentos, adquiere un hálito casi hegeliano.
En las Lecciones sobre las prisiones hay un pasaje que
dice: «Los arquitectos modernos están descubriendo una forma que antiguamente se
desconocía. En otros tiempos —dice refiriéndose a la civilización griega— la
mayor preocupación de los arquitectos era resolver el problema de cómo hacer
posible el espectáculo de un acontecimiento, un gesto o un individuo al mayor
número posible de personas. Es el caso —dice Giulius— del sacrificio religioso,
acontecimiento único del que ha de hacerse partícipes al mayor número posible de
personas; es también el caso del teatro que por otra parte deriva del
sacrificio, de los juegos circenses, los oradores y los discursos. Ahora bien,
este problema que se presenta en la sociedad griega en tanto comunidad que
participaba de los acontecimientos que hacían a su unidad —sacrificios
religiosos, teatro o discursos políticos— ha continuado dominando la
civilización occidental hasta la época moderna. El problema de las iglesias es
exactamente el mismo: todos los participantes deben presenciar el sacrificio de
la misa y servir de audiencia a la palabra del sacerdote. Actualmente, continúa
Giulius, el problema fundamental para la arquitectura moderna es exactamente el
inverso. Se trata de hacer que el mayor número de personas pueda ser ofrecido
como espectáculo a un solo individuo encargado de vigilarlas.»
Al escribir esto Giulius estaba pensando en el Panóptico, de
Bentham. y, en términos generales, en la arquitectura de las prisiones, los
hospitales, las escuelas, etc. Se refería al problema de cómo lograr no una
arquitectura del espectáculo como la griega, sino una arquitectura de la
vigilancia, que haga posible que una única mirada pueda recorrer el mayor número
de rostros, cuerpos, actitudes, la mayor cantidad posible de celdas. «Ahora
bien, dice Giulius, el surgimiento de este problema arquitectónico es un
correlato de la desaparición de una sociedad que vivía en comunidad espiritual y
religiosa y la aparición de una sociedad estatal. El Estado se presenta como una
cierta disposición espacial y social de los individuos, en la que todos están
sometidos a una única vigilancia.» Al concluir su explicación sobre estos dos
tipos de arquitectura Giulius afirma que no se trata de un simple problema
arquitectónico sino que esta diferencia es fundamental en la historia del
espíritu humano.
Giulius no fue el único que percibió en su tiempo este fenómeno
de inversión del espectáculo en vigilancia o de nacimiento de una sociedad
panóptica. Encontramos análisis parecidos en muchos autores; citaré sólo uno de
estos textos, debido a Treilhard, consejero de estado, jurista del Imperio. Me
refiero a la presentación del Código de Instrucción Criminal de 1808. En
este texto Treilhard afirma:
«El Código de Instrucción Criminal que por este acto presento
es una auténtica novedad no sólo en la historia de la justicia y la práctica
judicial, sino también en la historia de las sociedades humanas. En este código
damos al procurador, que representa al poder estatal o social frente a los
acusados un papel completamente nuevo».
Treilhard utiliza una metáfora: el procurador no debe tener
como única función la de perseguir a los individuos que cometen infracciones: su
tarea principal y primera ha de ser la de vigilar a los individuos antes de que
la infracción sea cometida. El procurador no es sólo un agente de la ley que
actúa cuando ésta es violada, es ante todo una mirada, un ojo siempre abierto
sobre la población. El ojo del procurador debe transmitir las informaciones al
ojo del Procurador General, quien a su vez las transmite al gran ojo de la
vigilancia que en esa época era el Ministro de la Policía. Por último el
Ministro de la Policía transmite las informaciones al ojo de aquél que está en
la cúspide de la sociedad, el emperador, que en esa época estaba simbolizado por
un ojo. El emperador es el ojo universal que abarca la sociedad en toda su
extensión. Ojo que se vale de una serie de miradas dispuestas en forma piramidal
a partir del ojo imperial y que vigilan n toda la sociedad. Para Treilhard y los
legistas del Imperio que fundaron el Derecho Penal francés —un derecho que
desgraciadamente ha tenido mucha influencia en todo el mundo— esta gran pirámide
de miradas constituía una nueva forma de justicia.
No analizaré aquí las instituciones en que se actualizan estas
características del panoptismo propio de la sociedad moderna, industrial,
capitalista. Quisiera simplemente captar este panoptismo, esta vigilancia en la
base, allí donde aparece menos claramente, donde más alejado está del centro de
la decisión, del poder del Estado. Quisiera mostrar cómo es que existe este
panoptismo al nivel más simple y en el funcionamiento cotidiano de instituciones
que encuadran la vida y los cuerpos de los individuos: el panoptismo, por lo
tanto, al nivel de la existencia individual.
¿En qué consistía, y sobre todo, para qué servía el panoptismo?
Propongo una adivinanza: expondré el reglamento de una institución que realmente
existió en los años 1840-1845 en Francia, es decir, en los inicios del período
que estoy analizando; no diré si es una fábrica, una prisión, un hospital
psiquiátrico, un convento, una escuela, un cuartel; se trata de adivinar a qué
institución me estoy refiriendo. Era una institución en la que había
cuatrocientas personas solteras que debían levantarse todas las mañanas a las
cinco. A las cinco y cincuenta habían de terminar su aseo personal, haber hecho
la cama y tomado el desayuno; a las seis comenzaba el trabajo obligatorio que
terminaba a las ocho y cuarto de la noche, con un intervalo de una hora para
comer; a las ocho y quince se rezaba una oración colectiva y se cenaba, la
vuelta a los dormitorios se producía a las nueve en punto de la noche. El
domingo era un día especial; el artículo cinco del reglamento de esta
institución decía: «Hemos de cuidar del espíritu propio del domingo, esto es,
dedicarlo al cumplimiento del deber religioso y al reposo. No obstante, como el
tedio no tardaría en convertir el domingo en un día más agobiante que los demás
días de la semana, se deberán realizar diferentes ejercicios de modo de pasar
esta jornada cristiana y alegremente». Por la mañana ejercicios religiosos, en
seguida ejercicios de lectura y de escritura y, finalmente, las últimas horas de
la mañana dedicadas a la recreación. Por la tarde, catecismo las vísperas, y
paseo después de las cuatro siempre que no hiciese frío, de lo contrario,
lectura en común. Los ejercicios religiosos y la misa no se celebraban en la
iglesia próxima para impedir que los pensionados de este establecimiento
tuviesen contacto con el mundo exterior; así, para que ni siquiera la iglesia
fuese el lugar o el pretexto de un contacto con el mundo exterior, los servicios
religiosos tenían lugar en una capilla construida en el interior del
establecimiento. No se admitía ni siquiera a los fieles de afuera; los
pensionados sólo podían salir del establecimiento durante los paseos
dominicales, pero siempre bajo la vigilancia del personal religioso que, además
de los paseos, controlaba los dormitorios y las oficinas, garantizando así no
sólo el control laboral y moral sino también el económico. Los pensionados no
recibían sueldo sino un premio —una suma global estipulada entre los 40 y 80
francos anuales— que sólo se entregaba en el momento en que salían. Si era
necesario que entrara una persona del otro sexo al establecimiento por cualquier
motivo, debía ser escogida con el mayor cuidado y permanecía dentro muy poco
tiempo. Los pensionados debían guardar silencio so pena de expulsión. En
general, los dos principios organizativos básicos según el reglamento eran: los
pensionados no debían estar nunca solos, ya se encontraran en el dormitorio, la
oficina, el refectorio o el patio, y debía evitarse cualquier contacto con el
mundo exterior: dentro del establecimiento debía reinar un único espíritu.
¿Qué institución era ésta? En el fondo, la pregunta no tiene
importancia, pues bien podría ser una institución para hombres o mujeres,
jóvenes o adultos, una prisión, un internado, una escuela o un reformatorio,
indistintamente. Como es obvio, no es un hospital, pues hemos visto que se habla
mucho del trabajo y, por lo mismo, tampoco es un cuartel. Podría ser un hospital
psiquiátrico, o incluso una casa de tolerancia. En verdad, era simplemente una
fábrica de mujeres que existía en la región del Ródano y que reunía
cuatrocientas obreras.
Habrá quien diga que éste es un ejemplo caricaturesco, risible,
una especie de utopía. Fábricas-prisiones, fábricas-conventos, fábricas sin
salario en las que se compra todo el tiempo del obrero, una vez para siempre,
por un premio anual que sólo se recibe a la salida. Parece el sueño patronal o
la realización del deseo que el capitalista produce al nivel de su fantasía; un
caso límite que jamás existió realmente. A este comentario yo respondería,
diciendo que este sueño patronal, este «panóptico» industrial, existió en la
realidad y en gran escala a comienzos del siglo XIX. En una región situada en el
sudeste de Francia había cuarenta mil obreras textiles que trabajaban bajo este
régimen, un número que en aquel momento era sin duda considerable. El mismo tipo
de instituciones existió también en otras regiones y países como Suiza, en
particular, e Inglaterra. En alguna medida esta situación inspiró las reformas
de Owen. En los Estados Unidos había un complejo entero de fábricas textiles
organizadas según el modelo de las fábricas-prisiones, fábricas-pensionados,
fábricas-conventos.
Tratase pues de un fenómeno que tuvo en su época una amplitud
económica y demográfica muy grande, por lo que bien podemos decir que más que
fantasía fue el sueño realizado de los patrones. En realidad, hay dos especies
de utopías: las utopías proletarias socialistas que gozan de la propiedad de no
realizarse nunca, y las utopías capitalistas que, desgraciadamente, tienden a
realizarse con mucha frecuencia. La utopía a la que me refiero, la
fábrica-prisión, se realizó efectivamente y no sólo en la industria sino en una
serie de instituciones que surgen en esta misma época y que, en el fondo,
respondían a los mismos modelos y principios de funcionamiento; instituciones de
tipo pedagógico tales como las escuelas, los orfanatos, los centros de
formación; instituciones correccionales como la prisión o el reformatorio;
instituciones que son a un tiempo correccionales y terapéuticas como el
hospital, el hospital psiquiátrico, todo eso que los norteamericanos llaman
asylums y que un historiador de los Estados Unidos ha estudiado en un
libro reciente. En este libro se intentó analizar cómo fue que aparecieron este
tipo de edificios e instituciones en los Estados Unidos y se esparcieron por
toda la sociedad occidental. El estudio ha comenzado en los Estados Unidos pero
valdría la pena contemplar la misma situación en otros países, procurando dar la
medida de su importancia, medir su amplitud política y económica.
Vayamos un poco más lejos. No solamente existieron estas
instituciones industriales y al lado de éstas otras, sino que además estas
instituciones industriales fueron en cierto sentido perfeccionadas, dedicándose
múltiples y denodados esfuerzos para su construcción y organización.
Sin embargo, muy pronto se vio que no eran viables ni
gobernables. Se descubrió que desde el punto de vista económico representaban
una carga muy pesada y que la estructura rígida de estas fábricas-prisiones
conducía inexorablemente a la ruina de las empresas. Por último, desaparecieron.
En efecto, al desencadenarse la crisis de la producción que obligó a
desprenderse de una determinada cantidad de obreros, reacondicionar los sistemas
productivos y adaptar el trabajo al ritmo cada vez más acelerado de la
producción, estas enormes casas, con un número fijo de obreros y una
infraestructura montada de modo definitivo se tornaron absolutamente inútiles.
Se optó por hacerlas desaparecer, conservándose de algún modo algunas de las
funciones que desempeñaban. Se organizaron técnicas laterales o marginales para
asegurar, en el mundo industrial, las funciones de internación, reclusión y
fijación de la clase obrera que, en un comienzo, desempeñaban estas
instituciones rígidas, quiméricas, un tanto utópicas. Se tomaron algunas
medidas, tales como la creación de ciudades obreras, cajas de ahorro y
cooperativas de asistencia además de toda una serie de medios diversos por los
que se intentó fijar a la población obrera, al proletariado en formación, en el
cuerpo mismo del aparato de producción.
La siguiente es una pregunta que necesita respuesta: ¿cuál era
el objetivo de esta institución de la reclusión en sus dos formas: la forma
compacta, fuerte, que aparece a comienzos del siglo XIX e incluso después en
instituciones tales como las escuelas, los hospitales psiquiátricos, los
reformatorios, las prisiones, etc.; y la forma blanda, difusa, como la que se
encuentra en instituciones tales como la ciudad obrera, la caja de ahorros o la
cooperativa de asistencia?
A primera vista, podría decirse que esta reclusión moderna que
aparece en el siglo XIX en las instituciones que he mencionado, es una herencia
directa de dos corrientes o tendencias que encontramos en el siglo XVIII: la
técnica francesa de internación y el procedimiento de control de tipo inglés. En
la conferencia anterior intenté explicar cómo se originó en Inglaterra la
vigilancia social en el control ejercido por los grupos religiosos sobre sí
mismos, sobre todo entre los grupos religiosos disidentes, y cómo en Francia la
vigilancia y el control eran ejercidos por un aparato de Estado, fuertemente
investido de intereses particulares, que esgrimía como sanción principal la
internación en prisiones y otras instituciones de reclusión. Puede decirse, en
consecuencia, que la reclusión del siglo XIX es una combinación del control
moral y social nacido en Inglaterra y la institución propiamente francesa y
estatal de la reclusión en un local, un edificio, una institución, en un espacio
cerrado.
Sin embargo, el fenómeno que aparece en el siglo XIX significa
una novedad en relación con sus orígenes. En el sistema inglés del siglo XVIII
el control se ejerce por el grupo sobre un individuo o individuos que pertenecen
a este grupo. Esta era, al menos, la situación inicial, a finales del siglo XVII
y comienzos del XVIII. Los cuáqueros y los metodistas ejercían su control
siempre sobre quienes pertenecían a sus propios grupos o se encontraban en el
espacio social o económico del grupo. Sólo más tarde se produce este
desplazamiento de las instancias hacia arriba, hacia el Estado. El hecho de que
un individuo perteneciera a un grupo lo hacía pasible de vigilancia por su
propio grupo. En las instituciones que se forman en el siglo XIX la condición de
miembro de un grupo no hace a su titular pasible de vigilancia; por el
contrario, el hecho de ser un individuo indica justamente que la persona en
cuestión está situada en una institución, la cual, a su vez, había de constituir
el grupo, la colectividad que será vigiada. Se entra en la escuela, en el
hospital o en la prisión en tanto se es un individuo. Estas, a su vez, no son
formas de vigilancia del grupo al que se pertenece, son la estructura de
vigilancia que al convocar a los individuos, al integrarlos, los constituirá
secundariamente como grupo. Vemos así cómo se establece una diferencia
sustancial entre dos momentos en la relación entre la vigilancia y el grupo.
Asimismo, en relación con el modelo francés, la internación del
siglo XIX es bastante distinta de la que se presentaba en Francia en el siglo
XVIII. En esta época, cuando se internaba a alguien se trataba siempre de un
individuo marginado en relación con su familia, su grupo social, la comunidad a
la que pertenecía; era alguien fuera de la regla, marginado por su conducta, su
desorden, su vida irregular. La internación respondía a esta marginación de
hecho con una especie de marginación de segundo grado, de castigo. Era como si
se le dijera a un individuo: «Puesto que te has separado de tu grupo, vamos a
separarte provisoria o definitivamente de la sociedad». En consecuencia puede
decirse que en la Francia de esta época había una reclusión de exclusión.
En nuestra época todas estas instituciones —fábrica, escuela,
hospital psiquiátrico, hospital, prisión— no tienen por finalidad excluir sino
por el contrario fijar a los individuos. La fábrica no excluye a los individuos,
los liga a un aparato de producción. La escuela no excluye a los individuos, aun
cuando los encierra, los fija a un aparato de transmisión del saber. El hospital
psiquiátrico no excluye a los individuos, los vincula a un aparato de corrección
y normalización. Y lo mismo ocurre con el reformatorio y la prisión. Si bien los
efectos de estas instituciones son la exclusión del individuo, su finalidad
primera es fijarlos a un aparato de normalización de los hombres. La fábrica, la
escuela, la prisión o los hospitales tienen por objetivo ligar al individuo al
proceso de producción, formación o corrección de los productores que habrá de
garantizar la producción y a sus ejecutores en función de una determinada
norma.
En consecuencia es lícito oponer la reclusión del siglo XVIII
que excluye a los individuos del círculo social a la que aparece en el siglo
XIX, que tiene por función ligar a los individuos a los aparatos de producción a
partir de la formación y corrección de los productores: trátase entonces de una
inclusión por exclusión. He aquí por qué opondré la reclusión al secuestro; la
reclusión del siglo XVIII, dirigida esencialmente a excluir a los marginales o
reforzar la marginalidad, y el secuestro del siglo XIX cuya finalidad es la
inclusión y la normalización.
Por último, existe un tercer conjunto de diferencias en
relación con el siglo XVIII que da una configuración original a la reclusión del
XIX. En la Inglaterra del siglo XVIII se daba un proceso de control que era, en
principio, claramente extraestatal e incluso antiestatal, una especie de
reacción defensiva de los grupos religiosos frente a la dominación del Estado,
por medio de la cual, estos grupos se aseguraban su propio control. Por el
contrario, en Francia había un aparato fuertemente estatizado, al menos por su
forma e instrumentos (recuérdese la institución de la lettre-de-cachet)
fórmula absolutamente extraestatal en Inglaterra y fórmula absolutamente estatal
en Francia. En el siglo XIX aparece algo nuevo, mucho más blando y rico, una
serie de instituciones que no se puede decir con exactitud si son estatales o
extra-estatales, si forman parte o no del aparato del Estado. En realidad, en
algunos casos y según los países y las circunstancias, algunas de estas
instituciones son controladas por el aparato del Estado. Por ejemplo en Francia
el control estatal de las instituciones pedagógicas fundamentales fue motivo de
un conflicto que dio lugar a un complicado juego político. Sin embargo, en el
nivel en que yo me coloco esta cuestión no es digna de consideración: no me
parece que esta diferencia sea muy importante. Lo verdaderamente nuevo e
interesante es, en realidad, el hecho de que el Estado y aquello que no es
estatal se confunde, se entrecruza dentro de estas instituciones. Más que
instituciones estatales o no estatales habría que hablar de red institucional de
secuestro, que es infraestatal; la diferencia entre lo que es y no es aparato
del Estado no me parece importante para el análisis de las funciones de este
aparato general de secuestro, la red de secuestro dentro de la cual está
encerrada nuestra existencia.
¿Para qué sirven esta red y estas instituciones? Podemos
caracterizar la función de las instituciones de la siguiente manera: en primer
lugar, las instituciones —pedagógicas, médicas, penales e industriales tienen la
curiosa propiedad de contemplar el control, la responsabilidad, sobre la
totalidad o la casi totalidad del tiempo de los individuos: son, por lo tanto,
unas instituciones que se encargan en cierta manera de toda la dimensión
temporal de la vida de los individuos.
Con respecto a esto creo que es lícito oponer la sociedad
moderna a la sociedad feudal. En la sociedad feudal y en muchas de esas
sociedades que los etnólogos llaman primitivas, el control de los individuos se
realiza fundamentalmente a partir de la inserción local, por el hecho de que
pertenecen a un determinado lugar. El poder feudal se ejerce sobre los hombres
en la medida en que pertenecen a cierta tierra: la inscripción geográfica es un
medio de ejercicio del poder. En efecto, la inscripción de los hombres equivale
a una localización. Por el contrario, la sociedad moderna que se forma a
comienzos del siglo XIX es, en el fondo, indiferente o relativamente indiferente
a la pertenencia espacial de los individuos, no se interesa en absoluto por el
control espacial de éstos en el sentido de asignarles la pertenencia de una
tierra, a un lugar, sino simplemente en tanto tiene necesidad de que los hombres
coloquen su tiempo a disposición de ella. Es preciso que el tiempo de los
hombres se ajuste al aparato de producción, que éste pueda utilizar el tiempo de
vida, el tiempo de existencia de los hombres. Este es el sentido y la función
del control que se ejerce. Dos son las cosas necesarias para la formación de la
sociedad industrial: por una parte es preciso que el tiempo de los hombres sea
llevado al mercado y ofrecido a los compradores quienes, a su vez, lo cambiarán
por un salario; y por otra parte es preciso que se transforme en tiempo de
trabajo. A ello se debe que encontremos el problema de las técnicas de
explotación máxima del tiempo en toda una serie de instituciones.
Recuérdese el ejemplo que he referido, en él se encuentra este
fenómeno en su forma más compacta, en estado puro. Una institución compra de una
vez para siempre y por el precio de un premio el tiempo exhaustivo de la vida de
los trabajadores, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El mismo
fenómeno se encuentra en otras instituciones: en las instituciones pedagógicas
cerradas que se abrirán poco a poco con el transcurso del siglo, en !os
reformatorios, los orfanatos y las prisiones. Tenemos además algunas formas
difusas surgidas, en particular, a partir del momento en que se vio que no era
posible administrar aquellas fábricas-prisiones y hubo de volverse a un tipo de
trabajo convencional en que las personas llegan por la mañana, trabajan, y dejan
el trabajo al caer la noche. Vemos entonces cómo se multiplican las
instituciones en que el tiempo de las personas está controlado, aunque no se lo
explote efectivamente en su totalidad, para convertirse en tiempo de
trabajo.
A lo largo del siglo XIX se dictan una serie de medidas con
vistas a suprimir las fiestas y disminuir el tiempo de descanso; una técnica muy
sutil se elabora durante este siglo para controlar la economía de los obreros.
Por una parte, para que la economía tuviese la necesaria flexibilidad era
preciso que en épocas críticas se pudiese despedir a los individuos; pero por
otra parte, para que los obreros pudiesen recomenzar el trabajo al cabo de este
necesario período de desempleo y no muriesen de hambre por falta de ingresos,
era preciso asegurarles unas reservas. A esto se debe el aumento de salarios que
se esboza claramente en Inglaterra en los años 40 y en Francia en la década
siguiente. Pero, una vez asegurado que los obreros tendrán dinero hay que cuidar
de que no utilicen sus ahorros antes del momento en que queden desocupados. Los
obreros no deben utilizar sus economías cuando les parezca, por ejemplo, para
hacer una huelga o celebrar fiestas. Surge entonces la necesidad de controlar
las economías del obrero y de ahí la creación, en la década de 1820 y sobre
todo, a partir de los años 40 y 50 de las cajas de ahorro y las cooperativas de
asistencia, etc., que permiten drenar las economías de los obreros y controlar
la manera en que son utilizadas. De este modo el tiempo del obrero, no sólo el
tiempo de su día laboral, sino el de su vida entera, podrá efectivamente ser
utilizado de la mejor manera posible por el aparato de producción. Y es así que
a través de estas instituciones aparentemente encaminadas a brindar protección y
seguridad se establece un mecanismo por el que todo el tiempo de la existencia
humana es puesto a disposición de un mercado de trabajo y de las exigencias del
trabajo. La primera función de estas instituciones de secuestro es la
explotación de la totalidad del tiempo. Podría mostrarse, igualmente, cómo el
mecanismo del consumo y la publicidad ejercen este control general del tiempo en
los países desarrollados.
La segunda función de las instituciones de secuestro no
consiste ya en controlar el tiempo de los individuos sino, simplemente, sus
cuerpos. Hay algo muy curioso en estas instituciones y es que, si aparentemente
son todas especializadas —las fábricas están hechas para producir; los
hospitales, psiquiátricos o no, para curar; las escuelas para enseñar; las
prisiones para castigar— su funcionamiento supone una disciplina general de la
existencia que supera ampliamente las finalidades para las que fueron creadas.
Resulta muy curioso observar, por ejemplo, cómo la inmoralidad (la inmoralidad
sexual) fue un problema considerable para los patrones de las fábricas en los
comienzos del siglo XIX. Y esto no sólo en función de los problemas de
natalidad, que entonces se controlaba muy mal, al menos a nivel de la incidencia
demográfica: es que la patronal no soportaba el libertinaje obrero, la
sexualidad obrera. Resulta sintomático que en los hospitales, psiquiátricos o
no, que han sido concebidos para curar,' el comportamiento sexual, la actividad
sexual esté prohibida. Pueden invocarse razones de higiene, no obstante, estas
razones son marginales en relación con una especie de decisión general,
fundamental, universal de que un hospital, psiquiátrico o no, debe encargarse no
sólo de la función particular que ejerce sobre los individuos sino también de la
totalidad de su existencia. ¿Por qué razón no sólo se enseña a leer en las
escuelas sino que además se obliga a las personas a lavarse? Hay aquí una suerte
de polimorfismo, polivalencia, indiscreción, no discreción, de sincretismo de
esta función de control de la existencia.
Pero si analizamos de cerca las razones por las que toda la
existencia de los individuos está controlada por estas instituciones veríamos
que, en el fondo, se trata no sólo de una apropiación o una explotación de la
máxima cantidad de tiempo, sino también de controlar, formar, valorizar, según
un determinado sistema, el cuerpo del individuo. Si hiciéramos una historia de
control social del cuerpo podríamos mostrar que incluso hasta el siglo XVIII el
cuerpo de los individuos es fundamentalmente la superficie de inscripción de
suplicios y penas; el cuerpo había sido hecho para ser atormentado y castigado.
Ya en las instancias de control que surgen en el siglo XIX el cuerpo adquiere
una significación totalmente diferente y deja de ser aquello que debe ser
atormentado para convertirse en algo que ha de ser formado, reformado,
corregido, en un cuerpo que debe adquirir aptitudes, recibir ciertas cualidades,
calificarse como cuerpo capaz de trabajar. Vemos aparecer así, claramente, la
segunda función. La primera función del secuestro era explotar el tiempo de tal
modo que el tiempo de los hombres, el vital, se transformase en tiempo de
trabajo. La segunda función consiste en hacer que el cuerpo de los hombres se
convierta en fuerza de trabajo. La función de transformación del cuerpo en
fuerza de trabajo responde a la función de transformación del tiempo en tiempo
de trabajo.
La tercera función de estas instituciones de secuestros
consiste en la creación de un nuevo y curioso tipo de poder. ¿Cuál es la forma
de poder que se ejerce en estas instituciones? Un poder polimorfo, polivalente.
En algunos casos hay por un lado un poder económico: en una fábrica el poder
económico ofrece un salario a cambio de un tiempo de trabajo en un aparato de
producción que pertenece al propietario. Además de éste existe un poder
económico de otro tipo: el carácter pago del tratamiento en ciertas
instituciones hospitalarias. Pero, por otro lado, en todas estas instituciones
hay un poder que no es sólo económico sino también político. Las personas que
dirigen esas instituciones se arrogan el derecho de dar órdenes, establecer
reglamentos, tomar medidas, expulsar a algunos individuos y aceptar a otros,
etc. En tercer lugar, este mismo poder, político y económico, es también
judicial. En estas instituciones no sólo se dan órdenes, se toman decisiones y
se garantizan funciones tales como la producción o el aprendizaje, también se
tiene el derecho de castigar y recompensar, o de hacer comparecer ante
instancias de enjuiciamiento. El micro-poder que funciona en el interior de
estas instituciones es al mismo tiempo un poder judicial.
Resulta sorprendente comprobar lo que ocurre en las prisiones,
a donde se envía a los individuos que han sido juzgados por un tribunal pero
que, no obstante ello, caen bajo la observación de un microtribunal permanente,
constituido por los guardianes y el director de la prisión que, día y noche, los
castigan según su comportamiento. El sistema escolar se basa también en una
especie de poder judicial: todo el tiempo se castiga y se recompensa, se evalúa,
se clasifica, se dice quién es el mejor y quién el peor. Poder judicial que, en
consecuencia, duplica el modelo del poder judicial. ¿Por qué razón, para enseñar
algo a alguien, ha de castigarse o recompensarse? El sistema parece evidente
pero si reflexionamos veremos que la evidencia se disuelve; leyendo a Nietzsche
vemos que puede concebirse un sistema de transmisión del saber que no se coloque
en el seno de un aparato sistemático de poder judicial, político o
económico.
Por último, hay una cuarta característica del poder. Poder que
de algún modo atraviesa y anima a estos otros poderes. Trátase de un poder
epistemológico, poder de extraer un saber de y sobre estos individuos ya
sometidos a la observación y controlados por estos diferentes poderes. Esto se
da de dos maneras. Por ejemplo, en una institución como la fábrica el trabajo
del obrero y el saber que éste desarrolla acerca de su propio trabajo, los
adelantos técnicos, las pequeñas invenciones y descubrimientos, las
micro-adaptaciones que puede hacer en el curso de su trabajo, son inmediatamente
anotadas y registradas y, por consiguiente, extraídas de su práctica por el
poder que se ejerce sobre él a través de la vigilancia. Así, poco a poco. el
trabajo del obrero es asumido por cierto saber de la productividad, saber
técnico de la producción que permitirá un refuerzo del control. Comprobamos de
esta manera cómo se forma un saber extraído de los individuos mismos a partir de
su propio comportamiento.
Además de éste hay un segundo saber que se forma de la
observación y clasificación de los individuos, del registro, análisis y
comparación de sus comportamientos. Al lado de este saber tecnológico propio de
todas las instituciones de secuestro, nace un saber de observación, de algún
modo clínico, el de la psiquiatría, la psicología, la psico-sociología, la
criminología, etc.
Los individuos sobre los que se ejerce el poder pueden ser el
lugar de donde se extrae el saber que ellos mismos forman y que será
retranscrito y acumulado según nuevas normas; o bien pueden ser objetos de un
saber que permitirá a su vez nuevas formas de control.
Por ejemplo, hay un saber psiquiátrico que nació y se
desarrolló hasta Freud, quien produjo la primera ruptura. El saber psiquiátrico
se formó a partir de un campo de observación ejercida práctica y exclusivamente
por los médicos que detentaban el poder en un campo institucional cerrado: el
asilo u hospital psiquiátrico. La pedagogía se constituyó igualmente a partir de
las adaptaciones mismas del niño a las tareas escolares, adaptaciones que,
observadas y extraídas de su comportamiento, se convirtieron en seguida en leyes
de funcionamiento de las instituciones y forma de poder ejercido sobre él.
En esta tercera función de las instituciones de secuestro a
través de los juegos de poder y saber —poder múltiple y saber que interfiere y
se ejerce simultáneamente en estas instituciones— tenemos la transformación de
la fuerza del tiempo y la fuerza de trabajo y su integración en la producción.
Que el tiempo de la vida se convierta en tiempo de trabajo, que éste a su vez se
transforme en fuerza de trabajo y que la fuerza de trabajo pase a ser fuerza
productiva; todo esto es posible por el juego de una serie de instituciones que,
esquemática y globalmente, se definen como instituciones de secuestro. Creo que
cuando examinamos de cerca a estas instituciones de secuestro nos encontramos
siempre con un tipo de envoltura general, un gran mecanismo de transformación,
cualquiera sea el punto de inserción o de aplicación particular de estas
instituciones: cómo hacer del tiempo y el cuerpo de los hombres, de su vida,
fuerza productiva. El secuestro asegura este conjunto de mecanismos.
Para terminar, desarrollaré precipitadamente algunas
conclusiones. En primer lugar creo que este análisis permite explicar la
aparición de la prisión, una institución que, como hemos visto, resulta ser
bastante enigmática. ¿Cómo es posible que partiendo de una teoría del Derecho
Penal como la de Beccaria pueda llegarse a algo tan paradójico como la prisión?
¿Cómo pudo imponerse una institución tan paradójica y llena de inconvenientes a
un derecho penal que, en apariencia, era rigurosamente racional? ¿Cómo pudo
imponerse un proyecto de prisión correctiva a la racionalidad legalista de
Beccaria? En mi opinión, la prisión se impuso simplemente porque era la forma
concentrada, ejemplar, simbólica, de todas estas instituciones de secuestro
creadas en el siglo XIX. De hecho, la prisión es isomorfa a todas estas
instituciones. En el gran panoptismo social cuya función es precisamente la
transformación de la vida de los hombres en fuerza productiva, la prisión cumple
un papel mucho más simbólico y ejemplar que económico, penal o correctivo. La
prisión es la imagen de la sociedad, su imagen invertida, una imagen
transformada en amenaza. La prisión emite dos discursos: «He aquí lo que la
sociedad es; vosotros no podéis criticarme puesto que yo hago únicamente aquello
que os hacen diariamente en la fábrica, en la escuela, etc. Yo soy pues,
inocente, soy apenas una expresión de un consenso social». En la teoría de la
penalidad o la criminología se encuentra precisamente esto, la idea de que la
prisión no es una ruptura con lo que sucede todos los días. Pero al mismo tiempo
la prisión emite otro discurso: «La mejor prueba de que vosotros no estáis en
prisión es que yo existo como institución particular separada de las demás,
destinada sólo a quienes cometieron una falta contra la ley».
Así, la prisión se absuelve de ser tal porque se asemeja al
resto y al mismo tiempo absuelve a las demás instituciones de ser prisiones
porque se presenta como válida únicamente para quienes cometieron una falta.
Esta ambigüedad en la posición de la prisión me parece que explica su increíble
éxito, su carácter casi evidente, la facilidad con que se la aceptó a pesar de
que, desde su aparición en la época en que se desarrollaron los grandes penales
de 1817 a 1830, todo el mundo sabía cuáles eran sus inconvenientes y su carácter
funesto y dañino. Esta es la razón por la que la prisión puede incluirse y se
incluye de hecho en la pirámide de los panoptismos sociales.
La segunda conclusión es más polémica. Alguien dijo: la esencia
completa del hombre es el trabajo. En verdad esta tesis ha sido enunciada por
muchos: la encontramos en Hegel, en los post-hegelianos, y también en Marx, en
todo caso en el Marx de cierto período, diría Althusser; como yo no me intereso
por los autores sino por el funcionamiento de los enunciados poco importa quién
lo dijo o cuándo. Lo que yo quisiera que quedara en claro es que el trabajo no
es en absoluto la esencia concreta del hombre o la existencia del hombre en su
forma concreta. Para que los hombres sean efectivamente colocados en el trabajo
y ligados a él es necesaria una operación o una serie de operaciones complejas
por las que los hombres se encuentran realmente, no de una manera analítica sino
sintética, vinculados al aparato de producción para el que trabajan. Para que la
esencia del hombre pueda representarse como trabajo se necesita la operación o
la síntesis operada por un poder político.
Por lo tanto, creo que no puede admitirse pura y simplemente el
análisis tradicional del marxismo que supone que, siendo el trabajo la esencia
concreta del hombre, el sistema capitalista es el que transforma este trabajo en
ganancia, plus-ganancia o plus-valor. En efecto, el sistema capitalista penetra
mucho más profundamente en nuestra existencia. Tal como se instauró en el siglo
XIX, este régimen se vio obligado a elaborar un conjunto de técnicas políticas,
técnicas de poder, por las que el hombre se encuentra ligado al trabajo, por las
que el cuerpo y el tiempo de los hombres se convierten en tiempo de trabajo y
fuerza de trabajo y pueden ser efectivamente utilizados para transformarse en
plus-ganancia. Pero para que haya plus-ganancia es preciso que haya sub-poder,
es preciso que al nivel de la existencia del hombre se haya establecido una
trama de poder político microscópico, capilar, capaz de fijar a los hombres al
aparato de producción, haciendo de ellos agentes productivos, trabajadores. La
ligazón del hombre con el trabajo es sintética, política; es una ligazón operada
por el poder. No hay plus-ganancia sin sub-poder. Cuando hablo de sub-poder me
refiero a ese poder que se ha descrito y no me refiero al que tradicionalmente
se conoce como poder político: no se trata de un aparato de Estado ni de la
clase en el poder, sino del conjunto de pequeños poderes e instituciones
situadas en un nivel más bajo. Hasta ahora he intentado hacer el análisis del
sub-poder como condición de posibilidad de la plus-ganancia.
La última conclusión es que este sub-poder, condición de la
plus-ganancia provocó al establecerse y entrar en funcionamiento el nacimiento
de una serie de saberes —saber del individuo, de la normalización, saber
correctivo— que se multiplicaron en estas instituciones del sub-poder haciendo
que surgieran las llamadas ciencias humanas y el hombre como objeto de la
ciencia.
Puede verse así, cómo es que la descripción de la plus-ganancia implica
necesariamente el cuestionamiento y el ataque al sub-poder y cómo se vincula
éste forzosamente al cuestionamiento de las ciencias humanas y del hombre como
objeto privilegiado v fundamental de un tipo de saber. Puede verse también —si
mi análisis es correcto— que no podemos colocar a las ciencias del hombre al
nivel de una ideología que es mero reflejo y expresión en la conciencia de las
relaciones de producción. Si es verdad lo que digo, ni estos saberes ni estas
formas de poder están por encima de las relaciones de producción. no las
expresan y tampoco permiten reconducirlas. Estos saberes y estos poderes están
firmemente arraigados no sólo en la existencia de los hombres sino también en
las relaciones de producción. Esto es así porque para que existan las relaciones
de producción que caracterizan a las sociedades capitalistas, es preciso que
existan, además de ciertas determinaciones económicas, estas relaciones de poder
y estas formas de funcionamiento de saber. Poder y saber están sólidamente
enraizados, no se superponen a las relaciones de producción pero están mucho más
arraigados en aquello que las constituye. Llegamos así a la conclusión de que la
llamada ideología debe ser revisada. La indagación y el examen son precisamente
formas de saber-poder que funcionan al nivel de la apropiación de bienes en la
sociedad feudal y al nivel de la producción y la constitución de la plusganancia
capitalista. Este es el nivel fundamental en que se sitúan las formas de
saber-poder tales como la indagación y el examen.
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