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El pensamiento del afuera

MICHEL FOUCAULT

1 - MIENTO, HABLO

La verdad griega se estremeci�, antiguamente, ante esta sola afirmaci�n: �miento�. �Hablo� pone a prueba toda la ficci�n moderna.

Estas dos afirmaciones, a decir verdad no tienen el mismo peso. Ya se sabe que el argumento de Epim�nides puede refutarse si se distingue, en el interior de un discurso que gira artificiosamente sobre s� mismo, dos proposiciones, de las cuales la una es objeto de la otra. La configuraci�n gramatical de la paradoja (sobre todo si est� urdida en la simple forma de �miento� por m�s que trate de esquivar esta esencial dualidad, no puede suprimirla. Toda proposici�n debe ser de un �tipo� superior a la que le sirve de objeto. Que se produzca un efecto de recurrencia de la proposici�n-objeto a aquella que la designa, que la sinceridad del Cretense, en el momento en que habla, se vea comprometida por el contenido d su afirmaci�n, que pueda estar mintiendo al hablar de la mentira -todo esto es menos un obst�culo l�gico insuperable que la consecuencia de un hecho puro y simple: el sujeto hablante es el mismo que aquel del que se habla. En el momento en que pronuncio lisa y llanamente �hablo�, no me encuentro amenazado por ninguno de esos peligros; y las dos proposiciones que encierra ese �nico enunciado (�hablo� y �digo que hablo�) no se comprometen una a la otra en absoluto. Estoy a buen recaudo en la fortaleza inexpugnable donde la afirmaci�n se afirma, ajust�ndose exactamente a s� misma, sin desbordar sobre ning�n margen y conjurado toda posibilidad de error, puesto que no digo nada m�s que el hecho de que hablo. La proposici�n-objeto y aquella que la enuncia se comunican sin ning�n obst�culo ni reticencia, no s�lo por el lado de la palabra de que se trata, sino tambi�n por el lado del sujeto que articula esta palabra. Es por tanto verdad, irrefutablemente verdad, que hablo cuando digo que hablo. Pero podr�a ocurrir que las cosas no fueran tan simples. Si bien la posici�n formal del �hablo� no plantea ning�n problema espec�fico, su sentido, a pesar de su aparente claridad, abre un abanico de cuestiones quiz� ilimitado. �Hablo� en efecto se refiere a un discurso que, a la vez que le ofrece un objeto, le sirve de soporte. Ahora bien, este discurso est� ausente; el �hablo� no es due�o de su soberan�a m�s que en la ausencia de cualquier otro lenguaje; el discurso del que hablo no preexiste a la desnudez enunciada en el momento en que digo �hablo�; y desaparece en el mismo instante en que me callo. Toda posibilidad de lenguaje se encuentra aqu� evaporada por la transitividad en que el lenguaje se produce. El desierto es su elemento. �A qu� extrema sutileza, a qu� punto singular y tenue, llegar�a un lenguaje que quisiera reivindicarse en la despojada forma del �hablo�? A menos, precisamente, que el vac�o en que se manifiesta la exig�idad sin contenido del �hablo� no sea una abertura absoluta por donde el lenguaje puede propagarse al infinito, mientras el sujeto -el �yo� que habla- se fragmenta, se desparrama y se dispersa hasta desaparecer en este espacio desnudo. Si en efecto el lenguaje s�lo tiene lugar en la soberan�a solitaria del �hablo�, nada tiene derecho a limitarlo, -ni aquel al que se dirige, ni la verdad de lo que dice, ni los valores o los sistemas representativos que utiliza; en una palabra, ya no es discurso ni comunicaci�n de un sentido, sino exposici�n del lenguaje en su ser bruto, pura exterioridad desplegada; y el sujeto que habla no es tanto el responsable del discurso (aquel que lo detenta, que afirma y juzga mediante �l, represent�ndose a veces bajo una forma gramatical dispuesta a estos efectos), como la inexistencia en cuyo vac�o se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido del lenguaje.

Se acostumbra creer que la literatura moderna se caracteriza por un redoblamiento que le permitir�a designarse a s� misma; en esta autorreferencia, habr�a encontrado el medio a la vez de interiorizarse al m�ximo (de no ser m�s que el enunciado de s� misma) y de manifestarse en el signo refulgente de su lejana existencia. De hecho, el acontecimiento que ha dado origen a lo que en un sentido estricto se entiende por �literatura� no pertenece al orden de la interiorizaci�n m�s que para una mirada superficial; se trata mucho m�s de un tr�nsito al �afuera�: el lenguaje escapa al modo de ser del discurso -es decir, a la dinast�a de la representaci�n-, y la palabra literaria se desarrolla a partir de s� misma, formando una red en la que cada punto, distinto de los dem�s, a distancia incluso de los m�s pr�ximos, se sit�a por relaci�n a todos los otros en un espacio que los contiene y los separa al mismo tiempo. La literatura no es el lenguaje que se identifica consigo mismo hasta el punto de su incandescente manifestaci�n, el lenguaje alej�ndose lo m�s posible de s� mismo; y si este ponerse �fuera de s� mismo�, pone al descubierto su propio ser, esta claridad repentina revela una distancia m�s que un doblez, una dispersi�n m�s que un retorno de los signos sobre s� mismos. El �sujeto� de la literatura (aquel que habla en ella y aquel del que ella habla), no ser�a tanto el lenguaje en su positividad, cuanto el vac�o en que se encuentra su espacio cuando se enuncia en la desnudez del �hablo�. Este espacio neutro es el que caracteriza en nuestros d�as a la ficci�n occidental (y esta es la raz�n por la que ya no es ni una mitolog�a ni una ret�rica). Ahora bien, lo que hace que sea tan necesario pensar esta ficci�n -cuando antiguamente de lo que se trataba era de pensar la verdad-, es que el �hablo� funciona como a contrapelo del �pienso�. �ste conduc�a en efecto a la certidumbre indudable del Yo y de su existencia; aqu�l, por el contrario, aleja, dispersa, borra esta existencia y no conserva de ella m�s que su emplazamiento vac�o. El pensamiento del pensamiento, toda una tradici�n m�s antigua todav�a que la filosof�a nos ha ense�ado que nos conduc�a a la interioridad m�s profunda. La palabra de la palabra nos conduce por la literatura, pero quiz�s tambi�n por otros caminos, a ese afuera donde desaparece el sujeto que habla. Sin duda es por esta raz�n por lo que la reflexi�n occidental no se ha decidido durante tanto tiempo a pensar el ser del lenguaje: como si presintiera el peligro que har�a correr a la evidencia del �existo� la experiencia desnuda del lenguaje.

2 - LA EXPERIENCIA DEL AFUERA

La transici�n hacia un lenguaje en que el sujeto est� excluido, la puesta al d�a de una incompatibilidad, tal vez sin recursos, entre la aparici�n del lenguaje en su ser y la conciencia de s� en su identidad, es hoy en d�a una experiencia que se anuncia en diferentes puntos de la cultura: en el m�nimo gesto de escribir como en las tentativas por formalizar el lenguaje, en el estudio de los mitos y en el psicoan�lisis, en la b�squeda incluso de ese Logos que es algo as� como el acta de nacimiento de toda la raz�n occidental.

Nos encontramos, de repente, ante una hiancia que durante mucho tiempo se nos hab�a ocultado: el ser del lenguaje no aparece por s� mismo m�s que en la desaparici�n del sujeto. �C�mo tener acceso a esta extra�a relaci�n? Tal vez mediante una forma de pensamiento de la que la cultura occidental n ha hecho m�s que esbozar, en sus m�rgenes, su posibilidad todav�a incierta. Este pensamiento que se mantiene fuera de toda subjetividad para hacer surgir como del exterior sus l�mites, enunciar su fin, hacer brillar su dispersi�n y no obtener m�s que su irrefutable ausencia, y que al mismo tiempo se mantiene en el umbral de toda positividad, no tanto para extraer su fundamento o su justificaci�n, cuanto para encontrar el espacio en que se despliega, el vac�o que le sirve de lugar, la distancia en que se constituye y en la que se esfuman, desde el momento en que es objeto de la mirada, sus certidumbres inmediatas, -este pensamiento, con relaci�n a la interioridad de nuestra reflexi�n filos�fica y con relaci�n a la positividad de nuestro saber, constituye lo que podr�amos llamar en una palabra �el pensamiento del afuera�.

Alg�n d�a habr� que tratar de definir las formas y las categor�as fundamentales de este �pensamiento del afuera�. Habr�, tambi�n, que esforzarse por encontrar las huellas de su recorrido, por buscar de d�nde proviene y qu� direcci�n lleva. Podr�a muy bien suponerse que tiene su rigen en aquel pensamiento m�stico que desde los textos del Seudo- Dionisio, ha estado merodeando por los confines del cristianismo: quiz� se haya mantenido, durante un milenio m�s o menos, bajo las formas de una teolog�a negativa. Sin embargo, nada menos seguro: pues si en una experiencia semejante de lo que se trata es de ponerse �fuera de s�, es para volverse a encontrar al final, envolverse y recogerse en la interioridad resplandeciente de un pensamiento que es de pleno derecho Ser y Palabra, Discurso por lo tanto, incluso si es, m�s all� de todo lenguaje, silencio, m�s all� de todo ser, nada.

Es menos aventurado suponer que la primera desgarradura por donde el pensamiento del afuera se abre paso hacia nosotros, es, parad�jicamente, en el mon�logo insistente de Sade. En la �poca de Kant y de Hegel, en un momento en que la interiorizaci�n de la ley de la historia y del mundo era imperiosamente requerida por la ciencia occidental como sin duda nunca lo hab�a sido antes, Sade no deja que hable, como ley sin ley del mundo, m�s que la desnudez del deseo. Es par la misma �poca cuando en la poes�a de H�lderlin se manifestaba la ausencia resplandeciente de los dioses y se enunciaba como una ley nueva la obligaci�n de esperar, sin duda hasta el infinito, la enigm�tica ayuda que proviene de la �ausencia� de Dios�. �Podr�a decirse sin exagerar que en el mismo momento, uno por haber puesto al desnudo al deseo en el murmullo infinito del discurso, y el otro por haber descubierto el subterfugio de los dioses en el defecto de un lenguaje en v�as de perecer, Sade y H�lderlin han depositado en nuestro pensamiento, para el siglo venidero, aunque en cierta manera cifrada, la experiencia del afuera? Experiencia que debi� permanecer entonces no exactamente enterrada, pues no hab�a penetrado todav�a en el espesor de nuestra cultura, sino flotante, extra�a, como exterior a nuestra interioridad, durante todo el tiempo en que se estaba formulando, de la manera m�s imperiosa, la exigencia de interiorizar el mundo, de suprimir las alienaciones, de rebasar el falaz momento de la Ent�usserung, de humanizar la naturaleza, de naturalizar al hombre y de recuperar en la tierra los tesoros que se hab�a dilapidado en los cielos.

As� pues, fue esta experiencia la que reapareci� en la segunda mitad del siglo XIX y en el seno mismo del lenguaje, convertido, a pesar de que nuestra cultura trata siempre de reflejarse en �l como si detentara el secreto de su interioridad, en el destello mismo del afuera: en Nietzsche cuando descubre que toda la metaf�sica de Occidente est� ligada no solamente a su gram�tica (cosa que ya se adivinaba en l�neas generales desde Schlegel), sino a aquellos que, apropi�ndose del discurso, detentan el derecho a la palabra; en Mallarm� cuando el lenguaje aparece como el ocio de aquello que nombra, pero m�s a�n -desde Igitur hasta la teatralidad aut�noma y aleatoria del Libro- como el movimiento en el que desaparece aquel que habla; en Artaud, cuando todo el lenguaje discursivo est� llamado a desatarse en la violencia del cuerpo y del grito, y que el pensamiento, abandonando la interioridad salmodiante de la conciencia, deviene energ�a material, sufrimiento de la carne, persecuci�n y desgarramiento del sujeto mismo; en Bataille, cuando el pensamiento, en lugar de ser discurso de la contradicci�n o del inconsciente, deviene discurso del l�mite, de la subjetividad quebrantada, de la trasgresi�n: en Klossowsky, con la experiencia del doble, de la exterioridad de los simulacros, de la multiplicaci�n teatral y demente del Yo.

De este pensamiento, Blanchot tal vez no sea solamente uno m�s de sus testigos. Cuanto m�s se retire en la manifestaci�n de su obra, cuanto m�s est�, no ya oculto por sus textos, sino ausente de su existencia y ausente por la fuerza maravillosa de su existencia, tanto m�s representa para nosotros este pensamiento mismo -la presencia real, absolutamente lejana, centelleante, invisible, la suerte necesaria, la ley inevitable, el vigor tranquilo, infinito, mesurado de este pensamiento mismo.

3 - REFLEXI�N, FICCI�N

Extrema dificultad la de proveer a este pensamiento de un lenguaje que le sea fiel. Todo discurso puramente reflexivo corre el riesgo, en efecto, de devolver la experiencia del afuera a la dimensi�n de la interioridad; irresistiblemente la reflexi�n tiende a reconciliarla con la conciencia y a desarrollarla en una descripci�n de lo vivido en que el �afuera� se esbozar�a como experiencia del cuerpo, del espacio, de los l�mites de la voluntad, de la presencia indeleble del otro. El vocabulario de la ficci�n es igualmente peligroso: en el espesor de las im�genes, a veces en la mera transparencia de las figuras m�s neutras o las m�s improvisadas, corre el riesgo de depositar significaciones preconcebidas, que, bajo la apariencia de un afuera imaginado, tejen de nuevo la vieja trama de la interioridad. De ah� la necesidad de reconvertir el lenguaje reflexivo. Hay que dirigirlo no ya hacia una confirmaci�n interior, -hacia una especie d certidumbre central de la que no pudiera ser desalojado m�s- sino m�s bien hacia un extremo en que necesite refutarse constantemente: que una vez que haya alcanzado el l�mite de s� mismo, no vea surgir ya la positividad que lo contradice, sino el vac�o en el que va a desaparecer; y hacia ese vac�o debe dirigirse, aceptando su desenlace en el rumor, en la inmediata negaci�n de lo que dice, en un silencio que no es la intimidad de ning�n secreto sino el puro afuera donde las palabras se despliegan indefinidamente. Esta es la raz�n por la que el lenguaje de Blanchot no hace un uso dial�ctico de la negaci�n. Negar dial�cticamente consiste en hacer entrar aquello que se niega en la interioridad inquieta de la mente. negar su propio discurso, como lo hace Blanchot, es sacarlo continuamente de sus casillas, despojarlo en todo momento no s�lo de lo que acaba de decir, sino tambi�n del poder de enunciarlo: consiste en dejarlo all� donde se encuentre, lejos tras de s�, a fin de quedar libre para un comienzo -que es un puro origen, puesto que no tiene por principio m�s que a s� mismo y al vac�o, pero que es tambi�n a la vez un recomienzo, ya que ha sido el lenguaje pasado el que profundizando en s� mismo ha liberado este vac�o. No m�s reflexi�n, sino el olvido; no m�s contradicci�n, sino la refutaci�n que anula; no m�s reconciliaci�n, sino la reiteraci�n: no m�s mente a la conquista laboriosa de su unidad, sino la erosi�n indefinida del afuera; no m�s verdad resplandeciendo al fin, sino el brillo y la angustia de un lenguaje siempre recomenzado. �No una palabra, apenas un murmullo, apenas un escalofr�o, menos que el silencio, menos que el abismo del vac�o; la plenitud del vac�o, algo a lo que no se puede callar, que ocupa todo el espacio, lo ininterrumpido, lo incesante, un escalofr�o y acto seguido un murmullo, no un murmullo sino una palabra, y no una palabra cualquiera, sino distinta, justa, a mi alcance�

Al lenguaje de la ficci�n se le pide una conversi�n sim�trica. Este debe dejar de ser el poder que incansablemente produce y hace brillar las im�genes, y convertirse por el contrario en la potencia que las desata, las aligera de todos sus lastres, las alienta con una transparencia interior que poco a poco las ilumina hasta hacerlas explotar y las dispersa en la ingravidez de lo inimaginable. Las ficciones de Blanchot ser�n, antes que im�genes propiamente dichas, la transformaci�n, el desplazamiento, el intervalo neutro, el intersticio de las im�genes. Son im�genes precisas. Sus figuras se dibujan �nicamente en la existencia gris de lo cotidiano y del anonimato; y cuando dejan sitio a la fascinaci�n, no se trata nunca de ellas mismas, sino del vac�o que las rodea, del espacio donde se encuentran sin ra�z y sin z�calo. Lo ficticio no se encuentra jam�s en las cosas ni en los hombres, sino en la imposible verosimilitud de aquello que est� entre ambos: encuentros, proximidad de lo m�s lejano, ocultaci�n absoluta del lugar donde nos encontramos. As� pues, la ficci�n consiste no en hacer ver lo invisible sino en hacer ver hasta qu� punto es invisible la invisibilidad de lo visible. De ah� su parentesco profundo con el espacio, que, entendido as�, es a la ficci�n lo que la proposici�n negativa es a la reflexi�n (cuando precisamente la negaci�n dial�ctica est� ligada a la f�bula del tiempo). Tal es sin duda el papel que representan, en casi todos los relatos de Blanchot, las casas, los pasillos, las puertas y las habitaciones: lugares sin lugar, umbrales atrayentes, espacios cerrados, prohibidos y sin embargo abiertos a los cuatro vientos, pasillos en los que se abren de golpe las puertas de las habitaciones provocando insoportables encuentros, separados por abismos infranqueables para la voz, abismos que ahogan hasta los mismos gritos; corredores que desembocan en nuevos corredores donde, por la noche, resuenan, m�s all� del sue�o, las voces apagadas de los que hablan, la tos de los enfermos, el estertor de los moribundos, el aliento entrecortado de que no acaba nunca de morirse: habitaci�n m�s larga que ancha, estrecha como un t�nel, donde la distancia y la proximidad, -la proximidad del olvido, la distancia de la espera- se acortan y se ensanchan indefinidamente.

De este modo, la paciencia reflexiva, siempre de espaldas a s� misma, y la ficci�n que se anula en el vac�o en que desata sus formas, se entrecruzan para formar un discurso que se presenta sin conclusi�n y sin imagen, sin verdad ni teatro, sin argumento, sin m�scara, sin afirmaci�n, independiente de todo centro, exento de patria y que constituye su propio espacio como el afuera hacia el que habla y fuera del que habla. Como palabra del afuera, acogiendo en sus palabras el afuera al que se dirige, este discurso se abrir� como un comentario: repetici�n de aquello que murmura incesantemente. Pero como palabra que sigue permaneciendo en el afuera de aquello que dice, este discurso ser� una etapa necesaria hacia aquello cuya luz, infinitamente tenue, no ha recibido nunca lenguaje. Este singular modo de ser del discurso -regreso al vac�o equ�voco del desenlace y del origen- define, sin duda, el lugar com�n de las �novelas� o �relatos� de Blanchot y de su �cr�tica�. En efecto, a partir del momento en que el discurso deja de resbalar por la pendiente de un pensamiento que se interioriza y, dirigi�ndose al ser mismo del lenguaje, vuelve el pensamiento hacia el afuera, es adem�s y de una sola pieza: meticuloso relato de experiencias, de encuentros, de gestos improbables, -lenguaje sobre el afuera de todo lenguaje, palabras sobre la vertiente invisible de las palabras; y meditaci�n sobre aquello que del lenguaje existe de antemano, ha sido ya dicho, impreso, manifestado-, escucha no tanto de aquello que se pronuncia en su interior, cuanto del vac�o que circula entre sus palabras, del murmullo que est� continuamente deshaci�ndolo, discurso sobre el no-discurso de todo lenguaje, ficci�n del espacio invisible donde aparece. Esta es la raz�n por la cual la distinci�n entre �novelas�, �relatos� y �cr�tica� se aten�a cada vez m�s en Blanchot, para terminar por no dejar hablar, en L�ttente l�ubli, m�s que al lenguaje mismo, -lenguaje que no pertenece a nadie, que no es de la ficci�n ni de la reflexi�n, ni de lo que ya ha sido dicho, ni de lo que todav�a no ha sido dicho, sino �entre ambos, como ese lugar con su invariable aire libre, la discreci�n de las cosas en su estado latente�.

4 - SER ATRA�DO Y NEGLIGENTE

La atracci�n es para Blanchot lo que, sin duda, es para Sade el deseo, para Nietzsche la fuerza, para Artaud la materialidad del pensamiento, para Bataille la trasgresi�n: la experiencia pura y m�s desnuda del afuera. Pero hay que entender bien lo que con esta palabra se est� designando: la atracci�n, tal como la entiende Blanchot, no se apoya en ninguna seducci�n, no irrumpe ninguna soledad, no funda ninguna comunicaci�n positiva. Ser atra�do, no consiste en ser incitado por el atractivo del exterior, es m�s bien experimentar, en el vac�o y la indigencia, la presencia del afuera, y, ligado a esta presencia, el hecho de que uno est� irremediablemente fuera del afuera. Lejos de llamar a la interioridad a aproximarse a otra distinta, la atracci�n manifiesta imperiosamente que el afuera est� ah�, abierto, sin intimidad, sin protecci�n ni obst�culo (�c�mo podr�a tenerla, �l que no tiene interioridad, sino que la despliega al infinito fuera de toda clausura?); pero que a esta abertura misma, no es posible acceder, pues el afuera no revela jam�s su esencia; no puede ofrecerse como una presencia positiva -como una cosa iluminada desde el interior por la certidumbre de su propia existencia- sino �nicamente como la ausencia que se retira lo m�s lejos posible d s� misma y se abisma en la se�al que emite para que se avance hacia ella, como si fuera posible alcanzarla.

Maravillosa simplicidad de la abertura, la atracci�n no tiene otra cosa que ofrecer m�s que el vac�o que se abre indefinidamente bajo los pasos de aquel que es atra�do, m�s que la indiferencia que le recibe como si �l no estuviera all�, m�s que el mutismo demasiado insistente como para que se le resista, demasiado equ�voco como para que se le pueda descifrar y darle una interpretaci�n definitiva, -nada que ofrecer m�s que la se�a de una mujer en la ventana, una puerta batiente, las sonrisas de un portero a la entrada de un lugar il�cito, una mirada abocada a la muerte.

La atracci�n tiene como correlato necesario la negligencia. De una a otra, las relaciones son complejas. Para poder ser atra�do, el hombre debe ser negligente, -de una negligencia esencial que no concede ninguna importancia a aquello que est� haciendo (Thomas, en Aminadab, s�lo franquea la puerta de la fabulosa pensi�n por negligencia a entrar en la casa de enfrente), y tiene por inexistente su pasado, sus parientes, toda su otra vida que se encuentra de este modo proyectada hacia el afuera (ni en la pensi�n de Aminadab, ni en la ciudad de Le tr�s-Haut, ni en el �sanatorio� de Le dernir homme, ni en el apartamento de Au moment voulu, se sabe lo que ocurre en el exterior, ni importa saberlo: se est� fuera de ese afuera que no est� representado, pero s� insinuado continuamente en la blancura de su ausencia, en la palidez de un recuerdo abstracto, o todo lo m�s en la reverberaci�n de la nieve a trav�s de una ventana). Una negligencia semejante no es, a decir verdad, m�s que la otra cara del celo -de esa aplicaci�n muda, injustificada, obstinada, a pesar de todos los contratiempos, en dejarse atraer por la atracci�n, o m�s exactamente (puesto que la atracci�n no tiene positividad) en ser en el vac�o el movimiento sin fin y sin m�vil de la atracci�n misma. Klossowsky tiene mil veces raz�n al subrayar que Henry, el personaje de Le Tr�s-Haut, se llama �Sorge� (Inquietud), un nombre que s�lo aparece citado dos o tres veces en el texto.

�Pero ese celo, est� siempre despierto? �Acaso no perpetra un olvido -m�s f�til en apariencia, pero cu�nto m�s decisivo que el olvido masivo de toda una vida, de todos los afectos anteriores, de todos los parentescos? Este camino que hace avanzar sin descanso al hombre atra�do �no es acaso, precisamente, la distracci�n y el error? �No hubiera sido preferible �no moverse, quedarse quieto�, como se sugiere en varias ocasiones en Celui qui ne m�accompagnait pas y en Le momen voulu? �Lo propio del celo no es precisamente agobiarse con la propia inquietud, hacer demasiadas cosas, multiplicar las gestiones, aturdirse con su terquedad, ir por delante de la atracci�n, cuando precisamente la atracci�n no se dirige imperiosamente, desde las profundidades de su retiro, m�s que a aquel que est� retirado? Forma parte de la esencia del celo el ser negligente, el creer que aquello que est� oculto es porque est� en otra parte, que el pasado va a volver, que la ley le concierne, que �l es esperado, vigilado y acechado. �Qui�n sabr� nunca si Thomas -tal vez habr�a que pensar aqu� en el �incr�dulo�- tuvo m�s fe que todos los dem�s, hostigando su propia creencia, pidiendo ver y tocar? Pero lo que toc� sobre un cuerpo de carne y hueso, �era lo que �l buscaba cuando ped�a una presencia resucitada? �Acaso la iluminaci�n que le transfigura no es tanto sombra como luz? Lucie quiz� no sea aquella que �l buscaba; quiz� debi� preguntar a aquel que le hab�a sido impuesto por compa�ero; quiz�, en lugar de querer subir a los pisos superiores para encontrar a la improbable mujer que le hab�a sonre�do, debi� seguir el camino trillado, la pendiente m�s suave, y abandonarse a las potencias vegetales de abajo. Tal vez no era �l llamado, tal vez era otro el esperado. Tanta incertidumbre, que hace del celo y de la negligencia dos figuras indefinidamente reversibles, tiene su origen sin duda en la �incuria que reina en la casa�. Negligencia m�s visible, m�s disimulada, m�s equ�voca, pero tambi�n m�s fundamental que cualquier otra. En esta negligencia todo puede ser descifrado como se�al intencionada, orden secreta, espionaje o emboscada: tal vez los perezosos criados sean potencias ocultas, tal vez la rueda de la fortuna distribuye la suerte escrita desde tiempos inmemorables en los libros. Pero aqu� no es el celo el que envuelve a la negligencia como su indispensable parte de sombra, es la negligencia la que permanece tan indiferente a todo aquello que puede ponerla de manifiesto o disimularla, que con relaci�n a ella cualquier gesto adquiere el valor de un signo. Thomas fue llamado por negligencia: la abertura de la atracci�n forma una sola y misma cosa con la negligencia que acoge a aquel que ella ha atra�do: la coacci�n que ejerce (y esta es la raz�n por la que es absoluta, y absolutamente no rec�proca) no es �nicamente ciega; es ilusoria; no liga a nadie, pues estar�a ligada ella misma a ese lazo y no podr�a ser m�s la pura atracci�n abierta. �Y c�mo no iba a ser esencialmente negligente -dejando que las cosas sean lo que son, dejando al tiempo pasar y volver atr�s, dejando a los hombres avanzar a su encuentro-, puesto que ella es el afuera infinito, puesto que no hay nada que recaiga fuera de ella, puesto que ella desata, en una pura dispersi�n, todas las figuras de la interioridad?

Se es atra�do en la misma medida en que por negligencia se nos rechaza; y esta es la raz�n por la que era necesario que el celo consistiese en ser negligente con esta negligencia, se convirtiese a s� mismo en inquietud valientemente negligente, avanzase hacia la luz en la negligencia de la sombra, hasta el momento en que descubre que la luz no es m�s que negligencia, puro afuera equivalente a la noche que dispersa, como una vela que soplase el celo negligente que ella misma hab�a atra�do.

5 - �D�NDE EST� LA LEY, QU� HACE LA LEY?

Ser negligente, ser atra�do, es una manera de manifestar y de disimular la ley, -de manifestar el repliegue en que se disimula, de atraerla, por consiguiente, a la luz del d�a que la oculta.

Si estuviera presente en el fondo de uno mismo, la ley no ser�a ya la ley, sino la suave interioridad de la conciencia. Si por el contrario, estuviera presente en un texto, si fuera posible descifrarla entre las l�neas de un libro, si pudiera ser consultado el registro, entonces tendr�a la solidez de las cosas exteriores: podr�a obedec�rsela o desobedec�rsela: �d�nde estar�a entonces su poder?, �qu� fuerza o qu� prestigio la har�a venerable? De hecho, la presencia de la ley consiste en su disminuci�n. La ley, soberanamente, asedia las ciudades, las instituciones, las conductas y los gestos; se haga lo que se haga, por grandes que sean el desorden y la incuria, ella ya ha desplegado sus poderes: �La casa est� siempre y en cada momento, en el estado que le conviene�. Las libertades que se toman no son capaces de interrumpirla; uno puede llegar a creer que se ha desentendido de ella, que observa desde fuera su aplicaci�n; en el momento en que se cree estar leyendo de lejos los secretos v�lidos s�lo para los dem�s, uno no puede estar m�s cerca de la ley, se la hace circular, se �contribuye a la aplicaci�n de un decreto p�blico�. Y, sin embargo, esta perpetua manifestaci�n no ilumina jam�s aquello que dice o aquello que quiere la ley: mucho m�s que el principio o la prescripci�n interna de las conductas, ella es el afuera que las envuelve, y por ah� las hace escapar a toda interioridad; es la noche que las limita, el vac�o que las cierne, devolviendo, a espaldas de todos, su singularidad a la gris monoton�a de lo universal, y abriendo a su alrededor un espacio de malestar, de insatisfacci�n, de celo multiplicado.

De trasgresi�n, tambi�n. �C�mo se podr�a conocer la ley y experimentarla realmente, c�mo se podr�a obligarla a hacerse visible, a ejercer abiertamente sus poderes, a hablar, si no se la provocara, si no se la acosara en sus atrincheramientos, si no se fuera resueltamente siempre m�s all�, en direcci�n al afuera donde ella se encuentra cada vez m�s retirada? �C�mo ver su invisibilidad, sino oculta en el reverso del castigo, que no es despu�s de todo m�s que la ley infringida, furiosa, fuera de s�? Pero si el castigo pudiera ser provocado por la sola arbitrariedad de aquellos que violan la ley, �sta estar�a a su disposici�n: podr�an tocarla y hacerla aparecer a su capricho: ser�an due�os de su sombra y de su claridad. Por esta raz�n la trasgresi�n puede perfectamente proponerse infringir la prohibici�n tratando de atraerse a la ley; de hecho se deja siempre atraer por el recelo esencial de la ley; se acerca obstinadamente a la abertura de una invisibilidad de la que nunca sale triunfante; localmente, se empe�a en hacer aparecer la ley para poderla venerar y deslumbrarla con su luminoso rostro; no hace otra cosa m�s que reforzarla en su debilidad, -en esa volubilidad de la noche, que es su irresistible, su impalpable sustancia. La ley es esa sombra hacia la que necesariamente se dirige cada gesto en la medida en que ella es la sombra misma del gesto que se insin�a. Por ambas partes de la invisibilidad de la ley, Aminadab y Le Tr�s Haut forman un d�ptico. En la primera de estas novelas, la extra�a pensi�n en la que Thomas ha penetrado (atra�do, llamado, elegido tal vez, aunque no sin haber sido obligado antes a franquear otros tantos lugares prohibidos), parece estar sometida a una ley que se desconoce: su proximidad y su ausencia est�n continuamente recordadas por puertas il�citas y abiertas, por la gran rueda que distribuye las suertes indescifrables o en blanco, por el hundimiento de un piso superior, de donde hab�a provenido la llamada, de donde provienen las �rdenes an�nimas, pero donde nadie ha conseguido tener acceso; el d�a en que algunos pretendieron violar la ley en su guarida, se encontraron a la vez con la monoton�a del lugar donde se hallaban, con la violencia, la sangre, la muerte, el derrumbamiento, en fin, la resignaci�n, la desesperaci�n, y la desaparici�n voluntaria, fatal, en el afuera: pues el afuera de la ley es tan inaccesible que cuando se quiere superarlo y penetrar en �l se est� abocado, no ya al castigo que ser�a la ley finalmente violada, sino al afuera de ese afuera mismo -a un olvido m�s profundo que todos los dem�s. En cuanto a los �criados�, -a aquellos que por oposici�n a los �pensionistas� son �de la casa� y que, guardianes y sirvientes deben representar la ley tanto para aplicarla como para someterse silenciosamente a ella -nadie sabe, ni siquiera ellos, a qu� sirven (la ley de la casa o la voluntad de los hu�spedes); se ignora incluso si no ser�n pensionistas convertidos en sirvientes; son a la vez el celo y el descuido, la embriaguez y la educaci�n, el sue�o y la incansable actividad, el rostro gemelo de la maldad y de la solicitud: aquello en lo que se disimula el disimulo y aquello que lo manifiesta.

En Le Tr�s Haut, es la ley misma (en cierto modo el piso superior de Aminadab, en su mon�tona semejanza, en su exacta identidad con los dem�s) la que se manifiesta en su esencial disimulo. Sorge (la �inquietud� de la ley: aquella que se experimenta con respecto a la ley y aquella de la ley con respecto a aquellos a los que se aplica, incluso y sobre todo si quieren escapa a ella), Herni Sorge es funcionario: se le contrata en el Ayuntamiento en las oficinas de estado civil; no es m�s que un eslab�n, �nfimo sin duda, en ese organismo extra�o que hace de las existencias individuales una instituci�n; �l es la forma primera de la ley, puesto que �l transforma todo nacimiento en archivo. Ahora bien, de pronto abandona su tarea (�pero se trata en realidad de un abandono? Tiene un permiso, que prolonga, sin autorizaci�n, es cierto, pero con la complicidad de la administraci�n que le facilita impl�citamente esta esencial ociosidad); es suficiente con esta casi jubilaci�n -�se trata de una causa o de un efecto?- para que todas las existencias se desordenen y que la muerte inaugure un reino que ya no es aqu�l, clasificador, del estado civil, sino el desordenado, contagioso, an�nimo, de la epidemia; no se trata de una verdadera muerte, con fallecimiento y acta de defunci�n, sino de un osario confuso donde ya no se sabe qui�n es el enfermo y qui�n el m�dico, qui�n el guardia y qui�n la v�ctima, si es una prisi�n o un hospital, una zona inmunizada o una fortaleza del mal. Se han roto las barreras y todo se desborda: estamos bajo la tiran�a de las aguas que suben, el reino de la humedad sospechosa, de las filtraciones, de los abscesos, de los v�mitos; las individualidades se disuelven; los cuerpos sudorosos se derriten contra las paredes; gritos interminables se escuchan a trav�s de los dedos que tratan de ahogarlos. Y, a pesar de todo, cuando abandona el servicio del Estado donde �l deb�a poner orden en la existencia del pr�jimo, Sorge no se pone fuera de la ley; la fuerza, por el contrario, a manifestarse en aquel lugar vac�o que �l acaba de abandonar; en el movimiento con el que borra su existencia singular y la sustrae a la universalidad de la ley, la exalta, la sirve, demuestra su perfecci�n, la �obliga�, pero lig�ndola a su propia desaparici�n (lo que en un sentido es lo contrario de la existencia transgresiva tal y como Bouxx o Dorte dan ejemplo de ella); as� pues, no es m�s que la ley misma.

Pero la ley no puede responder a esta provocaci�n m�s que con su propia retirada: no porque se repliegue en un silencio m�s profundo todav�a, sino porque ella permanece en su inmovilidad id�ntica. Uno puede precipitarse perfectamente en un vac�o abierto: pueden muy bien formase complots, extenderse rumores de sabotaje, los incendios, los asesinatos pueden muy bien ocupar el lugar del orden m�s ceremonioso; el orden de la ley no habr� sido jam�s tan soberano, puesto que ahora abarca todo aquello que quiere derribarlo. Aquel que, contra ella, quiera fundar un orden nuevo, organizar una segunda polic�a, instituir otro Estado, se encontrar� siempre con la acogida silenciosa e infinitamente complaciente de la ley. �sta, a decir verdad no cambia: ya ha descendido de una vez por todas a la tumba y cada una de sus formas no ser� m�s que una metamorfosis de aquella muerte que no llega nunca. Bajo una m�scara transpuesta de la tragedia griega, -con una madre amenazadora y piadosa como Clytemnestra, un padre desaparecido, una hermana ofuscada por su duelo, un suegro todopoderoso y astuto-, Sorge es un Orestes sumiso, un Orestes inquieto por escapar a la ley para mejor someterse a ella. Obstin�ndose por vivir en el barrio apestado, es tambi�n el dios que acepta morir entre los hombres, pero que, no consiguiendo morir, deja vacante la promesa de la ley, liberando un silencio que desgarra el grito m�s hondo: �d�nde est� la ley?, �qu� hace la ley? Y cuando, mediante una nueva metamorfosis o una nueva coincidencia con su propia identidad, es reconocido, nombrado, denunciado, venerado y escarnecido por la mujer que se parece extra�amente a su hermana, entonces �l, el detentador de todos los nombres, se transforma en una cosa innombrable, una ausencia ausente, la presencia informe del vac�o y el mudo horror de esta presencia. Pero tal vez esta muerte de Dios sea lo contrario de la muerte (la ignominia de una cosa fofa y viscosa que palpita eternamente); y el gesto que se esboza para matarla libera finalmente su lenguaje; un lenguaje que no tiene m�s que decir que el �Hablo, estoy hablando� de la ley, que se mantiene indefinidamente, por la sola proclamaci�n de ese lenguaje, en el afuera de su mutismo.

6 - EUR�DICE Y LAS SIRENAS

Tan pronto como se lo mira, el rostro de la ley se da media vuelta y entra en la sombra; en cuanto uno quiere o�r sus palabras, no consigue o�r m�s que un canto que no es otra cosa que la mortal promesa de un canto futuro. Las sirenas son la forma inasequible y prohibida de la voz atrayente. Ellas no son m�s que canto. Simple estela plateada sobre el mar, cresta de la ola, gruta abierta en los acantilados, playa de blancura inmaculada, �qu� otra cosa pueden ser, en su ser mismo, sino la pura llamada, el grato vac�o de la escucha, de la atenci�n, de la invitaci�n al descanso? Su m�sica es todo lo contrario de un himno: ninguna presencia brilla en sus palabras inmortales; s�lo la promesa de un canto futuro recorre su melod�a. Y seducen no tanto por lo que dejan o�r, cuanto por lo que brilla en la lejan�a de sus palabras, el provenir de lo que est�n diciendo. Su fascinaci�n no nace de su canto actual, sino de lo que promete que ser� ese canto. Ahora bien, lo que las sirenas prometen cantar a Ulises, es el pasado de sus propias haza�as, transformadas para el futuro en poema: �Conocemos las penalidades, todas las penalidades que los dioses en los campos de Tr�ade infligieron a los pueblos de Argos y de Troya�. Singular ofrecimiento, el canto no es m�s que la atracci�n del canto, y no promete al h�roe m�s que la repetici�n de aquello que ya ha vivido, conocido, sufrido, pura y simplemente aquello que es �l mismo. Promesa a la vez falaz y ver�dica. Miente, puesto que todos aquellos que se dejar�n seducir y dirigir�n sus nav�os hacia las playas, no encontrar�n m�s que la muerte. Pero dice la verdad, puesto que es a trav�s de la muerte como el canto podr� elevarse y contar al infinito la aventura de los h�roes. Y, sin embargo, este canto puro -tan puro que no dice otra cosa que su recelo insaciable- hay que renunciar a escucharlo, taponarse los o�dos, atravesarlo como si estuviera sordo, para continuar viviendo y poder as� comenzar a cantar; o mejor a�n, para que nazca el relato que no morir� nunca, hay que estar a la escucha, pero permanecer al pie del m�stil, atado de pies y manos, vencer todo deseo mediante una astucia que se violenta a s� misma, sufrir todo sufrimiento permaneciendo en el umbral del atrayente abismo, y volverse a encontrar finalmente m�s all� del canto, como si se hubiera atravesado vivo, la muerte, pero para restituirla en un segundo lenguaje.

Enfrente, la figura de Eur�dice. Aparentemente, es todo lo contrario, puesto que debe ser recobrada de la sombra por la melod�a de un canto capaz de seducir y adormecer a la muerte, ya que el h�roe no ha sabido resistir al poder de encantamiento que ella posee y del que ella misma ser� la v�ctima m�s triste. No obstante, ella es un pariente cercano de las Sirenas: lo mismo que �stas no cantan m�s que el futuro de un canto, Eur�dice no deja ver m�s que la promesa de un rostro. Orfeo bien pudo aplacar los ladridos de los perros y seducir a las potencias nefastas: pero en el camino de regreso se hubiera tenido que encadenar lo mismo que Ulises y no hubiera sido menos insensible que sus marineros; de hacho ha sido, en una sola persona, el h�roe y su tripulaci�n: le ha inquietado el deseo prohibido y se ha desatado con sus propias manos, dejando que se desvaneciera en la sombra el rostro invisible, lo mismo que Ulises dej� que se perdiera en las olas el canto que no lleg� a escuchar. S�lo entonces, tanto para uno como para el otro, se libera la voz: para Ulises, con la salvaci�n, se hace posible el relato de la maravillosa aventura; para Orfeo, es la p�rdida absoluta, las lamentaciones eternas. pero es posible que bajo el relato triunfante de Ulises perdure una queja sorda, por no haber escuchado mejor y durante m�s tiempo, por no haberse zambullido m�s cerca de la admirable voz que, tal vez, iba a producir el canto. Y, bajo las lamentaciones de Orfeo, resplandece la gloria de haber visto, menos que un instante, el rostro inaccesible, en el momento mismo en que s volv�a y penetraba en la noche: himno a la claridad sin lugar y sin nombre.

Estas dos figuras se encabalgan profundamente en la obra de Blanchot. Hay relatos que est�n consagrados, como L�arr�t de mort, a la mirada de Orfeo: a esa mirada que, en el umbral vacilante de la muerte, va en busca de la presencia oculta, intentando devolverla, en imagen, a la luz del d�a, pero no conserva de ella m�s que la ada, en la que el poema precisamente puede manifestarse. Orfeo, sin embargo, aqu� no ha llegado a ver el rostro de Eur�dice en el movimiento que lo oculta y lo vuelve invisible: ha podido contemplarlo de frente, ha visto con sus propios ojos la mirada abierta de la muerte, �la m�s terrible que un ser vivo pueda soportar�. Y es esa mirada, o mejor a�n, la mirada del narrador sobre esa mirada, la que libera un extraordinario poder de atracci�n; es ella la que, a mitad de la noche, hace surgir una segunda mujer en una estupefacci�n cautiva para imponerle finalmente la mascarilla de escayola donde podr� contemplarse �cara a cara aquello que va a vivir por toda la eternidad�. La mirada de Orfeo ha recibido el poder mortal que cantaba en la voz de las sirenas. Del mismo modo, el narrador de Le moment voulu viene a buscar a Judith al lugar prohibido en que est� encerrada: contra toda previsi�n, la encuentra sin dificultad, como una Eur�dice demasiado cercana que viniera a ofrecerse en un retorno imposible y feliz. Pero detr�s de ella, la figura que la vigila y a la que �l acaba de arranc�rsela es menos la diosa inflexible y sombr�a que una pura voz �indiferente y neutra, escondida en una regi�n vocal donde se despoja tan completamente de todas las perfecciones superfluas que parece privada de s� misma: justa, pero de una manera que recuerda a la justicia cuando se entrega a todas las fatalidades negativas� Esta voz que �canta sin palabras� y que deja o�r tan poco �no es acaso la de las sirenas, de las que toda su seducci�n consiste en el vac�o que abren, en la inmovilidad fascinante que provocan en aquellos que las escuchan?

7 - EL COMPA�ERO

Ya desde los primeros s�ntomas de la atracci�n, en el momento en que apenas se dibuja la retirada del rostro deseado, en que apenas se distingue ya en el encabalgamiento del murmullo la firmeza de la voz solitaria, se produce algo as� como un movimiento suave y violento a la vez que irrumpe en la interioridad, la pone fuera de s� d�ndole la vuelta y hace surgir a su lado -o m�s bien del lado de ac�- la figura secundaria de un compa�ero siempre oculto, pero que se impone siempre con una evidencia imperturbable; un doble a distancia, una semejanza que nos hace frente. En el momento en que la interioridad es atra�da fuera de s�, un afuera se hunde en el lugar mismo en que la interioridad tiene por costumbre encontrar su repliegue y la posibilidad de su repliegue; surge una forma -menos que una forma, una especie de anonimato informa y obstinado- que desposee al sujeto de su identidad simple, lo vac�a y lo divide en dos figuras gemelas aunque no superponibles, lo desposee de su derecho inmediato a decir Yo y alza contra su discurso una palabra que es indisociablemente eco y denegaci�n. Prestar o�dos a la voz argentina de las sirenas, volverse hacia el rostro prohibido que hurta la mirada, no es �nicamente saltarse la ley para afrontar la muerte, como tampoco abandonar el mundo ni el olvido de la apariencia, es sentir de repente crecer en uno mismo un desierto, al otro extremo del cual (aunque esta distancia sin medida es tan delgada como una l�nea) espejea un lenguaje sin sujeto designable, una ley sin dios, un pronombre personal sin persona, un rostro sin expresi�n y sin ojos, un otro que es el mismo. �Es en este desgarramiento y en este lazo donde reside en secreto el principio de la atracci�n? En el momento en que uno pensaba estar fuera de s� atra�do por una lejan�a inaccesible, �no se trataba acaso, sencillamente, de esta sorda presencia que empujaba en la sombra con todo su fatal �mpetu? El afuera vac�o de la atracci�n es tal vez id�ntico a aquel otro, tan cercano, del doble. El compa�ero ser�a, entonces, la atracci�n en el colmo de su disimulo: disimulada puesto que se da como pura presencia cercana, obstinada, redundante, como una figura m�s; y disimulada tambi�n puesto que repele m�s que atrae, puesto que es necesario mantenerla a distancia, que hemos puesto en fingir arrancar de su noche una sexualidad que todo -nuestros discursos, nuestros h�bitos, nuestras instituciones, nuestros reglamentos, nuestros saberes- produc�a a plena luz del d�a y divulgaba estrepitosamente...� Peque�o fragmento de un paneg�rico al rev�s donde parece que Foucault, ya desde este primer libro sobre la Historia de la sexualidad, quisiera poner t�rmino a las vanas preocupaciones a las que se propone sin embargo consagrar un n�mero considerable de vol�menes que finalmente no llegar� a escribir.

�OH, AMIGOS!

Buscar� y encontrar� una soluci�n (un medio, en resumidas cuentas, de continuar siendo genealogista, si es que no arque�logo), alej�ndose de los tiempos modernos e interrogando a la Antig�edad (sobre todo la antig�edad griega) -la tentaci�n que tenemos todos de �volver a nuestras fuentes�-; �y por qu� no al antiguo juda�smo donde la sexualidad juega un gran papel y donde la Ley tiene su origen) �Con qu� fin? Aparentemente para pasar de los tormentos de la sexualidad a la simplicidad de los placeres y empieza a tratar como a un criado, Dom reaparece, detentando, pretendiendo detentar, la ley y la palabra: Thomas se equivoc� al tener tan poca fe, al no interrogarle a �l, que estaba all� para responder, al derrochar su celo buscando un acceso a los pisos superiores, cuando bastaba con dejarse llevar. Y a medida que se ahoga la voz de Thomas, Dom habla, reivindicando el derecho a hablar y a hablar para �l. Todo el lenguaje se tambalea, y cuando Dom emplea la primera persona, es el lenguaje mismo de Thomas el que se pone a hablar sin �l, por encima de ese vac�o que deja, en una noche que comunica con el resplandeciente d�a, la estela de su visible ausencia.

El compa�ero est� tambi�n, de una manera indisociable, lo m�s cerca y lo m�s lejos posible; en Le Tr�s Haut, est� representado por Dorte, el hombre de �abajo�; ajeno a la ley, ajeno al orden de la ciudad, representa la enfermedad en estado salvaje, la muerte misma diseminada a trav�s de la vida; por oposici�n al Alt�simo, �l es el �nfimo; y, sin embargo, se encuentra en la m�s obsesiva de las proximidades; es familiar sin comedimiento, pr�digo en confidencias, presente con una presencia m�ltiple e inagotable; es el eterno vecino; su tos atraviesa puertas y paredes, su agon�a resuena a trav�s de toda la casa y, en este mundo en que la humedad rezuma, en que las aguas suben por todas partes, he aqu� que la carne misma de Dorte, su fiebre y su sudor, atraviesan el tabique y forman una mancha, del otro lado, en la habitaci�n de Sorge. Cuando por fin muere, aullando, con una �ltima trasgresi�n, que no est� muerto, su grito se queda en la mano que lo ahoga y vibrar� indefinidamente en los dedos de Sorge; la carne de �ste, sus huesos, su cuerpo, ser�n durante mucho tiempo, esta muerte con el grito que la niega y la afirma.

Sin duda es en este movimiento, mediante el cual el lenguaje gira sobre su eje, donde se manifiesta de forma m�s exacta la esencia del compa�ero obstinado. No es, en efecto, un interlocutor privilegiado, cualquier otro sujeto hablante, sino el l�mite sin nombre contra el que viene a tropezar el lenguaje. Este l�mite todav�a no tiene nada positivo; es m�s bien el desmesurado fondo en el que el lenguaje se pierde continuamente, pero para volver id�ntico a s� mismo, como si fuera el eco de otro discurso que dijera lo mismo, o de un mismo discurso que dijera otra cosa. �Aquel que no me acompa�aba� no tiene nombre (y quiere mantenerse en este anonimato esencial); es un �l sin rostro y sin mirada, no puede ver m�s que a trav�s del lenguaje de otro que pone a las �rdenes de su propia noche; se acerca as� lo m�s posible a ese Yo que habla en primera persona y del que recupera las palabras y las frases en un vac�o sin l�mites; y, sin embargo, nada lo une a �l, una distancia desmesurada los separa. Esta es la raz�n por la que aquel que dice Yo debe continuamente acercarse a �l para encontrar por fin ese compa�ero que no le acompa�a o ligarse a �l con un lazo lo suficientemente positivo como para poder ponerlo de manifiesto al desatarlo. Ning�n pacto los mantiene atados y sin embargo est�n fuertemente ligados gracias a una constante interrogaci�n (describa lo que est� viendo; �qu� est� escribiendo ahora?) y al discurso ininterrumpido que pone de manifiesto la imposibilidad de una respuesta. Como si, en esta retirada, en este hueco que quiz�s no sea m�s que la irresistible erosi�n de la persona que habla, se liberara el espacio de un lenguaje neutro; entre el narrador y ese compa�ero indisociable que no le acompa�a, a lo largo de esa delgada l�nea que los separa como separa tambi�n el Yo que habla de el �l que �l es en su ser hablado, se precipita todo el relato, desplegando un lugar sin lugar que es el afuera de toda palabra y de toda escritura, y que las hace aparecer, las desposee, les impone su ley, y manifiesta en su desarrollo infinito su reverberaci�n de un instante, su fulgurante desaparici�n.

8 - NI UNO NI OTRO

A pesar de algunas consonancias, estamos muy lejos aqu� de la experiencia en que algunos acostumbran a perderse para volverse a encontrar. Con su arrebato caracter�stico, la m�stica trata de alcanzar -aunque para ello tenga que atravesar s noche oscura- la positividad de una existencia entablando con ella una dif�cil comunicaci�n. E incluso cuando esta existencia duda de s� misma, se abisma en el trabajo de su propia negatividad para retirarse indefinidamente en un d�a sin luz, en una noche sin sombra, en una pureza sin nombre, en una visibilidad sin obst�culo, no por ello es menos un abrigo donde la experiencia puede encontrar reposo. Abrigo que acoge lo mismo a la ley de una palabra que a la superficie abierta del silencio; ya que seg�n la forma de la experiencia, el silencio es el soplo inaudible, primero, desmesurado, de donde puede venir todo discurso manifiesto; o tambi�n, la palabra es el reino que tiene el poder de contenerse en la suspensi�n de un silencio.

Pero no es nada de esto de lo que se trata en la experiencia del afuera. El movimiento de la atracci�n, la retirada del compa�ero, ponen al desnudo aquello que es ante todo palabra, por debajo de todo mutismo: el goteo continuo del lenguaje. Lenguaje que no es hablado para nadie: todo sujeto no representa m�s que un pliegue gramatical. Lenguaje que no se resuelve en ning�n silencio: toda interrupci�n no forma m�s que una mancha blanca en ese mantel sin costuras. Abre un espacio neutro donde ninguna existencia puede arraigarse: se sab�a desde Mallarm� que la palabra es la inexistencia manifiesta de aquello que designa; ahora se sabe que el ser del lenguaje es la visible desaparici�n de aquel que habla: �decir que entiendo estas palabras no ser�a explicarme la extra�eza peligrosa de mis relaciones con ellas... No hablan, no son interiores, m�s bien al contrario, carecen de intimidad, y al estar todo afuera, aquello que designan me aboca hacia ese afuera de toda palabra, aparentemente m�s secreto y m�s interior que la palabra del fuero interno, aunque aqu�, el afuera est� vac�o, el secreto no tiene profundidad, no se repite m�s que el vac�o de la repetici�n, aquello que no habla y que, sin embargo, ha sido dicho para siempre�. Es a este anonimato del lenguaje liberado y abierto hacia su propia ausencia de l�mite al que conducen las experiencias que narra Blanchot; en este espacio murmurante encuentran menos su t�rmino que el lugar sin geograf�a de su posible repetici�n: por ejemplo, la cuesti�n, por fin serena, luminosa y directa que Thomas plantea al final de Aminadab, en el momento en que toda palabra parece haberle sido retirada; o el puro estallido de la vana promesa -�estoy hablando�. en Le Tr�s Haut; o incluso en las dos �ltimas p�ginas de Celui qui ne m�accompagnait pas, la aparici�n de una sonrisa sin rostro, pero que tiene por fin un nombre silencioso; o el primer contacto con las palabras de la �ltima repetici�n final de Le dernier homme.

El lenguaje se descubre entonces libre de todos los viejos mitos en que se ha formado nuestra conciencia de las palabras, del discurso, de la literatura. Durante mucho tiempo se crey� que el lenguaje era due�o del tiempo, que serv�a tanto como v�nculo futuro en la palabra dada que como memoria y relato; se crey� que era profec�a o historia; se crey� tambi�n que su soberan�a ten�a el poder de hacer aparecer el cuerpo visible y eterno de la verdad; se crey� que su esencia se encontraba en la forma de las palabras o en el soplo que las hac�a vibrar. Pero no es m�s que rumor informe y fluido, su fuerza est� en su disimulo; por eso es una sola y misma cosa con la erosi�n del tiempo; es olvido sin profundidad y vac�o transparente de la espera.

En cada una de sus palabras, el lenguaje se dirige hacia contenidos que le son previos; pero en su ser mismo y con tal que se mantenga lo m�s cerca posible de su ser, no se despliega m�s que en la pureza de la espera. La espera, en cuanto a ella, no tiene ning�n objeto, pues el objeto que viniera a colmarla no tendr�a m�s remedio que hacerla desaparecer. Y sin embargo tampoco es inmovilidad resignada sobre el propio terreno; tiene la resistencia de un movimiento que no tuviera t�rmino ni se prometiera jam�s la recompensa de un descanso; no se encierra en ninguna interioridad; hasta sus m�s m�nimas parcelas se encuentran en un irremediable afuera. La espera no puede esperarse a s� misma al t�rmino de su propio pasado, no puede hechizarse con su paciencia ni apoyarse de una vez para siempre en el valor que nunca le ha faltado. Lo que la ampara no es la memoria, sino el olvido. Este olvido, sin embargo, no hay que confundirlo ni con la disipaci�n de la distracci�n, ni con el sue�o en que se adormecer�a la vigilancia; est� hecho de una vigilia tan despierta, tan l�cida, tan madrugadora que es m�s bien holganza de la noche y pura abertura a un d�a que no ha llegado todav�a. En este sentido el olvido es la atenci�n m�s extremada -tan extremada que hace desaparecer cualquier rostro singular que pudiera ofrec�rsele; desde el momento en que est� determinada, una forma es a la vez demasiado vieja y demasiado nueva, demasiado extra�a y demasiado familiar como para no ser inmediatamente rechazada por la pureza de la espera y condenada por lo mismo a la inminencia del olvido. Es en el olvido donde la espera se mantiene como una espera: atenci�n aguda a aquello que ser�a radicalmente nuevo, sin punto de comparaci�n ni de continuidad con nada (novedad de la espera fuera de s� y libre de todo pasado) y atenci�n a aquello que ser�a lo m�s profundamente viejo (puesto que en las profundidades de s� misma la espera no ha dejado nunca de esperar).

En su ser que espera y olvida, en ese poder de disimulo que borra toda significaci�n determinada y la existencia misma de aquel que habla, en esa neutralidad gris que es el refugio esencial de todo ser y que libera as� el espacio de la imagen, el lenguaje no es ni la verdad ni el tiempo, ni la eternidad ni el hombre, sino la forma siempre rehecha del afuera; sirve para comunicar, o mejor a�n deja ver en el rel�mpago de su oscilaci�n indefinida, el origen y la muerte, -su contacto de un instante mantenido en un espacio desmesurado. El puro afuera del origen, si es que es eso lo que el lenguaje espera recibir, no se fija jam�s en una positividad inm�vil y penetrable; y el afuera continuamente reanudado de la muerte, si se deja llevar hacia la luz por el olvido esencial al lenguaje, no plantea jam�s el l�mite a partir del cual se dibujar�a finalmente la verdad. Se desploman inmediatamente uno sobre otro; el origen tiene la transparencia de aquello que no tiene fin, la muerte da acceso indefinidamente a la repetici�n del comienzo. Y lo que es el lenguaje (no lo que quiere decir ni la forma en que lo dice), lo que es en su ser, es esta voz tan tenue, esta regresi�n tan imperceptible, esta debilidad en el fondo y alrededor de cualquier cosa, de cualquier rostro, que ba�a en una misma claridad neutra -d�a y noche a la vez-, el esfuerzo tard�o del origen, la erosi�n temprana de la muerte. El olvido asesino de Orfeo, la espera de Ulises encadenado, son el ser mismo del lenguaje.

Cuando el lenguaje se defin�a como lugar de la verdad y lugar del tiempo, era para �l tremendamente peligroso que Epim�nides el Cretense afirmase que todos los cretenses eran unos mentirosos: el v�nculo de ese discurso consigo mismo lo desvinculaba de toda verdad posible. Pero si el lenguaje se desvela como transparencia rec�proca del origen y de la muerte, no hay una sola existencia que, en la mera afirmaci�n del hablo, no incluya la promesa amenazadora de su propia desaparici�n, de su futura aparici�n.

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