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El orden del discurso

MICHEL FOUCAULT

T�tulo original: L' ordre du discours
Traducci�n de Alberto Gonz�lez Troyano

En 1970 Michel Foucault sucedi� a Jean Hyppolite en el Coll�ge de France, donde se hizo cargo de la c�tedra de Historia de los sistemas de pensamiento. El orden del discurso fue su lecci�n inaugural. Preocupado siempre por las complejas relaciones entre el saber y el origen del poder, Foucault resumi� en este texto el n�cleo de sus investigaciones y adelant� todo un programa futuro de trabajo. A trav�s de un minucioso an�lisis de las variadas formas de acceso (o de las prohibiciones y tab�es) a la palabra, de la marginalidad de determinados discursos (la locura, la delincuencia) o la controvertida voluntad de verdad de la cultura occidental, este op�sculo consigue poner de manifiesto la inquietante fragilidad de categor�as filos�ficas aparentemente sacrosantas, como las de sujeto, conciencia e historia. A m�s de treinta a�os vista, este pol�mico y ejemplar "discurso" mantiene toda la espontaneidad creadora de una aut�ntica obra filos�fica.

Lecci�n inaugural en el Coll�ge de France pronunciada el 2 de diciembre de 1970

En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quiz�s durante a�os, habr� de pronunciar aqu�, hubiera preferido poder deslizarme subrepticiamente. M�s que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella y transportado m�s all� de todo posible inicio. Me hubiera gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me preced�a una voz sin nombre desde hacia mucho tiempo: me habr�a bastado entonces con encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho se�as qued�ndose, un momento, interrumpida. No habr�a habido por tanto inicio: y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo ser�a m�s bien una peque�a laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su desaparici�n posible.

Me habr�a gustado que hubiese detr�s de m� (habiendo tomado desde hace tiempo la palabra, repitiendo de antemano todo cuanto voy a decir) una voz que hablase as�: "Hay que continuar, no puedo continuar, hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta que me encuentren, hasta el momento en que me digan -extra�a pena, extra�a falta-, hay que continuar, quiz�s, est� ya hecho, quiz�s ya me han dicho, quiz�s me han llevado hasta el umbral de mi historia ante la puerta que se abre, ante mi historia: me extra�ar�a si se abriera as�. Pienso que en mucha gente existe un deseo semejante de no tener que empezar, un deseo semejante de encontrarse, ya desde el comienzo del juego, al otro lado del discurso, sin haber tenido que considerar desde el exterior cu�nto pod�a tener de singular, de temible, incluso quiz�s de mal�fico. A este deseo tan com�n, la instituci�n responde de una manera ir�nica, dado que hace los comienzos solemnes, los rodea de un c�rculo de atenci�n y de silencio y les impone, como queriendo distinguirlos desde lejos, unas formas ritualizadas. El deseo dice: "No querr�a tener que entrar yo mismo en este orden azaroso del discurso, no querr�a tener relaci�n con cuanto hay en �l de tajante y decisivo: querr�a que me rodeara como una transparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros responder�an a mi espera, y de la que brotar�an las verdades, una a una: yo no tendr�a m�s que dejarme arrastrar, en �l y por �l, como algo abandonado, flotante y dichoso". Y la instituci�n responde: "No hay por qu� tener miedo de empezar: todos estamos aqu� para mostrarte que el discurso est� en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparici�n: que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma, y que, si consigue alg�n poder, es de nosotros y �nicamente de nosotros de quien lo obtiene".

Pero quiz�s esta instituci�n y este deseo no son otra cosa que dos r�plicas opuestas a una misma inquietud: inquietud con respecto a lo que es el discurso, en su realidad material de cosa pronunciada o escrita: inquietud con respecto a esta existencia transitoria destinada sin duda a desaparecer, pero seg�n una duraci�n que no nos pertenece; inquietud al sentir bajo esta actividad, no obstante cotidiana y gris, poderes y peligros dif�ciles de imaginar; inquietud al sospechar la existencia de luchas, victorias, heridas, dominaciones, servidumbres, a trav�s de tantas palabras en las que el uso, desde hace tiempo, ha reducido las asperezas. Pero, �qu� hay de peligroso en el hecho de que las gentes hablen y de que sus discursos proliferen indefinidamente? �En d�nde est� por tanto el peligro?

* He aqu� la hip�tesis que querr�a proponer, esta tarde, con el fin de establecer el lugar -o quiz�s el muy provisional teatro- del trabajo que estoy realizando: yo supongo que en toda sociedad la producci�n del discurso est� a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto n�mero de procedimientos que tienen por funci�n conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusi�n. El m�s evidente, y el m�s familiar tambi�n, es lo prohibido. Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo, en cualquier circunstancia, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tab� del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he ah� el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse. Resaltar� �nicamente que, en nuestros d�as, las regiones en las que la malla est� m�s apretada, en la que se multiplican los compartimientos negros, son las regiones de la sexualidad y las de la pol�tica como si el discurso, lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la sexualidad se desarma y la pol�tica se pacifica fuese m�s bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus m�s temibles poderes. El discurso, por m�s que en apariencia sea poca cosa, las prohibiciones que recaen sobre �l, revelan muy pronto, r�pidamente, su vinculaci�n con el deseo y con el poder. Y esto no tiene nada de extra�o: ya que el discurso -el psicoan�lisis nos lo ha mostrado- no es simplemente lo que manifiesta (o encubre) el deseo: es tambi�n lo que es el objeto del deseo: y ya que -esto la historia no deja de ense��rnoslo- el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas y los sistemas de dominaci�n, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adue�arse.

Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusi�n: no se trata ya de una prohibici�n sino de una separaci�n y un rechazo. Pienso en la oposici�n raz�n y locura. Desde la m�s alejada Edad Media, el loco es aqu�l cuyo discurso no puede circular como el de los otros: llega a suceder que su palabra es considerada como nula y sin valor, no conteniendo ni verdad ni importancia, no pudiendo testimoniar ante la justicia, no pudiendo autentificar una partida o un contrato, no pudiendo ni siquiera, en el sacrificio de la misa, permitir la transubstanciaci�n y hacer del pan un cuerpo: en cambio, suele ocurrir tambi�n que se le confiere, opuestamente a cualquier otra, extra�os poderes, como el de enunciar una verdad oculta, el de predecir el porvenir, el de ver en su plena ingenuidad lo que la sabidur�a de los otros no puede percibir. Resulta curioso constatar que en Europa, durante siglos, la palabra del loco o bien no era escuchada o bien si lo era, recib�a la acogida de una palabra de verdad. O bien ca�a en el olvido -rechazada tan pronto como era proferida- o bien era descifrada como una raz�n ingenua o astuta, una raz�n m�s razonable que de la gente razonable. De todas formas, excluida o secretamente investida por la raz�n, en un sentido estricto, no exist�a. A trav�s de sus palabras era como se reconoc�a la locura del loco; ellas eran el lugar en que se ejerc�a la separaci�n, pero nunca eran recogidas o escuchadas. Nunca, antes de finales del siglo XVIII, se le habr�a ocurrido a un m�dico la idea de querer saber lo que dec�a (c�mo se dec�a, por qu� se dec�a) en estas palabras que, sin embargo originaban la diferencia. Todo ese inmenso discurso del loco regresaba al ruido: y no se le conced�a la palabra m�s que simb�licamente, en el teatro en que se le expon�a, desarmado y reconciliado, puesto que en �l jugaba el papel de verdad enmascarada. Se me puede objetar que todo esto actualmente ya est� acabado o est� acab�ndose; que la palabra del loco ya no est� del otro lado de la l�nea de separaci�n: que ya no es considerada como algo nulo y sin valor: que m�s bien al contrario, nos pone en disposici�n vigilante; que buscamos en ellas un sentido, o el esbozo o las ruinas de una obra; y que hemos llegado a sorprender, esta palabra del loco, incluso en lo que nosotros mismos articulamos, en ese min�sculo desgarr�n por donde se nos escapa lo que decimos. Pero tantas consideraciones no prueban que la antigua separaci�n ya no actu�; basta con pensar en todo el armaz�n de saber, a trav�s del cual desciframos esta palabra; basta con pensar en toda la red de instituciones que permite al que sea -m�dico, psicoanalista- escuchar esa palabra y que permite al mismo tiempo al paciente manifestar, o retener desesperadamente, sus pobres palabras; basta con pensar en todo esto para sospechar que la l�nea de separaci�n, lejos de borrarse, act�a de otra forma, seg�n l�neas diferentes, a trav�s de nuevas instituciones y con efectos que no son los mismos. Y aun cuando el papel del m�dico no fuese sino escuchar una palabra al fin libre, la escucha se ejerce siempre manteniendo la censura. Escucha de un discurso que est� investido por el deseo, y que se supone -para su mayor exaltaci�n o para su mayor angustia- cargado de terribles poderes. Si bien es necesario el silencio de la raz�n para curar los monstruos, basta que el silencio est� alerta para que la separaci�n permanezca.

Quiz�s es un tanto aventurado considerar la oposici�n entre lo verdadero y lo falso como un tercer sistema de exclusi�n, junto a aquellos de los que acabo de hablar. �C�mo van a poder compararse razonablemente la coacci�n de la verdad con separaciones como �sas, separaciones que son arbitrarias desde el comienzo o que cuando menos se organizan en torno a contingencias hist�ricas; que no s�lo son modificables sino que est�n en perpetuo desplazamiento, que est�n sostenidos por todo un sistema de instituciones que las imponen y las acompa�an en su vigencia y que finalmente no se ejercen sin coacci�n y sin una cierta violencia? Ciertamente, si uno se sit�a al nivel de una proposici�n, en el interior de un discurso, la separaci�n entre lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se sit�a en otra escala, si se plantea la cuesti�n de saber cu�l ha sido y cu�l es constantemente, a trav�s de nuestros discursos, esa voluntad de verdad que ha atravesado tantos siglos de nuestra historia, o cu�l es en su forma general el tipo de separaci�n que rige nuestra voluntad de saber, es entonces, quiz�, cuando se ve dibujarse algo as� como un sistema de exclusi�n (sistema hist�rico, modificable, institucionalmente coactivo). Separaci�n hist�ricamente constituida, sin duda alguna. Pues, todav�a, en los poetas griegos del siglo VI, el discurso verdadero -en el m�s intenso y valorizado sentido de la palabra-, el discurso verdadero por el cual se ten�a respeto y terror, aqu�l al que era necesario someterse porque reinaba, era el discurso pronunciado por quien ten�a el derecho y seg�n el ritual requerido: era el discurso que decid�a la justicia y atribu�a a cada uno su parte; era el discurso que, profetizando el porvenir, no s�lo anunciaba lo que iba a pasar, sino que contribu�a a su realizaci�n, arrastraba consigo la adhesi�n de los hombres y se engarzaba as� con el destino. Ahora bien, he aqu� un siglo m�s tarde la verdad superior no resid�a ya m�s en lo que era el discurso o en lo que hac�a, sino que resid�a en lo que dec�a: lleg� un d�a en que la verdad se desplaz� del acto ritualizado, eficaz y justo, de enunciaci�n, hacia el enunciado mismo: hacia su sentido, su forma, su objeto, su relaci�n con su referencia. Entre Hesiodo y Plat�n se establece una cierta separaci�n, disociando el discurso verdadero y el discurso falso; separaci�n nueva, ya que en lo sucesivo el discurso verdadero no ser� m�s el discurso precioso y deseable, ya que no ser� m�s el discurso ligado al ejercicio del poder. El sofista ha sido expulsado.

Esta separaci�n hist�rica ha dado sin duda forma general a nuestra voluntad de saber. Pero sin embargo no ha cesado de desplazarse: las grandes mutaciones cient�ficas quiz�s puedan a veces leerse como consecuencias de un descubrimiento, pero pueden leerse tambi�n como la aparici�n de formas nuevas de la voluntad de verdad. Hubo sin duda una voluntad de verdad en el siglo XIX que no coincide ni por las formas que pone en juego, ni por los tipos de objetos a los que se dirige, ni por las t�cnicas en que se apoya, con la voluntad de saber que caracterizo la cultura cl�sica. Retrocedamos un poco, en ciertos momentos del siglo XVI y XVII (y en Inglaterra sobre todo) apareci� una voluntad de saber que impon�a al sujeto conocedor (y en cierta forma antes de toda experiencia) una cierta posici�n, una cierta forma de mirar y una cierta funci�n (ver m�s que leer, verificar m�s que comentar): una voluntad de saber que prescrib�a (y de un modo m�s general que cualquier otro instrumento determinado) el nivel t�cnico del que los conocimientos deber�an invertirse para ser verificables y �tiles. Todo ocurre, como si a partir de la gran separaci�n plat�nica, la voluntad de saber tuviera su propia historia, que no es la de las verdades coactivas, historia de los planes de objetos por conocer, historia de las funciones y posiciones del sujeto conocedor, historia de las inversiones materiales, t�cnicas e instrumentales del conocimiento. Pues esta voluntad de verdad, como los otros sistemas de exclusi�n, se apoya en un soporte institucional: est� a la vez reforzada y reconducida por una densa serie de pr�cticas como la pedagog�a, como el sistema de libros, la edici�n, las bibliotecas, como las sociedades de sabios de anta�o, los laboratorios actuales. Pero es reconducida tambi�n, m�s profundamente sin duda, por la forma que tiene el saber de ponerse en pr�ctica en una sociedad, en la que es valorizado, distribuido, repartido y en cierta forma atribuido. Recordemos, y a t�tulo simb�lico �nicamente, el viejo principio griego: que la aritm�tica puede muy bien ser objeto de las sociedades democr�ticas, pues ense�a las relaciones de igualdad, pero que la geometr�a s�lo debe ser ense�ada en las oligarqu�as ya que demuestra las proporciones en la desigualdad.

Finalmente, creo que esta voluntad de verdad basada en un soporte y una distribuci�n institucional, tiende a ejercer sobre los otros discursos -hablo siempre de nuestra sociedad- una especie de presi�n y como un poder de coacci�n. Pienso en c�mo la literatura occidental ha debido buscar apoyo desde hace siglos sobre lo natural, lo veros�mil, sobre la sinceridad, y tambi�n sobre la ciencia -en resumen sobre el discurso verdadero. Pienso igualmente en c�mo las pr�cticas econ�micas, codificadas como preceptos o recetas, eventualmente como moral, han pretendido desde el siglo XVI fundarse, racionalizarse y justificarse sobre una teor�a de las riquezas y de la producci�n; pienso adem�s en c�mo un conjunto tan prescriptivo como el sistema penal ha buscado sus cimientos o su justificaci�n, primero naturalmente, en una teor�a del derecho, despu�s a partir del siglo XIX en un saber sociol�gico, psicol�gico, m�dico, psiqui�trico: como si la palabra misma de la ley no pudiese estar autorizada en nuestra sociedad, m�s que por un discurso de verdad. De los tres grandes sistemas de exclusi�n que afectan al discurso, la palabra prohibida, la separaci�n de la locura y la voluntad de verdad, es del tercero del que he hablado m�s extensamente. Y el motivo es, porque, desde hace siglos no han cesado los primeros de derivar hacia �l. Y porque cada vez m�s �l intenta recuperarlos a su cargo, para modificarlos y a la vez fundarlos. Y porque los dos primeros no cesan de hacerse cada vez m�s fr�giles, m�s inciertos en la medida en que, al encontrarse ahora atravesados por la voluntad de saber, �sta por el contrario no cesa de reforzarse y de hacerse m�s profunda y m�s insoslayable. Y, sin embargo, es de ella de la que menos se habla. Como si para nosotros la voluntad de verdad y sus peripecias estuviesen enmascaradas por la verdad misma en su necesario despliegue. Y la raz�n puede que sea esta que sin el discurso verdadero no es ya m�s, en efecto, desde los griegos, el que responde al deseo o el que ejerce el poder: en la voluntad de verdad, en la voluntad de decir, ese discurso verdadero �qu� es por tanto lo que est� en juego sino el deseo y el poder? El discurso verdadero, que la necesidad de su forma exime del deseo y libera del poder, no puede reconocer la voluntad de verdad que le atraviesa: y la voluntad, �sa que se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo, es de tal manera que la verdad que quiere no puede no enmascararla. As� no aparece ante nuestros ojos m�s que una verdad que ser�a riqueza, fecundidad, fuerza suave e insidiosamente universal. E ignoramos por el contrario la voluntad de verdad, como prodigiosa maquinaria destinada a excluir. Todos aquellos que, punto por punto en nuestra historia, han intentado rodear esa voluntad de verdad y de rodearla en contra de la verdad, justamente all� en donde la verdad se propone justificar lo prohibido, definir la locura, todos esos de Nietzsche a Artaud y a Bataille, deben ahora servirnos de signos, altivos sin duda, para el trabajo de cada d�a.

* Existen, evidentemente, otros muchos procedimientos de control y delimitaci�n del discurso. Esos a los que he aludido antes se ejercen en cierta manera desde el exterior: funcionan como sistemas de exclusi�n: conciernen, sin duda, la parte del discurso que pone en juego el poder y el deseo. Creo que se puede tambi�n aislar otro grupo. Procedimientos internos, puestos que son los discursos mismos los que ejercen su propio control; procedimientos que juegan un tanto a t�tulo de principios de clasificaci�n, de ordenaci�n, de distribuci�n, como si se tratase en este caso de dominar otra dimensi�n del discurso aqu�lla del acontecimiento y del azar. En primer lugar, el comentario. Supongo, aunque sin estar muy seguro, que apenas hay sociedades en las que no existan relatos importantes que se cuenten, que se repitan y se cambien: f�rmulas, textos, conjunciones ritualizadas de discursos que se recitan seg�n circunstancias bien determinadas: cosas que han sido dichas una vez y que se conservan porque se sospecha que esconden algo como un secreto o una riqueza. En resumen, puede sospecharse que hay regularmente en las sociedades una especie de nivelaci�n entre discursos: los discursos que "se dicen" en el curso de los d�as y de las conversaciones, y que desaparecen con el acto mismo que los ha pronunciado; y los discursos que est�n en el origen de un cierto n�mero de actos nuevos de palabras que los reanudan, los transforman o hablan de ellos, en resumen discursos que, indefinidamente, m�s all� de su formulaci�n, son dichos, permanecen dichos y est�n todav�a por decir. Los conocemos en nuestros sistemas de cultura: son los textos religiosos o jur�dicos, son tambi�n esos textos curiosos, cuando se considera su estatuto, y que se llaman "literarios"; y tambi�n en una cierta medida los textos cient�ficos. Es cierto que este desfase no es ni estable, ni constante, ni absoluto. No existe, por un lado, la categor�a dada ya de una vez para siempre, discursos fundamentales o creadores; y despu�s, por otro, la masa de aquellos que s�lo repiten, glosan o comentan. Bastantes textos importantes se oscurecen y desaparecen, y ciertos comentarios toman el lugar primero. Pero por m�s que sus puntos de aplicaci�n cambien, la funci�n permanece; y el principio de un cierto desfase no deja de ponerse continuamente en juego. La desaparici�n radical de este desnivel no puede ser nunca m�s que juego, utop�a o angustia. Luego al estilo de Borges, de un comentario que no fuese otra cosa mas que la reaparici�n palabra a palabra (pero esta vez solemne y esperada) de lo que comenta; juego tambi�n de una cr�tica que hablase infinitamente de una obra que no existiese. Sue�o l�rico de un discurso que renaciese absolutamente nuevo e inocente en cada uno de sus puntos y que reapareciese sin cesar, en toda su frescura, partiendo de los sentimientos, de los pensamientos o de las cosas. Angustia de ese enfermo de Janet para quien el menor enunciado era como una "palabra del Evangelio" que encerraba inagotables tesoros de sentidos y que merec�an ser indefinidamente reconsiderados, reanudados, comentados: "Cuando pienso, dec�a en el momento en que se pon�a a leer o a escuchar, cuando pienso en esta frase que va a irse hacia la eternidad y que quiz� todav�a no he comprendido completamente".

Pero, �qui�n no observa que se trata de anular cada vez uno de los t�rminos de la relaci�n y no de suprimir la relaci�n misma? Relaci�n que no cesa de modificarse a trav�s de los tiempos; relaci�n que en una �poca dada adquiere formas m�ltiples y divergentes; la ex�gesis jur�dica es muy diferente (y esto desde hace bastante tiempo) del comentario religioso: una sola y misma obra literaria puede dar lugar simult�neamente, a tipos de discursos muy diferentes: la Odisea como primer texto es repetida, en la misma �poca, en la traducci�n de Berard, en infinitas explicaciones de textos, en el Ulises de Joyce. Por el momento, quisiera limitarme a indicar que en lo que se llama globalmente un comentario, el desfase entre el primer y segundo texto juega cometidos que son solidarios. De una parte, permite construir (e indefinidamente) nuevos discursos: el desplome del primer texto, su permanencia, su estatuto de discurso siempre reactualizable, el sentido m�ltiple u oculto del cual parece ser poseedor, la reticencia y la riqueza esencial que se le supone, todo eso funda una posibilidad abierta para hablar. Pero, por otra parte, el comentario no tiene cometido, cualesquiera que sean las t�cnicas utilizadas, m�s que el decir por fin lo que estaba articulado silenciosamente all� lejos. Debe, seg�n una paradoja que siempre desplaza pero a la cual nunca escapa, decir por primera vez aquello que sin embargo hab�a sido ya dicho. El cabrilleo indefinido de los comentarios es activado desde el interior por el sue�o de una repetici�n enmascarada: en su horizonte, no hay quiz�s nada m�s que lo que era su punto de partida, la simple recitaci�n. El comentario conjura el azar del discurso al tenerlo en cuenta: permite decir otra cosa aparte del texto mismo, pero con la condici�n de que sea ese mismo texto el que se diga, y en cierta forma, el que se realice. La multiplicidad abierta, el azar son transferidos desprovistos, por el principio del comentario, de aquello que habr�a peligro si se dijese, sobre el n�mero, la forma, la m�scara, la circunstancia de la repetici�n. Lo nuevo no est� en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno.

Creo que existe otro principio de enrarecimiento de un discurso. Y hasta cierto punto es complementario del primero. Se refiere al autor. Al autor no considerado, desde luego, como el individuo que habla y que ha pronunciado o escrito un texto, sino al autor como principio de agrupaci�n del discurso, como unidad, y origen de sus significaciones, como foco de su coherencia. Este principio no act�a en todas partes ni de forma constante: alrededor de nosotros, existen bastantes discursos que circulan sin que su sentido o su eficacia tengan que venir avalados por un autor al cual se les atribuir�a: por ejemplo, conversaciones cotidianas, inmediatamente olvidadas: decretos o contratos que tienen necesidad de firmas pero no de autor, f�rmulas t�cnicas que se transmiten en el anonimato. Pero, en los terrenos en los que la atribuci�n a un autor es indispensable -literatura, filosof�a, ciencia- se percibe que no juega siempre la misma funci�n: en el orden del discurso cient�fico, la atribuci�n a un autor era, durante la Edad Media, un indicador de su veracidad. Se consideraba que una proposici�n ven�a justificada por su autor incluso para su valoraci�n cient�fica. Desde el siglo XVII, esta funci�n no ha cesado de oscurecerse en el discurso cient�fico: apenas funciona m�s que para dar el nombre a un teorema, a un efecto, a un ejemplo, a un s�ndrome. Por el contrario, en el orden del discurso literario, y a partir de esa misma fecha, la funci�n del autor no ha cesado de reforzarse: todos aquellos relatos, todos aquellos poemas, todos aquellos dramas o comedias que se dejaban circular durante la Edad Media en un anonimato al menos relativo, he aqu� que ahora, se les pide ( y se exige de ellos que digan) de d�nde proceden, qui�n los ha escrito; se pide que el autor rinda cuenta de la unidad del texto que se pone a su nombre; se le pide que revele o al menos que manifieste ante el sentido oculto que lo recorre; se le pide que lo articule, con su vida personal y con sus experiencias vividas con la historia real que lo vio nacer. El autor es quien da al inquietante lenguaje de la ficci�n sus unidades, sus nudos de coherencia, su inserci�n en lo real. S� bien que se me va a decir: "Pero usted habla del autor tal como la cr�tica lo reinventa despu�s, cuando ya le ha llegado la muerte y que de �l no queda m�s que una masa enmara�ada de galimat�as: entonces se hace necesario poner un cierto orden en todo eso: imaginar un proyecto, una coherencia, una tem�tica que se pide a la conciencia o a la vida de un autor, quiz�s en efecto un tanto ficticio. Pero esto no impide que haya existido, este autor real, ese hombre que hace irrupci�n en medio de todas las palabras usadas, proyectando en ellas su genio o su desorden."

Ser�a absurdo, desde luego, negar la existencia del individuo que escribe e inventa. Pero pienso que - al menos desde hace un cierto tiempo- el individuo que se pone a escribir un texto, en cuyo horizonte merodea una posible obra vuelve a asumir la funci�n del autor: lo que escribe y lo que no escribe, lo que perfila, incluso en calidad de borrador provisional, como bosquejo de la obra, y lo que deja caer como declaraciones cotidianas, todo ese juego de diferencias est� prescrito para la funci�n de autor, tal como �l la recibe de su �poca, o tal como a su vez la modifica. Pues puede muy bien alterar la imagen tradicional que se tiene del autor; es a partir de una nueva posici�n del autor como podr� hacer resaltar, de todo lo que habr�a podido decir, de todo cuanto dice todos los d�as, en todo instante, el perfil todav�a vacilante de su obra. El comentario limitaba el azar del discurso por medio del juego de una identidad que tendr�a la forma de la repetici�n y de lo mismo. El principio del autor limita ese mismo azar por el juego de una identidad que tiene la forma de la individualidad y del yo. Ser�a necesario reconocer tambi�n, en lo que se llama no las ciencias sino las "disciplinas", otro principio de limitaci�n. Principio tambi�n relativo y m�vil. Principio que permite construir, pero s�lo seg�n un estrecho margen. La organizaci�n de las disciplinas se opone tanto al principio del comentario como al del autor. Al del autor, porque una disciplina se define por un �mbito de objetos, un conjunto de m�todos, un corpus de proposiciones consideradas verdaderas, un juego de reglas y de definiciones, de t�cnicas y de instrumentos: una especie de sistema an�nimo a disposici�n de quien quiera o de quien pueda servirse de �l, sin que su sentido o validez est�n ligados a aquel que ha dado en ser el inventor. Pero el principio de la disciplina se opone tambi�n al del comentario; en una disciplina, a diferencia del comentario, lo que se supone al comienzo no es un sentido que debe ser descubierto de nuevo, ni una identidad que debe ser repetida, es lo que se requiere para la construcci�n de nuevos enunciados. Para que haya disciplina es necesario que haya posibilidad de formular, de formular indefinidamente nuevas proposiciones.

Pero a�n hay m�s, y hay m�s, sin duda, para que haya menos: una disciplina no es la suma de todo lo que puede ser dicho de cierto a prop�sito de alguna cosa y no es ni siquiera el conjunto de todo lo que puede ser, a prop�sito de un mismo tema, aceptado en virtud de un principio de coherencia o de sistematicidad. La medicina no est� constituida por el total de cuanto puede decirse de cierto sobre la enfermedad; la bot�nica no puede ser definida por la suma de todas las verdades que conciernen a las plantas. Y esto por dos razones: primero porque la bot�nica o la medicina, como cualquier disciplina, est�n construidas tanto sobre errores como sobre verdades, errores que no son residuos o cuerpos extra�os, sino que ejercen funciones positivas y tienen una eficacia hist�rica y un papel frecuentemente inseparable del de las verdades. Pero adem�s, para que una proporci�n pertenezca a la bot�nica o a la patolog�a, es necesario que responda a condiciones, en un sentido m�s estrictas y m�s complejas que la pura y simple verdad: en todo caso, a otras condiciones. Debe dirigirse a un determinado plan de objetos: a partir de finales del siglo XVII, por ejemplo, para que una proposici�n fuese "bot�nica", era necesario que concerniese a la estructura visible de la planta, el sistema de similitudes pr�ximas y lejanas, o la mec�nica de sus fluidos (y no pod�a seguir conservando, como suced�a todav�a en el siglo XVI, sus valores simb�licos, o el conjunto de virtudes o propiedades que se le reconoc�an en la Antig�edad). Pero, sin pertenecer a una disciplina, una proposici�n debe utilizar instrumentos conceptuales o t�cnicos de un tipo bien definido; a partir del siglo XIX, una proposici�n dejaba de ser m�dica, ca�a "fuera de la medicina" y cobraba el valor de un fantasma individual o de imaginer�a popular si empleaba nociones a la vez metaf�ricas, cualitativas y sustanciales (como las de obstrucci�n, de l�quidos recalentados o de s�lidos desecados); pod�a, deb�a recurrir por el contrario a nociones tambi�n metaf�ricas, pero deb�an estar construidas seg�n otro modelo, funcional o fisiol�gico en este caso (como en la irritaci�n, la inflamaci�n, o la degeneraci�n de los tejidos). Es m�s, para pertenecer a una disciplina, una proposici�n debe poder inscribirse en cierto tipo de horizonte te�rico: baste con recordar que la investigaci�n de la lengua primitiva, que fue un tema perfectamente admitido hasta el siglo XVIII, era suficiente, en la segunda mitad del siglo XIX, para hacer caer no importa qu� discurso no digo en el error, pero s� en la quimera, en la enso�aci�n, en la pura y simple monstruosidad ling��stica.

En el interior de sus l�mites, cada disciplina reconoce proposiciones verdades y falsas; pero empuja hacia el otro lado de sus m�rgenes toda una teratolog�a del saber. El exterior de una ciencia est� m�s y menos poblado de lo que se cree: naturalmente, existe la experiencia inmediata, los temas imaginarios que llevan y acompa�an sin cesar las creencias sin memoria, pero no hay quiz�s errores en el sentido estricto, pues el error no puede surgir y ser decidido m�s que en el interior de una pr�ctica definida; por el contrario, merodean monstruos cuya forma cambia con la historia del saber. En resumen, una proposici�n debe cumplir complejas y graves exigencias para poder pertenecer al conjunto de una disciplina; antes de poder ser llamada verdadera o falsa, debe estar, como dir�a Canguilhen, "en la verdad". Frecuentemente surge la pregunta de qu� hab�an podido hacer los bot�nicos o los bi�logos del siglo XIX para no ver que lo que Mendel dec�a era verdadero. Pero es que Mendel hablaba de objetos, empleaba m�todos, se situaba en un horizonte te�rico, que eran extra�os para la biolog�a de la �poca. Sin duda, Naudin, antes que �l, hab�a expuesto la tesis de que los rasgos hereditarios eran discretos, sin embargo, por nuevo o extra�o que fuese este principio, pod�a formar parte -cuando menos en calidad de enigma- del discurso biol�gico. Mendel, por su parte, constituye el rasgo hereditario como objeto biol�gico absolutamente nuevo, gracias a una filtraci�n que no se hab�a utilizado hasta entonces: lo separa de la especie, lo separa del sexo que lo transmite, y el dominio en que lo observa es el de la serie indefinidamente abierta de las generaciones en la que aparece y desaparece seg�n regularidades estad�sticas. Nuevo objeto que pide nuevos instrumentos conceptuales y nuevos fundamentos te�ricos. Mendel dec�a la verdad, pero no estaba "en la verdad" del discurso biol�gico de su �poca: no estaba seg�n la regla que se formaban de los objetos y de los conceptos biol�gicos, fue necesario todo un cambio de escala, el despliegue de un nuevo plan de objetos en la biolog�a para que Mendel entrase en la verdad y para que sus proposiciones apareciesen entonces (en una buena parte) exactas. Mendel era un monstruo que dec�a verdad, lo que provocaba que la ciencia no pudiese hablar de �l; mientras que, Schleiden, por ejemplo, treinta a�os antes, al negar en pleno siglo XIX la sexualidad vegetal, pero seg�n las reglas del discurso biol�gico, no formulaba m�s que un error disciplinado.

Siempre puede decirse la verdad en el espacio de una exterioridad salvaje; pero no se est� en la verdad m�s que obedeciendo a las reglas de una "polic�a" discursiva que se debe reactivar en cada uno de sus discursos. La disciplina es un principio de control de la producci�n del discurso. Ella le fija sus l�mites por el juego de una identidad que tiene la forma de una reactualizaci�n permanente de las reglas. Se tiene el h�bito de ver en la fecundidad de un autor, en la multiplicidad de sus comentarios, en el desarrollo de una disciplina una serie de cursos. Quiz�, pero no por ello, pierden su car�cter de principios de coacci�n. Y es probable que no se pueda dar cuenta de su papel positivo y multiplicador, si no se toma en consideraci�n su funci�n restrictiva y coactiva.

* Pienso que existe un tercer grupo de procedimientos que permite el control de los discursos. No se trata esta vez de dominar los poderes que �stos conllevan, ni de conjurar los azares de su aparici�n; se trata de determinar las condiciones de su utilizaci�n, de imponer a los individuos que los dicen cierto n�mero de reglas y no permitir de esta forma el acceso a ellos a todo el mundo. Enrarecimiento, esta vez, de los sujetos que hablan; nadie entrar� en el orden del discurso si no satisface ciertas exigencias o si no est�, de entrada, cualificado para hacerlo. Para ser m�s preciso: no todas las partes del discurso son igualmente accesibles e inteligibles; algunas est�n claramente protegidas (diferenciadas y diferenciantes) mientras que otras aparecen casi abiertas a todos los vientos y se ponen sin restricci�n previa a disposici�n de cualquier sujeto que hable. Me gustar�a recordar una an�cdota sobre este tema de una belleza tan grande que nos estremece que sea verdad. Concentra en una sola figura todas las coacciones del discurso: las que limitan sus poderes, las que dominan sus apariciones aleatorias, las que seleccionan a los sujetos que pueden hablar. A comienzos del siglo XVII, el taikun hab�a o�do hablar de que la superioridad de los europeos -en cuanto a la navegaci�n, el comercio, la pol�tica, el arte militar- se deb�a a su conocimiento de las matem�ticas. Dese� ampararse de un tan preciado saber. Como le hab�an hablado de un marino ingl�s que pose�a el secreto de esos discursos maravillosos, lo hizo llevar a su palacio y all� lo retuvo. A solas con �l tom� lecciones. Aprendi� matem�ticas. Mantuvo, en efecto, el poder, y vivi� largo tiempo. Y hasta el siglo XIX no existieron matem�ticos japoneses. Pero la an�cdota no termina aqu�: tiene su vertiente europea. La historia quiere que ese marino ingl�s, Will Adams, fuese un autodidacta: un carpintero que, por haber trabajado en un astillero naval, hab�a aprendido geometr�a. �Acaso constituye este relato la expresi�n de uno de los grandes mitos de la cultura europea? Al saber monopolizado y secreto de la tiran�a oriental, Europa opondr�a la comunicaci�n universal del conocimiento, el intercambio indefinido y libre de los discursos. Ahora bien, este tema, naturalmente, no resiste un examen. El intercambio y la comunicaci�n son figuras positivas que juegan en el interior de sistemas complejos de restricci�n; y, sin duda, no podr�an funcionar independientemente de �stos. La forma m�s superficial y m�s visible de estos sistemas de restricci�n la constituye lo que se puede reagrupar bajo el nombre de ritual; el ritual define la cualificaci�n que deben que deben poseer los individuos que hablan (y que, en el juego de un di�logo, de la interrogaci�n, de la recitaci�n, deben ocupar tal posici�n y formular tal tipo de enunciados); define los gestos, los comportamientos, las circunstancias, y todo el conjunto de signos que deben acompa�ar al discurso, fija finalmente la eficacia supuesta o impuesta de las palabras, su efecto sobre aquellos a los cuales se dirigen, los l�mites de su valor coactivo. Los discursos religiosos, judiciales, terap�uticos, y en cierta parte tambi�n pol�ticos, no son apenas disociables de esa puesta en escena de un ritual que determina para los sujetos que hablan tanto las propiedades singulares como los papeles convencionales.

Las "sociedades de discurso", cuyo cometido es conservar o producir discursos tienen un funcionamiento en parte diferente, pero para hacerlos circular en un espacio cerrado, distribuy�ndolos seg�n reglas estrictas y sin que los detentadores sean despose�dos de la funci�n de distribuci�n. Un modelo arcaico nos viene sugerido por esos grupos de rapsodas que pose�an el conocimiento de los poemas para recitarlos, o eventualmente para variarlos y transformarlos, pero este conocimiento, aunque tuviese como fin una recitaci�n que segu�a siendo ritual, se proteg�a, defend�a y conservaba en un grupo determinado, debido a los ejercicios de memoria, a menudo complejos, que implicaba; el aprendizaje permit�a entrar a la vez en un grupo y en un secreto, que la recitaci�n manifestaba pero no divulgaba, entre el habla y la audici�n los papeles no se intercambiaban. Claro que ya apenas quedan "sociedades de discursos" semejantes, con ese juego ambiguo del secreto y de la divulgaci�n. Pero que nadie se enga�e; incluso en el orden del discurso verdadero, incluso en el orden del discurso publicado y libre de todo ritual, todav�a se ejercen formas de apropiaci�n del secreto y de la no intercambiabilidad. Puede tratarse muy bien de que el acto de escribir, tal como est� institucionalizado actualmente en el libro, el sistema de la edici�n y el personaje del escritor, se desenvuelva en una "sociedad de discurso", quiz� difusa, pero seguramente coactiva. La diferencia del escritor, opuesta sin cesar por �l mismo a la actividad de cualquier otro sujeto que hable o escriba, el car�cter intransitivo que concede a su discurso, la singularidad fundamental que concede desde hace ya mucho tiempo a la "escritura", la disimetr�a afirmada entre la "creaci�n" y cualquier otra utilizaci�n del sistema ling��stico, todo esto manifiesta en la formulaci�n y tiende adem�s a continuarse en el conjunto de pr�cticas la existencia de cierta "sociedad de discurso". Pero existen a�n bastantes otras, que funcionan seg�n otro modelo, seg�n otro r�gimen de exclusivas y de divulgaci�n: pi�nsese en el secreto t�cnico o cient�fico, pi�nsese en las formas de difusi�n o de circulaci�n del discurso m�dico; pi�nsese en aquellos que se han apropiado del discurso econ�mico o pol�tico. A primera vista, las "doctrinas" (religiosas, pol�ticas, filos�ficas constituyen lo contrario de una "sociedad de discurso": en esta �ltima, el n�mero de individuos que hablaban, si no estaba fijado, tend�a al menos a ser limitado; y era entre ellos entre quienes el discurso pod�a circular y transmitirse. La doctrina, por el contrario, tiende a la difusi�n; y a trav�s de la puesta en com�n de un solo y mismo conjunto de discursos, los individuos, tan numerosos como se quiera suponer, definen su dependencia rec�proca. En apariencia, la �nica condici�n requerida es el requerimiento de las mismas verdades y la aceptaci�n de una cierta regla -m�s o menos flexible- de conformidad con los discursos v�lidos; si no fueran m�s que esto, las doctrinas no estar�an tan alejadas de las disciplinas cient�ficas, y el control discursivo versar�a solamente sobre el sujeto que habla. Ahora bien, la pertenencia doctrinal pone en cuesti�n a la vez el enunciado y el sujeto que habla, y al uno a trav�s del otro. Cuestiona al sujeto que habla a trav�s y a partir del enunciado, como lo prueban los procedimientos de exclusi�n y los mecanismos de rechazo que entran en juego cuando el sujeto que habla ha formulado uno o varios enunciados inasimilables; la herej�a y la ortodoxia no responden a una exageraci�n fan�tica de los mecanismos doctrinales; les incumben fundamentalmente. Pero a la inversa, la doctrina cuestiona los enunciados a partir de los sujetos que hablan, en la medida que la doctrina vale siempre como el signo, la manifestaci�n y el instrumento de una adhesi�n propia -pertenencia de clase, de estatuto social o de raza, de nacionalidad o de inter�s, de lucha, de revuelta, de resistencia o de aceptaci�n-. La doctrina vincula a los individuos a ciertos tipos de enunciaci�n y como consecuencia les proh�be cualquier otro; pero se sirve, en reciprocidad, de ciertos tipos de enunciaci�n para vincular a los individuos entre ellos, y diferenciarlos por ello mismo de los otros restantes. La doctrina efect�a una doble sumisi�n: la de los sujetos que hablan a los discursos, y la de los discursos al grupo, cuando menos virtual, de los individuos que hablan.

Finalmente, en una escala m�s amplia, hay que reconocer grandes hendiduras en lo que podr�a llamarse la adecuaci�n social del discurso. La educaci�n, por m�s que sea legalmente el instrumento gracias al cual todo individuo en una sociedad como la nuestra puede acceder a cualquier tipo de discurso, se sabe que sigue en su distribuci�n, en lo que permite y en lo que impide, las l�neas que le vienen marcadas por las distancias, las oposiciones y las luchas sociales. Todo sistema de educaci�n es una forma pol�tica de mantener o de modificar la adecuaci�n de los discursos, con los saberes y los poderes que implican. Me doy cuenta de que es muy abstracto separar, como acabo de hacer, los rituales del habla, las sociedades de discursos, los grupos doctrinales y las adecuaciones sociales. La mayor�a de las veces, unos se vinculan a otros y constituyen especies de grandes edificios que aseguran la distribuci�n de los sujetos que hablan en los diferentes tipos de discursos y la adecuaci�n de los discursos a ciertas categor�as de sujetos. Digamos en una palabra que �sos son los grandes procedimientos de sumisi�n del discurso. �Qu� es, despu�s de todo, un sistema de ense�anza, sino una ritualizaci�n del habla; sino una cualificaci�n y una fijaci�n de las funciones para los sujetos que hablan; sino la constituci�n de un grupo doctrinal cuando menos difuso; sino una distribuci�n y una adecuaci�n del discurso con sus poderes y saberes? �Qu� es la "escritura" (la de los "escritores") sino un sistema similar de sumisi�n, que toma quiz� formas un poco diferentes, pero cuyas grandes escansiones son an�logas? �Acaso el sistema judicial y el sistema institucional de la medicina no constituyen tambi�n, al menos en algunos de sus aspectos, similares sistemas de sumisi�n del discurso?

* me pregunto si algunos temas de la filosof�a no surgieron para responder a estos juegos de limitaciones y exclusiones, quiz� tambi�n para reforzarlos. Para responder, primero, proporcionando una verdad ideal como ley del discurso y una racionalidad inmanente como principio de sus desarrollos, acompa��ndolos tambi�n de una �tica del conocimiento que no promete la verdad m�s que al deseo de la verdad misma y al solo poder de pensarla. Despu�s, para reforzarlos por medio de una denegaci�n que estriba esta vez en la realidad espec�fica del discurso en general. Desde que fueron excluidos los juegos y el comercio de los sofistas, desde que se ha amordazado, con mayor o menor seguridad, sus paradojas, parece que el pensamiento occidental haya velado por que en el discurso haya el menor espacio posible entre el pensamiento y el habla, parece que haya velado por que discurrir aparezca �nicamente como un aporte entre el pensamiento y el habla; se tratar�a de un pensamiento revestido de sus signos y hecho visible por las palabras, o a la inversa, de eso resultar�an las propias estructuras de la lengua puestas en juego produciendo un efecto de sentido. Esta antigua elisi�n de la realidad del discurso en el pensamiento filos�fico ha tomado bastantes formas en el curso de la historia. Recientemente ha vuelto a aparecer bajo el aspecto de varios temas que nos resultan familiares. Pudiera darse que el tema del sujeto fundador permitiese elidir la realidad del discurso. El sujeto fundador, en efecto, se encarga de animar directamente con sus objetivos las formas vac�as del lenguaje; es �l quien, atravesando el espesor o la inercia de las cosas vac�as, recupera de nuevo, en la intuici�n, el sentido que all� se encontraba depositado, es �l, igualmente, quien, del otro lado del tiempo, funda horizontes de significados que la historia no tendr� despu�s m�s que explicitar, y en las que las proposiciones, las ciencias, los conjuntos deductivos encontrar�n en resumidas cuentas su fundamento. En su relaci�n con el sentido, el sujeto fundador dispone de signos, de marcas, de indicios, de letras. Pero no tiene necesidad para manifestarlos de pasar por la instancia singular del discurso.

El tema que esta frente a �ste, el tema de la experiencia originaria, desempe�a un papel an�logo. Supone que, a ras de la experiencia, antes incluso de que haya podido retomarse en la forma de un cogito, hay significaciones previas, ya dichas de alguna manera, que recorr�an el mundo, lo dispon�an a nuestro alrededor y daban acceso desde el comienzo a una especie de primitivo reconocimiento. As�, una primera complicidad con el mundo fundamentar�a para nosotros la posibilidad de hablar de �l, en �l, de designarlo y nombrarlo, juzgarlo y finalmente conocerlo en la forma de la verdad. Si hay discurso, �qu� puede ser entonces, en su legitimidad, sino una discreta lectura? Las cosas murmuran ya un sentido que nuestro lenguaje no tiene m�s que hacer brotar, y este lenguaje, desde su m�s rudimentario proyecto, nos hablaba ya de un ser del que �l es como la nervadura. El tema de la mediaci�n universal sigue siendo, creo, una forma de elidir la realidad del discurso. Y esto a pesar de la apariencia. Pues, parece, a primera vista, que al reencontrar por todas partes el movimiento de un logos que eleva las singularidades hasta el concepto y que permite a la conciencia inmediata desplegar finalmente toda la racionalidad del mundo, es el discurso mismo lo que se coloca en el centro de la especulaci�n. Pero este logos, a decir verdad, no es, en realidad, m�s que un discurso ya pronunciado, o m�s bien son las mismas cosas y los acontecimientos los que se hacen insensiblemente discurso desplegando el secreto de su propia esencia. El discurso no es apenas m�s que la reverberaci�n de una verdad que nace ante sus propios ojos, y cuando todo puede finalmente tomar la forma del discurso, cuando todo puede decirse y cuando puede decirse el discurso a prop�sito de todo, es porque todas las cosas, habiendo manifestado e intercambiado sus sentidos, pueden volverse a la interioridad silenciosa de la conciencia de s�. Bien sea pues en una filosof�a del sujeto fundador, en una filosof�a de la experiencia originaria o en una filosof�a de la mediaci�n universal, el discurso no es nada m�s que un juego, de escritura en el primer caso, de lectura en el segundo, de intercambio en el tercero; y ese intercambio, esa lectura, esa escritura nunca ponen en juego m�s que los signos. El discurso se anula as�, en su realidad, situ�ndose al servicio del significante.

�Qu� civilizaci�n, en apariencia, ha sido m�s respetuosa del discurso que la nuestra? �D�nde se lo ha honrado mejor? �D�nde aparece m�s radicalmente liberado de sus coacciones y universalizado? Ahora bien, me parece que bajo esta aparente veneraci�n del discurso, bajo esta aparente logofilia, se oculta una especie de temor. Todo pasa como si prohibiciones, barreras, umbrales, l�mites, se dispusieran de manera que se domine, al menos en parte, la gran proliferaci�n del discurso, de manera que su riqueza se aligere de la parte m�s peligrosa y que su desorden se organice seg�n figuras que esquivan lo m�s incontrolable; todo pasa como si se hubiese querido borrar hasta las marcas de su irrupci�n en los juegos del pensamiento y de la lengua. Hay sin duda en nuestra sociedad, y me imagino que tambi�n en todas las otras, pero seg�n un perfil y escansiones diferentes, una profunda logofobia, una especie de sordo temor contra esos acontecimientos, contra esa masa de cosas dichas, contra la aparici�n de todos esos enunciados, contra todo lo que puede haber all� de violento, de discontinuo, de batallador, y tambi�n de desorden y de peligro, contra ese gran murmullo incesante y desordenado de discurso. Y si se quiere, no digo borrar este temor, sino analizarlo en sus condiciones, su juego, y sus efectos, pienso que es necesario limitarse a tres decisiones a las cuales nuestro pensamiento, actualmente, se resiste un poco y que corresponden a los tres grupos de funciones que acabo de evocar: replantearnos nuestra voluntad de verdad; restituir al discurso su car�cter de acontecimiento; borrar finalmente la soberan�a del significante.

* �stas son las tareas, o mejor dicho, tales son algunos de los temas, que rigen el trabajo que quisiera hacer aqu� durante los pr�ximos a�os. Se pueden se�alar en seguida ciertas exigencias de m�todo que traen consigo. En primer lugar, un principio de trastocamiento: all� donde, seg�n la tradici�n, se cree reconocer la fuente de los discursos, el principio de su abundancia y de su continuidad, en esas figuras que parecen representar una funci�n positiva, como la del autor, la disciplina, la voluntad de verdad, se hace necesario, antes que nada, reconocer el juego negativo de un corte y de una rarefacci�n del discurso. Pero, una vez se�alados estos principios de rarefacci�n, una vez que se ha cesado de considerarlos una instancia fundamental y creadora, �qu� es lo que se descubre debajo de ellos? �Es necesario admitir la plenitud virtual de un mundo de discursos ininterrumpidos? Es aqu� donde se hace necesario recurrir a otros principios de m�todo. Un principio de discontinuidad: que existan sistemas de rarefacci�n no quiere decir que, por debajo de ellos, m�s all� de ellos, hubiera de reinar un gran discurso ilimitado, continuo y silencioso, que se hallara, debido a ellos, reprimido o rechazado, y que tuvi�semos el trabajo de levantar restituy�ndole finalmente el habla. No hace falta imaginar, algo no dicho o impensado, que recorriera el mundo y se enlazara con todas sus formas y acontecimientos y que finalmente hubiera que articular o pensar. Los discursos deben ser tratados como pr�cticas discontinuas que se cruzan, a veces se yuxtaponen, pero que tambi�n se ignoran o se excluyen. Un principio de especificidad: no resolver el discurso en un juego de significaciones previas, no imaginarse que el mundo vuelve hacia nosotros una cara legible que no tendr�amos m�s que descifrar; �l no es c�mplice de nuestro conocimiento; no hay providencia prediscursiva que lo disponga a nuestro favor.

Es necesario concebir el discurso como una violencia que se ejerce sobre las cosas, en todo caso como una pr�ctica que les imponemos; es en esta pr�ctica donde los acontecimientos del discurso encuentran el principio de su regularidad. Cuarta regla, la de la exterioridad: no ir del discurso hacia su n�cleo interior y oculto, hacia el coraz�n de un pensamiento o de una significaci�n que se manifestar�a en �l; sino, a partir del discurso mismo, de su aparici�n y de su regularidad, ir hacia sus condiciones externas de posibilidad, hacia lo que da motivo a la serie aleatoria de esos acontecimientos y que fija los l�mites. Cuatro nociones deben servir pues de principio regulador en el an�lisis: la del acontecimiento, la de la serie, la de la regularidad y la de la condici�n de posibilidad. Se oponen, como puede verse, t�rmino a t�rmino: el acontecimiento a la creaci�n, la serie a la unidad, la regularidad a la originalidad y la condici�n de posibilidad a la significaci�n. Estas cuatro �ltimas nociones (significaci�n, originalidad, unidad, creaci�n) han dominado, de una manera bastante general, la historia tradicional de las ideas, donde, de com�n acuerdo, se buscaba el punto de la creaci�n, la unidad de la obra, de una �poca o de un tema, la marca de la originalidad individual y el tesoro indefinido de las significaciones dispersas. A�adir� �nicamente dos advertencias. Una de ellas concierne a la historia. Se considera contribuci�n de la historia contempor�nea haber retirado los privilegios concedidos anta�o al acontecimiento singular y haber hecho aparecer estructuras que se extienden sobre un amplio margen de tiempo. As� es. No estoy seguro sin embargo de que el trabajo de los historiadores se haya hecho precisamente en esta direcci�n. O m�s bien, no creo que haya una raz�n inversa entre localizaci�n del acontecimiento y el an�lisis que se extiende sobre un amplio margen de tiempo. Me parece, por el contrario, que bien estrechando en su l�mite el tono del acontecimiento, bien impulsando el poder de resoluci�n del an�lisis hist�rico hasta los discursos de apertura de sesiones, las actas notariales, los registros de parroquias, los registros portuarios comprobados a�os tras a�os, semana tras semana, es como se han visto perfilar m�s all� de las batallas, decretos, dinast�as o asambleas, fen�menos masivos de alcance secular o plurisecular. La historia, tal como se practica actualmente, no se aleja de los acontecimientos, extiende por el contrario su campo sin cesar; descubre nuevas capas, m�s superficiales o m�s profundas; a�sla conjuntos nuevos, que a veces son numerosos, densos e intercambiables, a veces raros y decisivos: de las variaciones casi cotidianas de los precios, se llega a las inflaciones seculares. Pero lo importante es que la historia no considere un acontecimiento sin definir la serie de la que forma parte, sin especificar el tipo de an�lisis de la que depende, sin intentar conocer la regularidad de los fen�menos y los l�mites de probabilidad de su emergencia, sin interrogarse sobre las variaciones, las inflexiones y el ritmo de la curva, sin querer determinar las condiciones de las que dependen. Claro est� que la historia, desde hace mucho tiempo, no busca ya comprender los acontecimientos a trav�s de un juego de causas y efectos en la unidad informe de un gran devenir, vagamente homog�neo o duramente jerarquizado; pero no para recuperar estructuras anteriores, ajenas, hostiles al acontecimiento. Lo hace para establecer series distintas, entrecruzadas, a menudo divergentes, pero no aut�nomas, que permiten circunscribir el "lugar" del acontecimiento de su aparici�n.

Las nociones fundamentales que se imponen actualmente no son las de la conciencia y de la continuidad (con los problemas que le son correlativos de la libertad y de la causalidad), no son tampoco las del signo y de la estructura. Son las del acontecimiento y de la serie, con el juego de nociones con ellas relacionadas; regularidad, azar, discontinuidad, dependencia, transformaci�n; es por medio de un conjunto semejante c�mo se articula este an�lisis de los discursos que yo defiendo, no, desde luego, sobre la tem�tica tradicional que los fil�sofos de ayer tomaban todav�a por la historia "viva", sino sobre el trabajo efectivo de los historiadores. Pero por ello tambi�n este an�lisis plantea problemas filos�ficos o te�ricos, verdaderamente graves. Si los discursos deben tratarse desde el principio como conjuntos de acontecimientos discursivos, �qu� estatutos hay que conceder a esta noci�n de acontecimiento que tan raramente fue tomada en consideraci�n por los fil�sofos? Claro est� que el acontecimiento no es ni sustancia, ni accidente, ni calidad, ni proceso; el acontecimiento no pertenece al orden de los cuerpos. Y sin embargo no es inmaterial; es en el nivel de la materialidad, como cobra siempre efecto, que es efecto; tiene su sitio, y consiste en la relaci�n, la coexistencia, la dispersi�n, la intersecci�n, la acumulaci�n, la selecci�n de elementos materiales; no es el acto ni la propiedad de un cuerpo; se produce como efecto de y en una dispersi�n material. Digamos que la filosof�a del acontecimiento deber�a avanzar en la direcci�n parad�jica, a primera vista, de un materialismo de lo incorporal. Por otra parte, si los acontecimientos discursivos deben tratarse seg�n series homog�neas, pero discontinuas unas con relaci�n con otras, �qu� categor�as hay que dar a ese discontinuo? No se trata en absoluto ni de la sucesi�n de los instantes del tiempo, ni de la pluralidad de los diversos sujetos que piensan; se trata de cesuras que rompen el instante y dispersan al sujeto en una pluralidad de posibles posiciones y funciones. Una discontinuidad tal que golpetea e invalida las menores unidades tradicionalmente reconocidas o al menos f�cilmente puestas en duda: el instante y el sujeto. Y, por debajo de ellos, independientemente de ellos, es preciso concebir entre esas series discontinuas de las relaciones que no son del orden de la sucesi�n (o de la simultaneidad) en una (o varias) conciencia; es necesario elaborar -fuera de las filosof�as del sujeto y del tiempo- una teor�a de las sistematicidades discontinuas. Finalmente, si es verdad que esas series discursivas y discontinuas tienen, cada una, entre ciertos l�mites, su regularidad, sin duda ya no es posible establecer, entre los elementos que la constituyen, v�nculos de causalidad mec�nica o de necesidad ideal. Hay que aceptar la introducci�n del azar como categor�a en la producci�n de los acontecimientos. Ah� se echa de ver tambi�n la ausencia de una teor�a que permita pensar las relaciones del azar y del pensamiento.

De modo que en el diminuto desfase que se pretende utilizar en la historia de las ideas y que consiste en tratar, no las representaciones que puede haber detr�s de los discursos, sino los discursos como series regulares y distintas de acontecimientos, temo reconocer algo as� como una peque�a (y quiz�s odiosa) maquinaria que permite introducir en la misma ra�z del pensamiento, el azar, el discontinuo y la materialidad. Triple peligro que cierta forma de historia pretende conjurar refiriendo el desarrollo continuo de una necesidad ideal. Tres nociones que deber�an permitir vincular a la pr�ctica de los historiadores, la historia de los sistemas de pensamiento. Tres direcciones que deber� seguir el trabajo de elaboraci�n te�rica.

* Siguiendo estos principios y refiri�ndome a este horizonte, los an�lisis que me propongo hacer se disponen seg�n dos conjuntos. Por una parte el conjunto "cr�tico" que utiliza el principio de trastocamiento: pretende cercar las formas de exclusi�n, de delimitaci�n, de apropiaci�n, a las que alud�a anteriormente; muestra c�mo se han formado, para responder a qu� necesidades, c�mo se han modificado y desplazado, qu� coacci�n han ejercido efectivamente, en qu� medida se han alterado. Por otra parte, el conjunto "geneal�gico" que utiliza los otros tres principios: c�mo se han formado, por medio de, a pesar de o con el apoyo de esos sistemas de coacci�n, de las series de los discursos; cu�l ha sido la norma espec�fica de cada una y cu�les sus condiciones de aparici�n, de crecimiento, de variaci�n. Para empezar, el conjunto cr�tico. Un primer grupo de an�lisis versar�a sobre lo que he designado como funciones de exclusi�n. En otra ocasi�n estudi� una y por un per�odo determinado: se trataba de la separaci�n entre locura y raz�n en la �poca cl�sica. M�s adelante se podr�a intentar analizar un sistema de prohibiciones del lenguaje: el que concierne a la sexualidad desde el siglo XVI hasta el XIX; sin duda se tratar�a de ver no c�mo se ha desdibujado progresiva y afortunadamente, sino c�mo se ha desplazado y rearticulado desde una pr�ctica de la confesi�n en la que las conductas prohibidas se nombraban, clasificaban, jerarquizaban, y de la manera m�s expl�cita, hasta la aparici�n, al principio bastante t�mida y retardada, de la tem�tica sexual en la medicina y en la psiquiatr�a del siglo XIX; no son, naturalmente, m�s que indicaciones un tanto simb�licas, pero se puede ya apostar que las escansiones no son aquellas que se cree, y que las prohibiciones no ocupan siempre el lugar que se les ha supuesto. De momento, quisiera dedicarme al tercer sistema de exclusi�n. Lo enfocar� de dos maneras. Por una parte, quisiera intentar se�alar c�mo se hizo, pero tambi�n c�mo se repiti�, prorrog�, desplaz� esa elecci�n de la verdad cuyo interior estamos prendidos pero que renovamos sin cesar, me situar� primero en la �poca de la sof�stica y de su comienzo con S�crates o al menos con la filosof�a plat�nica, para ver c�mo el discurso eficaz, el discurso ritual, el discurso cargado de poderes y peligros se ordenaba poco a poco hacia una separaci�n entre el discurso verdadero y el discurso falso. Me situar� despu�s en el paso del siglo XVI al XVII, en la �poca en que aparece, en Inglaterra sobre todo, una ciencia de la mirada, de la observaci�n, de la atestiguaci�n, cierta filosof�a natural inseparable sin duda de la instauraci�n de nuevas estructuras pol�ticas, inseparable tambi�n de la ideolog�a religiosa: nueva forma, seguramente, de la voluntad de saber. Finalmente, el tercer punto de referencia ser� el comienzo del siglo XIX, con los grandes actos fundadores de la ciencia moderna, la formaci�n de una sociedad industrial y la ideolog�a positivista que la acompa�a. Tres cortes en la morfolog�a de nuestra voluntad de saber; tres etapas de nuestro filite�smo.

Me gustar�a tambi�n repetir la misma cuesti�n pero desde un �ngulo diferente: medir el efecto de un discurso de pretensi�n cient�fica -discurso m�dico, psiqui�trico y tambi�n sociol�gico- sobre ese conjunto de pr�cticas y de discursos prescriptivos que constituye el sistema penal. El estudio de los dict�menes psiqui�tricos y su funci�n en la penalidad servir�a de punto de partida y de material de base para esos an�lisis. Asimismo en esta perspectiva, pero a otro nivel, es como deber�a hacerse el an�lisis de los procedimientos de limitaci�n de los discursos, entre los cuales he designado antes el principio de autor, el del comentario, el de la disciplina. Desde esta perspectiva puede programarse cierto n�mero de estudios. Pienso, por ejemplo, en un an�lisis que versara sobre la historia de la medicina desde el siglo XVI al XIX; se tratar�a no tanto de se�alar los descubrimientos hechos o los conceptos utilizados, como de asir nuevamente, en la constituci�n del discurso m�dico, pero tambi�n en toda la instituci�n que le sirve de apoyo, lo transmite y lo refuerza, de qu� manera se utilizaron el principio de autor, el del comentario, el de la disciplina; intentar saber de qu� manera se ejerci� el principio de gran autor: Hip�crates, Galeno, naturalmente, pero tambi�n Paracelso, Sydenham o Boerhaave; de qu� manera se ejerci�, y ya bien entrado el siglo XIX, la pr�ctica del aforismo y del comentario; de qu� manera fue sustituida poco a poco la pr�ctica del caso, de la colecci�n de casos, del aprendizaje cl�nico de un caso concreto; seg�n que modelo ha intentado finalmente la medicina constituirse como disciplina, apoy�ndose primero en la historia natural, a continuaci�n en la anatom�a y la biolog�a.

Se podr�a tambi�n considerar de qu� manera la cr�tica y la historia literaria han constituido al personaje del autor y la figura de la obra, utilizando, modificando y desplazando los m�todos de ex�gesis religiosa, de la cr�tica b�blica, de la hagiograf�a, de las "vidas" hist�ricas o legendarias, de la autobiograf�a y de las memorias. Alg�n d�a habr� que estudiar tambi�n el papel que tuvo Freud en el saber psicoanal�tico, muy diferente, seguro, del de Newton en f�sica (y del de todos los fundadores de disciplina), muy diferente tambi�n del que puede tener un autor en el campo del discurso filos�fico (que estuviese como Kant en el origen de otra manera de filosofar). He ah� pues algunos proyectos por los que hace al aspecto cr�tico de la tarea, para el an�lisis de las instancias del control discursivo. En cuanto al aspecto geneal�gico, concierne a la formaci�n efectiva de los discursos bien en el interior de los l�mites del control, bien en el exterior, bien, m�s frecuentemente, de una parte y otra de la delimitaci�n. La cr�tica analiza los procesos de rarefacci�n, pero tambi�n el reagrupamiento y la unificaci�n de los discursos; la genealog�a estudia su formaci�n dispersa, discontinua y regular a la vez. A decir verdad, estas dos tareas no son nunca separables; no hay, por una parte, las formas de rechazo, de exclusi�n, de reagrupamiento o de atribuci�n; y despu�s, por otra parte, a un nivel m�s profundo, el brote espont�neo de los discursos que, inmediatamente antes o despu�s de su manifestaci�n, se encuentran sometidos a la selecci�n y al control. La formaci�n regular del discurso puede integrar, en ciertas condiciones y hasta cierto punto, los procedimientos de control (es lo que pasa, por ejemplo, cuando una disciplina toma forma y estatuto de discurso cient�fico); e inversamente, las figuras de control pueden tomar cuerpo en el interior de una formaci�n discursiva (as�, la cr�tica literaria como discurso constitutivo del autor): as� pues, toda tarea cr�tica que ponga en duda las instancias del control debe analizar al mismo tiempo las regularidades discursivas a trav�s de las cuales se forman; y toda descripci�n geneal�gica debe tener en cuenta los l�mites que intervienen en las formaciones reales. Entre la empresa cr�tica y la empresa geneal�gica la diferencia no es tanto de objeto o de dominio como de punto de ataque, de perspectiva y de delimitaci�n. Mencionaba antes un posible estudio: el de las prohibiciones que afectan al discurso de la sexualidad. Ser�a dif�cil y abstracto, en todo caso, realizar este estudio sin analizar al mismo tiempo los conjuntos de discursos, literarios, religiosos o �ticos, biol�gicos o m�dicos, e igualmente jur�dicos, en los que se trata de sexualidad, y en los que �sta se nombra, describe, se metaforiza, explica, juzga. Estamos muy lejos de haber constituido un discurso unitario y regular de la sexualidad, quiz� no se consiga nunca, quiz� no es en esa direcci�n en la que vamos. Apenas importa. Las prohibiciones no tienen la misma forma, ni intervienen de la misma manera en el discurso literario que en el de la medicina, en el de la psiquiatr�a que en el de la direcci�n de la conciencia. E, inversamente, esas diferentes regularidades discursivas no refuerzan, no rodean o no desplazan las prohibiciones de la misma manera. El estudio no podr�, pues, hacerse m�s que seg�n pluralidades de series en las que intervienen prohibiciones que, para una parte al menos, son diferentes en cada una.

Se podr�a tambi�n considerar las series de discursos que, en los siglos XVI y XVII, conciernen a la riqueza y a la pobreza, a la moneda, a la producci�n y al comercio. Entrar�an en relaci�n conjuntos de enunciados muy heterog�neos, formulados por los ricos y los pobres, los sabios y los ignorantes, los protestantes o los cat�licos, los oficiales reales, los comerciantes o los moralistas. Cada uno tiene su forma de regularidad, as� como sus sistemas de coacci�n. Ninguna de ellos prefigura exactamente esa otra forma de regularidad discursiva que tomar� el aspecto de una disciplina y que se llamar� "an�lisis de las riquezas", y despu�s "econom�a pol�tica". Sin embargo, es a parir de ellos cuando se forma una nueva regularidad, recuperando o excluyendo, justificando o separando tales o cuales de sus enunciados. Se puede tambi�n pensar en un estudio que verse sobre los discursos que conciernen a la herencia, tales como pueden encontrarse, repartidos o dispersos hasta comienzos del siglo XX a trav�s de las disciplinas, las observaciones, las t�cnicas y de diversas f�rmulas; se tratar�a entonces de mostrar por medio de qu� juego de articulaciones esas series se han reorganizado en la figura, epistemol�gicamente coherente y reconocida por la instituci�n, de la gen�tica. Este trabajo lo acaba de realizar Fran�ois Jacob con una brillantez y una ciencia dif�cilmente igualables. As� es como deben alternarse, apoyarse las unas en las otras y completarse las descripciones cr�ticas y las descripciones geneal�gicas. La parte cr�tica del an�lisis se refiere a los sistemas de desarrollo del discurso; intenta se�alar, cercar, esos principios de producci�n, de exclusi�n, de rareza del discurso. Digamos, para jugar con las palabras, que practica una desenvoltura aplicada. La parte geneal�gica se refiere por el contrario a las series de la formaci�n efectiva del discurso: intenta captarlo en su poder de afirmaci�n, y entiendo por esto no un poder de afirmaci�n, y entiendo por esto no un poder que se opondr�a al de negar, sino el poder de constituir dominios de objetos, a prop�sito de los cuales se podr�a afirmar o negar proposiciones verdaderas o falsas. Llamemos positividades a esos dominios de objetos, y digamos para jugar una segunda vez con las palabras, que si el estilo cr�tico es el de la desenvoltura estudiosa, el humor geneal�gico ser� el de un positivismo alegre. En todo caso, una cosa al menos debe se�alarse: el an�lisis del discurso as� entendido no revela la universalidad de un sentido, sino que saca a relucir el juego de la rareza impuesta con un poder fundamental de afirmaci�n. Rareza y afirmaci�n, rareza, finalmente, de la afirmaci�n, y no generosidad continua del sentido, ni monarqu�a del significante. Y ahora, que los que tienen lagunas de vocabulario digan -si les interesa m�s la m�sica que la letra- que se trata de estructuralismo.

* S� bien que no habr�a podido emprender estas investigaciones -cuyo perfil he intentado presentaros- si no hubiera contado con la ayuda de modelos y apoyos. Creo que debo mucho a Dum�zil, puesto que fue �l quien me incit� al trabajo a una edad en la que yo cre�a todav�a que escribir era un placer. Y debo tambi�n mucho a su obra; que me perdone si me he alejado de su sentido o desviado del rigor de esos textos suyos y que actualmente nos dominan; �l me ense�o a analizar la econom�a interna de un discurso de muy distinto modo que por los m�todos de la ex�gesis tradicional o los del formalismo ling��stico; �l me ense�o a localizar de un discurso a otro, por el juego de las comparaciones, el sistema de las correlaciones funcionales; �l me ense�o a describir las transformaciones de un discurso y las relaciones con la instituci�n. Si he querido aplicar un m�todo similar a discursos distintos de los relatos legendarios o m�ticos, la idea que me vino sin duda de que ten�a ante mis ojos los trabajos de los historiadores de las ciencias, y sobre todo de Canguilhem; a �l le debo haber comprendido que la historia de la ciencia no esta prendida forzosamente en esta alternativa: o cr�nica de los descubrimientos, o descripciones de las ideas y opiniones que bordean la ciencia por el lado de su g�nesis indecisa o por el lado de sus reca�das exteriores; sino que se pod�a, se deb�a, hacer la historia de la ciencia como un conjunto a la vez coherente y transformable de modelos te�ricos e instrumentos conceptuales. Pero pienso que es con Jean Hyppolite con quien me liga una mayor deuda. S� bien que su obra, a los ojos de muchos, se emplaza bajo el reino de Hegel, y que toda nuestra �poca, bien sea por la l�gica o por la epistemolog�a, bien sea por Marx o por Nietzsche, intenta escapara a Hegel: y todo lo que he intentado decir anteriormente a prop�sito del discurso es bastante infiel al logos hegeliano. Pero escapar de verdad a Hegel supone apreciar exactamente lo que cuesta separarse de �l; esto supone saber hasta qu� punto Hegel, insidiosamente quiz�, se ha aproximado a nosotros; esto supone saber lo que es todav�a hegeliano en aquello que nos permite pensar contra Hegel; y medir hasta qu� punto nuestro recurso contra �l es quiz� todav�a una astucia suya al t�rmino de la cual nos espera, inm�vil y en otra parte.

Pues si m�s de uno est� en deuda con Hyppolite es porque infatigablemente ha recorrido para nosotros, y antes que nosotros, ese camino por medio del cual uno se separa de Hegel, se distancia, y por medio del cual uno se encuentra llevado de nuevo a �l pero de otro modo, para despu�s verse obligado a dejarle nuevamente. En primer lugar, Hyppolite se hab�a ocupado de dar una presencia a esa sombra un poco fantasmal de Hegel que merodeaba desde el siglo XIX y con la que oscuramente se luchaba. Con la traducci�n de la Fenomenolog�a del esp�ritu, dio a Hegel esa presencia; y la prueba de que Hegel mismo est� bien presente en este texto franc�s, est� en que los alemanes han llegado a consultarlo para comprender mejor lo que, por un instante al menos, pasaba a ser la versi�n alemana. Jean Hyppolite ha buscado y recorrido todas las salidas de este texto, como si su inquietud fuese �sta: �se puede todav�a filosofar all� donde Hegel ya no es posible?; �puede existir una filosof�a que ya no sea hegeliana?; �aquello que es no hegeliano en nuestro pensamiento es necesariamente no filos�fico?; �y aquello que es antifilos�fico es forzosamente no hegeliano? De manera que de esta presencia de Hegel que �l nos hab�a dado, no pretend�a hacer solamente la descripci�n hist�rica y meticulosa: quer�a hacer un esquema de experiencia de la modernidad (�es posible pensar seg�n el modelo hegeliano, las ciencias, la historia, la pol�tica y el sufrimiento de todos los d�as?) y a la inversa, quer�a hacer de nuestra modernidad la prueba del hegelianismo y, como consecuencia, de la filosof�a. Para �l, la relaci�n con Hegel, era el lugar de una experiencia, de un enfrentamiento en el que no se estaba nunca seguro de que la filosof�a saliese vencedora. No se serv�a del sistema hegeliano como de un universo tranquilizador; ve�a en �l el riesgo extremo asumido por la filosof�a.

De ah� resultan, creo, los desplazamientos que oper�, no digo al interior de la filosof�a hegeliana, sino sobre ella y sobre la filosof�a tal cual Hegel la conceb�a; de ah� tambi�n toda una inversi�n de temas. En lugar de concebir la filosof�a como la totalidad finalmente capaz de pensarse y rehacerse en el movimiento del concepto, Hyppolite realizaba sobre el fondo de un horizonte infinito una tarea sin t�rmino: despierta siempre temprano, su filosof�a no estaba dispuesta nunca a acabarse. Tarea sin t�rmino, tarea por tanto siempre recomenzada, dedicada a la forma y a la paradoja de la repetici�n: la filosof�a como pensamiento inaccesible de la totalidad era para Hyppolite lo que pod�a haber de repetible en la extrema irregularidad de la experiencia; era lo que se da y lo que se escurre como cuesti�n, sin cesar recuperada en la vida, en la muerte, en la memoria: as� el tema hegeliano de la terminaci�n sobre la conciencia de s�, �l lo transformaba en un tema de la interrogaci�n repetitiva. Pero, puesto que era repetici�n, la filosof�a no era ulterior al concepto; no ten�a que proseguir al edificio de la abstracci�n, deb�a mantenerse siempre en un segundo plano, romper con sus generalidades adquiridas y exponerse nuevamente al contacto de la no filosof�a; deb�a aproximarse, lo m�s cerca, no a lo que la acaba, sino a lo que la precede, aquello que no ha despertado todav�a de su inquietud; deber�a recuperar para pensarlos, no para reducirlos, la singularidad de la historia, las racionalidades regionales de la ciencia, la profundidad de la memoria en la conciencia; aparece as� el tema de una filosof�a presente, inquieta, m�vil a lo largo de su l�nea de contacto con la no filosof�a, no existiendo sin embargo m�s que por ella y revelando el sentido que esa no filosof�a tiene para nosotros. Pues, si ella est� en ese contacto repetido con la no filosof�a, �cu�l es el comienzo de la filosof�a? �est� ya secretamente presente en lo que no es ella, comenzando a formularse a media voz en el murmullo de las cosas? Pero, entonces, el discurso filos�fico tal vez pierde su raz�n de ser; o bien, �debe ella comenzar con una fundaci�n arbitraria y absoluta a la vez? Con ello, el tema hegeliano del movimiento propio de lo inmediato se ve reemplazado por el fundamento del discurso filos�fico y de su estructura formal. Finalmente, el �ltimo desplazamiento que Jean Hyppolite oper� en la filosof�a: si la filosof�a debe comenzar como discurso absoluto, �qu� sucede con la historia y qu� es ese comienzo que empieza con ese individuo singular, en una sociedad, en una clase social y en medio de luchas? Estos cinco desplazamientos que conducen al borde extremo de la filosof�a hegeliana y que la hacen sin duda pasar al otro lado de sus propios l�mites, convocan, una por una, a las grandes figuras de la filosof�a moderna que Jean Hyppolite no ces� de confrontar con Hegel: Marx y las cuestiones de historia, Fichte y el problema del comienzo absoluto de la filosof�a, Bergson y el tema del contacto con la no filosof�a, kierkegaard y el problema de la repetici�n y de la verdad, Husserl y el tema de la filosof�a como tarea infinita ligada a la historia de nuestra racionalidad. Y, m�s all� de esas figuras filos�ficas, se advierten todos los dominios del saber que Jean Hyppolite invocan alrededor de sus propias cuestiones: el psicoan�lisis y la extra�a l�gica del deseo, las matem�ticas y la formalizaci�n del discurso, la teor�a de la informaci�n y su aplicabilidad en el an�lisis sobre lo vivo; en resumen, todos los dominios a partir de los cuales se puede plantear la cuesti�n de una l�gica y de una existencia que no dejan de anudar y desanudar sus lazos.

Creo que esta obra, articulada en algunos libros mayores, pero presente todav�a m�s en sus investigaciones, en una ense�anza, en una perpetua atenci�n, en un estar alerta y en una generosidad diaria, en una responsabilidad aparentemente administrativa y pedag�gica (es decir, en realidad doblemente pol�tica) ha cruzado, ha formulado los problemas fundamentales de nuestra �poca. Somos muchos los que tenemos una deuda infinita con �l. Porque he tomado de �l, sin duda, el sentido y la posibilidad de lo que hago, porque con bastante frecuencia me ha aclarado cuando ensayaba a ciegas, he querido colocar mi trabajo bajo su signo y termino la presentaci�n de mis proyectos invoc�ndoles. Es hacia �l, hacia su falta -en la que experimento a la vez su ausencia y mi propia carencia- hacia donde se cruzan las cuestiones que me planteo actualmente. Puesto que le debo tanto, comprendo perfectamente que la elecci�n que ha hecho invit�ndome a ense�ar aqu� es, en buena parte, un homenaje que ustedes le han rendido; les agradezco, profundamente, el honor que me hacen, pero no les quedo menos agradecido por lo que �l le ata�e en esta elecci�n. Si bien no me siento a la altura en la tarea de sucederle, s� por el contrario que, si todav�a cont�ramos con la dicha de su presencia, yo habr�a sido esta tarde alentado por su indulgencia. Ahora comprendo mejor por qu� experimentaba tanta dificultad al comenzar antes. S� bien cu�l era la voz que habr�a querido que me precediera, que me llevara, que me invitara a hablar y que se introdujera en mi propio discurso. S� lo que hab�a de temible al tomar la palabra, puesto que la tomaba en este lugar en el que le he escuchado y donde �l ya no est� para escucharme.

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