CUENTO
DE NAVIDAD
(Ray
Bradbury)
El día siguiente sería
Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales,
el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño
realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera
lo más agradable posible. Cuando en la aduana les obligaron a dejar el
regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito
con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante
para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal.
Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
-- ¿Qué haremos? -- Nada, ¿qué podemos hacer? -- ¡Al niño le hacía tanta
ilusión el árbol! La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete
de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba
entre ellos, pálido y silencioso. -- Ya se me ocurrirá algo --dijo el
padre. -- ¿Qué...? --preguntó el niño. El cohete despegó y se lanzó hacia
arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra,
un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo,
donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante
el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus
relojes neyorquinos, el niño despertó y dijo: -- Quiero mirar por el ojo
de buey. -- Todavía no --dijo el padre--. Más tarde. -- Quiero ver dónde
estamos y a dónde vamos. -- Espera un poco --dijo el padre. El padre había
estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta
de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había
tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea
que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-- Hijo mío --dijo--, dentro de medía hora será Navidad. La madre lo miró
consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El
rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios. -- Sí, ya lo sé.
¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometisteis. -- Sí, sí. todo
eso y mucho más --dijo el padre. -- Pero... --empezó a decir la madre.
-- Sí --dijo el padre--. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón,
un momento. Vuelvo pronto. Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando
regresó, sonreía. -- Ya es casi la hora. -- ¿Puedo tener un reloj? --preguntó
el niño. Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un
resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.
-- ¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo? -- Ven, vamos a verlo
--dijo el padre, y tomó al niño de la mano. Salieron de la cabina, cruzaron
el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía. -- No entiendo.
-- Ya lo entenderás --dijo el padre--. Hemos llegado. Se detuvieron frente
a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces
y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde
la cabina, y se oyó un murmullo de voces. -- Entra, hijo. -- Está oscuro.
-- No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá. Entraron en el
cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante
ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de
metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio.
el niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre
contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias
personas se pusieron a cantar. -- Feliz Navidad, hijo --dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente
y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó
largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor,
el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
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LA
NIÑA DE LOS FOSFOROS
(Hans
Christian Andersen)
¡Qué frío tan atroz!
Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En
medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con
la cabeza y los pies desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando salió
de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas
enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió
al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes
que iban en direcciones opuestas. La niña caminaba, pues, con los piececitos
desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal,
que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la
mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había
presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo.
Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los
copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían
en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos.
Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados
se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad
pensaba la infeliz niña. Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un
rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros;
pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos
y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa
hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí
con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y
trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto
placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar
una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos!
Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara
y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz
tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de
hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente.
¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien! Pero
todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos
también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano
más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la
primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente
como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba
cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y
sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso.
¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba
de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en
la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla
se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría. Encendió
un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento:
era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en
el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos;
los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada,
levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces
del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que
estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.
-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita,
que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía,
le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma
sube hasta el trono de Dios". Todavía frotó la niña otro fósforo en la
pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela
en pie y con un aspecto sublime y radiante. -¡Abuelita!- gritó la niña-.
¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no
te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada
y como el hermoso nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de
la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita,
y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había
parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las
dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí
no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.
Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas,
con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de
frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí
con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.
-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo saber
las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había
entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.
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PORQUE
JESUS ES MEJOR QUE
SANTA
CLAUS?
Santa vive en el Polo
Norte... Jesús está en todas partes. Santa se pasea en trineo... Jesús
se pasea por el viento y camina sobre las aguas. Santa viene una vez al
año ... Jesús es una ayuda siempre presente. Santa llena tus calcetines
con regalitos ... Jesús suple todas tus necesidades. Santa baja por tu
chimenea sin invitación ... Jesús se detiene en tu puerta y toca, después
entra a tu corazón cuando tú lo invitas. Para ver a santa tienes que hacer
fila ... Jesús está tan cerca como el hecho de mencionar su nombre. Santa
te deja sentarte en sus piernas ... Jesús te deja descansar en sus brazos.
Santa no sabe tu nombre, todo lo que puede decir es: "Hola pequeño, cómo
te llamas?" ... Jesús sabe tu nombre desde antes de que nacieras. No sólo
sabe tu nombre, también sabe tu dirección. El sabe tu historia y tu futuro.
Santa tiene una barriga que parece llena de mermelada... Jesús tiene un
corazón lleno de amor. Todo lo que Santa puede ofrecer es HO HO HO ...
Jesús ofrece salud, ayuda, esperanza. Santa dice "No llores " "You better
not cry" ... Jesús dice "Descansen sus preocupaciones en mí, que yo cuidaré
de ustedes." Los pequeños ayudantes de Santa hacen juguetes ... Jesús
hace nueva vida, repara corazones lastimados y arregla hogares rotos.
Santa puede hacerte sonreír ... Jesús te da la alegría que es tu fuerza.
Santa deja regalos debajo de tu árbol ... Jesús fue nuestro regalo en
el pesebre y murió en un árbol. Es obvio que no puede haber una comparación
real. Necesitamos recordar a quién verdaderamente le da sentido la Navidad.
La Navidad hoy en día se disfruta desde el mes de noviembre y se incrementa
en las fiestas, aunque yo estoy de fiesta todo el año porque tengo a Jesús
en mi corazón. Necesitamos poner a Jesús de regreso en Navidad. Jesús
es la verdadera razón de ser de esta época. La frase que dice: "La navidad
es tiempo de dar y compartir", no se refiere a los regalos de Santa, sino
más bien a la entrega que hizo Jesús para salvarnos y mostrarnos el camino
a seguir... recuerden que más vale un buen gesto de afecto que miles de
regalos...
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RECUERDOS
DE UNA MAÑANA DE NAVIDAD
No lo creí. Los ángeles
tenían cosas más importantes que hacer con su tiempo que observar si yo
era un niño bueno o malo. Aun con mi limitada sabiduría de un niño de
siete años, había decidido que, en el mejor de los casos, el Ángel sólo
podía vigilar a dos o tres muchachos a la vez... y ¿por qué habría de
ser yo uno de éstos? Las ventajas, ciertamente, estaban a mi favor. Y,
sin embargo, mamá, que sabía todo, me había repetido una y otra vez que
el Ángel de la Navidad sabía, veía y evaluaba todas nuestras acciones
y que no podíamos compararlo con cualquier cosa que pudiéramos entender
nosotros, los ignorantes seres humanos. De todos modos, no estaba muy
seguro de creer en el Ángel de la Navidad. Todos mis amigos del barrio
me dijeron que Santa Claus era el que llegaba la víspera de la Navidad
y que nunca supieron de un ángel que llevara regalos. Mamá vivió en América
durante muchos años y bendecía a su nueva tierra como su hogar permanente,
pero siempre fue tan italiana como la polenta y, para ella, siempre sería
un ángel. "Quién es este Santa Claus?", solía decir. "Y, ¿qué tiene que
ver con la Navidad?". Además, debo reconocer que nuestro ángel italiano
me impresionaba mucho. Santa Claus siempre era más generoso e imaginativo.
Les llevaba a mis amigos bicicletas, rompecabezas, bastones de caramelo
y guantes de béisbol. Los ángeles italianos siempre llevaban manzanas,
naranjas, nueces surtidas, pasas un pequeño pastel y unos pequeños dulces
redondos de 'orosuz' que llamábamos bottone di prete (botones de sacerdote)
porque se parecían a los botones que veíamos en la sotana del padrecito.
Además, el Ángel siempre ponía en nuestras medias algunas castañas importadas,
tan duras como las piedras. Debo admitir que nunca supe qué hacer con
las castañas. Finalmente se las dábamos a mamá para que las hirviera hasta
que se sometieran y luego las pelábamos y las comíamos de postre después
de la cena de Navidad. Parecía un regalo poco apropiado para un niño de
seis o siete años. A menudo pensé que el Ángel de la Navidad no era muy
inteligente. Cuando cuestioné a mamá acerca de esto, ella solía contestar
que no me correspondía a mí, "que todavía era un muchachito imberbe",
poner en tela de juicio a un ángel, especialmente al Ángel de la Navidad.
En esta época navideña en particular, mi comportamiento de un siete años
era todo menos ejemplar. Mis hermanos y hermanas, todos mayores que yo,
por lo visto nunca causaban problemas. En cambio yo siempre estaba en
medio de todos los problemas. A la hora de la comida aborrecía todo. Me
obligaban a probar un poco di tutto (de todo) y cada comida se convertía
en un reto... Felice, como me llamaba la familia, contra el mundo de los
adultos. Yo era el que nunca me acordaba de cerrar la puerta del gallinero,
el que prefería leer a sacar la basura y el que, sobre todo, reclamaba
todo lo que mamá y papá hacían, sentían u ordenaban. En pocas palabras,
era un niño malcriado. Cuando menos un mes antes de la Navidad, mamá me
advertía: "Te estás portando muy mal, Felice. Los ángeles de la Navidad
no llevan regalo a los niños malcriados. Les llevan un palo de durazno
para pegarte en las piernas. De modo que - me amenazaba - más vale que
cambies tu comportamiento. Yo no puedo portarme bien por ti. Sólo tu puedes
optar por ser un buen niño". "¿Qué me importa? - contestaba yo - . De
todos modos el ángel nunca me trae lo que quiero. "Y durante las siguientes
semanas hacía muy poco para 'mejorar mi comportamiento'. Como sucede en
la mayoría de los hogares, la Nochebuena era mágica. A pesar de que éramos
muy pobres, siempre teníamos comida especial para la cena. Después de
cenar nos sentábamos alrededor de la vieja estufa de leña que era el centro
de nuestras vidas durante los largos meses de invierno y platicábamos
y reíamos y escuchábamos cuentos. Pasábamos mucho tiempo planeando la
fiesta del día siguiente, para la cual nos habíamos estado preparando
toda la semana. Como éramos una familia católica, todos íbamos a confesarnos
y después nos dedicábamos a decorar el árbol. La noche terminaba con una
pequeña copa del maravilloso zabaglione de mamá. ¡No importaba que tuviera
un poco de vino; la Navidad sólo llegaba una vez al año!. Estoy seguro
de que sucede con todos los niños, pero no era casi imposible dormir en
la Nochebuena. Mi mente divagaba. No pensaba en las golosinas, sino que
me preocupaba seriamente la posibilidad de que el ángel de la Navidad
no llegara a mi casa o que se le acabaran los regalos. Me emocionaba mucho
la posibilidad de que Santa Claus olvidara que éramos italianos y de cualquier
modo nos visitara sin darse cuenta de que el Ángel ya me había visitado.
¡Así recibiría el doble de todo! ¿Por qué sucede que en la mañana de Navidad,
por poco que se duerma la noche anterior, nunca resulta difícil despertar
y levantarnos? Así ocurrió esa mañana en particular. Fue cuestión de minutos,
después de escuchar los primeros movimientos, para que todos nos levantáramos
y saliéramos disparados hacia la cocina y el tendedero donde estaban colgadas
nuestras medias y debajo de éstas se encontraban nuestros brillantes zapatos
recién lustrados. Todo estaba tal como lo habíamos dejado la noche anterior.
Excepto que las medias y los zapatos estaban llenos hasta el tope con
los generosos regales del Ángel de la Navidad... es decir, todos excepto
los míos. Mis zapatos, muy brillantes, estaban vacíos. Mis medias colgaban
sueltas en el tendedero y también estaban vacías, pero de una de ellas
salía una larga rama seca de durazno. Alcancé a ver las miradas de horror
en los rostros de mi hermano y mis hermanas. Todos nos detuvimos paralizados.
Todos los ojos se dirigieron hacia mamá y papá y luego regresaron a mí.
- Ah, lo sabía - dijo mamá -. Al Ángel de la Navidad no se le va nada.
El Ángel sólo nos deja lo que merecemos. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Mis hermanas trataron de abrazarme para consolarme, pero las rechacé con
furia. - Ni quería esos regalos tan tontos - exclamé -. Odio a ese estúpido
Ángel. Ya no hay ningún Ángel de la Navidad. Me dejé caer en los brazos
de mamá. Ella era una mujer voluminosa y su regazo me había salvado de
la desesperación y de la soledad en muchas ocasiones. Noté que ella también
lloraba mientras me consolaba. También papá. Los sollozos de mis hermanas
y los lloriqueos de mi hermano llenaron el silencio de la mañana. Después
de un rato, mi madre dijo, como si estuviera hablando con ella misma:
- Felice no es malo. Sólo se porta mal de vez en cuando. El Ángel de la
Navidad lo sabe. Felice sería un niño bueno si hubiera querido, pero este
año prefirió ser malo. No le quedó alternativa al Ángel. Tal vez el próximo
año decida portarse mejor. Pero, por el momento, todos debemos ser felices
de nuevo. De inmediato todos vaciaron el contenido de sus zapatos y medias
en mi regazo. - Ten - me dijeron -, toma esto. En poco tiempo otra vez
la casa estaba llena de alegría, sonrisas y conversación. Recibí más de
lo que cabía en mis zapatos y medias. Mamá y papá habían ido a misa temprano,
como de costumbre. Juntaron las castañas y empezaron a hervirlas durante
muchas horas en una maravillosa agua llena de especias y había otra olla
hirviendo entre las salsa. Los más delicados olores surgieron del horno
como mágicas pociones. Todo estaba preparado para nuestra milagrosa cena
de Navidad. Nos alistamos para ir a la iglesia. Como era su costumbre,
mamá nos revisó, uno por uno; ajustaba un cuello aquí, jalaba el cabello
por allá, una caricia suave para cada uno... Yo fui el último. Mamá fijó
sus enormes ojos castaños en los míos. - Felice - me dijo -, ¿entiendes
por qué el Ángel de la Navidad no pudo dejarte regalos? - Sí - respondí.
- El Ángel nos recuerda que siempre tendremos lo que merecemos. No podemos
evadirlo. Algunas veces resulta difícil entenderlo y nos duele y lloramos.
Pero nos enseña lo que está bien hecho y lo que está mal y, así, cada
año seremos mejores. No estoy muy seguro de haber entendido en aquellos
momentos lo que mamá quiso decirme. Sólo estaba seguro de que yo era amado;
que me habían perdonado por cualquier cosa que hubiese hecho y que siempre
me darían otra oportunidad. Jamás he olvidado aquella Navidad tan lejana.
Desde entonces, la vida no siempre ha sido justa ni tampoco me ha ofrecido
lo que creí merecer, ni se me ha recompensado por portarme bien. A lo
largo de los años he llegado a comprender que he sido egoísta, malcriado,
imprudente y quizá, en ocasiones, hasta cruel... pero nunca olvidé que
cuando hay perdón, cuando las cosas se comparten, cuando se da otra oportunidad
y amor sin límite, el Ángel de la Navidad siempre está presente y siempre
es Navidad.
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SANTA
CLAUS NO LO SABIA!
(Héctor
Ugalde)
No debimos haberlo
hecho. Luis, de ocho años, se restregaba inquieto las manos mientras esperaba
la respuesta de su amigo. Ricardo, dos meses menor, pero diez centímetros
mayor, dejo de jugar con el mecano y volteó a ver a su mejor amigo. Contestó:-
¿Por qué no?- Santa Claus nos va a acusar y todos se van a enojar mucho.-
No te preocupes, no lo sabe.- ¿Cómo no va a saberlo? Si Santa Claus lo
sabe todo.- No te preocupes. No sabe que lo hicimos.- ¿Cómo sabes que
Santa Claus no lo sabe? Ricardo desesperado por la insistencia de Luis,
replicó:- ¡Porque yo sé más que Santa Claus! La respuesta de Ricardo no
convenció mucho a Luis, pero ya no siguió insistiendo. Caminando de regreso
a su casa, Ricardo no comprendía la preocupación de su amigo. A Ricardo
no le importaba que Santa Claus este año tampoco le volviera a traer nada,
¡la idea de hacer estallar con un cohete el buzón del Director de la escuela
había sido fantástica! ¡Cómo había volado el Buzón! ¡Cómo había sonado
la explosión! ¡Cómo... En ese momento apareció una ardilla en la banqueta
y Ricardo, corriendo tras de ella, se olvidó del asunto. María estaba
preocupada. Se acercaba la Navidad y los niños se ponían más nerviosos,
cometían más errores y prestaban menos atención a las clases. Pero lo
más importante de todo: se ponían tristes, en vez de alegrarse con la
llegada de la Navidad. Desde que había llegado como maestra hace cuatro
años, y le habían explicado la costumbre que tenían de que alguien se
disfrazara de Santa Claus, para leer ante todos la lista de fechorías
que los niños del pueblo hacían, para castigar a los niños malos y convertirlos
en niños buenos; la idea del Santa Claus regañón no le gustaba. María
suspiró. Lo que para ellos eran fechorías, para María eran simple travesuras.
Para ella no había niños malos ni niños buenos, sólo niños tranquilos,
y niños inquietos que no podían contener el bullicio de la vida que tenían
dentro. Allí estaba el caso de Ricardo y Mauricio: los niños rebeldes
y traviesos del pueblo, o el de Luis muchacho tímido y sensible que lloraba
cuando se hablaba de Santa Claus. María no creía que eso fuera bueno para
los niños, pero todas sus tentativas de acabar con esa "nueva" tradición
habían sido infructuosos. Ricardo comenzó a inquietarse por su amigo Luis,
lo veía cada vez más triste y callado.- ¿Qué te pasa?- Nada.- ¿Cómo que
nada? ¿Qué pasa?- ¡Te dije que nada!- Somos amigos, así que me tienes
que decir qué te pasa.- Nada, el próximo Lunes es Navidad.- ¿Y?- ¡Y Santa
Claus les va a decir a todos que soy un niño muy malo, y mis papás ya
no me van a querer!- No. Te aseguro que Santa Claus no lo sabe, y te lo
voy a demostrar. ¡Te lo prometo! Ricardo no sabía cómo, pero tenía que
encontrar pruebas de que Santa Claus no sabía que ellos habían sido los
del "Buzón cohete". ¡No podía tener ojos en todos lados! ¡No podía saberlo
todo! Si así fuera, hace dos años Santa Claus lo habría regañado por lo
de la miel derramada en el interior de los pantalones de deportes. Creyeron
que había sido Abelardo, ese niño raro que expulsaron y se fue a una escuela
en la ciudad. Y no le hubiera dado regalos, bueno, el pequeño regalo que
le dio. ¡Ni eso le hubiera dado! Pero Ricardo pensaba y pensaba, y no
se le ocurría cómo cumplir su promesa. Hasta que llegó el 24 de Diciembre,
y decidió resolver el asunto de una manera directa: ¡enfrentaría a Santa
Claus cara a cara! Ricardo se situó en un lugar estratégico, una calle
por la que a fuerza tenía que pasar Santa Claus, cuando se dirigiera al
Kiosco donde cada Domingo tocaba la banda del pueblo, pero cada 24 de
Diciembre el show lo daba el gordo Santa Claus. Cuando la figura de Santa
Claus apareció caminando por la estrecha calle, Ricardo corrió y se interpuso
en su camino. Santa Claus trastabilló y se paró en seco.- ¿Qué quieres,
mocoso?- Preguntarte algo.- ¿Qué cosa?- Quiero preguntarte si sabes quién
puso cohetes en el buzón del director. Santa Claus se quedó un rato extrañado
por la pregunta. Después dirigió una mirada furiosa a Ricardo.- ¡Así que
fuiste tú, chamaco endiablado! ¡Me lo suponía, pero no estaba seguro!
Podría haber sido Mauricio, ese otro monstruo enano que me saca canas
verdes.- ¡No lo sabía! Santa Claus ahora sabía que él había sido, pero
no importaba, de todos modos por lo de la bicicleta sin frenos no iba
a tocarle regalos. ¡Lo importante era que Santa Claus no sabía que Luis
le había ayudado! El niño se sonrió y se fue corriendo, dejando al Santa
Claus haciendo un berrinche navideño. Ricardo entró corriendo a la casa
de Luis. ¡Tenía que darle la noticia! Subió las escaleras de dos en dos
y entró apresuradamente en la recámara de su amigo. El cuerpo de Luis
colgaba del techo, balanceándose sin vida. Una opresión se formó en su
pecho y sintió que se ahogaba. Corrió escaleras abajo, tropezó con el
papá de Luis y salió a la calle a tomar aire. Lo único que rondaba en
su cabeza era ¿Por qué? ¿Por qué? Seguía sintiendo un nudo en el estomágo
y para soltarlo, para liberarlo, comenzó a gritar a media calle:- ¡No
lo sabía!- ¡No lo sabía!- ¡Santa Claus no lo sabía!.
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UN
SUEÑO DE NAVIDAD
(Guillermo
Tribín Piedrahita)
La noche tenía un
Cielo brillante. Las estrellas habían salido en alegres grupos para iluminarlo
y advertir y precisar ante los habitantes de la tierra que era la víspera
de la Navidad, por lo que nadie podía tener amarguras, ni peleas, ni guerras.
Se acercaba el Nacimiento de Jesús, la mejor noticia que el Mundo iba
a recibir por los siglos de los siglos. Era, en cierta forma, el mensaje
de paz que la Madre Naturaleza lanzaba, en una estación invernal, a un
mundo convulsionado por las guerras, por los espíritus belicosos, por
los hombres que habían olvidado que muy jóvenes, desde su nacimiento,
habían creado un núcleo denominado Familia, que con el paso de los años
se estaba desintegrando, con lo cual los grandes valores morales y éticos,
dolorosamente, se escabullían. También ese Cielo tan preciosamente iluminado
quería despertar la conciencia de tántos y tántos jóvenes -hombres y mujeres-
sumidos en la más tremenda oscuridad porque una vez, pese a las numerosas
advertencias, ingresaron en el mundo de las drogas. Y a muchísimos les
costaba salir luego de ellas. Y, generalmente, pasaban a convertirse en
delincuentes porque su adicción les obligaba a matar o a robar. El Cielo
quería con esa luminosidad indicar el camino para quienes son causantes
de las grandes epidemias que, como el Sida, van extendiéndose por el mundo,
y señalarles que, con mínimas precauciones, podían evitar su propagación
y no seguir siendo la causa de miles y miles de muertes. Quería también
el Cielo, rodeado de estrellas que se mantenían firmes y no eran fugaces,
dar una luz de esperanza para millones de personas víctimas del racismo
y la xenofobia, por el color de su piel, por su procedencia, por su condición
ecónomica débil, para que tuvieran un hálito de paz y pensaran que un
día no muy lejano serían bien recibidos y desaparecerían todas las persecuciones,
los malos y despectivos tratos, las mofas y podrían trabajar y establecerse
en países que no eran los suyos para ayudar a crear riquezas y poder subsistir
decorosamente. La víspera del Nacimiento del Niño Dios, un Cielo tan resplandeciente,
pretendía indicar que todas las religiones eran igualmente respetables
y que en nombre de ninguna de ellas se podía incitar al crimen, al terrorismo,
a la violencia porque, precisamente Dios, creó al mundo para que la gente
se entendiese mediante la palabra. Desde miles de kilómetros de distancia,
el Cielo ofrecía a la vista un hermoso panorama, como queriendo decir
que iban a desaparecer las desigualdades sociales; que los hombres y mujeres
de buena voluntad contarían con los recursos indispensables para su supervivencia
y que la pobreza y la miseria pasarían a ser elementos de un lejano pasado.
Así se conseguiría que la felicidad fuera la norma general , que ya nadie
pasaría hambre, que todos contarían con una vivienda digna, con eficientes
sistemas de salud y de educación, sin prejuicios sociales ni discriminaciones.
En fin, ese conglomerado de estrellas no se había asomado al Cielo para
darle un simple colorido. No. En cada uno de sus reflejos luminosos traía
un mensaje específico para que se acabaran las guerras; para que la familia
volviera a ser ese gran núcleo compacto donde predominase el diálogo,
como símbolo de unidad; para que desapareciesen las pandemias, causantes
de tántas muertes; para que no hubiese nunca más las drogas malignas y
se eliminaran para siempre las redes de narcotraficantes; para que el
blanco, el negro, el amarillo y todas las razas convivieran pacíficamente
ayudándose unas a otras; para que todas las religiones se uniesen en un
sólo objetivo de ser auténticas guías espirituales y, en su nombre, no
volviesen a aparecer vientos bélicos; para que en todo el mundo las divergencias,
las diferencias entre los seres humanos encontraran la solución mediante
el diálogo. Todo esto lo soñé con una extrema felicidad, con el orgullo
de pertenecer a una raza humana que había encontrado, sin vacilaciones,
por fin, el camino amplio de la confraternización; el Cielo parecía decirme:
"goza bien de esta noche, que a lo mejor nunca se repetirá. Pero cuando
despiertes trata de convertirte en una adalid de las buenas y nobles causas.
Debes formar causa común con tu familia, con tus amigos, para que todos,
como una sóla persona, procuren hacer el bien". Pero, desafortunadamente
todo era un sueño. Tuve que despertar y encontrarme con la realidad, con
esa cruda realidad, que muchas veces, con gesto dolorido, remueve las
entrañas ante tántos hechos dolorosos, tristes, injustos y amargos que
se viven a diario Durante la noche la lluvia y la nieve se habían entremezclado
y el Cielo había estado permanentemente a oscuras. Mi mente había ideado
un mundo digno. Un mundo construido para el ser humano. Un mundo, sinembargo,
destruido por el propio ser humano, debido a su egoísmo, a no saber alejar
de su corazón las malas obras y la cizaña y por tener abierta su mente
y su pensamiento para el mal cerrándole todas sus puertas al bien.
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