CUANDO LA NOCHE CAYÓ SOBRE LISBOA es un libro del año 1995, y fue Finalista en la XXV edición del Premio de Poesía Ciudad de Badajoz. Es la crónica, casi en forma de diario, de tres semanas de trabajo en Lisboa, enviado por la empresa para la que trabajo. Ciudad en la que pasé temporadas de niño, cuando era feliz e indocumentado, revisitarla supuso una experiencia vivificante. Este libro es una suerte de crónica de todo aquello.

 

 

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Cuando la noche

cayó sobre Lisboa

 

 

 

ANUNCIACIÓN

 

 

 

A ti,

que viniste deshecho desde otra ciudad,

que acaso no recuerdas

el tiempo acontecido,

la verdad sometida,

el tibio temblor que dejaba la brisa

cuando andabas despacio

por las calles extrañas.

Que no recuerdas

ese olor a taberna,

a pescado, a salitre,

y a barro que manchaba

el bajo de unos pantalones

que albergaron deseos

que nunca se cumplieron.

Que a veces piensas

que todas las ciudades se parecen un poco,

cuando en ellas no eres

más que un trasgo que pasa,

sin poder ni siquiera perdurar en los otros.

A ti

que, sin embargo,

supiste, con la clara certeza

que te dio el desamparo,

que tu fin era estar,

que estabas reclamado

no se sabe por quién.

Se te anuncia la risa,

la soledad oscura,

y aquella otra sonora

perdido entre la gente que se obstina

en no reconocerte,

y se te convoca,

junto a todos los vivos

y los muertos

de esta ciudad,

a que puebles de luz

los opacos espacios que carecen

                                                incluso

de una sombra indecisa

que camine a su lado.

Tú deberás

decir lo que no viste,

contar lo imaginado y lo vivido

para que otros como tú vengan y no hallen
la luz en tus palabras

sino en el eco de tus huellas junto a casas
que habitaban muchos hombres
iguales a ti en su soledad.


 

 

 

 

 

             I

El niño junto al río

 

Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como

cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;

vuelve los ojos locos, y todo lo vivido

se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!

CÉSAR VALLEJO

 

 


 

                            1

 

CUANDO la noche cayó sobre Lisboa,

las gaviotas del Tajo

cruzaron mustias el puente que separa

la verdad y la vida,

la pureza y la nada,

el silencio y las sombras,

y fueron lentamente, casi desesperadas

de su propia pereza,

a posarse en el muelle

junto a un ferry cansino

vacío ya por dentro de muertos con maleta,

de espíritus sin alma,

de dioses del crepúsculo,

de cuerpos oxidados.


 

                            2

 

JUNTO a la dársena del malecón

hay un niño impasible

que parece que duerme.

Hay una negra gorda

con la mano extendida

pidiendo una limosna

en el idioma seco de la desesperanza.

El niño lleva a cuestas

una madre marchita,

un ojo que se pierde

en la línea del río

y una nariz que busca

con desesperación,

casi con rabia,

el olor a fritanga de tabernas cercanas.

Un borracho incoloro

acodado en la barra

los mira desde lejos,

murmura letanías acaso de otro tiempo,

traga su propia bilis

y sale dando tumbos

camino de algún banco,

de algún rincón de plaza

donde soñar la vida.

El hombre solo,

el que vino a Lisboa de visita

por motivos que algunos dirían de trabajo,

tiene el miedo en la cara

de los hombres de fuera,

de aquellos que presienten

el terreno enemigo,

que sienten las miradas

igual que las adargas

de lances medievales.

Y sin embargo mira,

palpa la densidad del barro de la calle,

su propio olor a humo,

el sudor de sus manos

y el dolor que produce la saliva

al tragarla.

Al mirar las gaviotas

piensa en Hitchcoth,

y evitando cruzar
sus ojos con los ojos de la negra, del niño,

del borracho que cruza
por delante y escupe,

recuerda Casablanca, pero sabe

que a esta ciudad no vino

para tomar las aguas,

y que si disparara

no le haría un favor.

Qué inútil sonaría

una escueta noticia que dijera:

«Extranjero no identificado

de raza blanca,

de zapatos marrones,

con chaqueta negra a juego con maletín,

es hallado muerto de miedo

junto al ferry que atraviesa el río

dirección a Casilhas.

Según gaviotas presenciales

y un borracho que quiso

mantenerse en la sombra

(el sol le hacía daño),

una mujer de color (de color negro)

le disparó sus sueños

con la mano extendida

y cayó fulminado. Se sospecha

de un niño de color (del color de los niños)

que acaso fuera hijo de la mujer citada,

y que salió corriendo

cuando el mismo hombre solo,

el que vino a Lisboa de visita

por motivos que algunos

dirían de trabajo,

cayó delante de él

aplastando su cara en el alicatado

cartón que le servía

de jergón y de suelo,

de mesa y de catón,

de presente y de ausencia.

La policía busca sospechosos,

cómplices de estupor

y una botella vacía que pudiera

contener un mensaje,

esbozar una pista».


 

 

                            3

 

QUÉ inútil y qué sórdida

sonaría una esquela

para un hombre tan solo,

y qué ridícula

la expresión de los guardias

cuando abrieran

la maleta pensando
encontrar cocaína

y sólo vieran folios,

discos magnéticos,

apuntes,

instrucciones de software,

unos cuantos poemas

                                de soledad

                                                 y muerte

garabateados con un bolígrafo

                                             rotulador,

un libro de Cummings

y otro de Pessoa con una servilleta

atravesada en una página

con un verso marcado:

cruza las manos sobre la rodilla y mírame

                                                         [en silencio

en esta hora, compañera, cuando no puedo ver

                                                         [que tú me miras.

 

  

 

                            4

 

COMENZABA a llover en el momento

en que el último ferry lanzó sus alaridos

desde el centro del río, y era como si el cielo

escribiera en el agua pequeñas partituras

todas llenas de puntos.

Se fue haciendo más fuerte el sonido constante

de las gotas de pluma sobre papel de agua,

y el niño dio una vuelta, giró su cuello sucio

gastado de penumbras,

y se puso a observar atentamente

la gris caligrafía de bellísimos trazos

que le trajo esa noche la fortuna.

Sólo al cabo de un rato,

cuando arreciaba el agua

sobre la gris pizarra del río mortecino,

y se fue oscureciendo el color del cartón

que servía de suelo y acaso de mortaja,

sólo entonces, recuerdo que se volvió a su madre

y en una rara suerte

mezcla extraña de rito y de costumbre,

guiñó su ojo derecho y esbozó una sonrisa

preludio de una huida cruzando entre los coches

hasta un portal cercano.

Cuando lo vi alejarse

cogido de la mano de su madre

pensé en llamarle por un nombre cualquiera,

decir que había olvidado

en el suelo su cama

de cartón y tristeza.

Justo en ese momento,

en el momento exacto en que la vida

del niño dependía de mi boca,

se abrieron las compuertas

del ferry detrás mío

y una rubia platino con un escote a juego

me miró. Se reía

quizá porque ese grito consiguió despertarla

del sueño que producen los barcos

por la noche.

Yo sé que no existía.

Que era quizá un espectro.

Que era un brote de niebla

destinado a alejarme para siempre

del niño y de su madre,

del cartón, las gaviotas,

el borracho y el río.

Aunque al pasar mirara

y apretara su paso moviendo las caderas,

y el tacón afilado de un zapato amarillo

resbalara en el barro acumulado

en los surcos finísimos

que se abrían entre los adoquines.

 

 

 

                            5

 

«CUANDO estés olvidada

del otro lado de la vida

y tu presencia sea

poco más que el recuerdo

de una noche en Lisboa junto al río,

te acordarás de mi,

amarilla constancia
de curvas y deseo», le grité

desde lejos. Se volvió,

Babel de las babeles,

me miró y dijo algo

en un idioma propio que utilizan

                                                 los muertos

y al punto, poco a poco,

se fue desvaneciendo.


 

 

 

 

             II

Esbozos orientales

 

Dieciséis jaikus a cambio de los que me ofreció

un timorense paseando junto al mar

 

                                      Viento de otoño.

                                                Un mendigo me mira,

                                                comparativo.

                     ISSA

 

 


 

Golpea el agua

junto al acantilado.

El mar impone.

 

Todas las flores

serán sobre tu pelo

rosas marchitas.

 

En la penunbra

de mi cuarto vacío

solo hay angustia.

 

Si tú supieras

detener el momento

de mi partida.

 

Si miro al cielo,

por detrás de las nubes

oigo tus pasos.

 

La enredadera

para trepar quisiera

hasta tu boca.

  

Los alhelíes

y el musgo de tu vientre

para mis manos.

 

Horas de sal,

devenir de las algas

entre mis dedos.

 

Junto a una concha,

una huella pequeña.

¡Si fuera Paula!

 

Las madragoas,

el pescado en los cestos

y el sol arriba.

 

Sobre las olas,

irisada la espuma.

Habrá tormenta.

 

Pintado un nombre

en el casco de un barco.

¿De quién sería?

 

Los marineros

arreglando las redes

son como estatuas.

 

Dejé la playa

tras pintar en la arena

toda tu ausencia.

 

Junto a mi cama

tendida te quisiera

para mirarte.

 

¿Es la nostalgia,

o el no tenerte cerca

lo que me asusta?


 

 

 

 

                 III

La terquedad de la memoria

(o crónica de ausencia)

 

He detenido el vuelo de los astros,

incoercible, ciego, para ya no perderme

más en lo oscuro, he dicho una canción,

baja la voz, para que se haga, en la noche,

ardiente y grande entre el brotar de árboles.

He suplantado sueños

                                              JOAN VINYOLI

 


 

 

 

 

                 Día Uno

          Telegrama (OETP)

 

OJALÁ estuvieras tú presente

de pie ante mí, erguida por las calles

de esta ciudad tan mía y sin embargo

tan dulcemente ajena que no encuentro

parada de autobús para el regreso

a mi cuarto de hotel. Te llevaría

a ver el lado oscuro, ese que nadie

se decide a nombrar, por si las sombras

se apoderan del mundo. De mi mano,

andando junto a los escaparates

que no visita nadie en esta hora,

paseando geografías imperfectas,

calles de desamor, pecios de sombra,

lugares nunca antes visitados

y alguna muestra de arte isabelino,

diría que te amo entre la urgencia

de llegar al hotel, con la sorpresa

en la cara de algún recepcionista

que no termina turno hasta las ocho.

Seguramente entonces temblarían

mis piernas, y mis manos no acertaran

a descubrir la luz tras los ojales

de tu blusa imposible, de tu falda

como una catarata de candados,

y sería tan torpe como ahora

que voy soñando en alto con tu nombre

y están las marquesinas asombradas

de tanto tumbo, tanta inútil curva,

de esta cara de idiota que refleja

la mortecina luz en la vidriera

de esta corsetería abandonada

por todos los pezones de Lisboa.

Aún más irracional que amar, que amarte

a esta hora y a todas, amor, siempre,

fue no coger un taxi con las dietas

y a solas en mi cuarto desnudarte,

y arrancarte la blusa con los dientes,

y descorrer tu falda con el llanto

de tanta ausencia muda, tantos lunes

y miércoles y martes, y hasta jueves

lejos de ti, tan cerca y tan distante

y en el nudo gordiano de las bragas

derramar una lágrima, empaparte

de mí y adormecerte entre mis muslos.

 Son estas madrugadas las que pesan

igual que los ahogados de un pantano

(Las seis de la mañana, y a las nueve

tengo que dar un curso a maquetistas

y sólo se me ocurre reunirles,

sugerir lecturas recomendadas

y decir magistralmente ¡Qué coño

hago yo aquí, tan lejos de tu risa,

tan ausente, mi amor, tan exiliado

de tu cuerpo insurrecto en las mañanas,

tan libre ya como un pétalo al viento!)


 

 

 

 

                      Día Dos

         Una rara historia de amor

 

BAJO el canalón,

que escupe el agua ansiada

después de tantos meses

de rogativas,

una pareja extraña,

vestidos ambos de rigusoso

                                          luto,

se amaban en silencio,

(o eso me pareció

cuando abrí la ventana

para oír sus palabras).

Ella dijo: «¿Me quieres?»

(la traducción es mía)

y el contestó: «No más

que lo que tú me quieras».

«Entonces, hasta siempre»

dijo ella posando

sus labios en los labios mojados

por la lluvia.

Luego dio media vuelta,

miró hacia la ventana

donde yo me apostaba

y me lanzó sus ojos

heridos por mil noches

de amor.

La vi (la vimos)

alejarse despacio por la acera

moviendo un cuerpo frágil

que deseé en mis brazos.

Todavía recuerdo la calle despoblada

el eco de sus pasos rebotando en la lluvia

y el vaivén increíble de sus pechos

empapados,

                   jovencísimos,

                                        deseados

bajo el oscuro suéter

cuando al poco

se volvió lentamente a mirarnos

(es cierto, me miró)

y decirnos adiós.

Aún me duele su beso,

el sabor a tabaco y a cerezas

de su boca increíble.

 

 


 

 

Día Tres

Gato bajo sospecha

(el sueño de la razón produce monstruos

de apariencia felina)

 

RESULTA extraño.

Tras dos días vagando por las calles

de esta ciudad tan mía,

resulta, más que extraño, sospechoso,

que el primer gato que he visto

esté paseando bajo la lluvia

sobre el tejado derruido

de la casa derruida

que ahora adorna las vistas

de mi cuarto de hotel.

Ese insolente,

que en el color de la noche

pareciera ser negro,

da la impresión de mirarme.

Acaso

porque hoy cené paté

de sardinas.


 

 

           Día Cuatro

Puesta de sol en el cementerio
          dos prazeres

 

JUNTO a la verja

del viejo cementerio

                               anochecía.

Si detuve mis pasos,

si clavé mis ojos y no entré

en estampida buscando su mortaja

no fue por miedo

sino por la certeza

de que no encontraría

la tumba de aquel último

vestigio que me ataba en otro tiempo

a la ciudad que ahora
me acoge y me atormenta.

(Apenas media hora

después, desesperado

porque no conseguía la ubicación precisa

comprobé que un tal Sousa, Antonio de,

me servía de lúgubre escritorio.)

 

 

 

Día Cinco

Preguntas imposibles

(cuya respuesta prefiero desconocer)

 

¿CÓMO será no ser,

no saber, no palpar,

no ver el cielo por la noche,

no sentir la lluvia después de la sequía,

no oler la tierra húmeda,

no oír pasos tras la puerta.

Incluso, cómo será no oír

el ascensor,

                   los timbres,

                                     las sirenas,

la música, el sonido del agua

en las fuentes ?

¿Cómo será estar muerto,

no poder susurrarte

palabras sucias de amor al oído?

¿Cómo será no amarte?

 


 

 

              Día Seis

El material con que se hacen
   los sueños (y los hijos)

 

TENGO miedo a no verte,

en esta oscuridad iluminada

por un televisor que anuncia

de forma persistente

que en no sé qué canal

(imagino que el mismo

que ahora me golpea)

pasarán esta noche El halcón maltés,

versión original, subtitulada

al bellísimo idioma

                             de Camoens.

(Cuando acabe

me meteré en la cama y, como anoche,

con tu ausencia mojaré mi mano

y serás otra vez,
ya no recuerdo cuántas,

del mismo material

con que se hacen los sueños.)

 


 

 

 

Día Siete

Oración desde Bairro Alto

 

AMOR mío

que estás
en el exilio negro

que puebla la distancia

de amarillas presencias como nubes de tedio.

Ven.

Ojalá que se haga mi voluntad

y llegues desbaratando el cielo,

pero sobre todo la tierra mojada
que pisan mis pies ateridos

de ausencia.

Ven,

para que todo tenga

de nuevo su sentido

                               preciso

y las cosas más simples

ocupen el lugar correspondiente

a lo trascendentalmente simple

        (…como en el tumulto

        pisarte los pies…).

Ven,

y volveremos a andar descalzos

por los parques

y habrá de nuevo habitaciones

y hoteles y garajes

y la nieve volverá a cumplir una función ajena

a la meteorológica.

Ven,

porque esta tarde

el cielo envió señales

completamente indescifrables (para otros)

y el aire se hizo espeso y los tranvías

se negaron a desandar caminos

y Alfama se convirtió de repente en una isla

cercada por las naves de Ulises.

Ven,

y que bendito sea tu nombre

pero, sobre todo,
bendita tu presencia y tu reino

que siempre tendrá un fin

que justifique los medios.

                                       (Especialmente

estos medios días
que paso a la deriva.)

Ven,

y dame el pan,
y la sal de tus manos

huesudas clavadas en mi espalda,

y perdóname las deudas

                                     de amor

          ...como yo te perdono

          el montón de palabras

          que has soplado en mi oído

          desde que te conozco…

Ven,

y que alguien me salve

para que esté contigo

de entre todas las presencias o mujeres

y pueda atravesar los callejones

dando gracias y glorias

a todas las tapias, a todas las paredes

y no vea tu cara en cada marco

colgado en los escaparates

                                        de las tiendas.

Ven,

amor mío,

porque ya no respiro

y el hueco que tengo en el estómago

no puede atribuirse

                                  al hambre

sino a la falta de tu cuerpo

                                        y de tu sangre

y de tu boca

y de mi boca huérfana

y quiero apartar este cáliz amargo

y beber otra vez de tu vientre

como fue en un principio,

hace sólo unos días.

Ven

amor mío.

Y que así sea.


 

 

 

 

Día Ocho

Soliloquio en Castelo

 

OÍ el sonido antiguo de mis pasos

que resonaba entre las calles muertas;

lloré, grité, rompí contra las puertas

mi voz, que se fundió con el fracaso

en la ciudad esquiva que ignoraba

la soledad del hombre abandonado.

He sido un simple paria acorralado

por sus fantasmas y, cuando intentaba

de nuevo renacer, alzar el vuelo,

igual que el ave fénix de la nada,

vuelvo a dar con mis besos en el suelo.

¡Qué desdicha de voz enamorada,

qué miseria de cuerpo para un duelo,

pobre canción de amor amortajada!

 


 

 

 

Día Nueve

Una canción para Saraiva

 

ALZO mi corazón

en cada esquina,

cojo el aire en la punta

de mis dedos,

pongo un clavel

sobre los labios rojos

y en un fusil el cáliz

de mis sueños.

Hoy he vuelto a cantar,

y en mi garganta

ya renace otra vez

la voz del viento,

la simple y siempre viva

voz del pueblo.

 


 

 

 

Día Diez

Sostendría Pereira

 

SOSTENDRÍA Pereira

que el hombre solo pasa,

que su canción es hermosa

pero a veces se abandona,

recuperándose únicamente

al cabo de los muertos.

Sostendría acaso que la voz

debe alzarse entre las copas de los árboles,

fundirse con ellas,

deleitarse entre la savia,

arañar el silencio.

Acaso sostendría

                          Pereira

que el hombre es dulce y frágil,

como tu pelo al viento,

y que esta noche ni siquiera Tabucchi

puede venir a consolarme

de forma metafísica

porque tengo un silencio tan espeso

como las aguas del río,

y un dolor tan antiguo

como el sudor del hombre.


 

 

 

 

Día Once

Breve declaración de principios para Paula

Hija, perdóname los sueños

que me ausentan siempre,

que me llevan lejos.

                        RAFAEL AMOR

 

QUE todo pasará, que habré pasado

cuando esto que te escribo lo comprendas,

y nadie vendrá ya a traerte ofrendas

de amor de las que siempre te he guardado.

Que hay otros muchos solos, olvidados,

que no tienen ni un nombre que te aprendas

y está tu dignidad en que sorprendas

su propia dignidad de acorralados

y hagas con ellos tu común bandera,

tu patria de alegría verdecida,

tu sonrisa fusil de primavera

juntos a los otros, los damnificados

de una vida, hija mía, que quisiera

pobre idiota de mí, siempre a tu lado.

 

 

 

Día Doce

Una canción desesperada desde Monsanto
Si te quiero es porque sos

                                         mi amor, mi cómplice y todo,

                                          y en la calle, codo a codo,

                                         somos mucho más que dos.

                                                                        MARIO BENEDETTI

 

He cantado las mañanas

más oscuras

y las noches más claras,

y he apurado el vacío

de todas las tormentas,

cuando los rayos venían a herir

mis ojos, como agujas ardientes.

Conseguí oír el sonido

                                  auténtico,

                                                 verdadero,

del silencio infinito de unos ojos

abandonados,
muertos de amor.

Me abandoné a mi canción,

alcé las copas del triunfo

y apuré el vaso que contuvo

cada lágrima derramada

en la soledad,

en la multitud,

en la ingente estadística que decía

que debía buscar la felicidad

por encima de todo

(cuando todo a mi lado era oscuro

como el abismo tras el brocal de un pozo).

Salí a los campos, atravesé caminos
en donde a cada paso, crujientes,

los huesos de otros servían de morada

a mis zapatos,

y me manché de un barro teñido

por un dolor de siglos,

              incontenible,

              ciego,

              sórdido,

y aún con todo, mis oídos no estallaron

(sólo buscaron signos,
signos de amor que esperaban

una forma precisa en mi palabra,

un pálpito indeleble que no barriera el viento.

Si canté,

si pude modular con mi voz

los sonidos que tu oído

                                  esperaba,

si inventé palabras que quisieron

ser de arcilla en tus labios,

y en cada uno de tus dedos

puse un beso infinito

que era un campo de fresas,

si por tu pelo recorrí, con mis manos,

el dolor de los otros,

la presencia serena de todos los que sufren,

y ese porte sereno de tu amor insurrecto

me aventaba, y me hacía

más fuerte en el fracaso.

Si en mi boca hubo rosas

de amor y sus espinas

esparcieron mi sangre

como plumas al viento…

Hoy sé que fue por ti,

que solo no podría,

que mi boca sería sólo barro sin forma,

sólo viento sin campos,

océano sin costas,

canción sin más oídos
que unos claustros románicos,

que unas ojivas góticas vencidas

            por la hiedra,

sin pueblo que las oiga,

sin Dios que las condene,

sin grey que se someta

o acaso se levante.

 


 

 

 

Día Trece

Huelga sin tí

(por variar, como Silvio)

 

El hombre que serpea

junto a los autobuses y blasfema

sorteando la ira de los otros,

o la niña menuda que se agarra

a la mano miedosa de su madre

al ver antidisturbios,

tan estremecedoramente iguales

a los nuestros…

Es el mismo naufragio,

la misma soledad de la ciudad sonora

que se parece un poco a todas las ciudades

(es igual una huelga de transportes

digamos, en Lisboa,

que una protesta contra la globalización,

por ejemplo, en Toronto).

Me declaro insurrecto

huelguista de autobuses lusitanos

pero hay algo en mi cara que delata

que esta guerra no es mía,

que soy de otro lugar, de otra esperanza,

o quizá se me note el desconocimiento

del atajo preciso,

la perfecta salida

o el adoquín propicio
para mi mano abierta.

Lo cierto es que en un punto

equidistante entre los dos ejércitos

–conductores en huelga por un salario digno

y asalariados clónicos del orden y del palo–

algo me llevó a huir,

a salir de estampida camino del hotel

para intentar llamarte.

Mi vergüenza me dice que no es lícito

tildarle de esquirol a un extranjero

que está sólo en Lisboa

por motivos que algunos dirían de trabajo

y que se mueve en taxi a Carnaxide

(Estrada de Outurela, Linda a Velha)

porque paga su empresa,

y aguanta a los taxistas

soflamas y monsergas sobre el tráfico

–la culpa es de la huelga, te repiten–

hasta que tú les cortas

con esa diplomacia militante

de algunos años antes, cuando un taxi

era cosa de viejos y burgueses

o algún asalariado con resabio

que pedía facturas

en los servicios públicos, y luego

le pasaba los vales al imperio.


 

 

 

 

Día Catorce

Pequeña letanía en el aeropuerto

 

Quise llamarte, quise

decirte que esperaras

esta noche despierta

                                hasta las doce,

erguida, preparada

para el tesón ardiente

de mis manos trepando

                                por tu cuerpo.

Quise llamarte, pero

se cortó la llamada

en el momento justo

                                en que tus manos

despacio, sin urgencias,

tan firmemente suaves,

iban a comenzar

a desnudarme

(lo peor fue el retraso

de mi vuelo).

 

                                                          

        

                                                          

   

                                                          

 

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