Se
trata de una selección de mis fotografías tomadas en Nueva
York durante los meses previos e inmediatamente posteriores al 11 de
Septiembre. Aunque hay un antes y un después en las imágenes,
toda la exposición está impregnada de un cierto sentimiento
dramático, que es el de mi experiencia personal de la tragedia.
Sin pie explicativo, la selección tiende a lo caleidoscópico,
con retazos dispersos de algunos de los aspectos –al menos, los
que a mí me sorprendieron- que definen una ciudad única,
más cosmopolita que americana, en un momento histórico
irrepetible.
Esta son algunas
claves de lectura, las de mis premisas al seleccionar la realidad:
-Después del atentado al World Trade Center, ni siquiera la metrópolis
con más capacidad de sobreponerse a lo inesperado volverá
a ser la de antes. Y con ella, tampoco lo será el resto del mundo
“civilizado”. En el paraíso de las individualidades
anónimas, lugar de promesas y esperanzas, no cabe hablar ya de
tolerancia, multiculturalidad, multirreligiosidad, etc. puesto que la
sospecha a todo lo “diferente” ha teñido de desconfianza
las relaciones interpersonales, vecinales. La presencia policial es
tan asfixiante que no parece dejar espacio para el desarrollo espontáneo
de la libertad. Y, lo que es más llamativo, el policía
(o el bombero) es visto como un ángel de la guarda, puesto que
su comparecencia garantiza la frágil seguridad ciudadana. Sin
embargo, esta militarización de la vida cotidiana parece ser
perceptible sólo para el visitante, para el que no vive permanentemente
en Manhattan. Allí la vida sigue adelante, y sigue con nuevas
incomodidades que el neoyorkino tolera, e incluso agradece. Si todo
es posible en Nueva York, uno llega también a acostumbrarse a
todo, incluso a la vida más controlada. Esto es especialmente
evidente en los desfiles patrióticos, que constituyen el trasfondo
de muchas de mis fotografías “policiales”.
-No todo era perfecto
en Nueva York de antes del 11 de Septiembre, como tampoco lo era en
el resto del mundo “civilizado”, hecho a su imagen y semejanza
por la magia de los medios de comunicación. Los terroristas lo
sabían muy bien, y escogieron la destrucción del icono
más emblemático, el símbolo de todos los males
que vienen de “Occidente”- no sólo de América.
Para ellos el fin justifica los medios, y no hay, por tanto, víctimas
inocentes. Se repite el dolor de Guernica: una población civil
aniquilada por sorpresa. Un símbolo bien elegido para la propaganda
del terror nihilista que luego difundirán masivamente al resto
del mundo capitalista-occidental, con la misma cooperación de
los medios de comunicación social que tanto odian. Porque la
capital mundial de las finanzas es también capital del espectáculo,
de la imagen. Hasta del atentado se puede hacer un circo. Fotografías
a millones de las torres derrumbándose en Internet. La curiosidad
del turista encuentra nuevas atracciones, sueños que superan
las expectativas de las películas más fantásticas.
La curiosidad se desborda en torno a los muros de la Zona Cero. Un cementerio
colectivo convertido dramáticamente en el lugar de visitas más
concurrido. No queda espacio para el mínimo pudor que requiere
el respeto a los muertos, o para la intimidad doliente de sus familiares.
Tampoco la fotografía respeta el duelo. Ni siquiera mi fotografía
tomada furtivamente a la salida de San Patricio. El instante efímero
captado por la máquina se anticipa incluso a la natural reacción
de proteger la propia interioridad.
-También
el espectáculo de la guerra es tentador. A través de los
medios, la sangre es menos viscosa. Los ciudadanos de Nueva York sintieron
el golpe muy cerca, y supieron estar a la altura. Las escenas de solidaridad,
de perdón, de contrición conmovieron el mundo. Pero no
son imágenes políticamente correctas y fueron pronto sustituidas
por otras más adecuadas para simbolizar la fuerza de un Imperio
herido en su orgullo. El patriotismo exacerbado anula la autocrítica,
y desvía las propias responsabilidades a un cabeza de turco más
o menos culpable. La vieja Gotham –simbolizada por Batman- se
revuelve para aplastar al que está de paso, al que no se adapta
a sus reglas de juego. Especialmente todos aquellos ciudadanos que podrían
ser sospechosos de no serlo plenamente, y que ahora demuestran ostentosamente,
con banderas y estrellas en la solapa, su orgulloso –¿forzoso?-
patriotismo. Como Nueva York es todo un símbolo, el atentado
brutal constituye un antes y un después, y desgraciadamente sus
secuelas llegan hasta hoy. Los niños de la guerra avanzan implacables:
Guerra en Jerusalém –donde hay menos judíos que
en Nueva York-, en Afganistán, en Irak. ¿Hasta cuándo
el 11 de Septiembre?