Nicholas O'Halloran

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Vidas ejemplares

LUCIFERINA PACHANCHA

I.

El hecho de que Luciferina Pachancha tuviese ese nombre se debió, a partes iguales, a la despreocupación de su madre, que deseaba un varón, y a la afición bastante censurable de su padre a cierto vino peleón del cual no daremos más datos aquí. De hecho, la infancia de Luciferina pasó entre las continuadas blasfemias de su madre, que solía ciscarse con frecuencia en el semen de su esposo, y los frecuentes episodios de ebriedad de éste.

Un día, su padre le dijo:

- Luci -le abreviaban así el nombre por razones obvias- tu madre es mala.

Luciferina Pachancha no le acabó de creer, puesto que dice el refrán que los niños y los borrachos no mienten nunca (el famoso in vino veritas de los latinos), y cuando su progenitor le calificó de tal modo a su madre, éste estaba sobrio.

Rasputín Memencio Aranda, que vivía a solo dos puertas de su chabola, obtuvo su nombre de las pocas lecturas que su padre, analfabeto funcional, y su madre, analfabeta total, habían realizado en su juventud. En concreto, Historia de los Zares de todas las Rusias, de Zaskandilov; Auge y precipitación de los Romanov, de Yogurovski; El gulag y otros lugares de recreo, de Pazguatovich -entre otros clásicos de Tolstoi, Dostoievski o Pushkin-, conformaban una peculiar biblioteca que habían obtenido gracias al Ministerio de Cultura Exterior de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Si bien el nombre de Rasputín hacía pensar en aquel monje loco y ruso, Rasputín Memencio Aranda no era ruso ni monje, pero sí loco y tonto, a días alternos.

Luciferina conoció a Rasputín en un cinco de mayo en el que, como todos los días impares, éste estaba tonto.

- Hola -dijo Luciferina.
- Hola -dijo Rasputín.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó Luciferina.
- Hola -dijo Rasputín (porque ya hemos dicho que ese día estaba tonto).

Poca más conversación tuvo lugar en aquella ocasión. Contaban ambos entonces tres años de edad ya que, aunque Rasputín había nacido cuatro años antes que Luciferina, sus padres no sabían contar demasiado bien.

El ocho de junio del mismo año, se encontraron por segunda vez. Como día par que era, a Rasputín le tocaba estar loco.

- Hola -dijo Luciferina.
- Puta -dijo Rasputín.
- Pues vaya -dijo Luciferina.
- Puta -dijo Rasputín.

Y poca más conversación tuvo lugar también en aquella ocasión. Luciferina se dio cuenta rápidamente de que con Rasputín -que ese dia ya tenía diez años, yendo para once, porque sus padres no sabían contar bien y porque la tonteria y la locura eran, en este caso, hereditarias- no se podía conversar demasiado.

Las amistades de Luciferina, en su infancia, se reducían al pequeño círculo de Rasputín y sus diez dedos de las manos, a los que había puesto nombres en un afán de tener alguien con quien mantener una conversación inteligente. Así, estaba Adrian, Benito, Carlos, Demetrio, Eustaquio, Feliciano, Gurriato, Horacio, Isidro y Jacinto. A los dedos de los pies no les puso nombre porque estaban demasiado lejos y, además, eran de higiene cuestionable. Olían mal.

Podría pensarse que su madre era una amargada y su padre un borracho, y se pensaría bien. A pesar de esto, Luciferina tuvo una infancia y una adolescencia de lo más normal, con los típicos castigos corporales y maltratos psicológicos que todos hemos conocido.

Luciferina llegó así a la lozana edad de treinta y cinco primaveras, lozana, sana y bella como solo ella podía ser. Porque Luciferina, pese a sus buenos ciento noventa y largos kilos, era bella. De una belleza distraída, si se permite la expresión, pero bella. Bella y virgen.

A esa edad, su padre le dijo:

- Luci -de nuevo la abreviatura- más vale que te vayas de casa y hagas tu vida.

Luciferina supo que su padre tenía razón porque estaba borracho, y le dijo:

- Sí, padre. Les echaré de menos, a usted y a madre.

Una voz salió de la cocina de la chabola:

- Nosotros a ti no, peste... ¡Me cago en el esperma de tu padre, mil veces me cago en él, que te dio tetas en vez de polla y testículos!

Su padre, más comprensivo, se despidió de ella.

- Te echaré de menos, Luci... pero no te preocupes: beberé para olvidarte.

Luciferina partió con lágrimas en los ojos hacia la ciudad, a buscarse la vida. Cuando pasaba andando frente a la chabola de Rasputín, éste también quiso despedirse de ella. Eran las 23:59 horas de un siete de noviembre:

- Buenos días -dijo Rasputín.
- Adiós, Rasputín. Me voy a la ciudad -le respondió Luciferina.
- Puta.

Eran las 0:01 horas del ocho de noviembre, y Luciferina abandonaba el barrio periférico en el que había nacido y crecido, y se encaminaba hacia la gran ciudad, la capital de la provincia, llena de luces y sonidos que no conocía aún, llena también de frío y soledad, llena de riesgos y peligros que no tardaría en experimentar. Ella, por su parte, partía llena de nada. Porque eso es lo que se llevaba de su infancia y adolescencia: nada. Apenas el recuerdo de su madre y su padre, recuerdo que le abandonó tan pronto como pisó la Avenida Maxwell, en la que había una pensión de mala muerte con muchachas en la puerta ligeras de ropa.

La voz de Madame Gustava la sacó de la ensoñación con la que caminaba.

- Hola, nena -le dijo-. ¿Quieres ganar dinero fácil?
- ¿Qué tengo que hacer?
- Limpiar las habitaciones de mis niñas, cocinar para ellas, y poco más.

Luciferina no sabía mucho de la vida, pero había visto la televisión por cable y lo sabía todo sobre el sexo, aunque no hubiera podido practicarlo.

- ¿Y no puedo ser yo también una puta, para que me rellenen de carne rato sí, rato también, hombres desesperados y lascivos? -pregunto la inocente Luci.
- Ni lo sueñes. Eres lo que se llama un callo malayo, y me arruinarías el negocio.

Luciferina quedó pensando en aquellas palabras, durante apenas unos segundos. No le gustaba que la tratasen así, más que nada porque estaba acostumbrada al trato de su madre, pero todos sabemos que madre no hay más que una.

- De acuerdo -dijo finalmente-. Seré la chacha de tus putas. ¿Puedo ser, al menos, una porno chacha?
- Ni lo sueñes, de nuevo, monada. Si algún cliente te ve con las ubres al aire, me arruinas el negocio de nuevo.

Así fue como Luciferina comenzó a trabajar en el burdel de Madame Gustava, que realmente se llamaba Vanessa L'Amour, pero que se había cambiado el nombre buscando uno más de acuerdo con el negocio que regentaba. Cuestión de imagen, que se dice.

II.

A los siete meses de trabajar en el burdel, Luciferina recibió un aviso de la dirección del casto establecimiento.

- Dígame, Madame Gustava.
- Luci -ya la llamaban todas así, hasta la jefa- llevas siete meses trabajando con nosotras...
- Para vosotras, si me permite, Madame.
- ... bien, para nosotras... y hoy, siete de mayo, ha pasado un acontecimiento inusitado.
- Dígame pues, Madame Gustava.
- Nunca pensé que viviría lo suficiente para ver un momento absurdo como éste, pero mira, a veces, la vida tiene estas cosas.
- Madame Gustava, abrevie, que tengo que vaciar los condones usados y volver a doblarlos y envasarlos.
- Luci... no te voy a obligar si tú no quieres.
- ¿Si no quiero el qué, Madame?
- Verás... Ha venido un cliente que quiere estar contigo.
- ¿Conmigo?
- Sí. A mí también me ha parecido raro. ¿Aceptas?

Luciferina Pachancha, de treinta y seis años ya y virgen aún, sintió cómo todo el calor de la pasión que no había sentido en tanto tiempo se le condensaba en la entrepierna. Desestimando que fueran unas fiebres tercianas, decidió entregarse al pecado y la lujuria.

- Sí, Madame.
- Está bien. Habitación diecisiete.

Al abrir la puerta de la habitación diecisiete, Luciferina se encontró, sentado sobre la cama, con el mismísimo Rasputín Memencio Aranda.

- ¡Rasputín! ¿Qué haces aquí?
- Hola.
- Hola. ¿Cómo has sabido que estaba aquí? ¿Por qué has venido?
- Ayer bebí por primera vez de un botijo. A gallo.

Rasputín, al que le tocaba ese día ser tonto, comenzó a frotarse la entrepierna mirándola con cara de bobalicón, como no podía ser de otra forma. Luciferina pudo ver entonces cómo se hinchaba la zona del bajo vientre de los pantalones de su antiguo vecino. Él mismo se dio cuenta del hecho, y procedió a meter la mano por debajo de la tela, y continuó con las friegas que se estaba aplicando en dicha parte.

- Esto se llama paja -dijo Rasputín.

Un manchurrón de semen acabó señalando que bajo los pantalones del tonto había un miembro viril que, habiendo sido estimulado hasta la erección, y por el hecho de haber continuado tal estimulación, produjo una eyaculación. Luciferina, que de corridas sabía lo justo, pero que no era tonta, se despeinó con las manos y se sacó un pecho de la blusa. Un enorme pecho, valga la indicación. Y mirando a Rasputín, le dijo:

- ¿Te gusta mi teta?
- Me mojé al beber del botijo, ¿sabes? -respondió él.

Luciferina le metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, y nada; en el de la camisa, y nada; en el del pantalón, y... ¡bingo! Había una cartera y había algo de dinero. Su mano se manchó levemente de semen, pero consiguió dos billetes de veinte dólares y uno de diecisiete con ochenta.

Volvió a despeinarse, un poco más, arañó su pecho y lamió el manchurrón de semen que los pantalones de Rasputín seguían luciendo. Bajó al despacho de Madame Gustava:

- Ay, Madame -dijo simulando azoramiento-. No sabe cuánto me ha hecho trabajar ese cliente.

Le enseñó el pecho desnudo, se mostró despeinada, le señaló los arañazos del pecho.

- Nena, cuando la mames -respondió la Madame- chúpala con condón, que si no, también puede darte problemas. Y, por Dios, lleva chicles. Te huele el aliento a semen. ¿Cuánto le has cobrado?
- Cincuenta y siete con ochenta.
- Muy bien, niña... Buen inicio. Ya sabes, la mitad para ti.
- Entonces, treinta y cinco para mí, ¿no?
- Perfecto -respondió la Madame.

Luciferina no era tonta. Rasputín lo era, pero sólo los días impares. Madame Gustava -Vanessa L'Amour, pero claro, los negocios y sus obligaciones- lo era, en cuestiones de números, siempre.

III.

Al día siguiente, Madame Gustava llamó al dormitorio de Luciferina Pachancha a las ocho de la mañana. Luciferina dormía en el mismo burdel en el que trabajaba. En principio, la cama y la manutención debería costarle la mitad del sueldo, pero dadas las habilidades para las matemáticas de Madame Gustava, casi le salía gratis.

- ¿Qué quiere, Madame Gustava?
- Es el hombre de ayer: vuelve a estar aquí... Ha mordido un pezón a Camila (una de las putas), ha arañado en las piernas hasta hacerle sangre a Dimitri (otra de las putas, un travesti) y ha sodomizado a Dulce (la gata de Madame Gustava). Dice que te quiere a ti, otra vez. Te espera en la diecisiete. Ves rápido.

Tras la puerta diecisiete, Rasputín esperaba desnudo sobre la cama, con una erección de cerca de veintidós centímetros apuntando hacia el techo, un poco torcida a la derecha.

- Vecino -dijo Luciferina.
- Puta -respondió él, saltando sobre ella y arrancándole el camisón mínimo que ella llevaba.
- Puta -volvió a decir mientras intentaba hundir su lengua en la boca de Luciferina, buscando su lengua femenina.

Era el primer beso que recibía Luciferina Pachancha. No es que fuera el primer beso de amor, o de pasión, o de pecado, ni siquiera el primer beso en la boca. Era el primer beso en sentido absoluto. Y aquello le hizo sentirse especial.

- ¡Vecino! -dijo casi en un suspiro, cuando Rasputín tuvo que separar sus morros de los de ella para tomar aliento.

Casi sin solución de continuidad, él intentó arrojarla sobre la cama. Ella captó el intento pero, debido a su masa corporal, el esfuerzo de Rasputín fue en vano. Sin embargo, Luciferina quería dejarse hacer, quería ser follada por primera vez, quería sentirse llena de carne. Así que saltó sobre la cama disimulando, como si Rasputín Memencio Aranda hubiera conseguido arrojarla allí, cual era su voluntad. La cama no estaba preparada para esa eventualidad y se rompió, cayendo el colchón al suelo y la bella sobre él.

Rasputín trató de separarle las piernas. Ella separó sus piernas. Rasputín buscó su sexo. Lo encontró bajo unos ciertos pliegues de tejido adiposo. Estaba húmedo por la excitación.

Luciferina sintió los dedos de Rasputín sobre su sexo. Sintió cómo uno de ellos entraba en él, cómo luego le acompañaba un segundo, y un tercero. Y un cuarto.

Cuando Rasputín introdujo el quinto y con él la mano entera, Luciferina no pudo ahogar un suspiro. Nunca Adrian, ni Benito, ni Carlos, ni Demetrio, ni Eustaquio, ni Feliciano, ni Gurriato, ni Horacio, ni Isidro, ni siquiera Jacinto habían conseguido hacerla sentirse así. Rasputín Memencio Aranda, como loco, metía su brazo en el sexo de ella, rellenándolo de carne, entrando y saliendo de aquel auténtico humedal púbico. Con la mano libre, Rasputín se masturbaba con fuerza.

Los gemidos de Luciferina eran ya gritos, cánticos de alabanza al Sumo Hacedor y blasfemias en arameo, por este orden. Rasputín tenía el brazo empapado y la polla escocida de tanto frotarla. Sacó el brazo y le metió el miembro. Aquel agujero de Luciferina absorbió cual aspiradora el pene de Rasputín, hasta que hizo tope con los huevos.

- Puta -dijo Rasputín.

Y comenzó a follarla, dentro y fuera, empujando con todas sus fuerzas, haciendo que la grasa sobrante del cuerpo de Luciferina se moviera en ondas como si de una marejada se tratase. La folló más y más, duro, muy duro, y acabó corriéndose dentro de ella.

Pero Luciferina, por su propia necesidad, no había tenido bastante. Así que, aprovechando su corpulencia y, por tanto, su posición de fuerza frente a su antiguo vecino, le cogió de un pie y se lo introdujo dentro. Pie, tobillo, pantorrilla. El sexo de Luciferina era una planta carnívora necesitada de alimento. Se masturbó con la pierna de Rasputín hasta que, en su orgasmo, bañó completamente el cuerpo desnudo de aquél, que por aquel entonces y debido al movimiento, estaba casi en estado catatónico

Se lavó y lo lavó, se vistió y lo vistió, y bajó con él hasta el despacho de Madame Gustava.

- Madame -dijo.
- Dime, Luci -respondió la Madame.
- Puta -añadió Rasputín, saliendo de su catatonia.
- Mire, Madame. Este hombre ha venido a sacarme de la calle. Me ama, me respeta, y quiere una vida mejor para mí.
- Me parece muy bien, ¡pero llévatelo ya!

Rasputín estaba volviendo a sodomizar a Dulce, la gata.

IV.

Luciferina Pachancha y Rasputín Memencio Aranda se casaron el nueve de mayo, al día siguiente de su primera relación sexual.

Desde entonces, conviven en una chabola de la periferia, cerca de la que la vio nacer. Su madre no fue a la boda. Su padre se olvidó de ir.

Los días impares, Luciferina cuida de Rasputín: le saca a pasear, le limpia los mocos, y ha conseguido enseñarle a beber a gallo en el botijo sin derramar el agua.

Los pares, Luciferina cierra la puerta y folla veinticuatro horas con el loco de su marido.

Los vecinos no dan crédito a esa unión. Uno de ellos, un viejo marino irlandés venido a menos, al que le falta un ojo (que perdió cuando una noche de fin de año le abrieron una botella de cava demasiado cerca) y una pierna de madera (que perdió una noche de tormenta, porque le cayó un rayo y se la quemó), llamado Nicholas O'Halloran, resume con la sabiduría de la demencia senil:

- Hay que estar loco para casarse con esa tipa. Estar loco, o ser rematadamente tonto.

Naturalmente, tiene razón.

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