Nicholas O'Halloran

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Conversaciones de Oxford

I

Lo cierto es que, para qué vamos a decir una cosa por la otra, no nos interesaba a nadie. Pero allí seguía ella, comentando entre divertida e indignada, su última experiencia con un hombre. Una cita a ciegas, a la vieja usanza, pero mediada por los medios tecnológicos de moda: internet, telefonía móvil... Ella era así, qué le vamos a hacer.

Era o sigue siendo, porque lo cierto es que lo segundo no lo sé, que hace tiempo que le perdí la pista. Pero en aquella época era así, sin duda. Le gustaba el riesgo, le daba morbo lo desconocido. Nunca decía que no a una oferta que se saliera de lo común. Claro que así le iba, por otro lado. Con sus treinta y dos años, justo en la media de edad del grupo, conocía a media comunidad de cibernautas de Valencia capital (y eran muchos). Y, posiblemente, a la comunidad total de ciberimpresentables, que lo eran tanto ciber como reales.

Aquella cita a ciegas que nos comentaba entre indignada y divertida, había sido con un perteneciente a ambas comunidades. Resultó que el tipo en cuestión (quién lo iba a pensar) sólo quería sexo. Así que se presentó en el local donde se habían citado, con las llaves de una habitación de hostal en la mano y, según nos decía, una clara necesidad de cariño, afecto y muchas más cosas, entre las piernas. Ella no le acompañó. Y no porque fuera puritana o pacata, que a más de uno se los había llevado a la cama sin apenas verlo más de unas horas y muchas más copas. Lo que no le gustó de aquél fue la forma de actuar. Aquel llegar directo, como si los dos estuvieran igual de necesitados, o "como si fuera una cualquiera", en sus palabras. Bueno, una cualquiera era, a fin de cuentas, puesto que no se conocían más que por algunas líneas de texto intercambiadas entre sus ordenadores. Ni siquiera entre ellos. Pero eso no le entraba en la cabeza. Estaba convencida, y hasta puntos insospechados, que cuando aparecía en su monitor una línea del tipo

<Paco te dice: > Acaricio tu muslo, despacio, despacio, subiendo lento...

realmente el tal Paco estaba realizando tal práctica táctil. Ella, realmente, sentía la mano de Paco por su muslo, despacio, despacio, subiendo lento. Ella, realmente, experimentaba las sensaciones que la mano de cualquier otro Paco real le hubiera provocado en ese muslo, con su acariciar despacio, despacio, subiendo lento. Y eso, por no hablar de cuando la conversación se ponía más directa, más genital. Realmente disfrutaba con aquello. Ya lo dije, ella era así, qué le vamos a hacer. Y por no hablar de cuando esas palabras eran dichas y no escritas, a través del teléfono.

Pero no nos interesaba a nadie, a ninguno de los que estábamos compartiendo aquella copa a altas horas de la madrugada con ella, en el bar de siempre. Quizá si hubiera sido la primera vez que nos comentaba aquello, nos hubiera llamado la atención. Incluso hubiéramos hecho alguna pregunta. La primera vez siempre es especial, por lo desconocido que llega a saberse, por lo oscuro sobre lo que se hace la luz. Pero no era la primera, ni la segunda ni, casi seguro, la última. Le gustaba aquello.

No nos interesaba pero, en el fondo, nos preocupaba. Nos daba miedo que algún día pudiera tener una mala experiencia, pudiera topar con algún psicótico Blas grandes ciudades están llenas de ellos- y no pudiera contárnoslo, aunque no nos interesaba, compartiendo unas copas. En el fondo, y ya personalmente, me hacía sentir un poco responsable de aquellas idas y venidas medio ficticias medio reales. Cuando estuvo conmigo, esas cosas no las hacía. Pero habían pasado ya un par de años desde que dejamos de ser pareja y, en definitiva, nadie me garantizaba que no lo hubiera hecho igual aunque hubiera seguido a mi lado. Aunque quizá si hubiéramos estado juntos, Lucía no tendría que ir por ahí buscando esa forma de satisfacción tan moderna y tan peligrosa. Bien mirado, también es peligroso el trabar contacto con la gente sin necesidad de cachivaches de por medio. Los psicóticos son legión. Pero no por eso dejaba de sentirme menos responsable.

Daba la casualidad de que, por aquel entonces, yo tampoco tenía una pareja estable. Pero nunca me había atraído demasiado la idea de meterme en ese mundo paralelo de cables y placas de silicio a la busca y captura de la que quizá podría ser mi media naranja. Obviamente, la idea de utilizarlo como medio de encontrar parejas ocasionales, al estilo de Lucía, si que me había pasado por la cabeza alguna vez. Sobretodo cuando ella comentaba sus experiencias buenas. Entonces me hacía recordar que esas mismas experiencias las tuve yo con ella y, qué demonios, ahora no las tenía con tanta frecuencia ni, en honor a la verdad y a Lucía, con la misma intensidad. Pero eran momentos en los que venía la libido a hacer su ronda. Cuando se marchaba, ya no pensaba en ello.

Y no pensé en ello, curiosamente, hasta el día después de aquella conversación que no nos interesaba a ninguno, pero que se llevó a cabo. El inconsciente es una grabadora de datos fantástica. Casi sin darnos cuenta vamos metiendo en nuestra memoria una multitud de datos que se quedan allí, esperando. Y en el momento menos pensado afloran, la mayoría de veces sin saber de dónde vienen. Pero a mí me afloraron a la mañana siguiente a aquella conversación, lo que me llevó a responsabilizar de tal surgimiento a una fenomenal resaca que, para mi desgracia, también afloró.

Obviamente, tal como tenía el cuerpo, no corrí presuroso a buscar una sesión de ciberonanismo (que es por donde se empieza, según comentaba Lucía). Pero sí que estuve pensando en la posibilidad de correr presuroso algún otro día. A fin de cuentas, no es más que otro modo de relación interpersonal. Incluso tiene sus ventajas, porque la interrelación, el cara a cara, se omite o se niega. Así, lo que suceda desde tu pantalla hacia ti sólo a ti te incumbe. Puedes hurgarte la nariz, sacarte pelusilla del ombligo, beber una cerveza, fumar un cigarrillo sin tener que oír el "¿Lo apagas? Es que molesta", oír música sin necesidad de que coincidan los gustos... Ventajas, ventajas, ventajas... Y después, si las cosas van bien y encuentro a alguna que sea como Lucía, siempre cabe la posibilidad de una interacción más íntima y personal, de cuerpo y carne y sudor. En definitiva, que la idea empezaba a atraerme, más por el lado que tenía de golfería que por la idea de encontrar una media naranja con la que sentar la cabeza y crear una familia. Podría ser divertido, pensaba, inventar varias personalidades. Actuar con cada una de ellas de forma totalmente distinta, como si fuera realmente un transtornado, o un trasunto del doctor Jeckyll y su Hyde. Tendría gracia. Pero, como ya he dicho, no corrí presuroso aquel día, aunque pensé en la posibilidad de hacerlo otro día.

Ese otro día en el que pensé tardó en llegar. Es curioso cómo la realidad, el mundo de carne y hueso, en definitiva, puede convertirse en acicate para salir de él y buscar construir otra realidad paralela o virtual en la que encontrar aquello que no encontramos en lo que sí es, quizá porque no exista en ese mundo o quizá por no ser muy duchos en la búsqueda. Mi entrada en el mundo ciberconstruído estuvo provocada justamente por ese mundo real que se convirtió en un momento dado en rampa de lanzamiento. No es que mi experiencia del mundo fuera traumática o patética, o al menos no tanto como para buscar refugio en otro mundo fabricado según mis ideas o intereses. Fue únicamente que ese mundo que me era dado no me proporcionaba aquello que busqué sin encontrar. Por decirlo claro, una noche de copas fracasé miserablemente en conseguir una compañía que se prorrogara más allá de la penúltima copa en el último bar. No por falta de oportunidad, pues había salido con una amiga del trabajo - yo quería convertirla aquella misma noche en algo más-, que finalmente no compartía mis mismos intereses. Supongo que es difícil leer en los otros lo que buscan en uno mismo o en lo que uno mismo les puede proporcionar. Porque estaba seguro de que teníamos los mismos intereses cuando la cité aquella misma tarde. Aceptó sin hacer demasiadas preguntas. Cenamos en un restaurante lo suficientemente pequeño y familiar para que el intimismo se viese favorecido y, al mismo tiempo, con el nivel culinario y de servicio necesario para sentirse a gusto. Pero no cuajó la noche, qué le vamos a hacer, esas cosas pasan, y acabé dejándola en la puerta de su casa sobre las cuatro menos cuarto de la mañana, y llegando a la mía, solo, sobre las cuatro y cuarto.

El verme entrar solo en la casa, después de haber planeado hacerlo en compañía -la cubitera recién limpiada, el hielo listo en el congelador, una buena botella de whisky (que sabía que a ella le gustaba) al alcance de la mano y la vista en la vitrina que hacía las veces de mueble bar, sábanas limpias, todo ordenado, en fin, todo preparado en condiciones-, reflejado en mi soledad por el enorme espejo de pared que presidía mi recibidor, fue un tanto frustrante. En ese mismo momento de verme a mí mismo como reflejo solitario frente a mí, me apareció en la cabeza la imagen de Lucía, posiblemente esa noche acompañada por uno de esos amantes de corta estancia con los que solía estar. Y me decidí.

Pensándolo ahora, creo que si no hubiera habido buen vino que regara la cena y unas generosas copas tras ella, no lo habría hecho. Pero el caso es que aquella noche hubo buen vino regando la cena, y generosas copas tras ella. Así que me dirigí, tras quitarme el abrigo y la chaqueta, a la habitación donde tenía mi lugar de trabajo, mis libros y mi ordenador, y encendí.

El servicio de mensajería electrónica que utilizaba para mantener el contacto con algunos colaboradores habituales, tenía un servicio de chat. Lucía lo utilizaba con bastante frecuencia, así que pensé que sería una posible opción. Lo activé y, pese a lo avanzado de la hora, comprobé que había mucha gente conectada. Busqué los salones con nombres de marcado contenido sexual, elegí uno de los que más miembros tenían en ese momento, y entré en él.


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