Nicholas O'Halloran

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Carmen

PRIMERO

- Así que finalmente trataba de eso, ¿no? Bueno, siempre es la misma historia, entonces. Tanto dar por culo con que si sí o que si no, y al final estamos siempre en las mismas. Muy bien, tía, tampoco es cuestión de montar aquí un puto numerito. Pero acuérdate de esto: cuando estés jodida, cuando estés realmente jodida, no pienso mover un puto dedo para ayudarte. ¿Me has oído? Ni un jodido puto dedo.

Si le oyó o no, no lo sabía. Ella movió la cabeza de un modo mecánico, automático. Iba demasiado drogada como para enterarse de aquella parrafada. Seguía allí, sentada con las piernas separadas, la cabeza entre los brazos apoyados sobre la mesa. Vale. ¿Y qué pasa si siempre era la misma historia? Era su historia... ¿por qué carajo no le tienen que dejar vivirla como pueda? Ni siquiera le habían pedido permiso para meterse en su vida.

Él salió del bar hecho una furia, golpeando la puerta y empujando con el codo a otra chica que estaba al lado de la entrada en ese momento. Sólo era otro más, otro de los varios que ya habían pasado por aquel hotel en el que parecía haberse convertido. Llegaban, estaban una temporada, y se marchaban. Algunos incluso pagaban la cuenta, pero no todos. Éste, al menos, la había pagado. Ella estaba moderadamente feliz por ello.

- Te toca, Carmen... Venga, tía, muévete...

Sintió la mano grande del gerente tomarle del codo y ponerla en pie. Fue arrastrándose como pudo hacia detrás del escenario. Se lavó un poco la cara, y se repintó con la soltura de quién lo ha hecho ya miles de veces, o millones.

Alguien le había dicho que fuera estaba empezando a caer un aguacero, así que la noche se preveía tranquila. Cuando llueve, la gente prefiere quedarse en casa, con la familia, antes que salir y llegar empapados al local, a la caza de algo de compañía, un cuerpo que de algo de calor a sus frías vidas. Porque eso eran ellas: estufas. Estufas para hombres fríos, y fríos de muerte. Si la vida no estuviera llena de muertos, ella no habría podido vivirla.

Salió a aquel escenario una noche más, a balancearse mientras se quitaba la ropa, a agarrarse a aquella barra de metal y contonearse como si se la estuviera follando. Se trataba de calentar al personal, de tratar de conseguir que alguno de ellos acabara entre los brazos de alguna de las chicas, dejando buenos ingresos en el local.

Buscó con la mirada alguno que le pudiera interesar. Ellos creían que elegían a la chica que más le gustaba, pero ellas elegían primero. Si te tienen que abrir, lo mejor es que lo haga uno que no te de demasiado asco. El asco estaba siempre presente, pero no había otro remedio. Del mal, el menor, solían decir las chicas.

De un vistazo, mientras comenzaba a moverse, supo que aquella noche iba a ser demasiado asquerosa. Necesitaría un buen pelotazo para soportarla. No había más que babosos, gordos y calvos. Solía ser mejor el fin de semana, porque acudían grupos enteros de despedida de solteros, y con un poco de suerte se quedaba con algún chico joven. De vez en cuando, a ese chico le entraban remordimientos, y trataba de compensarla extralaboralmente, con algún regalo o al menos algo de conversación. Era una especie de prima que recibía por un trabajo bien hecho. Pero entre semana no había demasiado donde elegir.

Tenía que concentrarse en aquella barra y en aquel público, eternamente distante hasta que llegaba el momento de acercarse. Entonces se hacían presentes, con todo lo que ello comportaba de piel y de sudor, de saliva y de manos tocando poco cariñosamente un cuerpo que sabían ajeno pero a la vez propio, porque iban a pagar por poseerlo, aunque fuera tan sólo un lapso de tiempo tan fugaz que no dejara señal alguna en sus vidas. Porque de eso se trataba: de un solo momento, de un acto del que no quedara más secuela ni testigo que un vacío en la billetera.

El jefe no toleraba el verlas de piernas cruzadas, así que se decantó por un individuo de mediana edad, que no llegaría a los ochenta kilos, apoyado en la barra. No hay nada más desgradable que tener encima una enorme masa de carne. Comenzó buscándole con la mirada, y cuando consiguió coincidir con sus ojos, le dedicó todo el número, mirándole en los momentos en que ella sabía que mayor sería su excitación. Aquél caería. Seguro.

Paró la música y recogió su ropa, dejó el escenario y se medio vistió, para dejar al aire todo lo posible. Por supuesto, dejó abandonada la ropa interior. Ahora no interesaba.

Mientras caminaba hacia su objetivo, un rollizo brazo enorme la tomo de la cintura y se la sentó encima. Mierda. Ahora tocaría cumplir con aquél. Pidió auxilio con la mirada al hombre de la barra, pero leyó en sus ojos el "mala suerte, otro día será".

Tenía la lengua del obeso en la oreja, mientras murmuraba cosas del tipo "¿no quieres estar con un hombre de verdad? Puedo dejarte tan rota que no te sentarás en una buena temporada...".

- Apuesto que sí... - le dijo mientras tanteaba con la mano su bragueta. Aquel tipo estaba preparado. Con un poco de suerte, en veinte minutos habría terminado. - ¿No me invitas a un trago, cielo? El bourbon con ginger-ale consigue ponerme muy, muy cachonda, ¿sabes?

- Lo que quieras, reina.

Basto un gesto a la barra para que al momento llegara una chica con cubatas.

- Yo no he pedido nada, nena.

- No me gusta beber sola. - Volvió a fregar la bragueta del tipo. - Tampoco me gusta estar sola en la cama...

Aquel fulano se tragó el bourbon con una rapidez pasmosa. Iba ya un poco tocado, porque no era su primera copa de la noche. Con un poco de suerte, se le podría sacar una buena pasta.

Apuró su combinado, reservando el último trago para pasárselo a él con un beso.

- Vamos a coger una botella de champagne... y nos vamos dentro a jugar con ella. ¿Te apetece?

- Por supuesto, nenita...

La botella de Möet Chandon llegó veloz, al tiempo que ella se ponía de pie, y se alisaba la falda. El gordo le metió la mano por debajo, tocándole el culo, buscando con los dedos la entrepierna. Tuvo que girarse con paciencia.

- Tranquilo, cariño... aquí es ilegal... No te pongas nervioso.

Le condujo hasta los reservados, entrando en el 5. Era el suyo. Cada chica tenía uno y, para que se sintiera más cómoda, le permitían decorarlo a su gusto, dentro de los límites del local.

Un enorme sofá rojo dominaba la pequeña estancia que se comunicaba con el dormitorio por una puertecita. Una mesita con una lámpara y algunos cuadros eróticos completaban el mobiliario del cuartito. La estrategia era tratar de emborrachar tanto al tío que no estuviera en condiciones de pasar al dormitorio. Con una buena conversación y generosas dosis de alcohol, podía solucionarse todo con una felación. Pero aquel fulano controlaba demasiado el tema.

- Vamos, nena, que ya no aguanto más...

Se dirigió directamente hacia la puertecita lateral. Trató de abrirla, pero estaba cerrada. Ella trató de sentarlo en el sofá.

- Venga, abre la puerta. Sabes lo que quiero, ¿verdad?

Metió la mano en el escote, y comenzó a apretar los pechos con fuerza. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar por el dolor.

- Tranquilo, toro bravo...

Buscó en un pequeño joyero que tenía sobre la mesita la llave del dormitorio. Abrió la puerta, y él la metió dentro, tumbándola sobre la cama. Comenzó a quitarse los pantalones.

- Ahora vas a saber lo que es un hombre de verdad... Mira que polla más buena traigo...

Estaba realmente excitado. Tenía la polla enorme y dura, orgullosa, con un capullo púrpura que palpitaba de necesidad.

Ella se acercó y la cogió con una mano. Se puso de rodillas frente a él, y se la metió en la boca. Estaba caliente y sudada cuando comenzó a trabajarla con la lengua.

Las enormes manos de aquel tipejo se posaron sobre su cabeza, enredándose en su cabello. Se cerraron como un casco en torno a ella, mientras la acercaban más todavía a su entrepierna.

- Así me gusta... toda entera, nena... No dejes nada por comer.

Con la mano iba subiendo y bajando la piel de aquel enorme pene, mientras lo lubricaba con la lengua para que resbalase mejor. El tío comenzaba a respirar entrecortadamente.

Le masturbaba con dureza, mientras acariciaba aquellos huevos, los lamía, se los metía en la boca.

- Quiero que trabajes aquí, putita - y volviendo a cogerle la cabeza, la volvió a penetrar oralmente.

Estaba a punto de correrse, y ella lo sabía. Aumentó el ritmo de la mano, mientras la movía a uno y otro lado. Al poco rato, tenía la boca llena de semen.

Lo soltó encima de la polla de aquel tío, mientras no paraba de cascársela. Era el primer acto. Ahora comenzarían con la botella, a ver si aquel fulano se pillaba el pedo y se largaba.

Algunas veces, a tipos muy borrachos, les había cobrado servicios no prestados. Igual les hacía un francés y les cobraba un completo: iban tan mal que no solían enterarse de la mitad de la película. Pero era una práctica arriesgada, porque si el tío se daba cuenta, podía haber problemas. Usualmente, la casa siempre defendía al cliente, y nunca a las chicas. Un par de veces el jefe había dejado irse al cliente sin pagar. Después, lo que no cobró en dinero, se lo cobraba en golpes.

Sentó al tipo aquel en la cama, mientras se desnudaba despacio, con sensualidad, tocándose aquí y allá mientras él descorchaba el champán.

- Ven aquí.

Ella estaba ya completamente desnuda. Se puso de rodillas encima de la boca del tío, apoyando su sexo en aquellos labios. Cogió la botella de champán y comenzó a tirarla entre sus pechos, recorriendo el champán todo su cuerpo hasta empapar su vello púbico. Aquel fulano sorbía con un ruído asqueroso el champán que llegaba hasta allí. Tiró dos o tres veces el champán, antes de dar un buen sorbo y pasárselo a aquel tío con un beso. Sintió como su lengua tocaba la de él, que la rodeaba y la exploraba con locura.

Qué diferente era aquello de cuando lo hacía fuera del trabajo. Le era imposible calentarse en aquel dormitorio, con aquellos tipos usualmente amargados que sólo querían metérsela dentro, correrse un par de veces, y pirarse luego. No habían caricias, no había excitación: sólo sexo.

Puso champán en un par de copas, y le ofreció una a aquel hombre. Ella apuró su copa, reteniendo el líquido para soltarlo espacio sobre la entrepierna del tío. Él iba bebiendo despacio la suya, concentrado en la boca que jugaba con su sexo.

Todavía estaba blando, y eso era bueno. Con suerte, si conseguía hacerle beber lo suficiente, tardaría tanto en conseguir otra erección que se largaría sin más. Llenó de nuevo su copa y se la dio a beber de un sorbo al cliente. No pudo beber tan deprisa, y le cayó champán por la comisura de los labios. Ella limpió el excedente con su lengua.

Los ojos del tipo estaban ya bastante rojos. Era buena señal. Estaba comenzando a sentir los sopores del alcohol. Posiblemente no faltara mucho para que decidiera irse a dormirla. Para hacer tiempo, comenzó a jugar con la botella, pasándosela por el sexo, restregándola contra el pene del tío, antes de pasarla por su propia entrepierna.

- Nena...

La voz era ya pastosa. Estaba a punto de caer, seguro. Aparte del Möet, estaba el tranquilizante que ponían en las botellas, con una jeringuilla, a través del tapón de corcho. Estaba a punto de caer... iba a caer, fijo.

- ... se me va haciendo tarde, ¿sabes?

- Cariño... tu cosa no crece... Quiero verla enorme antes de que te vayas. Quiero metérmela hasta el fondo...

Mientras hablaba, frotaba con la mano el aparato del tío, comprobando que aquello estaba blando, y que no iba a endurecerse en bastante tiempo.

- Lo siento, nena... Tendrás que esperar a otro día para que te folle un auténtico hombre.

¡Perfecto!

- Vamos, torito mío... Puedes hacerlo... Necesito que lo hagas... Necesito que un verdadero hombre me haga correrme como nunca me he corrido...

- Sé que puedo hacerlo, nena... claro que puedo. Pero no tengo tiempo... Si tuviera tiempo, ibas a gritar como jamás has gritado... Te iba a doler como si fueras virgen, putita...

"Sí, seguro que sí", pensó. No recordaba si le dolió perder la virginidad, pero estaba segura de que ningún gordo baboso la iba a llevar al orgasmo.

- Dime cuánto te debo, putita.

Era el momento. ¿Hinchaba precios? Aún no tenía los ojos demasiado rojos. Ese tío todavía controlaba bastante. No valía la pena arriesgarse.

- Vamos a ver... Los cubatas, el champán, un francés completo y la media hora que llevamos juntos... serán doscientos, torito...

Mientras iba haciendo la cuenta, aquel tipo ya se había vestido.

- Un poco cara me sales, putita...

- ¿Acaso no te has corrido? ¿No te lo he hecho bien? Si quieres precios populares, búscate una puta de calle, no a mí.

- Así me gustas, nena... peleona. Toma - alargó tres billetes de cien-. Lo que sobra te lo quedas tú, y te vienes conmigo... y seguimos en mi casa.

- Lo siento, torito... Estoy trabajando, recuerdas...

Le devolvió el billete sobrante después de pasársel por el sexo. "Este billete, de recuerdo", le dijo. ¡Maldita sea! Aquel fulano estaba podrido de pasta. Tenía que haberle pedido más... posiblemente lo hubiera pagado sin rechistar.

Cuando el tipo se largo, arregló el cuarto y se vistió de nuevo, cambiándose el vestido por uno un poco más largo, de una sola pieza, negro.

Salió del cuartito y buscó al gerente.

- Oye, Carmen... el fulano aquél ha preguntado por ti - le dijo el gerente señalándole al tipo de la barra.

- Ya he acabado por hoy... Llevo tres tíos, y no quiero un cuarto. Aquí tienes los doscientos de éste último.

- Venga, tía... tirátelo. No quiere ninguna otra chica. Si te lo tiras, en vez de cincuenta, te llevas cien.

- Que se haga una paja si tantas ganas tiene. Yo hago tres números y me pillo a tres tíos. Ese es el trato. Y sabes que funciono bien, que rindo...

- ¡Eh! Claro que lo sé, Carmen... - le pasó una mano por el talle-. Recuerda quién te hizo la prueba de acceso... Eres nuestra estrella, y lo sabes. Pero es sólo un pobre imbécil. Carla ya se ha ocupado de dejártelo bien. Está tan borracho, que no creo ni que se empalme.

- Entonces ya le has sacado una pasta en cubatas. No te quejes. Además, si hoy no me lo follo, igual vuelva otro día a probar suerte, ¿no crees?

Dejó al gerente con la palabra en la boca, porque comenzó a caminar hacia la puerta. Cuando pasó a la altura del tipo de la barra, se le acercó, metiéndole la mano en la entrepierna. Absolutamente blanda.

- Cariño, otro día te haré feliz, ¿quieres?

- Mmsssí - balbuceó.

Iba realmente borracho. Le podría haber sacado fácilmente los trescientos. Pero tampoco era cuestión de volver a empezar otra vez. Eran casi las cinco y media de la mañana, y estaba bastante cansada.

Necesitaba otra ralla, así que se metió en el lavabo. El gerente sabía de sobra que todas las chicas tomaban algo. La que no se metía coca, se metía jaco. Pero no les dejaba tomar la droga en los cuartitos. Si las pillaban consumiendo, el local no quería tener nada que ver. El aseo era un lugar público, así que no se podría vincular el consumo allí con el local.

***

Faltaba aún hora y media para el amanecer. Cuando comenzó a trabajar en el local, algunos días salía cuando el sol ya estaba fuera, incluso cuando ya estaba alto. Fueron momentos duros, de muchas horas de trabajo. Pero era mejor que estar en la calle. El gerente no era mejor que ningún otro chulo, pero pegaba menos y pagaba mejor. De vez en cuando se aliviaba con cualquiera de las chicas. A fin de cuentas, no dejaba de ser uno más: aquello no era tan grave.

Había ido aprendiendo los entresijos de la profesión en aquel local. Cuando comenzó, al tirarla su padre de casa al acabar el instituto, como no tenía ni un céntimo, compaginaba trabajos temporales como repartir publicidad o realizar encuestas, con hacer la calle por las noches. Aquello no podía durar demasiado, porque estaba las veinticuatro horas del día en acción. Fue entonces cuando comenzó con las drogas, para poder aguantar de pie.

Posteriormente, dejó los trabajos diurnos para centrarse en la prostitución, porque le dejaba más dinero. Cambió de chulo cuatro o cinco veces, hasta que conoció al gerente. Éste le propuso trabajar en el local y, aunque entró de camarera, poco a poco se había conseguido situar como uno de los números fuertes de la noche.

Nunca había pensado con ser artista, pero aquello le gustaba. Pensaba que no bailaba del todo mal, y que si tenía suerte, algún día podría dejar el local y trabajar en algún teatro, o en alguna compañía. Qué diferentes habían sido siempre sus sueños. Se veía de pequeña como un científico: físico o biólogo. Le gustaba la ciencia, y ahora que tenía algo de tiempo libre, trataba de estar al tanto de los adelantos científicos, leyendo revistas como el Muy Interesante o el Newton. A fin de cuentas, trabajar como puta en aquel local daba unos ingresos bastante buenos para poder tranquilizar un poco la existencia. Pero no era un trabajo fácil: seguía necesitando de la coca para soportarlo.

Vivía a unos diez minutos del club. Las calles del centro eran estrechas y retorcidas, típicas del trazado medieval de la parte antigua de la ciudad. Aunque las obras de urbanización que había emprendido el Ayuntamiento habían sembrado de farolas las calles, aún quedaba algún tramo lo bastante oscuro como para temer posibles atracos. Pero aquello ya no le asustaba: eran demasiados días (demasiadas noches) las que había realizado aquél recorrido como para temer que de una esquina saliera un navajero. Todo lo más, algún gato callejero o algún yonqui demasiado puesto como para representar un peligro. Sin embargo, y por si acaso, siempre llevaba en el bolso una navaja. Su dinero no era fácil de ganar, y no estaba dispuesta a dárselo al primer energúmeno que se le cruzara.

Antes, cuando vivía en las afueras, solía ir en coche. Pero eso fue antes de mudarse, y antes del accidente. Cambió de casa y se quedó sin coche. También se quedó sin él, pero prefería no recordarlo demasiado a menudo. Cuando tu vida nunca ha sido de color de rosa, los momentos más gratos se intentan olvidar para no amargarte demasiado con la realidad en la que vives. Él llegó, estuvo con ella y se marchó. Eso era todo. Eso tenía que ser todo. Sólo había sido uno más. Pero fue el único que se marchó para siempre.

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