Victimización escritural
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Los héroes anónimos del Palacio de Justicia

Ensayo sobre la victimización escritural.

Difícil tarea me incumbe abordar al intentar ser metodológicamente organizado con la desorganización. Y cuando habo de desorganización, me estoy refiriendo al actual sistema de justicia, o bien al desarrollo del proceso penal en concreto.

He de referirme aquí a algunas de las tantas deficiencias. alguna materiales, otras funcionales, inherentes y derivadas del sistema; las cuales de una u otra manera inevitablemente victimizan a los actores directos e indirectos del drama penal.

A fin de lograr el objetivo apuntado en el párrafo anterior, intentaré basarme primordialmente en la experiencia recogida en mis pocos aunque fructíferos años como empleado del Poder Judicial de la Nación, experiencias tan loables, o mejor dicho complementarias, de cualquier tipo de conocimiento teórico al respecto. En tal sentido, dice el proverbio latino, "nulla sapientia sine experientia",

Falencias materiales y sus proyecciones victimizantes.

No es novedosa la carencia de recursos económicos que el Poder Judicial de la Nación, entre otras tantas áreas de relevancia vital para la satisfacción de necesidades básica -la justicia lo es- que la población, padece. Sea por escasez de fondos o por falta de una apta administración de lo provenientes del presupuesto nacional, lo cierto es que las consecuencias resultan inevitables y saltan a la vista aun para el más distraído de los observadores.

Las oficinas que componen cada una de las Secretarías de los Juzgados Penales de esta Capital Federal resultan pequeños y ruidosos depósitos de abundante polvillo, no apta para personas hiperalérgicas, en donde conviven los hacinados empleados con una ingente cantidad de papeles, causas bien y mal archivadas, ropa ya pasada de moda, documentación que jamás será recuperada, dinero que perderá vigencia con el transcurso del tiempo, drogas que cada vez emanan más olor, armas de todo tipo, televisores a los que cada cuatro años se les saca el polvillo para ver los mundiales de fútbol, efectos incautados en allanamientos y una interminable lista de objetos, más extraños y "olvidados".

Esta desordenada situación constituye un atentado cotidiano al espacio vital del que toda persona debe gozar y en este sentido, a cada uno de los empleados de los diversos juzgados, verdaderos "jueces enanos" -como nos calificaba humorísticamente un profesor de la Universidad de Buenos Aires, le repercute sobremanera en su colosal tarea diaria.

Todavía recuerdo sendas visitas de estudiantes de derecho norteamericanos y europeos por los tribunales de esta ciudad, observándonos con una mezcla de compasión y sorpresa tal que me hicieron dudar si el objetivo jurídico de su visita no encubría o disimulaba en realidad un fin antropológico.

Con esta situación de carencia y asfixia espacial los jueces, funcionario y empleados del Poder Judicial, mal acostumbrados a ello, debemos encarar día a día nuestra diaria labor, no sorprendiéndonos ya cuando en el año 1996 hubo una prolongada escasez de hojas membretadas; o bien cuando muchos empleados llevan sus computadoras personales al trabajo por falta de máquinas para todos ellos; o bien ante la existencia de numerosa cantidad de meritorios (1) -empleados "ad honorem". a los que si bien no se les paga, se les exige, en muchos casos, aún ,más que a cualquier otro empleado la realización de las tareas más diversas, no gozando, en contra de la legislación vigente actual, de ningún beneficio laboral; o en su caso ante las interminables jornadas laborales que exceden sobremanera el horario exigible, sin el pago de horas extras; o yendo aún más lejos en esta incompleta lista de carencias primermundistas, la falta de escritorios o espacios físicos concretos para algunos de los empleados, sobre todo para los pseudo empleados, es decir loas meritorios, lo que trae aparejado un deambular fantasmagórico de muchos de ellos.

Este panorama no demasiado optimista , sumado a la descomunal y, lo que es peor, creciente cantidad de trabajo, arrincona en una inevitable encrucijada tanto a los jueces, funcionarios y empleados judiciales como así también a los actores directos del drama penal, víctima y victimario, de tal forma que todos, más allá del sitial que ocupen, revisten una categoría común: son "víctimas colectivas del sistema penal" (según la tipología de Neuman), característica a la que le añadiría la calidad de consentidoras en mayor o menor grado.

El sistema de justicia escritural y sus personajes.

El perverso panorama, en grande rasgos ante expuesto, victimiza. Lo que sigue intenta mostrar el perfil de personalidad genérico de los principales actores del sistema penal y sus derivaciones victimizantes.

Los jueces, ubicados en la pirámide de la escala jerárquica, resultan ser, en la mayoría de los casos, cansados caminantes de un sinuoso y empedrado camino, en el que han padecido tantos accidentes, desventuras y constantes desilusiones que agradecen desde su bien ganado y cómodo sillón, haber llegado enteros (o casi enteros) a la meta. Es lógico que el camino los ha ya endurecido de tal manera que su capacidad de asombro rara vez conmueve y su escepticismo es tal que guardan pocas ilusiones o lo que es peor, ni siquiera imaginan cambios que tiendan a mejorar el actual sistema de justicia.
Los expuesto no resulta una descripción crítica hacia la actitud de los magistrados, sino todo lo contrario, una comprensiva y considerada descripción de la realidad de un sistema que lleva en la gran mayoría de los casos a los inevitables "resultados de actitud" narrados, una ineludible "cadena de opacidad".
"No pidamos demasiado del hombre, pues este no es ni absolutamente libre, ni absolutamente predeterminado; su libertad interior se encuentra siempre limitada por las circunstancias del exterior. Hay que ser considerados", enseñada haya ya más de setecientos años Ibn-Hamdim, El Coturbi (Averroes, n. 1126 - f. 1198).
De mirada apagada y rostro adusto, este "especie" aprendió a convivir con la decadencia constante de tal manera que ella se convirtió en un cotidiano método de trabajo. De ahí que en la generalidad de los casos se tienda más que a impartir justicia a acomodarse lo mejor posible en el tambaleante iceberg que flota en los mares de los ideales olvidados.

Los funcionarios judiciales, léase secretarios y prosecretarios, ocupan un lugar intermedio en la evolución burocratizante, ni tan utópicos como los demás empleados, ni tan desilusionados como los jueces, ocupan un sitio clave en el sistema de justicia y es sobre sus hombros que pesa, en la generalidad de los casos, la estrategia de trabajo a emprender, calificativo bélico de acertada aplicación.
Deben asumir frecuentemente la realización de tareas que por ley sólo le deberían corresponder al juez (redacción de sentencias, toma de declaraciones indagatorias, etc.), soportando las consecuencias de las mismas aunque nunca disfrutando de los beneficios.
Responsables de dar la cara en segunda instancia (luego de los empleados de menor jerarquía de mesa de entradas), deben responder por magistrados casi siempre ausentes que, sin embargo, no sabrán perdonar el más pequeños de sus errores.

Los demás empleados de jerarquía menor -entre los que me incluyo- todavía guardan esa veta de esperanza de cambio propia de la edad, aún sin poseer demasiados fundamentos fácticos para creer en él.
Relegando gran cantidad de horas de otras actividades tan necesarias como el diario trabajo, asisten día a día a tal cantidad de labores que el finalizar la jornada les queda la amarga sensación de "haber hecho mucho pero no haber hecho nada". El problema radica en que lo suficiente resulta de imposible cumplimiento para una sola persona y lo que es peor, bajo la frustración que genera lo imposible, se subsume la problemática de los actores directos del drama penal que en silencio esperan.
Alienados por el volumen de trabajo, concurren diariamente cuando asoma el sol, retirándose de las oficinas cuando ya casi se está escondiendo, tratando de sostener a duras penas un sistema que desborda por donde se lo mire. Desborde que se halla potenciado ante la carencia de ideas y, lo que resulta más decisivo aún, ante la falta de una decisión política firme en tal sentido.

Todas estas víctimas, a las que podríamos calificad de víctimas laborales, con sus rasgos particulares ya esbozados, poseen sin embargo características comunes derivadas del sistema del que forman parte.

  1. La más pronunciada de ellas es la que he de denominar la formación paulatina de la mente del burócrata, patología que consiste en la pérdida progresiva del "horizonte de proyección de trabajo" tornando (aunque no introyectando) los problemas de los actores directos de drama penal como problemas propios,
    De ahí que como premisa psicológica básica, "el problema" debe ser "resuelto" eliminándolo. Ello implica muy frecuentemente finalizar apresuradamente la causa cuando, lo que procesalmente correspondería, siguiendo el terco e hipócrita principio de legalidad, sería continuar con la investigación inconclusa.
    Esta actitud, cierta y fácilmente comprobable empíricamente tiene su explicación. Actores directos e indirectos del conflicto penal resultan ser víctimas de un mismo sistema cuyas aguas desbordan y que en la actualidad no resulta ser más que una caza discriminada de personas con una vetusta y agujereada red.
    Recuerdo todavía cuando una señora de avanzada edad reprochaba al personal de mesa de entradas, dado que no sólo no le dejaban tener acceso a la causa que le interesaba (por no revestir ella el carácter de parte), sino que también debieron informarle que el juez había resuelto desestimas su denuncia por inexistencia de delito. Me aproximé hacia ella y luego de oírla con extremada paciencia, le contesté para el asombro de todos los presentes: "Señora, lo que usted debe comprender es que el derecho penal no le va a solucionar su problema, es más, en general a nadie le soluciona nada, apenas si lo enmienda cuando puede". Sin contestarme nada, con una mezcla de impotencia y entendimiento , se retiró sin siquiera decirme buenos días en un gesto de absoluta y comprensible sinceridad e impotencia.

  2. La segunda de las características en común es el acostumbramiento a la mediocridad y a la falta de medios.
    En esta característica se puede encontrar la clave que me permitió, párrafos antes, calificar de consentidoras a estas que denominé víctimas colectivas laborales.
    Entiendo que gran parte de las miserias del proceso penal podrían subsanarse o bien tender a ello, si no padeciésemos del síndrome antes mencionado. En este punto resulta clave la actitud que los jueces deben asumir, no de sumisión hacia el poder político -por razones por todos conocidas- sino un verdadero ejercicio de sus facultades como poder "independiente" de los dos restantes.
    Sabemos de todas maneras que muchos de ellos "...difícilmente se insurjan pues parecen más atentos a sus posibles ascensos que al hecho abrumador de vulnerar leyes fundamentales..." como señalara Neuman en su obra Victimología y control social, Las víctimas del sistema penal (Ed. Universidad, Buenos Aires, 1994, pág. 233). No obstante ello existe un pequeño, pero significativo, número de jueces que prefieren mantener un perfil bajo, y bolsillos vacíos, a los que sólo les faltaría, para coronar un honroso desempeño en su función, una cuota de osadía tal que les permita revertir la "anormal" actitud de cómoda sumisión del sistema judicial al sistema político.

  3. Otra rasgo en común es el desarrollo de un discurso propio que se caracteriza por la existencia de repetidos latiguillos  o eufemismos que no hacen más que ocultar tras una decorosa y diplomática conjunción de palabras una problemática indisimulable.
    Frases como la causa está a estudio, la causa está a despacho, la semana que viene va a haber novedades, la causa no está en casillero, comprenda que estamos de turno, entre otras tantas, componen el diccionario básico del empleado judicial. Suelen escucharse en cada uno de los juzgados de esta ciudad, como vacuas y entendibles contestaciones ante los legítimos requerimientos de los interesados en ellas, letrados o particulares, que asisten a este teatralizado diálogo como un personaje más, consintiendo la escena y haciendo reverencia para luego hacer mutis por el foro. Todos, cada uno en su correspondiente rol, nos prestamos al enmascarado juego al que la abrumadora realidad nos empuja:

 Los imputados (2) por su parte, son víctimas de las primeras víctimas que deja en el camino el sistema penal.
Estigmatizados y con una presunción de inocencia sólo consagrada en la fría letra de la ley, asisten a un proceso de cosificación y despersonalización constante y gradual que los llevará inevitablemente a sentirse como son calificados desde un primer momento: los delincuentes, calificativo que antecede al de ser humano, subversión de términos ésta que demuestra en gran medida las tantas miserias a las que posteriormente haré referencia.
El proceso de cosificación comienza desde el primer momento en que son detenidos los imputados de cualquier delito por parte de las fuerzas de seguridad. Trasladados luego a la sede de la seccional preventora, dependencia de seguridad y a la alcaidía que corresponda, se los somete a un interrogatorio de identificación que no admite errores o demoras, pues caen en cualquiera de ellos implicaría un pie hacia la burla o hacia el escape de la morbosidad alimentada por la satisfacción que produce no ocupar el desgraciado lugar del otro.
Luego del traslado en pésimas condiciones hacia la sede del juzgado, en donde que le da la "bienvenida" es un reciente empleado del Poder Judicial que confunde seriedad con soberbia, distancia con alejamiento, reemplazando la comprensión con el más sencillo desprecio y quien en definitiva lo anoticiará el hecho que se le imputa y repetirá, casi de memoria, mecánicamente y sin pensar como el Padre Nuestro, una serie de derechos y garantías que a gatas el detenido puede comprender.
Todavía recuerdo , hace ya algún tiempo atrás, al anoticiarle a un detenido de muy bajo nivel educativo el derecho que le asistía a contar con un defensor oficial o particular -en este caso se trataba de un defensor oficial no presente en el acto de la declaración indagatoria, una muestra de absoluta negligencia y de victimización hacia su defendido- con quien podía mantener una entrevista previa, me contestó: "Si, ya tuve la entrevista, acá abajo, pero no con ese tal Dr. X, sino con un familiar que trabaja con él".
Al finalizar la indagatoria , el imputado, previo firmarla, comenzó a leer el acta con una paciencia tal que me inquietaba, dado que todavía me restaban numerosas tareas para efectuar en el corto día. Previo a signar el acta, el ser humano imputado de un delito lanzó al aire su molesta segunda pregunta: "Dígame dotor (sic) ¿qué significa S.S?". Yo le contesté que significaba Su Señoría, es decir el juez, ante lo cual me miró y volvió a repreguntar -creo que irónicamente- "¿Qué, usted tan joven es el Juez?". Lo que no sabría el futuro procesado y condenado, era que jamás conocería al juez que ordenó su procesamiento, detención, prisión preventiva y posterior elevación a juicio oral, para ser condenado a una extensa pena.

El vocabulario mismo implica la despersonalización. Generalmente se reemplaza en las resoluciones el nombre de la persona imputada por eufemismos tales como "el malhechor", "el delincuente", "el incuso", "el caco", entre otras; evitando en todo momento el prefijo señor, sólo reservado para los que nos encontramos del otro lado del escritorio.
Al ingresar el detenido por primera vez al tribunal, con la cabeza gacha y acompañado por su sombra penitenciaria, la escena se repite. El guardia que ingresa suele decir el apellido de "aquél", supongamos García, no faltando el ya burocratizado empleado que repregunta: ¿De quién es García?, como si se tratara de una recién llegada encomienda.
Ninguna persona, por más distraída que sea, en el mismo lugar del imputado, pasa por alto este proceso al que se ve sometido y que en definitiva lo lleva a sentirse tal como es tratado, con el consiguiente desprecio y resentimiento que ello genera.

El lugar también victimiza al imputado. Es inevitable, aunque de una promiscuidad tangente, el hecho de que al recibírsele declaración indagatoria se lo notifique al detenido del hecho que se le imputa, sea éste de la gravedad que fuera, y con la deshonra que ello trae aparejado para una persona de inocencia presumida, delante de la más variedad calidad y cantidad de personas, y no en un ambiente privado y reservado del tribunal en donde nadie más que los infaltables personajes deberían escuchar.
Tampoco faltan las conversaciones triviales entre los demás empleados, en tanto el detenido se halla atravesando una crucial etapa de su vida.
Por último, los familiares de la persona caída en desgracia tampoco han de escapar de los alcances victimizantes que posee el sistema. Como si tuvieran que pagar alguna culpa de descendencia, se los suele tratar con una total indiferencia, retaceándole muchas veces información en un gesto de absoluta morbosidad.

Los testigos, muy frecuentemente víctimas de delitos que los dejaron profundamente conmocionados, deben soportar diversas formas de victimización.
El diario matutino Clarín del día 9/3/1998, en una nota publicada en la sección de información general, pág. 38 y ss., titulada "La mayoría de la gente no quiere ser testigo", afirmaba: "En los juzgados penales de Buenos Aires hay 45.000 causas en trámite, que necesitan de unos 250.000 testigos para resolverse. Pero al menos la mitad de ellos -125.000 personas- sólo concurrirán a los juzgados si se los cita como mínimo tres veces. La conclusión que sacan los juzgados" (...) "es sencilla y contundente: más de la mitad de la gente no quiere saber nada con salir de testigo de un hecho". En relación a las posibles causas que motivan esta actitud, publicó el diario: "La sensación que tenemos desde acá es que la gente no quiere comprometerse. Si se trata de una causa con detenidos es habitual que los testigos reciban amenazas y, por lo tanto, que tengan miedo. Tampoco quieren faltar al trabajo y otros sienten temor ni bien reciben la citación, porque directamente no saben qué es lo que van a hacer ni para que se los llama", explicó a Clarín Jorge Malagamba, el secretario del Juzgado de Instrucción número XXIII.
El juez Adolfo Calvete -titular del juzgado número XV- también confirmó que en la práctica hay que reiterar varias veces los pedidos a los testigos para que se presenten a declarar. Y resaltó la incomodidad que significa ser testigo en el actual sistema judicial: "Es que van a declarar tres veces como mínimo -en la policía, el el juzgado y en el tribunal oral- y a veces tienen que repetir sus testimonios o ampliarlos en alguna de esas instancias"
La nota continua más adelante de la siguiente manera: "Pero además, ser testigo es una carga pública: quien recibe la citación" (...) "tiene la obligación de ir ante el juez. El día de trabajo se le justifica con un certificado -tienen obligación de aceptarlo tanto las empresas públicas como las privadas- y también se les paga el costo del transporte, si la persona dice no tener plata para viajar hasta Tribunales. En este punto hay un problema práctico (3): el juzgado debe abrir un expediente para que le reintegren el dinero a la gente, y ese expediente viaja hasta una oficina administrativa de la Corte Suprema de Justicia, donde finalmente dan el visto bueno para pagar. 'Obtener los 4 o 5 pesos que cuesta un tren desde el Gran Buenos Aires más los colectivos que lleven al testigo hasta el Palacio de Tribunales puede tardar hasta seis meses', dijeron en uno de los juzgados consultados. 'Por eso en la práctica, la plata termina saliendo de una vaquita entre el juez y nosotros', contó la fuente".
Siguiendo con la búsqueda de causas de la contumacia, prosigue más adelante el provechoso artículo: "La jueza correccional Ana María Bulacio Rua acepta una falla natural del sistema: 'Cuando citamos a un testigo, lo hacemos para una fecha y una hora que nos viene bien a nosotros, no a ellos. Por eso hay que entender que la gente, muchas veces , no puede paralizar su vida sólo porque nosotros los llamamos, más allá de la importancia que tienen para la justicia"
A las causas ya esbozadas podrían agregárseles muchas otras: la espera a la que muchas veces deben verse sometidos los testigos, en ocasiones por negligencia y en otras por exceso de tareas de los empleados del juzgado; la escasa información que brinda el poco descriptivo telegrama policial que cita a los testigos (el que podría ser fácilmente complementado con un simple llamado telefónico); el descreimiento en la justicia; lo promiscuo del ambiente; la falta de protección y un largo etcétera.
Desde hace ya siete años una ley contempla la protección de los testigos. Sin embargo, esta pseudo protección sólo se halla consagrada en el marco teórico. La ley 24.050 establece en el artículo 40, la creación de una 'Oficina de Asesoramiento y Asistencia a Víctimas y Testigos'. Esta dependencia tendría que ser dirigida por un especialista en victimología, auxiliado por un equipo de asistentes sociales. psicólogos y abogados. Pero al vetarse presidencialmente la dependencia de esta 'oficina' de la competencia de la Cámara Nacional de Casación Penal, la Corte Suprema de Justicia de la Nación debió designar a sus integrantes, y por lo tanto ocuparse de su creación, cosa que jamás ocurrió.
Asimismo, el artículo 79 del Código Procesal Penal de la Nación enuncia los derechos de los que goza un testigo y los cuales en la práctica deberían ser salvaguardados por la 'oficina fantasma'.
En consecuencia, los testigos gozan sólo de un amparo formal y no del real que el Estado debería otorgarles.
En cuanto a la desprotección en la que se ven inmersos los testigos, la imagen se torna evidente y patética en ocasión de efectuar los reconocimiento en ruedas detenidos, medida de vital importancia para el esclarecimiento de las causas.
La peripecia comienza desde la sede de la oficina del juzgado previo alertar al testigo sobre la esencia del acto que se va a celebrar y sobre las 'seguridades' (?) que para el caso se le brindarán. Prosigue luego con el paseo por los intrincados pasillos de Tribunales, hasta llegar por fin al 'ascensor de detenidos' que, como presagio de lo que va a ocurrir, se sumerge en el más profundo de los subsuelos del Palacio, hasta la Unidad número 28 del Servicio Penitenciario Federal, la Alcaidía o la vulgarmente llamada 'Leonera' (se sobreentiende que los animales son los que se encuentran tras las rejas y así es como frecuentemente se los trata).
Para una persona que ha caminado varias veces por el subsuelo del Palacio, dicha escena se torna cotidiana. Pero para el testigo recién llegada, es dantesca. Todavía recuerdo la sensación de temor que me invadió el primer día al hundirme más allá de la planta baja. A dicho temor escenógráfico hay que sumarle el peligro inherente del acto que se va a realizar, el olor a encierro o a gamexane -según toque en suerte- del subsuelo, el predominio de los grises mezclados con algún tema bailantero del momento siempre puesto a un volumen más alto de lo recomendable (que trae recuerdos a los memoriosos de la música que para tapar los gritos de los torturados en los centros clandestinos de detención durante la dictadura militar), los comentarios de dudoso gusto de algún no muy iluminado carcelero y el resultado que se obtiene sobre el testigo es que sea invadido por una sensación de soledad y desprotección. Ha comenzado el primer acto y no de la mejor manera.
A continuación comienza la segunda escena. El testigo debe esperar, a veces demasiado, que algún guardia proceda a formar "la rueda" con la demora que ello implica -quizás halla traslados de detenidos y por lo tanto habrá que esperar algunos minutos extras; quizás haya que aguardar al defensor del imputado o bien el encargado de la rueda se tome su tiempo en encontrar a otras personas de similares características físicas, fisonómicas y de vestimenta que la persona imputada- hasta que al pesada puerta de metal se abre, para darle de esta manera al testigo la "bienvenida" al habitáculo en donde se llevará el acto final.
Detrás de una pared que separa al testigo del imputado y de las demás personas que componen la fila, y tras la mirada del encargado penitenciario, se cumple con los formalismos rituales que no vienen al caso mencionar. El testigo responde a cada una de las preguntas que se le efectúan, hasta que finalmente se o invita a dar el paso al frente y subir a la panóptica tarima, desde donde podrá visualizar tras el espejado vidrio ya gastado, los desafiantes rostros de cuatro personas que le permiten augurar un destino no demasiado feliz, si el resultado de la rueda fuera satisfactorio para la elucidación de la causa. En muchos casos, sin embargo, superando todos los temores sobrevinientes, los testigos sindican claramente a los responsables. En otros tantos la respuesta es un "no", a veces no demasiado creíble pero tampoco demasiado reprochable o exigible.
Una vez terminado el acto, la palidez del testigo invade aun al más adicto a las bondades de Rá, mientras que a continuación las preguntas comienzan a brotar  indefectiblemente tal si se hubieran orquestado unos con otros: ¿y el imputado sabía que yo era quien lo estaba reconociendo?; ¿a partir de este momento el Estado me da alguna protección?; ¿no me vana citar más, no?; ¿si me citan, yo voy a estar cara a cara con el imputado?; etc.
En estos casos el silencio de quien actúa como interlocutor resulta la respuesta más honesta, fuera de todo circunloquio engañoso de palabras.

Los guardia cárceles o empleados del Servicio Penitenciario Federal (o los presos de los presos como los denomina el victimólogo Elías Neuman), parecen personas producidas en serie, clonadas, extraídas de un mismo molde arcilloso. Vestidos con uniformes reflejan la sordidez del lugar en el que habitan, conducen día a día a los alojados en las alcaidías a las sedes de los diferentes juzgados. Se los suele ver conversando "de igual a igual" con los detenidos que transportan, pseudo amistad ésta que finaliza al llegar a la puerta de las Secretaría en donde el diálogo se interrumpe abruptamente para ser reemplazado con algún comentario de forzada simpatía hacia el empleado que los recibe en el tribunal.
Luego, su original mirada de atención hacia los movimientos del detenido se va diluyendo no faltando quien sentado en una silla gana el placer de soñar. Sin lugar a dudas los prolongados turnos que cumplen, la monotonía de sus tareas, la falta de formación y, en algunos casos, de vocación, los magros sueldos que perciben y otros factores variados, contribuyen a la seducción del descanso.
Una vez cumplido el acto procesal que en suerte le toque protagonizar al detenido, los carceleros vuelven a esposarlo para trasladarlo nuevamente a su celda, recomenzando entonces el diálogo antes truncado por la intervención del tribunal. Es que en la mayoría de los casos, detenido y carcelero suelen provenir del mismo extracto social, de tal manera que si cambiáramos las vestimentas, ni el más sagaz de los investigadores podría notar la diferencia. 

Conclusión

Si bien muchas de las conclusiones fueron desarrolladas a lo largo de este humilde ensayo, entiendo que resulta extremadamente difícil proporcionar soluciones simples o mágicas  que permitan desatar este gran nudo.
Lo cuestionable sin embargo resulta ser la falta de iniciativa política en este sentido y la pasiva contemplación hacia el sistema de justicia actual. De ahí que los cambios no se logren. Ninguna solución llegará de manera celestial. Es necesario una fuerte y decidida toma de conciencia en lo que atañe a la temática abordada o bien proseguir con la tendencia menos difícil, cual es la de mimetizarse o adaptarse lo mejor posible al caos victimizante. De optar por este último camino lo que se logrará será acallar voces pero no solucionar conflictos -objetivo que a mi criterio debería ser el principal fin perseguido por el sistema de justicia- los cuales en forma latente permanecerán subyacentes hasta aflorar nuevamente cada vez con un olor más nauseabundo.
En este sentido este ensayo no pretende ser más que un aporte hacia ese deseado objetivo, partiendo de una descripción fragmentada y seguramente parcial de diaria mediocridad.
Como reflexión final quisiera decir que peor que no detectar las miserias que posee el sistema de Justicia, en donde se hallan en juego derechos de dramática trascendencia como la libertad misma, resulta encubrirlas y convivir con ellas, día a día, y no intentar, por utópico que parezca, efectuar un cambio. Ello nos convierte en unos sagaces detectores de falencias, a al vez que en unos hipócritas aburguesados, insensibles y resignados a nuestra mediocridad cotidiana.

(1) Según el diario La Nación, en la nota titulada "los héroes anónimos del Palacio de Justicia", publicada el 15 de noviembre de 1998, la cifra de meritorios trepa a 1.300 personas. volver

(2) Al referirme a ellos centraré la atención principalmente en quienes se hallan detenidos, pues en ellos podrá verse más plausiblemente las aproximaciones victimizantes a las que conduce el sistema de justicia penal. volver

(3) Siempre lo hay. volver

 

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Dr. Federico Muraro

Centro de Difusión de la Victimología

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ICQ 3959238

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