|
|
La primera pena de muerte federal en 38 años.
|
Timothy James McVeigh murió a las siete y catorce de la mañana (hora local), sereno, con los ojos abiertos y en silencio, cuatro minutos después de que empezaran a inyectarle una mezcla de drogas para detenerle el corazón. Al ser trasladado a la cámara de la ejecución pidió que se distribuyera a la prensa el poema “Invicto”, del poeta británico William Ernest Henley, conocido por el verso “Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma”. |
La hoja, manuscrita, llevaba su firma y la fecha del lunes, 11 de junio de 2001. Algunos testigos que asistieron a la agonía opinaron que McVeigh se mostró “desafiante”.
El rito de la muerte legal comenzó pasadas las seis, cuando se abrió la
puerta de la celda donde McVeigh pasó su última noche y el alcaide Harvey
Lappin le explicó “de forma coloquial”, durante media hora, cuál sería el
proceso a partir de ese momento. En ese momento, fuera, se desencadenaba una
fugaz tormenta. McVeigh había logrado dormir algún rato, según el alcaide.
Pasó el resto del tiempo viendo la televisión y, a las cinco de la madrugada,
despidiéndose de sus abogados a través de un cristal. “No logramos que
dijera una palabra de arrepentimiento, pero eso reduce el horror de la ejecución”,
dijo Rob Nigh, jefe del equipo jurídico.
McVeigh entró caminando por sus propios medios en la sala y se tumbó en la
camilla. Vestía camiseta blanca, pantalón y zapatillas.
“Cooperó en todos los detalles”, explicó el alcaide. Sonó el teléfono
rojo que comunicaba con el Departamento de Justicia y Lappin recibió autorización
para proceder con la sentencia. La aguja de un catéter negro conectado con una
habitación contigua, desde la que se inyectó el cóctel letal, le fue
insertada en una vena de la pierna izquierda. Eran las siete y dos minutos. En
ese momento se le comunicó a McVeigh que había problemas con la retransmisión
televisada a Oklahoma City y que habría que esperar un poco. El reo no hizo
comentarios. En la sala sólo se escuchaba la voz de un técnico: “Uno, dos,
probando; uno, dos, probando”. A las siete y seis minutos se estableció por
fin la conexión con la sala de Oklahoma donde se congregaban 232 supervivientes
y familiares de víctimas del atentado de 1995. “Podemos seguir”, dijo el
alcaide.
Un funcionario descorrió las cortinas de las habitaciones de los testigos y éstos
pudieron verlo al fin, muy delgado y muy pálido, con la cabeza casi rapada, los
labios apretados y los ojos muy abiertos. McVeigh, tumbado, alzó la cabeza para
reconocer a los presentes. Miró primero a su izquierda, donde estaban sus
testigos: dos abogados, uno de los coautores del libro Terrorista americano y
una mujer de Oklahoma que formó un grupo de investigación del atentado. Hizo
un levísimo gesto que fue interpretado como “de conformidad” o “como
queriendo decir que estaba bien”. Luego miró, uno a uno y a los ojos, a los
10 periodistas locales que tenía enfrente, a medio metro de sus pies, tras un
cristal. “Movió un poco la cabeza, como asintiendo”, explicó uno de ellos.
Por último desvió un instante la cabeza hacia su izquierda, donde, tras un
cristal oscuro, invisibles para él, le observaban 10 víctimas del atentado, y
apoyó de nuevo la nuca sobre la camilla para fijar la mirada en el techo, donde
estaba la cámara. McVeigh ya no apartó los ojos de la cámara. El alcaide le
preguntó si quería decir unas palabras. No hubo respuesta de ningún tipo.
A las siete y diez minutos recibió la primera inyección, un calmante. Su
cuerpo se relajó y sus pies se separaron. Un minuto después, la segunda droga,
que le cortó la respiración. “Sus carrillos se hincharon unos segundos, como
conteniendo aire, y exhaló un suspiro. Su pecho y su estómago se agitaron”,
explicó uno de los periodistas presentes. El alcaide permanecía junto a la
camilla, con los brazos cruzados. “En esos instantes sólo pensaba en las 168
víctimas mortales y en todas las demás personas cuya vida fue destrozada por
el atentado”, indicó Lappin. A las siete y trece penetró en sus venas la
tercera droga, que le detuvo elcorazón. “Fue imposible percibir el momento de
la muerte; sus ojos seguían abiertos y quizá hubo algún parpadeo, pero fue
casi imperceptible. El proceso del fallecimiento”, relató un testigo, “sólo
se reflejó en la respiración, en las pupilas, que fueron volviéndose acuosas,
sin brillo, y en la piel y los labios, que pasaron de la palidez a un tono
amarillento”.
A las siete y catorce minutos, el alcaide lo declaró muerto. Fue la primera vez
que se pronunció la frase reglamentaria: “Ha sido cumplida la sentencia”.
Las cortinas se corrieron de nuevo y el pabellón fue desalojado. El cadáver
quedó bajo vigilancia, a la espera de que se hicieran cargo de él sus
abogados. McVeigh será incinerado. El destino de sus cenizas permanece en
secreto.
“Me pareció que moría con orgullo, como si la ejecución fuera el acto final
de su plan”, opinó un testigo. “Esperaba encontrarme con un soldado, pero sólo
vi a un hombre que iba a morir, sereno, tal vez con un poco de miedo”, señaló
otro. Más comentarios, más o menos extravagantes, de los testigos de la
prensa: “El ambiente era muy neutro, parecido al de la sala donde uno ve por
primera vez, a través de un cristal, a un hijo recién nacido”; “no diría
que fue un momento de paz, pero sí vacío, carente de emoción”; “todo fue
muy rápido y sin dolor”; “no hay diferencia entre la inyección letal y la
silla eléctrica, el reo no sufre con ninguno de los dos sistemas”.
Rob Nigh, el jefe de los abogados de McVeigh, se reunió poco después con los
periodistas congregados a las puertas de la penitenciaría federal de Terre
Haute. “Existe en este país un movimiento creciente para acabar otra vez,
como en 1972, con la pena de muerte. Por desgracia, ese momento, que espero que
veamos pronto, no ha llegado a tiempo para salvar la vida de Tim McVeigh”,
comenzó diciendo. El abogado recordó que el FBI había fallado gravemente al
ocultar documentos al tribunal y al jurado, lo que “demuestra que somos
falibles, somos humanos, y no podemos permitirnos acabar con la vida de un
semejante”.
Nigh reveló que, en sus horas finales, incluso un libertario de ultraderecha y
con instintos racistas como McVeigh “tomó consciencia de que la pena de
muerte se aplica con prejuicios raciales”. “De las 20 personas que acompañaban
a Tim en el corredor de la muerte, 18 pertenecen a minorías étnicas.
Matamos”, concluyó el abogado, “a gente que consideramos distinta e
inferior”.
Timothy McVeigh murió a los 33 años. Rechazó la compañía de sacerdotes y
toda asistencia espiritual. No perdió la convicción de que en el futuro no se
le consideraría un asesino, “sino un patriota que luchó contra la creciente
tiranía del gobierno”. Para explicar su estado de ánimo dejó el poema de
Henley: “Desde la negra noche que me cubre, doy gracias a los dioses, sean
cuales sean, por mi alma inconquistable. En la garra de las circunstancias no he
parpadeado ni he gritado (...) Mi cabeza está ensangrentada, pero firme. Más
allá de este lugar de ira y lágrimas no se vislumbra más que el horror de la
sombra (...) Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma”.
En contra | A favor |
Si nos oponemos a la pena capital, entonces no nos podemos
quedar en silencio simplemente porque el caso de McVeigh es demasiado difícil
para defenderlo. Muchos de nosotros nos mantuvimos callados cuando el FBI
atacó a los davidianos en Waco, o cuando realizó una matanza en Ruby
Ridge. Las víctimas no eran de color, no eran progresistas. No eran
“nuestra gente”. Deberíamos haber hablado entonces. Debemos hablar
ahora. Sé que nunca existió posibilidad alguna de que George W. Bush otorgara clemencia, conmutando la sentencia de muerte por una de cadena perpetua. Pero lo que Bush haga o deshaga es algo muy distinto a lo que nosotros debemos hacer. Y decir. Si la pena capital está mal, está mal en todos los casos. Si el asesinato estaba mal cuando McVeigh lo cometió, no se convierte en algo bueno cuando el que lo comete es el Estado. Somos una de los sociedades más bárbaras del planeta en nuestra política hacia el crimen y en nuestras medidas de castigo. Somos una nación que construye prisiones más rápido de lo que edifica viviendas baratas para nuestros ciudadanos de bajos ingresos. Somos una de las pocas naciones desarrolladas del planeta que mantiene la pena capital. Es precisamente cuando “sabemos que el crimen fue cometido y el castigo merecido” que se torna vital hablar contra esta ejecución. Tanto más cuando confrontamos el espectáculo público que lo rodeó.
* David McReynolds fue candidato presidencial del Partido Socialista en 2000. |
Si perdiéramos de vista el hecho de que son seres humanos,
la pena de muerte no tendría sentido. Cualquiera sea nuestro criterio
para apoyarla –venganza, justicia, disuasión, o alivio para las víctimas–,
si olvidamos que la persona que se está matando es un ser humano,
entonces el mismo acto se convierte en un acto sin ningún peso moral. Por ejemplo, cuando se habla de Hitler como una fuerza cósmica, un desastre natural, una herramienta de Satán, se lo absuelve de responsabilidad personal. Si perdemos de vista que todos los villanos eran seres humanos, no podremos ver al mal. Ser humano no contradice la necesidad de aplicar la justicia; la exige. Ninguna persona decente libraría una guerra si pudiera ver las caras de las víctimas inocentes y de sus familias. Y pocas personas rehusarían fondos para investigación médica si sintieran la agonía de los enfermos. En suma, todos nos sentimos muy presionados ante la agonía emocional de las decisiones duras, pero necesarias. Pero la emoción no es un argumento. Timothy McVeigh era un ser humano. La mayoría de la gente que lo conoció estaba asombrada de que pudiera ser tan encantador y amable. Su familia, naturalmente, siente hoy una profunda tristeza. Todo eso es bueno de saber. Pero no cambia nada: era un ser humano que decidió cosas horrendas por su propia voluntad. Ejecutamos a los seres humanos que asesinan a gente precisamente porque tuvieron libre albedrío para decidirlo. Quienes citaron la elocuencia de McVeigh o el dolor de su familia para revocar su condena son, a mi juicio, los mismos que no entienden realmente lo que significa pertenecer a la raza humana. * Columnista del la revista conservadora The National Review. |
|