Caryl Chessman
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"...no soy el bandido de la luz roja..."

Durante la década del 50 Caryl Chessman fue una bandera viviente contra la pena de muerte, entre su condena y su ejecución (el 2 de mayo de 1960) pasaron casi 12 años.
Luego de su ejecución, hasta un editorial del New York Times explicó que el Chessman ejecutado no era el mismo que había sido condenado.
El 25 de junio de 1948, un jurado compuesto por once mujeres y un hombre lo encontraron culpable por robo y dos secuestros seguidos de abuso sexual. Posteriormente, tres cortes, incluyendo la Corte Suprema, mantuvieron la condena.
Fue conocido como "el bandido de la luz roja", porque llevaba una sirena policial en el techo de su auto para confundir a sus víctimas en las rutas de California
Aunque había firmado una confesión ante la policía, Chessman siempre se declaró inocente y aseguró dicha confesión había sido obtenida bajo torturas.
Sus últimas palabras al alcaide de la prisión, a quien ganó en su causa contra la pena capital, fueron: "No soy el bandido de la luz roja".
Chessman logró aplazar su ejecución once años, diez meses y siete días. Había tenido ocho citas fijadas con el verdugo que se pospusieron por recursos judiciales y la cita final también estuvo a punto de posponerse, pero la secretaria de un juez dispuesto a otorgar un aplazamiento de una hora para hacer lugar a una nueva revisión marcó mal el número de la cárcel. Cuando finalmente se comunicaron, la ejecución ya había comenzado. Nada detuvo las pastillas de cianuro cayendo sobre el balde de ácido sulfúrico en el cuarto en el que Chessman se había dejado amarrar sin oponer resistencia. Guiñó el ojo a los periodistas conocidos, recostó la cabeza hacia atrás e inhaló el gas letal de aroma dulzón. Ya inconsciente, su cabeza cayó sobre el pecho, sus ojos se dieron vuelta y murió.

Este caso constituye uno de los, lamentablemente tantos, paradigmas de lo absurdo de la aplicación de la pena de muerte:

Las reiteradas fechas marcadas para la ejecución del condenado (8 veces) significan reiteradas preparaciones para enfrentar lo inevitable. Todo ello en un estado absoluto de indefensión, estado que ni siquiera a sus supuestas víctimas el victimario había sometido. Para que hubiera cierta proporcionalidad en la ejecución Chessman (el supuesto victimario) tendría que haberle avisado con anterioridad a sus víctimas que serían asesinadas en tal día y a tal hora, para minutos antes de la hora señalada, comunicarles que había decidido postergar su homicidio para tal otro día y tal hora.

No opera aquí lo sostenido por muchos cultores de la pena de muerte acerca de la necesidad de eliminar a los "irrecuperables" del seno de la sociedad, pues aún admitiendo que Chessman hubiera sido el responsable de los actos por los que se lo condenó, el hombre que fue ejecutado 12 años después de los mismos, ciertamente no era el mismo y el proceso de recuperación había surgido efecto. Así lo confirman los testimonios de, entre otros, Eleanor Roosevelt, Pablo Cassals, Aldous Huxley, Ray Bradbury, Norman Mailer, Billy Graham, Robert Frost y hasta la UNESCO, quienes enviaron pedidos de indulto al presidente de los Estados Unidos, Dwight Eisenhower. En sus 12 años de encierro, esperando la muerte Chessman se convirtió en un hombre tranquilo, inteligente y educado a fuerza de horas de lectura, Leía un libro por día y hacía dos horas de ejercicios. Escribió

En su última noche Caryl Chessman le escribió al redactor del periódico San Francisco Examiner, Will Stevens, la siguiente carta:

"Cuando usted lea esto habré cambiado una pesadilla de doce años por el olvido. Y usted habrá sido testigo del acto final y ritual. Abrigo la esperanza de morir con dignidad, sin miedo animal y sin valentonadas. Tengo respeto por mí mismo.

Me siento extremadamente tranquilo. En breve me han de decir: Ya es hora; hora de caminar esos pocos y cortos pasos. Ya es hora de sentir el olor sintético similar al del florecimiento del melocotonero. Es hora de inhalar y de que la conciencia retroceda hacia un vacío negro y eterno. Es hora, en breve, para morir.

Dejemos aquí a un lado la cuestión de la culpabilidad o inocencia. Lo que me impele a escribir esta carta es que creo honradamente que hay algo más envuelto en este asunto que la muerte de un hombre. Escribo por cuanto he escuchado la voz de la humanidad que se ha levantado en mi favor y a causa de haber visto demasiado sobre la muerte infligida al hombre.

No me considero héroe ni mártir. Al contrario, soy un tonto que se da cuenta de la naturaleza y la calidad del desatino de sus primeros años de rebeldía. Aprendí muy tarde, y sólo después de llegar a la celda de la muerte, de la hermandad del hombre y de la responsabilidad que individualmente tenemos".

El ritual: su última cena fue hamburguesa con papas fritas y chocolate caliente, su bebida predilecta. Se la llevaron a las 16.30 del 1 de mayo. Pidió repetirla. Como el último deseo de un condenado a muerte no se niega, se la volvieron a llevar a la medianoche.

 

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