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La alimentación en la historiografía - Las fuentes
El código alimentario bajomedieval - Las minorías religiosas
Hambre y consumos de crisis - Alimentación y enfermedad


La Alimentación en la Castilla Bajomedieval: Mentalidad y Cultura Alimentaria
Teresa de Castro

Conclusiones


Injustamente desperdiciadas, las crónicas bajomedievales castellanas son susceptibles de ofrecer información histórica diferente a la extraída de ellas tradicionalmente. Aunque sus límites no se pueden obviar, la aproximación metodológica debe ser más parecida a la que se utiliza en la literatura que la existente frente a una obra histórica, al tratarse de fuentes fuertemente imbuidas de una carga ideológica. En éstas hicieron mella la existencia de las condiciones históricas precisas en las que fueron gestadas y las actitudes diferentes que ante ellas adoptaron los hombres de la época. Por ello, la información que hemos obtenido sobre el tema de la alimentación no puede entenderse de forma aislada, sino en relación con el tipo y características de la historiografía empleada. Dado que las formas y contenidos de estas obras siguen siendo fundamentalmente medievales -a pesar de situarse en un claro período de crisis social, económica y política-, sin que pueda hablarse de Humanismo o influencias humanísticas, no podemos pretender ver en nuestras conclusiones sobre la alimentación algo más que valores del Medievo.

Los elementos que conforman el código alimentario de la nobleza de este período histórico ofrecen, a primera vista, una aparente incongruencia, que, sin embargo, se descubre ficticia tras un examen de éstos. Tales principios se insertan en una visión del mundo que se configuró siglos antes, y que tuvieron como base los ideales de las dos grandes culturas de la Edad Media, la laico-guerrera y aquélla religioso- monástica. Aunque a nivel práctico acabaron por imponerse las formas y símbolos de la primera, los presupuestos de la segunda se mantuvieron durante más tiempo pero siempre con un alto grado de idealismo. Otro de los hechos fundamentales observados es la multiplicidad de significados que un mismo hecho o producto alimentario presenta -el caso más claro es el de la oferta de alimento en general-, los cuales, por otra parte, no se muestran casi nunca aislados. Algunos de estos valores -la liberalidad, hospitalidad y la templanza, por ejemplo- no son exclusivos del mundo medieval, ya que se encontraban, también, en el Mundo Antiguo, bien que no se trata mas que de permanencias, no pudiéndose, en ningún caso, hablar de continuidad. Los productos más significativos de éste código, aquéllos en los que la ideología dominante se plasmó con más fuerza y determinación, eran el pan, el vino, la carne y el pescado; el más apreciado era el primero y el que menos el último, mientras que los más consumidos y los más "conflictivos" a nivel ideológico fueron los dos intermedios. Al haber sido elaborada por los miembros de la clase dominante, la visión que se nos muestra de la realidad alimentaria de la parte opuesta de la jerarquía social, especialmente del campesinado, está en cierta forma falseada, al no ser ésta el resultado del ejercicio epistemológico de los interesados. Por tanto, comprobamos la perpetuación, en algunos casos, de la imagen del campesino aparecida siglos antes -la sátira campesina-, la cual, no obstante, no se corresponde con la descripción que ellos mismos realizan de los consumos reales de estos grupos.

El examen de los testimonios sobre las poblaciones ajenas al mundo occidental de la época nos pone de manifiesto que, tras la aparente fluctuación de las estimaciones realizadas, se esconde el hecho fundamental, el hilo conductor, en el que se basa el conjunto de la valoraciones de este código: la identificación del comportamiento general de la persona con aquél alimentario, estableciéndose una relación causal entre la actividad o forma de vida llevada con el tipo de alimentación precisa requerida. Por consiguiente, la tolerancia es directamente proporcional a la lejanía de la zona o cultura consideradas, pues, la proximidad permite menos transgresiones, al ser el valor socializador uno de los principales que presenta el hecho alimentario. De ahí, por ejemplo, que sea tan dura la crítica hacia los judíos. Como vemos, la simplicidad, e incluso la mecánica funcional de los elementos configuradores de este código permite mantener y entender un orden "creado" por estos hombres.

Los datos que de la alimentación hispanomusulmana proporcionan las crónicas se caracterizan por no ofrecer consideraciones concretas y directas sobre las maneras y elementos que componen su comida. A pesar de ello, la tangencialidad de algunos datos respecto a las intenciones del texto hace que las referencias sobre su alimentación se ajusten más a la realidad de los consumos cotidianos y que se puedan interpretar menos y creer más. Así, a partir de las menciones de talas, enfrentamientos o cercos en tierras granadinas y entrega de presentes de los moros a personajes cristianos, podemos deducir cuál debía ser su alimentación real, o mejor dicho cuáles serían los alimentos configuradores de ésta: cereales, legumbres, frutas, hortalizas, pan, carne (gallina, carnero, vaca), aceite, manteca, miel, leche y, posiblemente, vino; y entre los platos preparados el cuscús. Estos datos se pueden completar con lo deducido del conocimiento de las prescripciones religiosas, del medio físico y el ecosistema en el que se inserta la estructura productiva -en el campo- imperante en la zona considerada; aparte, por supuesto, de los condicionantes derivados del tipo de vida conducida, de la clase social a la que se pertenece, etc. Y esta visión parece ser bastante verosímil a tenor de lo que nos dicen diferentes estudiosos del tema. Por último, la comparación entre la alimentación de la nobleza castellana y aquélla del mundo musulmán ofrece algunos puntos de similitud, que no deben exagerarse pues un análisis detenido de éstos nos muestra que no todo era tan parecido; a pesar de ello es indudable la permanencia de algunos platos moros en el mundo cristiano posterior a la conquista.

La crónica de Bernáldez recoge la única información disponible respecto a la alimentación de la comunidad sefardí. Los puntos principales de ésta eran el rechazo del cerdo, de las carnes no sacrificadas según el ritual tradicional y de los productos preparados por los gentiles; siendo identificadores de su consumo la olla de adefinas, el uso del aceite en guisos y frituras, y el recurso frecuente a las verduras y hortalizas. El contexto en el que aparece esta información, la crítica feroz del cura de los Palacios hacia los conversos, explica por qué no se realizan consideraciones de otro tipo -en realidad éstas fueron casi idénticas durante todo el Medievo- y por qué puede interpretarse esta información como verídica. Los motivos de esta hostilidad se explicarían porque su separatismo impide la socialización y su integración en el medio social en el que vivían, es más, suponía incluso el rechazo de la cultura alimentaria cristiana dominante y de toda la cultura a ella anexa.

Como hemos dicho, el hombre de los siglos finales del Medievo tenía que soportar, a menudo, unas condiciones alimentarias bastante duras, derivadas de la existencia de carestías, provocadas, sobre todo, por los cercos de ciudades o por los desastres de tipo climatológico que afectaban negativamente a ganados y cosechas. Con todo, hemos comprobado que los grupos de población considerados por las crónicas, musulmanes o cristianos, castellanos o europeos, se comportaban de igual forma en estas situaciones. Es verdad que los hispanomusulmanes, desde antiguo, habían elaborado una práctica preventiva de confección de panes sustitutivos de crisis, echando mano de una serie de productos panificables alternativos que se conservaban largo tiempo y eran muy nutritivos. Los castellanos, por su parte, reaccionaban de una forma más espontánea, y siempre motivados por la aparición de las dificultades, recurriendo, sin embargo, a productos muy similares. No obstante, estas prácticas servían de poco cuando, como sucedía a menudo, los problemas alimentarios los causaban los enfrentamientos bélicos. Entonces, la necesidad acuciante de comer conllevaba una utilización en secuencia, improvisada pero siempre repetida, de productos sustitutivos. Ésta se iniciaba con el reemplazo de los cereales y carnes de uso corriente por aquéllos de menor calidad o apreciación, pasando, posteriormente, a conseguir cualquier planta comestible que se pudiese panificar, las cuales, una vez agotadas, daban paso a los animales domésticos (perros, gatos, ratones), a los caballos, a los objetos de piel y, finalmente, en los casos más dramáticos, a sus propios congéneres. Se producía, así, la trasgresión de las normas dietéticas de base religiosa y el consumo de unos alimentos considerados inmundos, que, aunque era excusado en momentos como éstos, nos están demostrando la desesperación a la que debían llegar esos hombres para decidirse a comer unos productos para ellos normalmente aborrecibles. La mayor gravedad de las crisis agrarias y alimentarias en estos siglos se observa, especialmente, en la "ansiedad de pan", esto es, en que su ausencia sea sentida como la causante del hambre por todas las clases sociales. Índice, pues, de las transformaciones que el régimen alimentario y la estructura económica en que se apoyaba habían sufrido en estos siglos.

Pero, la alimentación no sólo es objeto de transformaciones a causa de fenómenos externos, sino que también ella puede ser sujeto de cambio. El ejemplo más claro es el de la conexión existente entre ésta y la enfermedad. Esta última puede presentarse a causa de una sobrealimentación o de una subalimentación, aunque nuestras fuentes hablan sobre todo del primer caso. En efecto, las personas singulares aparecen afectadas por un gran número de males, de origen, etiología y localización muy diversas, si bien los más citados son la gota, las fiebres terciana y cuartana, mal de costado e ijada, y apostemas diversos. Todas ellas vienen puestas en relación con los alimentos consumidos o con determinadas formas de comer: la incontinencia ocasional o habitual, en suma. Si nos centramos en los problemas de salud del conjunto de la población, según nuestras crónicas, derivan de las situaciones de carestía de alimentos, sea cual sea su origen, o de la ingestión de productos perjudiciales. El caso más evidente lo tenemos en la aparición recurrente de estas crisis alimentarias, que debilitaban físicamente a aquellos hombres y favorecerían la extensión de diversas enfermedades epidémicas, entre las que destacan la Peste Negra. A pesar de que desde hace algunos años han surgido algunas voces contrarias a la aceptación de esta identificación, nosotros creemos que esta conexión, en algunos aspectos, y siempre referido a la forma bubónica, no es descabellado mantenerla. En cualquier caso, es evidente que los hombres de esos siglos lo percibían de esta manera.

La correspondencia entre alimentación y enfermedad se manifiesta también a la inversa ya que, una vez aparecida esta última, y de acuerdo con las concepciones médicas imperantes -la teoría humoral hipocrático-galénica-, se prescribía, al menos teóricamente, el seguimiento de una dieta más o menos estricta. Entre los alimentos usados con fines curativos aparecen el pan, el vino, la carne, los huevos, las almendras, la miel rosada y la jirapliega... entre otros.

El hecho fundamental que se entreve en este estudio es que la alimentación es un punto de contacto de diferentes aspectos del proceso histórico, reflejo de las condiciones materiales y culturales de vida de la población, aunque en la cronística y la biografía bajomedievales el segundo aspecto es más visible.


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