En un antiguo Buenos Aires donde habíamos vivido y escrito en la incertidumbre, abiertos a todo por falta -o desconocimiento- de asideros reales, las mitologías abarcaban no sólo a los dioses y a los bestiarios fabulosos sino a poetas que invadían como dioses o unicornios nuestras vidas porosas, para bien y para mal, las ráfagas numinosas en el pampero de los años treinta/ cuarenta/ cincuenta: García Lorca, Eliot, Neruda, Rilke, Hölderlin,

y esta enumeración sorprendería a un europeo incapaz de aprehender una disponibilidad que maleaba lenguas y tiempos en una misma operación de maravilla, Lubicz-Milosz, Vallejo, Cocteau, Huidobro, Valéry, Cernuda, Michaux, Ungaretti, Alberti, Wallace Stevens, todo al azar de originales, traducciones, amigos, viajeros, periódicos, cursos, teléfonos árabes, estéticas efímeras. Las huellas de todo eso son tan reconocibles en cualquier antología de esos años, y por supuesto aquí.


Salvo el crepúsculo, Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 1996, pág. 257



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