Dénes Martos - Los Deicidas
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El predicador

«Vive con los hombres, como si Dios te viera
y habla con Dios, como si los hombres te oyeran»
Séneca (4 AC – 65 DC)

El niño

Por desgracia, tenemos muy pocos datos sobre Jesús de Nazareth de la época anterior a su magisterio público. No sabemos prácticamente nada sobre su niñez.

Los Evangelios canónicos – desde el momento en que no son, ni pretenden ser, una biografía minuciosamente detallada – nos hablan muy poco sobre sus primeros años. Y, en cuanto a los apócrifos, tenemos toda una variedad, entre los cuales están también dos evangelios de la infancia de Jesús: el armenio y el árabe.

No sé cuanto podrá valer mi opinión al respecto, pero, honestamente, después de haberlos leído, lo más amable que puedo decir de ellos es que, en su enorme mayor parte, constituyen una colección de disparates. O poco menos.

Al igual que muchos de los demás, los apócrifos de la infancia están manifiestamente centrados en el relato de reales o supuestos milagros. Ahora bien; el aceptar el milagro como manifestación divina, no quiere decir que tengamos que tragarnos y dar por buena cuanta historia fantasiosa haya podido surgir en la febril imaginación de cualquier cuentista. Especialmente cuando la fantasía se contradice por completo con la personalidad del personaje tal como ésta se nos revela en sus hechos posteriores y en sus enseñanzas.

No quiero pecar ni de irrespetuoso ni de incrédulo, pero no consigo imaginarme a un Jesús de dos años y cuatro meses de edad, jugando a deslizarse hasta el suelo desde lo alto de un castillo, abrazado a un rayo de luz, tal como lo relata el Evangelio Armenio de la Infancia [[1]]. Probablemente hasta el fin de mis días rogaré que se me permita entender la resurrección de Lázaro. Y sobre todo, rogaré que algún día me sea dado comprender el significado de esa resurrección. Pero no pienso devanarme demasiado los sesos, ni el espíritu, tratando de entender qué pasó realmente en la ciudad de Mesrim, dónde las estatuas de los ídolos supuestamente “se pusieron a vociferar con estrépito y a coro” cuando Jesús llegó hasta allí siendo que “todas las demás estatuas inanimadas de los falsos dioses gritaban a porfía y los ídolos de los templos lanzaban alaridos, como si la ciudad entera se quebrantase en sus cimientos” [[2]].

Estatua parlante

Aún sabiendo que en algunas partes de la antigüedad existieron las famosas estatuas parlantes, que no sólo hablaban sino que hasta adivinaban, auguraban y transmitían los mensajes de ciertos dioses; aún así no puedo menos que recordar algunos hallazgos arqueológicos que explican bastante bien la forma en que estas estatuas estuvieron construidas – aparte de la existencia o inexistencia de sacerdotes ventrílocuos cuyas travesuras tampoco serían de descartar. Pero, si una estatua parlante ya despierta mi incurable suspicacia, no puedo evitar que todo un coro de ellas aullando al unísono me parezcan una exuberancia de fantasía poética de parte de quienquiera que haya escrito ese apócrifo.

Aunque, aparentemente, este buen autor estaba realmente enamorado de su historia porque, poco más adelante, la vuelve a repetir – esta vez en el contexto de un templo de Apolo – y, no satisfecho con ello, le agrega el no menor detalle de un Jesús de “tres años y cuatro meses” [[3]] que habría hecho caer ese templo sobre la cabeza de toda la muchedumbre reunida en su interior. ¿Exagerado? Esperen. Todavía falta. Después del derrumbe, el niño – de tres años y cuatro meses – “avanzó por encima de los cadáveres y, tomando polvo del suelo, lo vertió sobre ellos, y clamó a gran voz: Yo os conmino a todos, sacerdotes, que yacéis aquí, heridos de muerte por el desastre que os ha anonadado, que os incorporéis en seguida, y que salgáis fuera.” Y los muertos resucitaron. Es decir, no todos; porque solamente “cerca de ciento ochenta y dos personas se levantaron de entre los muertos y se irguieron sobre sus pies. Pero otros ministros y arciprestes de Apolo, en número de ciento nueve no se levantaron.” [[4]]

¡Pobre Apolo! Por más pagano que haya sido, no creo que se haya merecido ese trato. Tengo ante mi una imagen del Templo de Apolo en Delfos. ¿Qué quieren que les diga? Por más esfuerzo que haga, no me lo imagino al niño Jesús cometiendo la salvajada de demolerlo con toda la gente adentro.

Templo de Apolo

Quizás, haciendo un esfuerzo considerable, me podría llegar a imaginar a un Jesús de “seis años y tres meses” (la precisión cronológica de este apócrifo es realmente maravillosa) amasando un gorrión con barro y dándole vida con un soplo [ [5] ]. Pero lo que me resulta por completo increíble es que después, con el mismo procedimiento, hace surgir "... gran cantidad de moscas y de mosquitos, de los que toda la ciudad quedó llena y que molestaban en extremo a hombres y a animales." Y, encima, no contento con eso, "... de nuevo tomó barro, con el que formó abejas y avispas, que echó sobre los niños, conmoviéndolos y alarmándolos en grado sumo. Porque aquellos insectos, cayendo sobre la cabeza y sobre el cuello de los niños, se deslizaban por dentro de su ropa hasta su pecho y los picaban. Y ellos lloraban y se movían de un lado para otro, dando chillidos." [ [6] ]

No sé ustedes, pero hasta aquí llego yo con este apócrifo. Les ahorro los cuentos sobre los niños que mueren de diversas maneras, con los demás que le echan la culpa de ello a Jesús, ante lo cual éste hace resucitar al muerto para que cuente lo que realmente pasó. Les ahorro también el otro caso en que Jesús habría convertido en sangre el agua de una fuente, con lo que todos los niños que fueron a beber allí quedaron empapados en esa sangre. Y pasaremos también por alto la escena en la que Jesús se hace discípulo de Gamaliel – el mismo Gamaliel que más tarde sería maestro de San Pablo – tan sólo para corregirlo haciéndolo quedar como un ignorante. Y créanme: les acabo de ahorrar un montón de dislates no precisamente muy divertidos.

Por desgracia, el Evangelio Árabe de la Infancia tampoco es mejor en este sentido. Se repite el tema de la escena de ídolos que caen de sus pedestales. El hijo poseído de un sacerdote se pone en la cabeza un pañal del niño Jesús y los demonios abandonan su cuerpo. [[7]] Una poseída también es curada con otro pañal, [[8]] pero esta vez es María la que se lo pone sobre la cabeza. Una joven muda toma en brazos al niño Jesús y es curada [[9]] – lo cual quizás no sería una una escena tan dudosa si no estuviera dentro de un contexto imposible – y de la misma forma es curada una poseída [[10]]. Una mujer leprosa vierte sobre si el agua en la que habían bañado  a Jesús y se cura [[11]]. El hijo de otra mujer también es curado con el agua de baño [[12]]. Un matrimonio desavenido se arregla después de albergar a la Sagrada Familia [[13]]. Un joven convertido en mulo por unas hechiceras es vuelto a su estado humano por Jesús a pedido de María [[14]] y no sólo eso sino que hasta le consiguen esposa para que se case. Después, la Sagrada Familia se encuentra con dos bandidos de quienes resulta que más tarde serán los dos ladrones crucificados al lado de Jesús, pero hete aquí que el "buen ladrón" es el que evita que los asalten.

El Coloso de Rodas

En Betlehem otro niño es curado con el agua de baño. Otro más recobra la vista por el mismo procedimiento. En otra historia, de dos mujeres casadas con un mismo hombre, ambas tienen hijos enfermos. Uno de estos hijos es curado (de nuevo mediante el tratamiento del pañal). A la otra, el hijo se le muere y, por despecho, en un descuido de su rival, arroja al niño curado en el horno encendido (!). Pero María intercede y el chico resucita. Luego de lo cual la rival lo ve jugando y de nuevo trata de matarlo, esta vez tirándolo al pozo de agua. Pero descubren que el chico en vez de ahogarse "se recreaba, daba vagidos, y se reía, sentado sobre el agua" [ [15] ] con lo cual, por supuesto, se salva. Y etcétera, etcétera, etcétera.

Si vamos a otro apócrifo, por ejemplo al Evangelio de Tomás en su redacción griega, nos encontramos con cosas similares y aún más estrafalarias.[[16]] Reaparece el tema de los pajaritos hechos de barro, pero esta vez son gorriones que Jesús hace volar dando una palmada; y lo hace en un día sábado por lo cual es reprendido. Pero eso no es nada. Lo realmente grotesco está en el relato de Jesús supuestamente matando al hijo de Anás porque éste, con una rama de sauce, dispersa unas aguas puras que el primero había reunido. [[17]] Y, no contento con eso, también habría ocurrido que “... Jesús atravesaba la aldea, y un niño que corría, chocó en su espalda. Y Jesús, irritado, exclamó: No continuarás tu camino. Y, acto seguido, el niño cayó muerto.” [[18]]

Basta. Demasiado para mí. Si quieren leer la versión latina del mismo evangelio, o acaso el evangelio del Pseudo-Mateo, allá ustedes. Pueden aceptar mi opinión o rechazarla, según prefieran; pero en lo que a mí respecta y en relación con la infancia de Jesús de Nazareth, las historias de todos estos supuestos milagros no son más que fábulas pergreñadas por unos señores para quienes Dios sólo es Dios si comete los actos más inverosímiles. Y, en todo caso, en el ambiente de la época en que fueron escritos esos apócrifos, con la fama de toda una serie de personajes como Apolonio de Tiana, Simón el Mago y otros cuantos que habrían producido hecho maravillosos por doquier, tampoco es extraño que algunos cristianos de muy escasa estatura mental se hayan anotado en una especie de competencia literaria para el Libro Guiness de los Milagros a ver quién conseguía relatar las fábulas más espectaculares en las cantidades más portentosas.

En principio, no tengo nada en contra de los apócrifos. Reconozco que en varios de ellos uno encuentra pasajes que pueden contribuir a aclarar un buen par de cosas. Pero mientras más los lean, más se convencerán de que los Padres de la Iglesia hicieron un muy buen trabajo cuando eligieron esos cuatro evangelios que hoy llamamos canónicos.

 

El adolescente

Si sobre Jesús niño tenemos desgraciadamente muy poco en firme para contar, lo mismo sucede con Jesús adolescente.

En los Evangelios hay muy pocos datos sobre la adolescencia o la juventud de Jesús. Al principio está la matanza de los Santos Inocentes y la fuga de la Sagrada Familia a Egipto; pero no tenemos detalles acerca de la vida de Jesús en Egipto – que es, probablemente, una de las causas que motivó al autor del apócrifo árabe y al del armenio a escribir sus fantasías ya que buena parte de las mismas tiene lugar precisamente en Egipto.

Lucas relata que a los 12 años Jesús maravilla a los doctores de la ley en Jerusalem por su inteligencia y sus respuestas [[19]]. El tema se repite en el relato de una predicación en la sinagoga de Nazareth después de la cual las personas allí reunidas se maravillan de la extensión y la profundidad de la palabra de un predicador al cual – según Marcos – hasta entonces habían conocido como carpintero y – según Mateo – como el hijo de un carpintero [[20]].  Pero, más allá de una inteligencia prodigiosa y del aprendizaje del noble oficio de la carpintería – y sobre esto último quizás no estaría de más detenerse a meditar un poco – más allá de estos datos no es mucho lo que podemos llegar a deducir.

Los apócrifos, como hemos visto, tampoco nos ayudan. De la Historia Copta y de la Historia Árabe de José el Carpintero podríamos extraer algunas cosas sobre ese carpintero que cuidó de Jesús durante sus primeros años [[21]]. Podríamos enterarnos – en la medida en que confiemos en estos escritos – de las circunstancias de la muerte de José. Pero hay muy poco allí sobre Jesús mismo, más allá del piadoso papel que desempeñó durante esos tristes acontecimientos. 

Cachemira

Todo lo cual, por supuesto, ha dado lugar a una vasta literatura que va desde la especulación pura hasta la ficción más desbocada. Desde un Jesús instruido por maestros extraterrestres, pasando por un Jesús adiestrado en el monasterio de los esenios como ya hemos visto, hasta un Jesús recorriendo miles y miles de kilómetros, llegando a Puri en la India, dándose una vuelta por Nepal, subiendo a Cachemira y volviendo a Palestina tras cruzar dos veces a toda Persia para predicar una versión del budismo adaptada al paladar hebreo.

No sonrían por favor. Se supone que esto ha sido dicho en serio. Ha sido escrito, ha sido impreso, se han hecho libros y estos libros hasta han encontrado quien los compre – y me pongo el sayo porque me cabe... aunque, en mi descargo, podría decir que la pura verdad es que el libro lo compró mi madre y yo lo heredé de ella. Pero no importa. El hecho es que hay más aún: la historia de Cachemira es doble en realidad. No es sólo que Jesús habría hecho ese viaje en su juventud para hacer su aprendizaje. Ni siquiera habría muerto en la cruz. Habría sobrevivido a la ejecución (o, según otra versión, habrían crucificado a una persona distinta en su lugar) y habría retornado a Cachemira para morir allí.[[22]]

Hay un montón de libros dando vueltas por esas librerías de Dios en los cuales la historia está edificada sobre el testimonio de algún misterioso viajero que de alguna misteriosa manera accede a los misteriosos manuscritos de algún misterioso monasterio custodiado por unos misteriosos lamas en el misterioso Tibet – o en algún no menos misterioso lugar parecido. Así es como, por ejemplo, James Churchward construyó toda su historia sobre el (misterioso) Continente de Mu. Así es como se construyó también más de una teoría esotérica destinada a servir de Erzatzreligion a una serie de occidentales algo agnósticos pero, por lo general, muy enamorados de cualquier cosa que sea tan sólo un poco exótica. De la misma manera se construyeron varias Historias de Jesús.

En este caso, y al menos según Siegfried Obermeyer [ [23] ] todo habría comenzado con el testimonio de un enigmático viajero ruso – el señor Nicolai Notovich – quien hacia fines del S.XIX hizo un largo viaje lleno de excitantes peripecias hasta la ciudad de Srinagar, en el valle de Cachemira. Y hete aquí que en Srinagar se encuentra la tumba de un tal Yus Asaf de quien la tradición afirma que: A)- era un príncipe; B)- era un “Nabí” es decir, un profeta; C)- solía hablar con parábolas; D)- había llegado del Oeste; E)- aparte de Yus Asaf también le llamaban Issa. Y quien no quiera aceptar que estos datos demuestran palmariamente que Jesús murió en Cachemira, pues lo lamento mucho pero tendrá que leerse entero el libro de Obermeyer o, quizás, investigar si el inefable Erich von Däniken no terminó escribiendo también algo sobre el asunto porque, según dicen, el incansable rastreador suizo de huellas de extraterrestres también anduvo por Srinangar sacando fotografías de la tumba.

La ciudad de Srinagar

A veces hay cosas que no entiendo. ¿Por qué es más fácil para algunos creer en hombrecillos verdes venidos de Alfa Centauri que en el relato de cualquiera de los cuatro Evangelios? ¿Por qué hay quienes están dispuestos a creer en la reencarnación del Dalai Lama pero no en la resurrección de Cristo? ¿Por qué ha de ser más fácil creer en la borra del café que en la voluntad de Dios? ¿Por qué andamos eternamente presentando las cosas como opciones excluyentes? ¿Acaso somos nosotros los que decidimos lo que Dios puede hacer o permitir y lo que no puede, o no debe?

El gran problema es que, en cuanto al primer tercio de la vida de Jesús no hay mucho en qué creer. No sabemos casi nada concreto. Y, en la ignorancia, probablemente lo más sabio sería no entrar en suposiciones estrafalarias. ¿Por qué no suponer la vida normal, de un niño normal, en una Galilea normal, en un ambiente familiar normal? Por supuesto que, en este caso, lo de “normal” no habría de entenderse en el sentido de lo común y corriente. Por supuesto que no hay que perder de vista que estamos hablando de un ser excepcional. Pero ¿no pueden los seres excepcionales tener una infancia natural, simple, y sencillamente feliz? ¿No pueden hasta los seres excepcionales ir madurando hasta manifestarse en la plenitud de sus virtudes y potencialidades? ¿En dónde está escrito que un ser excepcional tiene que ser, forzosamente, también un niño prodigio?

Si en un momento dado quienes lo conocían por haber convivido con él se maravillaron de la profundidad y de la sabiduría de sus palabras, como lo relatan Mateo y Marcos, no es ilícito suponer que la sorpresa obedeció justamente a que, antes de eso, todo el mundo lo había tenido simplemente por Jesús el carpintero, el hijo de José el carpintero. Si esas gentes hubieran convivido con un chico que hacía gorriones de barro y los hacía volar, o con un rapaz que mataba a quienes tenían la desgracia de llevárselo por delante en forma accidental, o con un pedante insufrible que corregía con altanería a sus maestros, pues difícilmente se hubieran asombrado de su capacidad para hablar en la sinagoga o fuera de ella.

Quizás, a veces buscamos la verdad demasiado lejos porque no nos damos cuenta de que la tenemos delante de nuestra propia nariz.

 

El pescador de hombres

Los apóstoles

De modo que no tenemos una biografía explícita que nos relate todas las intimidades de los primeros años de la historia. Pero podemos buscar una primera aproximación a la personalidad del personaje principal siguiendo el viejo apotegma del “Dime con quien andas y te diré quien eres”.

¿Quiénes eran esos doce hombres que hoy conocemos como los apóstoles?

El llamado de los Apóstoles
Doménico Ghirlandaio (1449-1494)
Capilla Sixtina - Vaticano

Dicen los entendidos que la palabra “apóstol” viene del griego apostello que significa algo así como “enviar” o “despachar”. Apostolos, por lo tanto, vendría a ser un enviado; alguien a quien uno manda a alguna parte con una misión para cumplir. Pero, casi con total seguridad, esta palabra es algo posterior. Habrá surgido como la traducción al griego de un concepto arameo original ya que éste era el idioma en el que hablaban aquellas personas. Nuevamente, quienes presumen de saberlo, nos dicen que esta palabra debió haber sido seliah, el término con el cual se designaba en arameo a los enviados que los gobernantes mandaban al extranjero. O sea: el apóstol es un embajador.

Lo primero que habría que señalar en relación con los apóstoles de Cristo es un detalle nada menor: Jesús los eligió. No se reunieron a su alrededor por casualidad, ni el Maestro aceptó en forma indiscriminada a cualquiera que tan sólo estuviera dispuesto a seguirlo. Los auténticos embajadores no se reclutan; se eligen. Y Jesús los fue seleccionando. Y durante esa cena, que será la última, incluso se dirigirá a ellos para decirlo con total claridad: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca.” [[24]] De modo que los eligió para enviarlos y, por otro lado, esta elección deliberada queda clara también cuando, por ejemplo, Marcos expresamente relata que, luego de subir a un monte “llamó a los que él quiso” y Lucas nos cuenta que “llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos”. [[25]]

Pero, de nuevo: ¿quiénes eran?

No es tan fácil desentrañarlo como se podría creer. Sobre algunos tenemos bastante información; pero hay otros de los cuales no sabemos mucho. Además, a esto se suma el problema de los nombres, los sobrenombres, los apodos y las relaciones de parentezco que a veces generan bastante confusión.

Pedro

Busto de San Pedro
Nicolas Cordier (1608)
San Andrés (El Greco)
San Juan (El Greco)
Santiago el Mayor (Ribera - Museo del Prado)
Santiago el Menor (El Greco)

Por ejemplo, ahí está Pedro. En realidad, su nombre es Simón. Es un pescador del poblado de Betsaida. “Pedro”, en realidad, es la versión latina del apodo arameo “Cefas” (Kipha) que Jesús le puso. Significa “piedra”. [ [26] ] La piedra sobre la cual Jesús edificará su Iglesia. El hombre al cual le dará “las llaves del Reino de los Cielos”. [ [27] ] Un hombre, sólido como una roca. Un hombre firme y leal. Un hombre sobre el cual se puede construir. Un hombre que, por sus condiciones naturales, adquirirá cierto liderazgo espontáneo sobre los otros once. Será el único que desenvainará una espada para defender a Jesús cuando los esbirros del Sanhedrín vengan a arrestarlo. Pero será también el único que lo negará tres veces. Y tampoco él estará allí, al pie de la cruz, cuando llegue el último momento. ¿Contradictorio? Seguramente. ¿Acaso no somos todos contradictorios?Nunca evalúen la valía de un hombre por uno de sus momentos de debilidad. Es siempre el valor de toda una vida lo que cuenta.

Andrés

El hermano de Pedro es Andrés. Otro pescador de Betsaida. Discreto. Casi silencioso. Hay que leer los Evangelios con bastante atención para encontrarse con él. Y, sin embargo, es quien le presenta Jesús a Pedro. Es uno de los primeros en descubrir, o por lo menos intuir, que allí hay un ser extraordinario. Más extraordinario aún que Juan el Bautista, de quien Andrés ha sido discípulo hasta entonces. La Iglesia de Constantinopla todavía lo venera como “el primero en ser llamado”.

El día de la Epifanía de 1964, en el Monte de los Olivos, el patriarca Atenágoras I le obsequió a Pablo VI un ícono en el que está representado Andrés dándole un beso a su hermano Pedro.

Todo un símbolo.

Juan

Y después está Juan. También un pescador de Betsaida. También, muy probablemente, discípulo de Juan el Bautista. Amigo de Andrés, es otro de los primeros. Según algunos, es él quien sería el primero. En todo caso, será el “favorito” de Jesús; “el discípulo a quien Jesús amaba”. El más joven de todos ellos y también el que más años vivirá. Es el apóstol que escribió el Evangelio más cargado de profundos significados. También el mismo que nos legó el misterioso libro del Apocalipsis. Es el único de los Doce que estará al pie de la cruz, y desde ella, a él le confiará Jesús el cuidado de su propia madre.

Santiago el Mayor

El hermano de Juan es Jacobo. El problema con él es que a veces resulta un poco difícil identificarlo porque también lo conocemos por Santiago y, como, para colmo, además hay otro Santiago, se lo suele mencionar como Santiago el Mayor a fin de diferenciarlos. Jesús apodaría a estos dos hermanos “Boanerges”, esto es, “Hijos del trueno”. [ [28] ] Quizás sería permitido interpretarlo como “los tronadores”. O “los estruendosos”. De cualquier manera, ninguno de los dos es débil de carácter; ninguno de los dos se anda escondiendo cuando hay que dar la cara y asumir un compromiso. Ambos tienen en su personalidad algo del ímpetu de las tempestades.

Santiago el Mayor será el primer mártir entre los apóstoles, el primero de todos ellos que demostrará su lealtad con su propia vida. Mucho antes de ello, Santiago, Juan y Pedro presenciarán la resurrección de la hija de Jairo, la tranfiguración de Jesús en el monte Tabor y la agonía en el huerto de los Olivos. Hay algo en común entre estos hechos: tres pescadores que resultan testigos de la vida y de la muerte en diferentes circunstancias. Tres pescadores a quienes les fue dado conocer el secreto de la eternidad. Un Saber al cual serán fieles y leales hasta la muerte.

Juan y Santiago el Mayor son los apóstoles del “¡Podemos!”. Cuando Jesús en un momento dado les pregunta: “¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?" ambos responden sin pensarlo dos veces: "Sí, podemos." [ [29] ] Quizás deberían haberlo pensado un poco mejor antes de hablar. Pero si lo hubiesen hecho, probablemente nadie los hubiera apodado “Hijos del trueno”.

Sin embargo, en esa respuesta hay mucho de uno de los dramas más profundos de la humanidad: el drama de intentar lo imposible. Ese “¡Podemos!” es el de Prometeo robándole el fuego a los dioses; es el de Otto von Lilienthal queriendo volar con una máquina más pesada que el aire; es el de los navegantes de todos los tiempos lanzándose a la inmensidad del mar para llegar al otro lado del horizonte; es el de los hombres que, sentados en una ridícula cápsula montada sobre enormes tubos de hidrógeno y oxígeno con peligro de explotar en cualquier momento, se atreven a ir hasta la Luna; es el de todos los investigadores hurgando en el microcosmos para hallar las causas de una enfermedad; es el de todos los enfermos de cáncer que se someten a la quimioterapia con la firme voluntad de vencer en el intento; es el de Leónidas y sus trescientos espartanos clavados ante las Termópilas convencidos de que ellos pueden salvar a Grecia.

Ese “¡Podemos!” es el grito de combate de los que se atreven. Y gracias a los que se atreven, gracias a los “Hijos del Trueno”, hemos llegado hasta aquí luego de una odisea de miles y acaso de millones de años. Para bien o para mal. Para ir descubriendo nuevos horizontes, nuevas dimensiones. O para irnos aproximando, poco a poco, a la Frontera Final. ¿Quién sabe? La verdad es que yo tampoco lo sé. Pero lo que sí sé a ciencia cierta es que, de no ser por quienes se atreven a decir: “¡Podemos!”, no lo averiguaríamos jamás.

Santiago el Menor

El otro Santiago, el que conocemos como Santiago el Menor, es pariente de Jesús. Más aún: algunos lo consideran su hermano. De hecho, se lo nombra como “el hermano del Señor” en varios documentos y hay un “hermano” de Jesús de nombre Santiago mencionado en los Evangelios. [ [30] ] Pero el título de “hermano” es algo engañoso y en el contexto general del Nuevo Testamento difícilmente pueda ser tomado demasiado al pie de la letra. De acuerdo con la tradición, Santiago el Menor podría ser un primo, ya sea por ser su padre, Alfeo, hermano de José el carpintero; ya sea por ser su madre, María, hermana homónima de la madre de Jesús. 

De todos modos, Santiago el Menor tendrá reservado un papel nada menor. Será la figura central de la Iglesia de Jerusalem. El hombre que se quedará en el lugar de los hechos mientras los demás parten hacia distintos lados en diferentes misiones. Es un hombre ilustrado. Una persona culta. Un buen conocedor de las Escrituras. Probablemente amigo de la infancia de Jesús. Intervendrá decisivamente en el primer Concilio que tendrá lugar en Jerusalem hacia el 50 DC. Allí, Saulo de Tarso, ese formidable predicador y organizador que sembrará el cristianismo por Occidente y a quien conocemos como Pablo, propondrá el camino propio que seguirá el cristianismo, más allá de la Ley mosaica estricta. Santiago el Menor actuará en este Concilio poniendo en juego su erudición y su autoridad para lograr un difícil consenso. Será, con ello, la contracara, o el contrapeso – algunos dirán el oponente – de Pablo.

Este Santiago es el hombre de la Tradición. El que guarda las enseñanzas de los antepasados. El que trata de construir un nexo entre lo que fue y lo que será. El que comprende que todo edificio debe tener sólidos cimientos y que no se pueden construir castillos en el aire. El que alerta haciendo ver que todo árbol tiene raíces y que, sin esas raíces, muere sin remedio. Es de esa clase de personas que nunca están dispuestas a tirar a la basura siglos enteros de Tradición tan sólo porque el brillo de la novedad enceguece a quienes no tienen acabada conciencia de sus orígenes.

Y, sin embargo, este Santiago no es un prisionero del pasado. No es un ciego conservador de fríos rituales anquilosados cuyo significado interior se ha perdido. Es tan hombre de la Buena Nueva, como los demás apóstoles. Está tan comprometido con el mensaje de Cristo como cualquiera de los demás. No es ni un escriba, ni un fariseo. Más todavía: a pesar de su respeto por la tradición, se ganará la enemistad de los del Sanhedrín.

A tal punto será así, que terminarán condenándolo a muerte y ejecutándolo, muy pocos años antes de la llegada de las legiones al mando de Tito que destruirán a Jerusalem.

Judas Tadeo

Judas Tadeo
San Felipe
San Bartolomé

El hermano de Santiago el Menor es, con gran probabilidad, Judas Tadeo. Lo de “Tadeo” es un sobrenombre casi obligado para diferenciarlo del otro Judas, el traidor. El apodo significa algo así como “pecho”. Su otro sobrenombre es el de “Lebeo” que significa “corazón”. Él mismo preferirá llamarse “Judas, siervo de Jesucristo y hermano de Santiago" en la muy breve epístola que nos ha llegado.

Al igual que su hermano, es alguien muy conocedor de las Escrituras. Con apenas 25 versículos, su epístola contiene por lo menos doce citas y numerosas referencias a los textos sagrados. También al igual que su hermano, es alguien muy atento a los desvíos y a la interpretación caprichosa del mensaje de Cristo. En esto, su estilo es casi vehemente. Por lo menos, insistente. Es el estilo de un hombre que habla desde el corazón, sin demasiada preocupación por los grises y las medias tintas.

Su mensaje es: ¡Cuidado con los charlatanes! Hoy quizás diría: ¡Cuidado con esa clase de hiperintelectuales que pretenden poder explicarlo todo mediante el recurso de relativizarlo todo y entremezclarlo todo! Es cierto que hay cosas complicadas y cosas más difíciles de entender que otras. Pero lo realmente importante, lo verdaderamente trascendente, muchas veces es un camino recto con una sola opción. Y esa opción a veces, más que entenderla, hay que percibirla. No existe la honestidad “relativa”; no existe la decencia “relativa”, no existe la bondad “relativa”. No existen tantas alternativas frente a la verdad y a la mentira como muchos pretenden, quizás para ocultar de algún modo su ignorancia de la verdad, o para disimular su pereza de ir a buscarla, o para tratar de borrar de alguna forma sus huellas en la difusión de la mentira.

Aparte de esta corta epístola y de un brevísima – aunque muy pertinente –pregunta durante la Última Cena, no tenemos muchos datos de este Judas bueno que hablaba y escribía del mismo modo en que sentía. Se dice que predicó en Armenia y en el Líbano. Algunos afirman que murió mártir en Beirut; otros que llegó a una edad avanzada. No lo sabemos.

Pero sabemos que le decían “Lebeo”; el del corazón.

Felipe

Y después está Felipe, un apóstol con el mismo nombre que el del padre de Alejandro el Grande y que en griego significa “amigo de los caballos”. Es, probablemente, el intermediario de Jesús con el mundo griego. Cuando la fama del grupo y su Maestro ya se ha divulgado, unos griegos – o quizás judíos helenizados – quieren hablar con el Maestro. Es a Felipe a quien recurren. Es él quien, tras consultar con Andrés, oficiará de vínculo. Felipe es el de las relaciones abiertas. En cierto modo, quizás haya sido el encargado de al menos una parte de las “relaciones públicas” del grupo. Pero, además, Felipe es el apóstol de la amistad. Es otro de los de Betsaida, el poblado del que procedían tanto Pedro y Andrés como Juan y Santiago el Mayor. Es un amigo. Es otro más del mismo pueblo. Es un amigo de los amigos y un nexo con los extraños. Cuando Jesús lo llama, no necesita de grandes introducciones ni largas presentaciones. En cierta forma Felipe parece sencillamente estar allí. Un buen día Jesús decide dirigirse hacia Galilea, se encuentra con Felipe y simplemente le dice: “¡Sígueme!”. Y Felipe le siguió. [ [31] ]

Lo cierto es que le seguirá hasta la muerte. Después de la crucifixión estará en Escitia, en Lidia y llevará su apostolado hasta Frigia. Allí, en la ciudad de Hierápolis, terminará sus días crucificado cabeza abajo y lapidado.

Bartolomé

Bartolomé – también llamado Natanael – es amigo de Felipe. Cuando Felipe se encuentra con él le dice: "Ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazareth." [[32]] Es por intermedio de Felipe que Bartolomé conoce a Jesús pero, contrariamente a la personalidad de su amigo, Bartolomé no tiene influencias helénicas. Es un israelita con todas las de la Ley, oriundo del poblado galileo de Caná. Incluso con los prejuicios chauvinistas de la época y de la zona. Cuando Felipe le cuenta que ha encontrado al Mesías y que éste es de Nazareth, su respuesta es sarcástica e incrédula: "¿De Nazareth puede haber cosa buena?" [[33]]  Jesús mismo lo pinta de cuerpo entero: Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: "Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño." [[34]]

Algunas traducciones de este pasaje de Juan dicen: “en quien no hay doblez”. En la neovulgata la palabra por “doblez” o “engaño” es “dolus” de la cual, como es obvio, proviene nuestro término jurídico “dolo”. Un hombre en quien no hay ni doblez, ni engaño, ni dolo, es simplemente una persona honesta. Alguien sincero. Alguien de firmes convicciones, respetuoso de la Ley, que – a diferencia de los fariseos – no sólo la predica sino que también la practica. Alguien que dice lo que hace y hace lo que dice. Sin aspavientos y sin hacer demasiada alharaca al respecto. Porque sabe lo que está bien y lo que está mal. Y no está dispuesto a hacer concesiones.

Bartolomé es el primero en reconocer en Jesús al Hijo de Dios y al Rey de Israel. [[35]] Es el primero en darse cuenta de que esa persona que tiene delante es el Mesías. Le faltará todavía comprender que el reino de ese Rey no es de este mundo. Pero para eso tendrá oportunidad en el largo camino de aprendizaje que terminará con la cruel escena del Gólgota y lo que vendrá después.

Cuenta la tradición que Bartolomé recorrió un muy largo camino durante su apostolado. Lo encontraremos especialmente en la tradición armenia, pero también en la de Arabia y Persia y aún más allá. No sabemos a ciencia cierta como murió. Algunos afirman que murió mártir; otros que llegó a una edad avanzada y falleció de muerte natural. Las huellas de este camino se borronean y se pierden. Pero, por más que no sepamos con certeza como terminó la historia de Bartolomé, de algo podemos estar seguros: es otro de los leales. Otro que cumplirá su misión hasta el final.

Y no es aventurado hacer esta suposición. El que lo eligió sabía a quien elegía.  

Y quienes fueron elegidos sabían a quien siguieron. Lo supieron tan bien que hasta aceptaron muchas veces la muerte antes de traicionar al que los había elegido.

Y, a pesar de lo que digan los escépticos profesionales, esto significa algo.

Tomás

Santo Tomás (Caravaggio)

En relación con esto, es realmente notorio que en el grupo que Jesús eligió tampoco falta el escéptico. Es Tomás. El apóstol del “ver para creer”.

En arameo, su nombre significa “mellizo”; por eso en las traducciones griegas aparece también como “Dídimo”. De su hermano mellizo – o quizás gemelo – no tenemos datos, así como de él tampoco sabemos muy bien de dónde procedía. Sabemos solamente que es uno de los doce elegidos. Cuando, después de haber escapado por poco de la furia de los fariseos que quieren lapidarlo por haberse denominado Hijo de Dios, Jesús decide volver a Judea, muy cerca de Jerusalem, para resucitar a Lázaro, los discípulos no pueden sino manifestar su extrañeza: “... hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?". La empresa era ciertamente peligrosa. En aquellos tiempos “apedrear” no significaba echar a alguien a pedradas. Significaba, literalmente, matarlo a pedradas. En Judea, la lapidación era una de las formas tradicionales de ejecución. Y allí, en esa tensa situación, Tomás se hace oir, y decide no dejar solo al Maestro. Según el testimonio de Juan: “Dijo entonces Tomás, llamado Dídimo, a sus condiscípulos: Vamos también nosotros, para que muramos con él." [[36]]

¿Una bravuconada? En parte, quizás sí. Una cosa es decidirse a ir a un posible tiroteo, porque uno se lo imagina como un acto heroico revestido de gloria, y otra, bastante distinta, es encontrarse después en medio de la balacera, con gente desangrándose en el piso, con heridos pidiendo ayuda a gritos y sin ninguna tribuna llena de espectadores aplaudiendo el acto heroico del cual hasta, quizás, nadie se enterará jamás. Así como el riesgo percibido es, por lo general, muy distinto del riesgo real, del mismo modo – y por las mismas razones – el riesgo imaginado suele ser muy diferente del riesgo vivido. Las guerras que uno se imagina casi siempre resultan ser muy distintas de las que después, efectivamente, tiene que pelear. En los campos de batalla de la realidad, la palabra “sangre” y la palabre “muerte” pierden una enorme cantidad de su contenido poético.

Quizás eso fue lo que Tomás tuvo que aprender. Cuando, al final, llegue el momento decisivo; cuando a Jesús lo arresten, Tomás será también otro de los que huyen. Según los Evangelios, cuando llegue el momento de la crucifixión, tampoco Tomás estará al pie de la cruz para acompañar a su Maestro.

Sin embargo, me atrevería a decir que, sin estar al pie de aquella cruz, Tomás al menos tiene que haber presenciado la crucifixión desde algún lugar no muy lejano. Quizás estaba en medio de la muchedumbre. Y digo esto porque, de no ser por él, de los cuatro Evangelios no tendríamos ningún elemento para deducir que Jesús fue clavado en la cruz y no atado a ella como era la costumbre entre los romanos.

Ninguno de los cuatro evangelistas menciona clavos. Y no deja de ser significativo que, de los cuatro, Juan – que es testigo presencial, que sí estará al pié de la cruz y que tampoco menciona expresamente que Cristo fue clavado en ella – sea el único que nos relate el caso de Tomás cuando éste, después de la resurrección manifiesta su duda diciendo: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré." [[37]]

Alguien dijo alguna vez que la fe está en los que dudan. Es una de esas afirmaciones que suena bastante a frase hecha. Pero no es tan así. Hasta me animaría a decir que encierra una gran verdad. No es que el “ver para creer” sea siempre aplicable y no es tampoco que la duda cartesiana sistemática sea siempre justificable. Pero muéstrenme ustedes a una persona medianamente inteligente que no haya dudado jamás. Que alguien me muestre a una persona de una gran fe que no haya tenido nunca alguna duda en su vida.

Tomás la tuvo y eso que fue nada menos que uno de los Elegidos. Tuvo que aprender que la realidad no es siempre tal como uno se la imagina y tuvo que aprender también a tener fe más allá de sus dudas y más allá de la realidad.

La historia que nos ha quedado de él nos dice que lo aprendió. Su apostolado lo llevó a Siria, Armenia, Afganistán, Irak, Irán, y hasta la India. Tomás es el gran apóstol del Oriente. El hombre que aprendió a pelear sus batallas y a vencer aquellas dudas en las cuales, al final, terminó residiendo su fe.

Simón el Zelota

Simón el Zelota

Alguien que también debió aprender a mirar el mundo de una manera diferente es el otro Simón. Aquél que, para diferenciarlo de Simón Pedro, también llamaban Simón el Cananeo o – con un apodo bastante más significativo – Simón el Zelota. El por qué este apodo es significativo ya lo hemos visto antes en nuestro relato.

Sabemos, pues, que los zelotas fueron combativos. No aceptaron ni la estrategia de la resistencia pasiva ni, mucho menos, las soluciones de compromiso.

Pues bien, Simón el Zelota había sido uno de ellos. Un hombre de acción. Un hombre de armas tomar. Quizás hasta no sería exagerado decir: un fanático. Un hombre al que seguramente le habrá resultado relativamente fácil compartir la crítica de Jesús a la hipocresía de los fariseos, pero al que de seguro le habrá costado mucho más entender que el reino de ese Mesías no era de este mundo y que, en todo caso, el alma de una persona no se perdería por haberle dado al César lo que era del César mientras no se olvidase de darle a Dios lo suyo.

Hay quien dice que, probablemente, Simón el Zelota fue, de todos los apóstoles, aquél que tuvo el camino de aprendizaje más difícil. Es posible. No es inverosímil que, de todos ellos, haya sido el que más posición tomada tenía ya de antemano y el que más haya tenido que revisar esa posición tomada.

Por desgracia, no sabemos más de él. Los Evangelios no nos dan más detalles. La tradición es confusa y a veces se pierde en lo legendario. Nos habla de una actividad en Samaria y en otros lugares; del posible desempeño del cargo de obispo de Jerusalem y de una muerte en la cruz o por decapitación. La verdad es que el rastro de Simón el Zelota es otro de los rastros que se pierden. Aparece en los Evangelios como para indicarnos algo y luego su figura se esfuma.

Con lo cual, podríamos deducir que lo que nos indica quizás sea importante. Porque, como decía el Principito de Saint-Exupéry, muchas veces lo esencial es invisible a los ojos.

Mateo

San Mateo (El Greco)

Por de pronto, si bien no tenemos datos para saber qué fue lo que Simón el Zelota hizo, una de las cosas que llama poderosamente la atención es lo que no hizo. En ningún lado de los Evangelios se registra un enfrentamiento de él con Mateo. Y esto llama la atención porque, para ponerlo en términos bien vulgares y que se me perdone la expresión, la lógica de la relación – considerando los posicionamientos político-religiosos de la época – hubiera sido que se llevaran a las trompadas.

Antes de unirse al grupo de los apóstoles, Mateo había sido un “publicano”. La palabra designa precisamente a un recaudador de impuestos. El otro nombre con el que aparece en los Evangelios es el de Leví. Esto indica, además, su pertenencia a una tribu muy especial del pueblo judío. Originariamente, los levitas fueron la tribu designada para el culto divino. Con el tiempo y ante el predominio de la casta sacerdotal de los descendientes de Aaron, los levitas terminaron desempeñando funciones subordinadas. [[38]] En los tiempos de Jesús, una de ellas consistía en la recaudación de impuestos.

¿Un zelota como Simón y un levita publicano como Mateo llevándose bien? Cualquiera en aquellos tiempos hubiera pensado que eso ya en si mismo equivalía a un milagro. Si había un personaje a quien los zelotas odiaban de todo corazón, ese personaje era el recaudador de impuestos.

Con referencia a Mateo, muchos han cuestionado que el apóstol haya sido el mismo Mateo que escribió el Evangelio que lleva su nombre. (Dicho sea de paso: la misma objeción se suele hacer en relación al Evangelio de Juan.) Generalmente se aduce que los tiempos no alcanzarían. La verdad es que no veo muy bien por qué. Hay un consenso bastante generalizado en datar el Evangelio de Mateo aproximadamente entre el 70 DC y el 80 DC. El de Juan sería posterior y se lo data alrededor del 80 DC o un poco más tarde.

Bien. Supongamos – tanto como para hacer algunos números – que Mateo escribió su Evangelio en el 75 DC y Juan el suyo en el 85 DC. Esto nos daría 42 años y 52 años después de la Crucifixión respectivamente. Si suponemos, además, que Mateo tendría unos 30 años de edad por la época en que Jesús predicaba y Juan unos 25 – ya que sabemos que era el más joven de los discípulos – esto nos daría que Mateo tendría 72 años y Juan 77 cuando escribieron sus respectivos Evangelios.

Dejando de lado ahora el hecho que bien pudieron terminar de escribir a esa edad, habiendo ido consignando por escrito su mensaje desde mucho antes; dejando incluso de lado el otro hecho tampoco demasiado arbitrario de señalar que una cosa es la fecha en que una obra se escribe y otra muy distinta puede ser la fecha en que se publica o se difunde; dejando todo eso y varias otras cuestiones de puro sentido común de lado: ¿dónde está la dificultad? ¿Por qué es tan difícil aceptar a un autor de 72 o 77 años; o incluso más cerca de los 80 si ustedes quieren?

Se me dice que la expectativa de vida de aquella época era muy inferior a la actual. Cierto. Pero permítanme señalar que en eso estamos hablando de un promedio estadístico. Y ese promedio no quita que, por ejemplo, Sócrates haya muerto a los 71 años y por cierto que hubiera vivido unos cuantos años más si sus democráticos conciudadanos no hubieran decidido ejecutarlo. Pero, si no les gusta el ejemplo de Sócrates, tómenlo a su discípulo Platón que murió a los 80. Según estos parámetros, Aristóteles habrá muerto un poco joven – a los 62 años – pero Solón murió a los 70, Herodes el Grande – con arterioesclerosis y todo – a los 69. El emperador Tiberio, prácticamente contemporáneo de Jesús, murió a los 79 años; Augusto, su antecesor a los 77. ¿Por qué Mateo no habría podido terminar su Evangelio a los 72? ¿Por qué esa eterna, obsesiva, insistencia en buscarle siempre la quinta pata al gato cuando hasta la matemática más elemental nos indica que los gatos tienen cuatro patas?

No pretendo que mi opinión sea concluyente, pero por mi parte no veo ninguna dificultad en coincidir con quienes afirman que el Mateo que escribió el Evangelio que lleva su nombre es el mismo Mateo publicano al que Jesús llamó para ser apóstol. En ese Evangelio hay numerosas referencias a cuestiones financieras y a puntuales cuestiones de dinero que revelan bastante bien la mentalidad de una persona acostumbrada a manejar asuntos contables. Mateo es el único que nos relata la parábola referente al tesoro escondido, la del mercader y las perlas finas, la del siervo y los diez mil talentos, la de los trabajadores contratados a un denario por día. Cuando habla de dinero precisa muy bien la moneda de la que se trata nombrándola por su denominación precisa: dracma, denario, talento. Es el único que menciona con precisión el precio exacto de la traición de Judas Iscariote: treinta monedas de plata.

El Evangelio de Mateo es, pues, muy consistente con la profesión y con la cosmovisión de su autor, lo cual habla muy a favor de su autenticidad. Con todo, no es, para nada, el Evangelio escrito por un contador, aún cuando ni un contador hubiera podido ser más preciso y concreto en muchos detalles.

Pero su Evangelio va mucho más allá de eso. Vale la pena leerlo. San Agustín consideraba que el de Marcos es una versión abreviada del Evangelio de Mateo. Con lo cual Lucas, el tercer sinóptico, sería el que completa los otros dos [[39]] y el de Juan sería el Evangelio que le da profundidad metafísica a los cuatro. Los sesudos críticos y académicos podrán decir muchas cosas, pero la verdad es que me quedo con la conclusión sugerida por la opinión de San Agustín. De estas cosas creo que él sabía bastante más que muchas ratas de biblioteca.

La tradición es incierta también respecto de este apóstol. Sigue sus pasos hasta Persia, Arabia y Etiopía. En cuanto a su muerte hay muchas leyendas dispares. No sabemos, en realidad, exactamente lo que fue de él. Es otro de aquellos cuyas últimas huellas el tiempo ha borrado.

Pero nos dejó su Evangelio.

Que es mucho.

Judas Iscariote

Una de las cosas curiosas es que, entre los Doce, el que estuvo a cargo de la pequeña caja del grupo no fuera Mateo. Por su profesión y sus antecedentes, hubiera sido probablemente el más adecuado para administrar el – de todos modos escaso – dinero del que disponían Jesús y sus discípulos.

Sin embargo no fue así. La bolsa de los Doce estuvo confiada a Judas Iscariote. El traidor.

Resulta muy difícil escribir sobre este Judas.

Judas recibe las 30 monedas (Giotto)

Por una parte, se podría tomar el atajo fácil y decir acerca de él todas las cosas que suelen decirse – por lo general muy merecidamente – acerca de los traidores. Por otra parte, en toda historia dramática, casi siempre hay un traidor. Es raro el héroe que no sea traicionado o que no haya sido traicionado en algún momento. Un traidor es siempre un gatillo muy adecuado para disparar la tragedia y casi se podría decir que sin tragedia no hay héroe.

Pero, en el caso de Judas, el problema se hace mayúsculo porque, más allá y antes de su traición, Judas Iscariote es también uno de los Elegidos. Lo eligió el propio Jesús. Y para mayores datos, en la última cena queda en evidencia de un modo muy claro que Jesús sabía perfectamente que Judas lo traicionaría.

En esto, más allá de la condena fácil que siempre podrá dictarse sobre Judas, la verdadera pregunta quizás sea diferente a las que por lo general se hacen. La mayoría se ha preguntando siempre ¿por qué traicionó Judas?, ¿qué fue lo que lo llevó a convertirse en traidor?, ¿cómo fue que pudo entregar a una persona de la que no había recibido sino cariño, amistad y sabiduría? ¿Cómo se puede caer tan bajo?

No quiero restarle importancia a estas preguntas pero creo que, en este caso, la verdadera pregunta es otra. Es la de ¿qué hubiera pasado si Judas no hubiera traicionado? ¿Qué hubiera pasado si Judas permanecía siendo leal hasta el final? En otras palabras: ¿fue necesaria la traición de Judas?

Piénsenlo un poco. Yo creo que no. Creo que Jesús, tarde o temprano, hubiera sido apresado y ejecutado de cualquier manera. Su muerte ya estaba decidida. Anás y Caifás ya habían determinado que debía morir. Lo veremos más adelante en nuestro relato. Judas, por cierto, fue instrumental en el desenlace pero ese desenlace no hubiera cambiado en absoluto de haber rechazado el traidor las treinta monedas de plata. A los conjurados del Sanhedrín les venía bien un Judas pero prácticamente no cabe duda alguna de que se las hubieran arreglado perfectamente bien sin él. Les habrá resultado cómodo y útil tenerlo. Pero de ninguna forma les fue imprescindible.

Sin Judas, no hubiera sido para nada imposible arrestar a Jesús. No era en absoluto necesario un Judas para arrastrar a Jesús ante el Sanhedrín primero y ante Pilato después. Ni siquiera era demasiado necesario para localizarlo. Quizás hubiera costado un poco más de esfuerzo, pero tarde o temprano hubieran terminado por encontrarlo. De hecho, en caso de necesidad hubiera bastado con esperarlo por las calles de Jerusalem. En esas condiciones, el arresto hubiera sido quizás un poco más complicado, pero eso es todo.

Analizando todo el proceso y considerando todo lo que sucedió se advierte con total claridad que la traición fue por completo contingente. El testimonio de Judas nunca se pidió para nada y, de haberlo dado, no hubiera servido para nada. Cristo no fue crucificado porque Judas lo traicionó. Fue crucificado porque, como veremos, sus enemigos habían tomado la decisión en firme de eliminarlo.

Y creo que ahí está justamente lo terrible del caso: la traición de Judas fue una traición completamente inútil.

Jesús le había dado la oportunidad de ser un hombre de bien, un hombre de honor, una persona leal, y Judas Iscariote la desperdició por treinta monedas de plata en una acción miserable de la cual, al final, resultó que ni siquiera resultaba imprescindible para quienes pagaron esa traición. Si Judas hubiera tenido tan sólo dos dedos de frente, ya el precio pactado le debía haber hecho ver que, para los conjurados, su deslealtad no tenía mucho valor.

Porque, si vamos al caso, treinta monedas de plata no era demasiado dinero en aquél tiempo.

Equivalía, aproximadamente, al precio de un esclavo barato.

Y creo que, con eso, no está todo dicho.

Pero de Judas Iscariote, probablemente esté dicho todo lo que valía la pena decir.

Los pescadores de almas

Si uno repasa las características de los integrantes de este grupo de doce personas y los pone en el contexto del mundo de aquella época no puede menos que sorprenderse.

Un hombre de confianza como Pedro, un místico como Juan, un sabio conocedor de la tradición como Santiago el Menor, un firme y valiente predicador como Santiago el Mayor, un discreto constructor de relaciones internas como Andrés, un hábil hombre de relaciones públicas como Felipe, un hombre vehemente pero de buen corazón como Judas Tadeo, un hombre estricto y sin doblez como Bartolomé, un escéptico pero práctico como Tomás, un revolucionario combatiente como Simón, un administrador y cronista puntilloso como Mateo y hasta una persona de dudosa integridad como Judas Iscariote...

¿Se dan cuenta? Es casi como si Jesús deliberadamente se hubiese propuesto elegir a un representante de cada una de las complejas y múltiples estratificaciones en las que se subdividía el mundo cultural, político y religioso de su época. ¡Entre los apóstoles no hay dos iguales! No hay dos con las mismas características. No hay dos con un temperamento parecido. No hay dos que tengan exactamente la misma orientación y la misma predisposición.

¡Qué formidable equipo de seres humanos deben haber constituido estas personas! Veinte siglos antes de los modernos gurúes del management actual que no hacen sino coleccionar lugares comunes atados entre si con delgados hilos de puro sentido común, Jesús de Nazareth ya estableció el modelo del buen equipo de trabajo y del trabajo en equipo.

Porque, contra todos los que sostienen que un buen equipo se forma con personas iguales, que piensan igual y que están de acuerdo en todo, Jesús ya sabía que es completamente a la inversa. Un buen equipo se forma justamente con personas diferentes. Con seres humanos de diferentes capacidades y de diferentes talentos que aceptan una misión, con sus metas y objetivos, dentro del contexto de la visión propuesta por un buen líder.

Pescadores de almas
( Adriaen Pietersz. van de Venne - 1614)

Diez abogados no son un equipo. En el mejor de los casos son un Colegio de Abogados en miniatura. Si quiero tener un buen hospital, lo peor que podría hacer es ponerlo exclusivamente en manos de médicos. Si quiero construir un complicado puente, lo peor que podría hacer es intentarlo con sólo diez ingenieros civiles. Para construirlo necesitaría, sí, dos o tres ingenieros civiles para la parte técnica del proyecto. Pero también necesitaré muy probablemente un abogado para el aspecto jurídico; un contador o un licenciado en ciencias económicas para la parte presupuestaria; un arquitecto especializado en urbanística; un ingeniero en seguridad e higiene para evaluar el impacto ambiental y las condiciones de seguridad; al responsable de tránsito de la municipalidad para ver qué hacemos con los desvíos de tráfico mientras duren los trabajos; y hasta me animaría a incluir a un químico o a un bioquímico para algunos temas puntuales. Más aún: tampoco estaría de más agregar al equipo un par de simples operarios que trabajaron en algún proyecto parecido a fin de tener quien nos advierta sobre las dificultades operativas que siempre aparecen en este tipo de obras.

Los Doce deben haber constituido un equipo increíble y eso revela mucho acerca de quien supo armar y conducir ese equipo. Sobre todo si uno tiene en cuenta que ese grupo humano trascendería, y por mucho, la desaparición física de su fundador. Porque los apóstoles no solamente siguieron y respondieron a Jesús mientras recorrieron juntos las tierras de Galilea y Judea. Después de la Crucifixión, la mayoría de esos Doce daría la vida por el Maestro y por lo que éste les había enseñado. La Iglesia construida por estos apóstoles perduraría y sobreviviría a las más crueles persecuciones. Después de veinte siglos, aún a pesar de los cismas y de las peleas internas, las enseñanzas de estos apóstoles todavía constituyen la única religión activamente vigente en Occidente.

Y todo comenzó un buen día cuando alguien se puso delante de dos humildes y sencillos pescadores galileos y les dijo: “Venid en pos de mi, y os haré pescadores de hombres.”[[40]]

Y no sólo cumplió su promesa sino que hasta los convirtió en pescadores de almas.

 

El Maestro

Las parábolas

¿Qué es una parábola?

Si van al diccionario se encontrarán con unas cuantas definiciones y hasta con desarrollos geométricos muy similares a la trayectoria de un proyectil. Saliendo del territorio de la geometría, la definición formal de la parábola establece que es una alegoría con fines didácticos. Pero, si investigamos un poco más, nos encontramos con que el término proviene del griego “pará” que significa algo así como “junto a”, “cerca de”, “hacia”, “a lo largo de” y de “balein” que a su vez significa “lanzar” o “arrojar”.

Con lo cual me siento libre para interpretar que, en realidad, una parábola es un disparo que apenas si le ha errado al blanco. Es una palabra lanzada sin la pretensión de dar exactamente en el centro del concepto pero que, no obstante, le pega lo suficientemente cerca como para permitirnos comprender el verdadero significado del mensaje. Sería como arrojar un buen ejemplo al lado de la Verdad para que, por analogía, podamos comprender esa Verdad.

Cuando Jesús predicaba, con gran frecuencia utilizó parábolas. Muchos de sus mensajes más importantes están encerrados dentro del contexto de una pequeña historia. Y la palabra encerrada en una parábola no es un adjetivo que califica atributos con minuciosidad descriptiva, ni un sustantivo que establece conceptos con univocidad categórica. Es un Verbo que logra definiciones por proximidad y por semejanza. Y en esto la palabra “Verbo” va mucho más allá de su significado gramatical. Significa, en realidad, eso que los antiguos llamaban “logos” y es con lo que arranca Juan cuando dice, al comienzo mismo de su Evangelio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.”

Quienes han querido explicar por qué Jesús utilizaba parábolas nos han señalado la sencillez y la simplicidad de su auditorio. Se nos ha dicho siempre que la parábola fue lo que le permitió a personas humildes y modestas entender un mensaje profundo, cargado de significado trascendente. Muchas veces se nos ha destacado y subrayado que las parábolas son la prueba de que la palabra de Dios es simple, sencilla, directa, fácil de entender hasta por el más simplote de los mortales.

¿Es tan así?

Sermón de la Montaña (Pietro di Cosimo - Capilla Sixtina - Vaticano)

¿Qué quiso decir exactamente Jesús cuando dijo “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”? [ [41] ] Para colmo, entre todos los Evangelios que tengo aquí a mano, algunos dicen “los pobres de espíritu” y otros “los pobres en espíritu”. ¿Estamos todos tan seguros de saber bien qué significa esa bienaventuranza?

No lo creo. La palabra de Cristo no siempre es sencilla, directa, fácil de entender. El Verbo no es siempre tan básico como lo predican muchas veces los pastores actorales de la iglesia electrónica, ni tan rígido como la entienden los curitas de parroquia aferrados a su versión simplificada del catecismo, aunque tampoco sea tan enmarañado como llega a serlo cuando la retuercen los graves teólogos que peroran desde sus cátedras, enroscándose en esos laberintos dogmáticos en dónde muchas veces ni ellos consiguen ponerse de acuerdo en decidir de qué lado queda la salida.

La palabra de la parábola no es necesariamente simple y puede tener varias dimensiones. Lo cual, por supuesto, no quita que las parábolas hayan sido utilizadas para llevar esa palabra a un nivel más accesible. Porque es cierto que ésa fue, y es, una de sus funciones. Puesto que, si todo mensaje de Dios fuese inmediatamente inteligible, Jesús no hubiera recurrido a las parábolas en primer lugar. Y si las parábolas fuesen simples cuentos que cualquiera puede asimilar, Jesús no hubiera explicado varias de ellas a sus apóstoles para asegurarse que las entendiesen en forma correcta.

De modo que, si bien es cierto que las parábolas del Evangelio nos ayudan a comprender, tampoco deja de ser cierto que hay en ellas mucho más de lo que parece. Lo casi obvio no necesariamente tiene que ser todo lo que hay. Una parábola puede ser una alegoría con más de una enseñanza; una narración con más de una moraleja; una palabra con más de un significado; un Verbo con más de una dimensión.

Es más: sospecho que es un mensaje con muchas dimensiones.

Por otra parte ¿cuál sería la alternativa? Si desechamos las alegorías lo único que nos queda es la abstracción generalizadora en un extremo y la casuística taxativa en el otro. O llegamos a un nivel de abstracción tal que hallamos el concepto universal que abarca todos los casos, o nos ponemos a hacer la prolija lista de absolutamente todos los casos posibles. El problema es que, con frecuencia, cualquiera de estos dos métodos nos lleva más allá de lo humanamente posible. Por lo que una hermosa parábola, bien elegida y bien expuesta, fue, es y seguirá siendo una de las mejores maneras de irnos aproximando a ese Verbo que tanta falta nos hace para entender quienes somos, para qué estamos y cual es en absoluto el sentido de transitar nuestra existencia.

Y por último, quizás estoy exagerando un poco, pero creo que las parábolas de los Evangelios son una generosa consideración que Jesús ha tenido para con los poetas y, a través de ellos, para con todos los artistas. Es posible que sea sólo una de mis teorías disparatadas pero creo que la fe y la belleza van juntas. O, por lo menos, no tienen por qué peregrinar por caminos separados. De hecho, el arte y la religión estuvieron estrechamente emparentados durante más de diez mil años y sólo en los últimos doscientos o trescientos hemos permitido que se distancien.

Como en todos los divorcios, creo que ambos han perdido mucho con la separación. En buena medida el arte se ha convertido en un concepto abstracto y la religión en un asunto institucional. Que es lo mismo que decir que el arte ha perdido la fe y la fe ha perdido la belleza.

Y eso no puede ser bueno.

La enseñanza

 

El grano de mostaza es uno de los más pequeños que ha creado la Naturaleza. Pues, había una vez un hombre que la sembró en su campo. La cuidó, la regó, y la pequeña semilla germinó, se hizo planta, la planta creció y, después de algún tiempo, se convirtió en un árbol tan grande que los pájaros del cielo pudieron hacer nidos en sus ramas. [[42]]

Las Espigas

Y sucedió que, en otro campo, otro sembrador también salió a sembrar. Pero éste sembraba al voleo y una parte de las semillas cayó junto al camino; con lo que vinieron unos pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en unos pedregales dónde no había mucha tierra y las semillas brotaron pronto pero, como no tenían suficiente raíz, cuando el sol salió las plantas se quemaron. Y una tercera parte cayó en medio de unos espinillos que, cuando crecieron, ahogaron a los brotes y malograron la siembra. Pero hubo una parte de las semillas que fructificó: fue la parte que cayó en buena tierra. Tanto es así que, por cada semilla plantada, el sembrador obtuvo muchos frutos en una relación de treinta, sesenta y hasta cien frutos por semilla. [ [43] ]

En esto, no deja de ser significativo que la semilla, como tal, tuvo que desaparecer – es decir: en cierto sentido, desintegrarse y morir – para continuar su vida en la planta y en sus frutos, [[44]] y esto no deja de ser misterioso hasta el día de hoy, a pesar de toda nuestra genética, nuestros microscopios electrónicos y nuestro software de computación. Porque aún al día de hoy necesitamos una semilla para hacer crecer a una planta; hasta el día de hoy sigue siendo válido aquello de omne vivum e vivo – todo ser vivo procede de otro ser vivo – que hace ya varios siglos atrás estableció Vallisnieri. Hasta el día de hoy, incluso en nuestros mecanizados campos, plantamos una semilla y ésta brota, se hace hierba, luego espiga y finalmente espiga llena de grano. Y, en realidad, considerando el fondo mismo de la cuestión, si buscamos las causas últimas y esenciales del proceso, aún hoy tendremos que reconocer que no sabemos demasiado bien cómo se produce el milagro. Todo lo que sabemos en realidad es que bajo determinadas condiciones se produce. Porque la tierra y la semilla llevan en si mismos la capacidad de dar fruto. [[45]]

Los frutos de la Naturaleza, por su parte, tienen sus reglas y hay que saber respetarlas. Y eso requiere dos cosas: dedicación y paciencia. Que es lo que aprendió el dueño de un campo donde había una higuera que hacía tres años que no daba fruto y decidió cortarla. Sin embargo, la persona a la que le encomendó la tarea le aconsejó algo diferente: cavar alrededor del árbol, echar abono y esperar un año más. [[46]] Porque, si bien los frutos tipifican y caracterizan a la planta, hasta el punto en que por los frutos es que, sin posibilidad alguna de error, podemos identificarla – siendo, además, que el árbol bueno sólo puede dar frutos buenos y el árbol malo sólo frutos malos [[47]] –  lo cierto es que, aparte de sus frutos, un árbol, por ejemplo una higuera, también sirve como un muy buen indicador de esos ciclos por los cuales Madre Natura parece tener tanta predilección ya que, cuando las ramas del árbol se llenan de brotes y comienzan a aparecer las hojas, el hombre puede tener la certeza de que el verano está cerca [[48]]. Incluso si no tiene un almanaque o si no ha aprendido a medir el tiempo de alguna otra forma.

El pan

Dedicación, paciencia, sabiduría y saber esperar fueron virtudes que otro hombre de campo también tuvo que poner en juego cuando, luego de sembrar trigo en su campo, vinieron unos enemigos suyos y le sembraron cizaña encima. Cuando la cizaña se hizo visible, la primer reacción de la gente fue considerar la posibilidad de arrancarla. Pero el dueño del campo los detuvo. Si arrancaban la cizaña en ese momento, arrancarían el trigo con ella y malograrían toda la cosecha. Lo mejor era dejar que crecieran juntas. Luego, cuando llegase el momento de cosechar, se segaría primero la cizaña, se la ataría en manojos y hasta se la aprovecharía para hacer fuego. Después de eso, se cosecharía el resto y con eso se salvaría el trigo para hacer el pan. [ [49] ]

No es muy difícil extraer alguna “moraleja” de todas estas parábolas. Son relatos simples, directos, con una intencionalidad poco menos que evidente, dirigidas a campesinos en el lenguaje del hombre de campo. Es casi obvia la intención de mostrar que las cosas muy grandes y muy importantes con frecuencia tienen orígenes pequeños – a veces hasta increíblemente pequeños – por lo cual no es bueno descuidar lo pequeño, no es bueno menospreciar el detalle, no es bueno desechar lo minúsculo porque muchas veces eso que desechamos es justamente el origen de lo que nos asombra y el detalle que descuidamos es precisamente lo que constituye la parte más importante de lo que queremos construir.

Por otra parte, también es bueno seguir el consejo de no volvernos histéricos por algunos fracasos parciales dentro del contexto de una gran obra. Siempre habrá semillas que caen en el lugar equivocado, esfuerzos que se pierden en el vacío y tiempo invertido en pruebas que no dieron resultado. Pero, si insistimos en una tarea básicamente correcta, esos fracasos parciales no impedirán que al final del día tengamos éxito en lo que importa y, más aún, un éxito que recompensará con creces las pérdidas de los supuestos fracasos.

El secreto es saber persistir con fe y con inteligencia; saber esperar hasta que – como decía Napoleón – la breva esté madura y hacer todo lo necesario que sepamos hacer para que madure lo mejor posible. Hay que darle una oportunidad a las leyes que gobiernan a la Naturaleza. Aunque no comprendamos totalmente esas leyes y aunque muchas de ellas sigan siendo un misterio para nosotros. Las normas que rigen el Universo con frecuencia no son para nada visibles. En muchos casos nos encontraremos con procesos de los cuales, en última instancia, solamente sabemos que ocurren y – en el mejor de los casos – a lo largo de los siglos hemos juntado la experiencia suficiente como para conocer aproximadamente las circunstancias bajo las cuales ocurren.

Vayan y pregúntenle a cualquier biólogo o agrónomo por qué germina la semilla de trigo. Prepárense para una larguísima explicación saturada de términos técnicos, químicos, físicos y metodológicos. Y cuando la explicación haya llegado a su fin, repasen bien lo escuchado y se darán cuenta de que el hombre les ha explicado con lujo de detalles cómo es que germina pero no por qué germina una semilla de trigo.

Es que no lo sabe. De hecho nadie lo sabe. De la misma manera sabemos cómo se fecunda un óvulo femenino por el espermatozoide y cómo va formándose el feto en el vientre de la madre pero seguimos a años luz de saber realmente por qué es que todo eso está dispuesto de esa manera y qué es, exactamente, lo que hace funcionar todo el proceso. Lo esencial sigue siendo invisible a nuestros ojos. Aún a nuestros ojos científicos, magnificados millones de veces por todo tipo de microscopios.

Pero a pesar de eso podemos aprender a leer en los signos que el Universo nos brinda. Hoy tenemos relojes para medir los tiempos cortos y almanaques para medir los largos. Son adminículos prácticos aunque admitamos que, usados compulsivamente como a veces lo hacemos, hasta pueden llegar a arruinarnos la vida. Y por más prácticos que sean, en muy última instancia incluso se podría argumentar que son innecesarios. Podemos averiguar cuando comenzará la próxima primavera consultando el almanaque y sacando la cuenta de cuanto falta para el próximo 21 de Septiembre. Pero también podríamos observar los árboles del parque. Cuando aparezcan los primeros brotes, la primavera habrá llegado. Todo depende de cuanto apuro tengamos y de cuanta previsión necesitemos. Y reconozcámoslo: muchas veces tenemos un apuro totalmente inútil y muchísimas veces nos preocupamos por el futuro de un modo absolutamente innecesario.

Y después, no pidamos de las personas y de las cosas lo que no pueden dar. Cada uno tiene una esencia y solamente puede dar según su esencia. El árbol bueno dará frutos buenos y el árbol malo los dará malos. No es cierto que las personas malas hacen solamente cosas malas, pero sí es cierto que las cosas realmente malas las hacen solamente las malas personas. Una buena persona puede equivocarse y hacer algo mal – incluso muy mal – y, de hecho, esto es por desgracia bastante más frecuente de lo que se cree. La enorme mayoría de los problemas que padecemos a diario son, en realidad, producto de tremendas estupideces que las buenas personas son capaces de cometer en cantidades increíbles. Las que comúnmente llamamos “cosas malas” en una enorme cantidad de casos no son sino cosas mal hechas; consecuencia de la desidia, la negligencia, la imprevisión, la ignorancia, la ineptitud, la inexperiencia y hasta la soberana estulticia de personas que, considerándolo todo y sopesándolo todo, no dejan de ser buenas personas. Por suerte es bastante raro econtrar a una persona realmente mala; a una persona que hace maldades porque quiere hacerlas y que hasta disfruta la maldad que comete y el daño que ocasiona.

Pero, en última instancia, son siempre los frutos los que nos permiten reconocer el árbol. Las acciones son, de algún modo o de otro, el resultado de la esencia de quien cometió la acción y, si queremos corregir de veras la acción, tendremos que aprender a actuar sobre la esencia de quien la cometió. Sea esa esencia verdadera maldad o simple estupidez. Pero no le pidamos peras al olmo porque, para obtener peras, tendríamos que saber convertir al olmo en peral.

La Naturaleza
Abraham Mignon (1665-79)

De modo que, en este mundo, tendremos que aprender a caminar entre el trigo y la cizaña. Y a no apurarnos a arrancar la cizaña porque haciéndolo podríamos terminar destruyendo también al trigo. Como ya lo decía Hesíodo setecientos años antes de Cristo, hay un tiempo para sembrar, hay un tiempo para esperar, hay un tiempo para cosechar, así como hay un tiempo para nacer y hay un tiempo para morir. Todo tiene su tiempo y hay cosas que no se pueden ni se deben tratar de acelerar. La Naturaleza que Dios ha creado todavía necesita nueve meses para convertir un acto de amor en un ser humano. Por el mismo principio y por el mismo motivo, las semillas necesitan su tiempo para germinar y los frutos su tiempo para madurar. No alteremos esos tiempos. No son nuestros para alterar.

Fíjense en todas las cosas que a uno se le ocurren a partir de tan sólo nueve parábolas de Jesús. Y esta es solamente una dimensión de las varias posibles. Porque entre las parábolas que acabamos de ver hay unas cuantas sobre las que se podrían llegar a escribir libros enteros. Por ejemplo, ¿por qué debe desaparecer la semilla para que pueda surgir la planta? ¿Por qué la vida está siempre basada en otra vida que desaparece? Goethe decía que la muerte no es sino un recurso que utiliza la Naturaleza para poder crear más vida.

Quizás nuestra habitual contraposición de vida y muerte está equivocada. Quizás la contraposición no está entre la vida y la muerte sino entre el nacimiento y la muerte. En otras palabras: quizás no es la vida lo que se opone a la muerte sino tan sólo el nacimiento. Porque la vida sigue de largo. Continúa su camino, impertérrita, pasando por sobre los cementerios, alimentándose del fértil humus formado por los organismos muertos en otras épocas. En este mundo la vida sigue creando más vida y se limita a permitir que los muertos futuros entierren a sus muertos pretéritos. [[50]] Más allá de este mundo, Jesús nos habló de una vida eterna. Todavía seguimos pensando en la muerte como en un punto final y nos olvidamos que Cristo enseñaba que se trata solamente de un alto en el camino luego del cual la historia continúa.

No podemos vencer a la muerte propiamente hablando porque la muerte es tan parte de la vida como el nacimiento.

Pero podemos vencer el olvido de nuestros semejantes grabando a fuego en sus memorias el recuerdo de lo que fuimos por medio de nuestras acciones. Ése es el secreto de los Inmortales que llegaron a tales alturas de perfección humana que sus obras y su ejemplo han quedado grabados en forma indeleble en esa Historia que no es sino la memoria consignada de la especie. Y podemos, también, vencer nuestro instintivo miedo a la muerte teniendo fe – es decir confiando – en el Creador que la dispuso. Y ése, a su vez, es el secreto de los grandes sabios que también se hicieron Inmortales siguiendo las huellas de un carpintero que supo convertir a pescadores de peces en pescadores de hombres, para que terminasen siendo pescadores de almas, hablándoles en parábolas cuyos últimos significados aún hoy, dos mil años después, tratamos de desentrañar.

 

* * * * * * * *

Insisto en mi – algo arbitraria – definición de parábola: es un disparo que apenas si le ha errado al blanco. Lo que sucede es que, mientras existen relativamente pocas y bastante bien establecidas formas de dar en el blanco, hay, por el contrario, muchas y muy distintas formas de errarle. Aunque sea por poco. El centro ocupa siempre mucho menos espacio que su periferia. Al fin y al cabo, teóricamente, no es más que un punto.

El mecanismo esencial y básico de la parábola es un razonamiento por imágenes. Vale decir: por analogías. Con lo cual la serie de imágenes asociadas que dispara la imagen inicial contenida en la parábola puede llegar a hacerse muy grande y, si no se toman las debidas precauciones, hasta exagerada y abusiva.

La gran ventaja del razonamiento por imágenes es que permite saltar por encima del razonamiento deductivo racional para entrar en el terreno del razonamiento por analogía. Pero el creer que razonar por analogía equivale a prescindir completamente de la razón es un error. El razonamiento por analogía no es completamente irracional. Si lo fuese, no sería razonamiento. En realidad, es algo así como un razonamiento efectuado a posteriori sobre las asociaciones de imágenes que podemos realizar basándonos en correlaciones fuertemente intuitivas y, por lo tanto, no racionales; o al menos escasamente racionales.

Por eso es que la parábola es de más fácil comprensión por parte de las personas simples. Resulta bastante obvio que deducir lo desconocido a partir de lo conocido es siempre más fácil si lo desconocido se presenta como algo similar a lo conocido. Mostrando lo desconocido por medio de imágenes referidas a lo conocido se puede hacer llegar a las personas sencillas, en muchos casos, más rápida y más directamente a la comprensión de algo nuevo. Cuando los discípulos le preguntaron a Jesús por qué hablaba en parábolas, su respuesta aludió precisamente al hecho de que una cantidad muy grande de personas es mentalmente incapaz de realizar esa “conexión” deductiva entre el saber y la ignorancia: “... les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden.” [[51]]

El regreso del hijo pródigo
(Rembrandt c.1669)

El precio que se paga con ello, por supuesto, es cierta enigmaticidad inevitable y por ello, en varias partes del relatro bíblico hallamos que Jesús termina teniendo que explicar la parábola a sus discípulos para garantizar su interpretación. [ [52] ] Un poco en broma pero bastante en serio, se ha dicho en relación a la capacidad humana de establecer relaciones que el ser humano es el único animal sobre el planeta capaz de decir “¡ajá!”. Eso – o alguna interjección parecida – es lo que por lo general proferimos cuando de pronto descubrimos, develamos, o conseguimos entender algo oculto que tiene relación con lo manifiesto. Pero esa capacidad de decir “¡ajá!” está muy desigualmente repartida por la población del planeta: no todo el mundo la posee en la misma medida; no todo el mundo la entiende de la misma manera y, sobre todo, no todo el mundo le adjudica el mismo significado. En alguna medida, la capacidad relacional del ser humano se parece bastante a su capacidad para el humor. Es básicamente cierto que el Hombre es un animal que ríe y – estadísticamente al menos – es correcto decir que todos los seres humanos ríen. Pero no todos ríen con la misma intensidad, no todo el mundo se ríe de los mismos chistes y, sobre todo, no todo el mundo tiene el mismo sentido del humor. Esta categoría de hechos (entre varias otras cosas) es la que convierte al igualitarismo en una pretensión ridícula. 

Por eso el mensaje parabólico ofrece también algunos peligros y riesgos. El disparo apenas si le erra al blanco, es cierto. Pero le erra. Y las personas sencillas, las personas de mente simple, dada la superficialidad que permite el razonamiento por imágenes, pueden no darse cuenta de ello. Con lo que terminan creyendo que han dado de lleno en el blanco. Y allí es dónde se equivocan. Porque adquieren la sensación de hallarse en posesión de una verdad absoluta cuando, en realidad, no han hecho más que aproximarse a ella en la medida de su – generalmente bastante escasa – capacidad intelectiva. El riesgo que de ello resulta es ese fanatismo intolerante y excluyente que tanto ha envenenado las relaciones humanas en materia religiosa – y no sólo estrictamente religiosa – a lo largo de la Historia.

Varias parábolas de Jesús comienzan con “el Reino de los Cielos es semejante a ...”. Mi ya desaparecido profesor de física hubiera reprobado a Jesús en este sentido. Se volvía poco menos que furioso si alguno de nosotros intentaba definir, pongamos por caso a la gravedad, empezando con: “ ... la gravedad es, por ejemplo ... “ o con “ ... la gravedad es como ... “.  Empezando así uno ya tenía el aplazo casi garantizado. “¡Quiero una definición; no una descripción!” nos repetía hasta el cansancio. En materia de gravedad, cualquier cosa que no fuese una fuerza de atracción proporcional a las masas involucradas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa lo dejaba totalmente insatisfecho. (Es increíble hasta qué punto somos hijos del rigor: todavía me acuerdo, ¡y eso que han pasado más de cuarenta años!). Decirle a mi profesor de física que la gravedad es “como una piedra que cae” hubiera equivalido a desafiar su tolerancia.

La cuestión es que, cuando Jesús dice: "El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo" [[53]], muchas personas creen que porque han entendido la semejanza ya entendieron también al Reino de los Cielos. Y no es así. Las analogías tienen la gran desventaja de ser bastante engañosas a veces. Las personas estúpidas o ignorantes caer demasiado fácilmente en el error de afirmar que, puesto que han entendido uno de los elementos de la comparación, automáticamente han comprendido también el otro elemento y, más aún, hasta pueden terminar convencidas de que dominan perfectamente el significado y la intención de la comparación en sí.

Y hay pocas cosas más peligrosas sobre este mundo que la soberbia de los ignorantes que creen haber accedido a una verdad absoluta. Porque, con harta frecuencia, estas personas tienen la muy poco simpática tendencia de sentirse autorizadas a hacer valer la verdad que creen poseer mediante el expeditivo recurso de matar a todos los herejes e infieles que no la comparten.

El otro riesgo, que tampoco es menor, es el de tomar ese disparo que apenas le erra al blanco y convertirlo en un disparo al aire que ni siquiera da en el blanco en absoluto. Es el peligro al que se hallan expuestas con harta frecuencia las personas tan enamoradas de su propia capacidad intelectiva relacional que siempre quieren llevar la analogía hasta sus últimas posibilidades. Con ese criterio, dejando galopar libremente nuestra fantasía por la estepa de las analogías, una mariposa puede llegar a relacionarse con un helicóptero y forzando tan sólo un poco los argumentos el gusano de seda puede terminar apareciendo como el pariente lejano del misil intercontinental.

Nuestra fantasía es una poderosa herramienta y, cuando está dotada de sensibilidad artística, es ciertamente capaz de las más hermosas creaciones que el ser humano puede realizar. Pero posee un elemento altamente riesgoso: no conoce límites. O, por lo menos, tiene una enorme aversión por los límites. El hecho en si mismo no es necesariamente negativo. Es lo que nos ha permitido ir empujando las limitaciones humanas cada vez más lejos, con lo que hemos ido ganando espacio progresivamente para nuestras posibilidades de acción y de opción, las cuales, a su vez, constituyen el fundamento de nuestras verdaderas libertades. Pero que sea, en principio, un factor potencialmente positivo no quiere decir que carezca de riesgos.

La Isla de Utopia
(Ambrosius Holbein - 1518)

Probablemente uno de los más peligrosos es esa extraña y aparente similitud que existe entre la parábola y la utopía, siendo que a ambas les es común su natural aversión por los límites. Es tan fácil construir utopías a partir de parábolas como lo es el expresar una utopía mediante parábolas. Con lo cual, muchos pierden de vista que una parábola constituye un intento de explicar lo que es mediante algo análogo, mientras que una utopía es esencialmente la descripción de algo que no es por medio de un lenguaje que lo relaciona con algo existente para hacerlo inteligible. Etimológicamente, “utopia” significa “en ninguna parte”. Es la descripción de algo que no existe con la – velada o manifiesta – intención de proponerlo y, para ello, la utopía utiliza el lenguaje de lo existente a fin de hacerla por lo menos imaginable.

Mediante el razonamiento por analogías, el pasaje de la parábola a la utopía se hace, así, relativamente sencillo. Es tan tentadoramente atrayente expresar una utopía con parábolas como lo es convertir un conjunto de parábolas en utopía. Las fronteras y los límites se diluyen con aterradora facilidad y de este modo es muy fácil que las analogías referidas al Reino de los Cielos de un Dios existente terminen sirviendo de punto de partida para la utopía del Reino de un Dios imaginario que nunca existió y nunca existirá fuera de la fantasía utópica de su autor.

Esto es justamente lo que ha sucedido con muchas de esas utopías políticas que pretendieron proponer paraísos terrenales. Por ello es, también, que varias ideologías políticas se parecen tanto a verdaderas religiones seculares, con sus ritos, sus símbolos propios, sus dogmas de fe, su panteón para los elegidos y su infierno para los réprobos. Por ello es que muchos cristianos – especialmente en Latinoamérica – fueron capaces de coquetear durante tanto tiempo con el marxismo, a pesar de que un Papa lo había declarado “intrínsecamente perverso” [[54]].  Porque no nos engañemos: el marco de lo que allá por la década de los ’70 del siglo pasado se dió en llamar la “teología de la liberación”, en última instancia se basaba en una utopía construída a partir de las parábolas del “Cristo de los pobres”. Y desde ese marco, varios de sus adeptos terminaron bendiciendo a la revolución armada y a la guerrilla marxista del mismo modo en que hoy quizás bendecirían al terrorismo si éste no hubiese sido notoriamente acaparado por un sector del Islam, o no estuviese asociado con el narcotráfico en algunos casos al menos.

De modo que tengamos un poco de cuidado con las parábolas. Puestas en manos de los ignorantes pueden dar lugar a esa casta de cazadores de brujas siempre dispuestos a inmolar a todos los herejes e infieles que no comparten una interpretación estrecha y extremadamente simplificada. Pero, por el otro lado, si dejamos que los grandes intelectuales las manejen a su antojo, a lo que estaremos dando lugar es a esa casta de utópicos idealistas eternamente dispuestos a salvar a la humanidad fusilando a todos los que se oponen.

Y, por favor, no confundamos intolerancia moral con intolerancia activa. Es muy cierto que Jesús dio vuelta las mesas de dinero y expulsó a latigazos a los mercaderes del templo [[55]].

Pero hay un pequeño detalle que sería mejor no olvidar: Jesús de Nazareth no mató a nadie, ni causó deliberadamente la muerte de nadie, ni permitió – por acción o por omisión – la muerte de nadie.

Es más: mejoró la vida de unos cuantos y hasta utilizó su Poder para devolverle la vida a algunos otros.

En toda la Historia de la Humanidad no han habido muchos que dedicaran una vida entera a hacer algo semejante.

Quizás también por eso hablamos de milagros cuando nos acordamos de Jesús.

Los milagros

Así como deberíamos aprender a manejar las parábolas con el adecuado cuidado y respeto, lo mismo deberíamos hacer cuando se trata de los milagros.

Recordarán quizás que, al principio de esta historia, cuando vimos el momento del nacimiento de Jesús, tocamos el tema de la magia y los milagros. Tenemos que volver a considerarlos de nuevo – aunque ahora desde otra óptica ligeramente diferente – porque es imposible relatar la historia haciendo abstracción de los milagros consignados en los Evangelios.

El milagro de los panes y los peces
(Lambert Lombard)

Reitero lo que ya dije: frente a un milagro, la única alternativa posible es la de guardar silencio. Si Dios hizo un milagro, pues lo hizo por más que lo pongamos en duda; y si no lo hizo, pues no lo hizo por más que se lo adjudiquemos. Además, tampoco creo que, en principio, el milagro tenga que violentar siempre las leyes de la Naturaleza. No creo que el milagro tenga que ser siempre y forzosamente algo sobre-natural. En última instancia, siendo muy estrictos, si hay un Creador de la Naturaleza, lo único auténticamente sobre-natural que puede haber es Dios. De Él para abajo, si el fenómeno es visible, tangible o inteligible para nosotros, muy probablemente y en la enorme mayoría de los casos, será parte de la Naturaleza. Y si es parte de la Naturaleza, entonces no puede ser completamente sobre-natural, aunque más no sea por definición. A lo sumo será raro, excepcional, inaudito, extraño, inusual, extraordinario, incomprensible, ... o lo que ustedes quieran. Pero difícilmente sobrenatural en un sentido estricto. Y así y todo, si es un acto de Dios, todo ello no quita que sea un verdadero milagro.

Y, si esto se acepta, creo que podría tener muchas consecuencias. En varios sentidos.

Por de pronto, le quita entidad a cierto escepticismo materialista que pretende negarle la calidad de milagro a algunos actos de Jesús por el hecho de que podrían ser “explicados” como fenómenos “naturales”. Por ejemplo, una buena parte de los actos extraordinarios de Jesús se refiere a curaciones. Hoy sabemos que la cura por imposición de manos existe. Será un fenómeno muy extraño y muy raro pero existe. Algunas personas la practican incluso hoy día. Hasta la Iglesia Católica conoce perfectamente los casos de Lourdes y los de esos “curas sanadores”, como los llama el folklore popular. Más aún: el fenómeno ni siquiera parece estar forzosamente relacionado con una fe o con una religión en especial; aunque convengamos también en que hay una enorme cantidad de charlatanería, superstición, autosugestión y hasta de vulgar estafa en muchos lados. Pero, con todo: ¿es un milagro o un don de muy contadas y rarísimas personas? ¿O es a veces una cosa y otras veces, otra? ¿O es una combinación de ambas?

La verdad es que no lo sé. Confieso con total honestidad que no tengo la menor idea concreta al respecto, más allá de las especulaciones más o menos arbitrarias que, por supuesto, cualquiera puede hacer. Pero me pregunto: ¿es eso realmente importante para entender y aceptar el mensaje de Jesús de Nazareth? Sencillamente me resisto a admitir el argumento de que el Hijo de Dios hecho Hombre es el Hijo de Dios porque hizo milagros. Y tampoco me siento inclinado a aceptar la recíproca en virtud de la cual, puesto que hizo milagros, Jesús de Nazareth es el Hijo de Dios hecho Hombre. Porque frente a estas propuestas siempre se me ha ocurrido pensar: ¿y qué hubiera pasado si Jesús no hubiese hecho ningún milagro en absoluto? ¿Acaso rechazaríamos el mensaje si su portador no hubiese hecho milagros? ¿Somos realmente tan duros de espíritu como para necesitar que alguien nos plante un milagro en la cara para aceptar la divinidad? ¿Acaso podemos aceptar la premisa de ese ateísmo miope – y tremendamente mezquino en mi opinión – según cuya línea argumental Jesús no hizo milagros y, puesto que no hizo milagros, Dios no existe?

Me tendrán que perdonar mis amigos y lectores ateos pero creo que esto último ni siquiera resistiría un análisis lógico.

 

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Sin duda, la cuestión de los milagros es compleja.

Por de pronto, en los Evangelios, el concepto de “milagro” ni siquiera está unívocamente definido siempre con la misma y única palabra. Nuestro término “milagro” tiene su origen en el latín “miraculum” que significa algo así como “hecho admirable” o “hecho asombroso”. Pero, sucede que en los Evangelios no es ésta la palabra que siempre y consistentemente aparece en relación con los hechos extraordinarios de Jesús. Más bien por el contrario: lo que encontramos en la Vulgata es una variedad de términos tales como “prodigia”, “virtutes”, “signa”, “opera”, que traducidas al castellano aparecen como “prodigios”, “fuerzas”, “signos” y “obras”. ¿Son estas palabras sinónimos conceptuales para designar siempre uno y el mismo fenómeno o es que hay sutiles (o quizás no tan sutiles) diferencias que ya no captamos?

El milagro del maná (detalle)
(Tintoretto 1577)

En realidad “miraculum” muy probablemente es la versión latina de la palabra griega “thauma” (que significa “admirable”), la cual – a su vez – fue la que se empleó para traducir el término hebreo “peléh” cuya raíz, curiosamente, significa “separar”, quizás para indicar que algo está “separado” o “al margen del” curso normal de los acontecimientos. Más aún: estrictamente hablando, en la tradición hebrea el lenguaje de la persona devota o piadosa – el tzadik – ni siquiera conoce la palabra “milagro” ya que para un tzadik cada suceso, cada instante es un milagro. Y esto es así, por cuanto según esa tradición, “Dios se da a conocer a aquellos que le reverencian” lo cual, como lo señala Yehuda Ribco, significa que “... el justo reconoce la intervención divina en todo acontecimiento, sea extraordinario o aburridamente cotidiano.” [ [56] ]

En la tradición cristiana la cuestión también es compleja. Por un lado tenemos la interpretación de San Agustín y, por el otro, la de Santo Tomás de Aquino.

Según San Agustín el milagro no ocurre ni fuera ni contra la naturaleza sino al margen de lo que nosotros conocemos de ella: “Llamo milagro a lo que es contrario a la expectativa o a la capacidad de quél que lo admira”. [[57]] En cambio, para Santo Tomás el milagro es algo que tiene lugar al margen del orden natural (praeter ordinem totius naturae), con lo que se abre el camino para la consideración del milagro como un hecho sobre-natural – es decir para una consideración racional. A partir de ello varios estudiosos y teólogos, como por ejemplo Rudolf Bultmann, llegarán a afirmar que "la mayoría de los relatos de milagro contenidos en los evangelios son leyendas o por lo menos están revestidos de leyenda" desde el momento en que un evento que tiene lugar contrariando al orden natural implica una violación de las leyes de la naturaleza y, por consiguiente, es imposible [[58]].

¿Qué quieren que les diga? No sé si mi opinión personal servirá para algo pero, con todo el respeto que me merece Santo Tomás, en esto, me quedo con San Agustín. No sólo me parece una reflexión más profunda sino, sobre todo, mucho más segura. Porque ¿qué es para nosotros ese famoso “orden natural” al final de cuentas? Lo podemos definir de muchas maneras diferentes pero, en última instancia y una vez que todo está dicho, no deja de ser un orden que depende muy fuertemente de nuestro conocimiento científico del Cosmos. Y esto presenta toda una serie de dificultades. La principal de ellas es que, si hacemos depender nuestra concepción de Dios y los actos de Dios de nuestro conocimiento del Cosmos, a lo que llegamos es a convertir toda religión en esa especie de “tapahuecos” que Bonhoeffer tanto se resistía a admitir: “... no podemos dejar que Dios haga la figura de un tapahuecos (Lückenbüsser) de nuestro imperfecto saber, porque cuando los límites del conocimiento se alejan cada vez más (lo que necesariamente habrá de ocurrir), también Dios tiene que alejarse cada vez más con ellos, y se halla, por tanto, en una continua retirada.” [[59]] Si Dios está en todo aquello que la ciencia no puede explicar, por fuerza nos iríamos alejando cada vez más de Dios en la medida en que conociésemos mejor al mundo que ha creado. Y esa es una suposición que no resiste el menor análisis porque el Creador de una gran obra no puede alejarse de nosotros a medida en que conocemos mejor a su creación.

A lo cual cabría agregar que tampoco deberíamos vanagloriarnos tanto de nuestros conocimientos. Porque nuestro conocimiento científico del Cosmos no sólo está muy lejos de ser completo sino que tampoco resulta monolítico e indiscutido, ni mucho menos. Aún a pesar de la física cuántica y de una concepción probabilística y estadística de los fenómenos, Einstein seguía sosteniendo que “Dios no juega a los dados” – con lo cual tendía a descartar el azar, el caos y la incertidumbre como leyes últimas del Universo – y no obstante ello, un Stephen Hawking no sólo nos propone un Dios que es un eximio jugador sino que hasta lo concibe como uno que todavía guarda algunos trucos en la manga [ [60] ]. De modo que, a pesar de todo el fenomenal avance de nuestro conocimiento científico, en realidad la pregunta de “¿qué es el orden natural exactamente?” sigue siendo una pregunta abierta. Y, honestamente, creo que seguirá abierta por mucho, mucho, tiempo más. Incluso creo que, a medida que avancemos en nuestro conocimiento de ese Espacio Exterior que hasta ahora solo hemos logrado vislumbrar de un modo por demás superficial, la pregunta se irá abriendo más y más.

No sé si Dios tiene todavía algunos ases en la manga para jugar, pero que el Universo nos tiene deparada más de una sorpresa, de eso no me cabe la menor duda.

El Triunfo de Santo Tomas de Aquino
(Benozzo Gozzoli 1471)

Lo que sucede muchas veces cuando se habla de milagros es que cometemos toda una serie de peligrosos anacronismos. Por ejemplo: es un anacronismo creer que los contemporáneos de Jesús consideraban al milagro con el mismo criterio que Santo Tomás aplicaría unos 1250 años más tarde. Para las personas del Siglo I DC lo “natural” y lo “sobrenatural” coexistían pacíficamente – para decirlo de algún modo.  En la época en que Jesús vivió y actuó, lo que hoy llamaríamos “sobrenatural” era algo naturalmente aceptado sin discusión. No sólo nadie cuestionaba la posibilidad de un milagro sino que las personas consideraban actos de Dios a eventos que hoy no vacilaríamos en catalogar dentro del repertorio de ciencias tales como la medicina, la geología, la meteorología o la zoología. Una gran epidemia, la epilepsia, la erupción de un volcán, la caída de un rayo o una plaga de langostas se interpretaban casi inmediatamente como manifestaciones de la divinidad. Los antiguos, acostumbrados a ver que cuando algo sucedía era porque alguien lo hacía suceder, ante un fenómeno cualquiera podían preguntarse qué lo causaba pero, con la misma facilidad, podían preguntarse también quién lo había causado. Así, antes de que Benjamin Franklin remontara su famoso barrilete – y se salvara de morir electrocutado de puro milagro – los rayos y los truenos podían ser muy fácilmente interpretados como la manifestación de la ira de Dios.

Frente a ello, hoy sonreímos con altanería porque sabemos catalogar, clasificar y explicar todos esos fenómenos basándonos en nuestro conocimiento científico del “orden natural”. Hoy, si observamos un fenómeno, lo primero que tratamos de averiguar es qué lo ha provocado y no quién lo causó. Pero lo que nos resistimos muchas veces a admitir es que nuestra capacidad de catalogar, clasificar y explicar no agota el tema. En una enorme cantidad de casos estamos autoengañándonos creyendo que con saber cómo suceden las cosas, automáticamente hemos establecido también, y de modo satisfactorio, una causalidad que explica en forma absoluta incluso el por qué suceden.

Volvemos, con ello, a nuestra semilla de trigo. Sabemos que germina y quizás podríamos escribir un grueso tratado acerca de cómo lo hace. Pero el por qué lo hace, ese último, esencial y fundamental “¿por qué?”, es otra historia. Y quizás en ese último y esencial “por qué” está muchas veces el milagro que ya no vemos y un Dios que ya no percibimos.

Porque nos conformamos con el “como” o – peor todavía” – confundimos el “cómo” con el “por qué” y creemos que, sabiendo el “cómo”, ya tenemos en la mano la llave de todos los “por qué” que necesitamos. La causalidad sólo nos explica la cadena secuencial de los acontecimientos. No siempre ni necesariamente nos ofrece una clave sobre la esencia intrínseca de esos mismos acontecimientos.

Por el otro lado, también es un anacronismo aferrarnos a la visión aristotélica de Santo Tomás. Así como para las personas del Siglo I las coordenadas de lo natural y lo sobrenatural confluían en la vida cotiana, para las del Siglo XIII las leyes naturales se concebían como inmutables.

Y hoy ya no estamos para nada tan seguros de esa inmutablilidad.

Cada vez es más difícil hablar de “leyes”, propiamente hablando, en el terreno del conocimiento científico. Porque, por definición y en ese terreno, una ley es una norma que no admite excepciones siendo que las que admiten excepciones son las reglas. Hoy prácticamente todas las teorías científicas se limitan a establecer reglas y luego siguen investigando para hallar alguna solución a las – a veces numerosas – excepciones que se escapan a esa regla. Konrad Lorentz señalaba, y con razón, que en la actualidad: “...Jamás una hipótesis queda refutada por un único hecho contradictorio sino siempre y únicamente por otra hipótesis que tiene la capacidad de incluir más hechos que la anterior. ‘Verdad’ es, así, aquella hipótesis de trabajo que en mejores condiciones está para allanarle el camino a la siguiente que, a su vez, tendrá una mayor capacidad explicativa.“ [[61]]

Con lo cual, por supuesto, queda abierta la pregunta de si las leyes naturales son – o no – inmutables. Pero lo que no puede ponerse en duda es que nuestro conocimiento de ellas no es, para nada, inmutable. Y puesto que nuestra concepción de lo que es praeter ordinem totius naturae depende de ese conocimiento, el juicio que emitamos frente a lo que hoy nos parece sobre-natural, forzosamente habrá de ser un juicio provisorio, ad referendum de lo que descubra o establezca la ciencia y el conocimiento de los siglos venideros.

El Universo

Que el Cosmos responde a una “lógica normativa”, vale decir, que más allá de lo que llamamos vulgarmente “caprichos” de la naturaleza, existen leyes o reglas que rigen los fenómenos, difícilmente sea algo cuestionable. Hay, de hecho, una “legalidad” o “normatividad” en el Universo, válida por lo menos desde la dimensión de una perspectiva humana. Si tiro una piedra al aire, difícilmente podría llegar a suponer que no caerá con una aceleración que respete a la Ley de la Gravedad. Y seguramente no cometeré ningún desatino al suponer que ya lo hacía así hace 10.000 años y que seguirá cayendo según la misma ley dentro de los próximos 10.000. La gran pregunta, sin embargo es doble. Por un lado ¿qué me garantiza que también lo seguirá haciendo exactamente igual dentro de, digamos, 10.000 billones de años terrestres, y aún dentro de, pongamos por caso, 400.000 trillones de años-luz? Y, por el otro lado, ¿qué me garantiza que esta ley, es realmente una ley y no una regla? Es decir: ¿cómo puedo estar tan seguro de que, bajo ningún concepto ni condición, en ningún caso, en ninguna dimensión y en ningún punto de todo el Universo esta ley admite excepciones?

Es inútil. La discusión sobre si el milagro es un fenómeno natural o un fenómeno que está más allá de la naturaleza termina siendo una discusión interminable. Muy interesante quizás, pero una discusión sin un final posible. Por lo tanto, una discusión perfectamente inútil. Lo único que podemos decir del milagro es que, por definición, es un acto de Dios. Un acto de ese Creador que puso en el Universo incluso aquella normatividad que nos permite adquirir un conocimiento científico.

Hay “leyes” en el Cosmos. Y porque las hay, es difícil imaginarse una legislación sin un legislador. Como decía Cicerón: “¿Quién es tan imbécil que mire al cielo y no piense que Dios existe?”. Pero, si es difícil imaginarse un Cosmos sin las leyes que rigen el movimiento de sus astros y más difícil aún es imaginarse una legislación sin un legislador, lo que resulta casi imposible de imaginar es un legislador incapaz de administrar ciertas excepciones.

Por dentro o por fuera de esa especie de marco jurídico vigente que llamamos “orden natural”.

Por lo cual, sea como fuere, el milagro es perfectamente posible. Todo lo que necesitamos para admitirlo es un Dios que quiere que determinada cosa ocurra.

O impida que ocurra.

O, quizás y a veces, que hasta simplemente permita que ocurra.

 

El taumaturgo

No sé si a alguno de ustedes le ha llamado la atención pero, ¿se han dado cuenta de que los libros más leídos de la humanidad son todos libros religiosos? La Biblia, el Corán, el Talmud, los Vedas, los Upanishads, el Theravada, el Tao-te Ching... no hay novela, no hay tratado, no hay “best seller” en el mundo entero que pueda competir con ellos. Han sido editados cientos y hasta miles de veces. Han sido copiados a mano, ilustrados, impresos y encuadernados de las más diversas maneras. Se han volcado a formato electrónico y están publicados en Internet. Han sido traducidos a prácticamente todos los idiomas conocidos. Fueron comentados, estudiados, desmenuzados, analizados y hasta aprendidos de memoria. Han sobrevivido a guerras, epidemias, catástrofes naturales, revueltas políticas y cismas. Hasta han perdurado más allá de esas ocasionales quemas de libros organizadas por los enanos que creen poder hacer desaparecer a una idea quemando algunos de los libros sobre cuyas páginas está escrita.

En Occidente no hay libro que haya sido editado tantas veces y que haya generado tanta literatura como la Biblia. En el Nuevo Testamento no sería exagerado decir que cada concepto, cada frase, cada palabra ha sido analizada, estudiada, comentada y discutida. Y si hay un tema que ha sido tratado reiterada y exhaustivamente, ese tema es el de los milagros.

Quienes han sacado la cuenta nos dicen que, por ejemplo en el Evangelio de Marcos, los milagros constituyen el 31,38% del texto. Con honestidad, no sé si este tipo de estadísticas sirve para mucho, sobre todo teniendo en cuenta que los milagros relatados en forma puntual constituyen evidentemente tan sólo una muestra de los muchos que Jesús realizó puesto que hallamos pasajes en dónde se hace referencia a toda una serie de ellos, sin detallarlos [[62]].

Pero, así y todo, les propongo hacer una cosa: miremos a los milagros expresamente relatados un poco más de cerca.

El primero que realiza Jesús es en ocasión de una boda. Es una fiesta. Unos jóvenes, probablemente de no muchos recursos económicos, se han casado y todo el mundo en Caná de Galilea se ha reunido para festejar a los novios y pasar un buen rato. Pero, de pronto, sucede algo muy embarazoso:  o bien los muchachos de Caná son realmente de buen tomar, o bien – lo que es quizás más probable – la pobreza de la casa no daba para una gran provisión, la cuestión es que se acaba el vino. Curiosamente, no es Jesús sino su madre la que toma la iniciativa. María mira a su hijo y le dice tan sólo: “No tienen vino”. Tan sólo eso. A buen entendedor, pocas palabras. Pero más notable todavía es que Jesús, en un principio, trata de resistirse argumentando que todavía es demasiado pronto, que aún no ha llegado su hora. No sé qué pesó más en ese momento, si el pedido de una madre o la previsible tristeza y vergüenza de los novios, pero el hecho es que Jesús hizo que el agua de unas tinajas se transformase en vino [[63]].

La Biblia no lo dice de modo taxativo, pero estoy seguro de que ésa fue una espléndida fiesta de casamiento.

Centurión romano

En otra ocasión, en Capernaum, Jesús es requerido por un centurión. Y permítanme subrayar la condición del interlocutor: es un centurión; vale decir, un soldado romano. Como ya hemos visto, no precisamente uno de los personajes más queridos y apreciados en la Palestina de aquella época. Más bien todo lo contrario. Pero el centurión no viene a pedir por él. Pide por uno de sus criados, uno de sus empleados, que está enfermo. Ni siquiera pretende que Jesús vaya a dónde está el criado; sólo desea que el Maestro pronuncie la palabra que lo curará. Y Jesús pronuncia esa palabra porque, según su propia expresión: “...ni aun en Israel he hallado tanta fe”. [ [64] ]

Jesús curando al criado de un soldado romano... Por favor, retengan eso en la memoria para cuando lo tengamos ante Pilato, acusado de sedición.

En el estanque de Betseda, en Jerusalem, Jesús se encuentra con un paralítico que no podía caminar desde hacía 38 años. Lo cura diciéndole tan sólo: “Levántate, toma tu lecho y anda.” Pero es sábado. Sus enemigos jamás le perdonarán el haber quebrantado de esa manera la Ley del día de reposo y, sobre todo, el haberle contestado a sus críticos: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo”. [ [65] ]¿Acaso Dios tiene un horario establecido para hacer buenas obras?

Predicando a la orilla del lago de Genesaret, de pronto se da cuenta de que hay demasiada gente escuchándolo. Pide una de las barcas de Pedro, se sube a ella, la aparta un poco de la costa y sigue predicando desde allí. Cuando termina, le dice a Pedro que navegue mar adentro y que eche las redes para pescar. El pedido es algo extraño ya que los pescadores se habían pasado toda la noche anterior trabajando sin resultado alguno. Pero, así y todo, obedecen y el resultado es tan asombroso que no sólo las redes amenazan con romperse sino que, el peso de la captura casi hunde las barcas. Por supuesto que Pedro está pasmado y hasta con un susto mayúsculo ante ese algo extraordinario que no llega a comprender. Pero Jesús lo tranquiliza diciéndole: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres.” [[66]]

La pesca milagrosa (Rafaello Sanzio)

Después de su resurrección, volverá una vez más a llenar las redes de sus pescadores. [ [67] ] Será su último milagro. El primero fue para salvar la alegría de una boda. El último será para dar de comer a quienes lo habían seguido.

Pero mucho antes de eso, otra vez en Capernaum (y otra vez durante un sábado), mientras enseñaba en la sinagoga del lugar, un poseído lo increpa. Jesús simplemente da una órden y el poseído vuelve a ser una persona normal. Pero ese día hay más. A la salida de la sinagoga van todos a la casa de Pedro. Allí se enteran de que la suegra de Pedro está en cama, con fiebre. De paso, nosotros nos enteramos de que Pedro era casado. Sea como fuere, Jesús se acerca a la mujer, la toma de la mano y hace que se levante. Está curada. Y al caer la noche Jesús sigue curando a todos los enfermos que le traen. [ [68] ]

La lista de las personas a las que Jesús curó es muy larga. De hecho, la gran mayoría de los milagros consignados son curaciones. Un leproso [[69]]; otro paralítico [[70]]; un ciego y mudo [[71]]; el caso de los gadarenos endemoniados [[72]]; la mujer hemorrágica de quien volveremos a hablar[[73]]; la hija de la mujer Cananea [[74]]; un sordomudo [[75]]; el ciego de Betsaida [[76]]; el muchacho ciego, mudo y endemoniado [[77]]; los diez leprosos [[78]] y una mujer encorvada [[79]] son, aparte de los ya mencionados, los casos concretos que podríamos citar haciendo referencia directa a distintos pasajes de los Evangelios. Pero de ningún modo estaríamos autorizados a suponer que estos fueron los únicos. Por un lado, es obvio que ninguno de los evangelistas se propuso jamás hacer un listado completo de todos los casos y, por el otro, como ya lo indicamos, hay varias menciones genéricas de curaciones realizadas por Jesús en las que el evangelista no entra en detalles.

Tampoco la figura de Jesús dando de comer a quienes le siguen se agota en los ejemplos citados. Es un tema que vuelve a aparecer en la alimentación de los cinco mil [[80]], en la de los cuatro mil [[81]] y no forzaríamos demasiado los argumentos señalando que se hace central en la Última Cena. 

Muy significativo – al menos en mi humilde opinión – es la escasísima referencia a sucesos que tienen que ver con fenómenos de la naturaleza. Hay, es cierto, acontecimientos de esa clase referidos a distintos los momentos de la vida de Jesús – como, por ejemplo, la estrella de Belén al momento de su nacimiento y el oscurecimiento del sol en los últimos momentos de la Crucifixión – pero directamente relacionados con Jesús tenemos solamente dos y ambos hasta resultan muy similares.

Calmar la tormenta

En la primer ocasión, sube con sus discípulos a una barca y, agotado, se va a dormir. Se desata una tormenta y los discípulos, asustados por el temporal, lo despiertan. Él los reprende por su poca fe y aquieta la tormenta. [ [82] ] En la segunda ocasión, los discípulos se embarcan solos y Jesús se llega hasta ellos, de noche, caminando sobre las aguas que están embravecidas por otro temporal. Pedro quiere imitarlo y sale a su encuentro pero, a último momento, se asusta, pierde la fe y comienza a hundirse. Jesús, por supuesto, lo salva y cuando ambos suben a la barca, el viento se calma. [ [83] ]

Por último, aunque obviamente no en último término, hay tres resurrecciones.

La primera de ellas acontece en el poblado de Naín. Un cortejo fúnebre acompaña el féretro del único hijo de una viuda que llora desconsoladamente. Jesús se compadece de ella, se acerca, le dice que no llore y tocando el ataúd exclama: “Joven, a ti te digo, levántate.” Y el muchacho resucita y se reúne con su madre. [[84]]

En la segunda ocasión se trata de una niña de doce años. Es la hija de un hombre llamado Jairo, el principal de la sinagoga del lugar. Postrándose ante Jesús, el hombre le pide que entre en su casa ya que su hija está gravemente enferma. La escena se complica porque Jesús está rodeado de una gran multitud y es en este momento que la mujer hemorrágica toca subrepticiamente su manto; algo que en realidad estaba prohibido por la Ley mosaica ya que la mujer, al padecer una menstruación indetenible, se consideraba impura. Inmediantamente Jesús pregunta “¿Quién es el que me ha tocado? ” Los que están a su lado se asombran. Está apretujado por toda una muchedumbre ¿y todavía pregunta quién lo ha tocado? Pero el Maestro se explica: “Alguien me ha tocado porque he conocido que ha salido poder de mí.” Al final, la mujer se da a conocer, completamente curada de su mal.

De pronto aparece una persona de la casa de Jairo para darle a éste la mala noticia: “Tu hija ha muerto; no molestes más al Maestro.” Pero Jesús no le hace caso. Entra en la vivienda y se encuentra con varias personas llorando y lamentándose. “No lloréis – les dice – no está muerta, sino que duerme.” Ante la incredulidad de los presentes toma de la mano a la niña y ordena: “Muchacha, levántate.” Y la incredulidad se volvió asombro en apenas unos segundos porque niña se levantó.

La escena termina con dos cosas que me han llamado la atención. La primera es que, después de resucitar a la niña, Jesús inmediatamente manda que le den de comer. La segunda es que a los presentes les ordena que no le digan a nadie lo sucedido. [[85]]

Y en cuanto a esto último, destaquemos que ésa no fue la única ocasión en que Jesús pidió discreción y reserva acerca de sus milagros.

La tercera resurrección es la de Lázaro. [[86]] 

La Resurrección de Lázaro
(Caravaggio 1608-09)

El enorno general en que se desarrollan los acontecimientos es bastante complicado y, además, estamos en una etapa crítica de nuestra historia. Poco antes de los hechos relacionados con Lázaro, Jesús había estado en Jerusalem y no le había ido nada bien allí. Unos cuantos ya lo perseguían para apresarlo y no faltaron tampoco quienes directamente casi lo matan. Ante ello, se fue al otro lado del Jordán; al mismo lugar en el que Juan el Bautista había estado predicando y bautizando.

Allí le llega la noticia de que Lázaro está enfermo. Pero Jesús no se mueve de su lugar. Se queda dos días más en dónde se encuentra y solamente después de eso, de pronto, les notifica a sus discípulos: “Vamos a Judea otra vez.” Casi no pueden creerle. La casa de Lázaro está en Betania y Betania queda muy cerca de Jerusalem; según San Juan, a apenas 15 estadios, lo que vendría equivaler a unos 2,7 kilómetros. ¿Allí quiere volver? ¿Prácticamente al mismo lugar en el que faltó poco para que lo mataran a pedradas? Parece una locura.

Pero Jesús tiene su decisión tomada. Más allá de saberse poseedor de la luz interior que le indicará el camino, su motivo también es de otra índole: “Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy a despertarle.” Otra vez la alegoría del dormir para referirse a la muerte. Sus propios discípulos no lo entienden. Por un momento creen que, realmente, Lázaro está sólo dormido. Jesús tiene que decirlo claramente y con todas las letras: “Lázaro ha muerto.” Recién allí todos comprenden la gravedad del caso. Con todo, el estilo del Maestro perdurará en la tradición cristiana y quizás es por eso que al lugar en dónde llevamos a nuestros muertos hasta el día de hoy lo llamamos “cementerio” – que es el lugar en dónde los fallecidos descansan en paz – y no “necrópolis” – que es una ciudad en la que los vivos guardan a sus muertos. [[87]]

Además de ser triste la noticia, la empresa es tremendamente arriesgada. Los fariseos ya están jugando con la idea de silenciar a Jesús. El establishment de Jerusalem lo considera peligroso. Más de uno ya está pensando en la conveniencia de matarlo para quitarlo de en medio. Sin embargo, la decisión está tomada: “... mas vamos a él.” – por: “vamos adónde está Lázaro”. Eso es final. Terminante. No hay discusión posible. Y si Jesús se arriesga a que lo maten, allí es dónde Tomás, como ya vimos, junta su coraje para declarar: “Vamos también nosotros, para que muramos con él.”

Por fortuna, no murió nadie en esa ocasión. Todo lo contrario. Llegaron a Betania cuando ya hacía cuatro días que Lázaro había muerto. Jesús habla primero con sus hermanas. Es a Marta a quien le dice: “Tu hermano resucitará” porque “...Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquél que cree en mí, no morirá eternamente.” Después, se hace conducir hasta cerca de la tumba del amigo fallecido y, de pronto, pasa algo casi incomprensible: se echa a llorar.

Así es. Tal como acaban de leerlo. Vayan y repasen el versículo de Juan 11:35. Es uno de los más cortos de toda la Biblia, si es que no es el más corto de todos. Contiene solamente dos palabras: “Jesús lloró”. ¿Por qué? Estaba a punto de devolverle la vida a Lázaro. El amigo fallecido volvería a estar entre ellos. Marta y María volverían a tener a su hermano. ¿Por qué llorar? Quizás la respuesta esté un poco más adelante cuando, una vez retirada la piedra que tapaba el sepulcro “... Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo: Padre, gracias te doy por haberme escuchado... 

Y luego, “... habiendo dicho esto, clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera!”

Para asombro de todos los presentes, Lázaro salió de su tumba.

Había vuelto a la vida.

La admiración, la alegría y el júbilo de familiares y amigos deben haber sido algo tremendo. Sin embargo, en medio de esa presumible algarabía, lo que ninguno de ellos consiguió imaginar fue que allí, en ese preciso momento, había comenzado el último acto del drama que terminaría en tragedia.

Porque con ese milagro Jesús de Nazareth había provocado la firma definitiva de su propia sentencia de muerte.

Y, seguramente, Él lo sabía.

Si siguen ustedes leyendo el Evangelio de San Juan, verán que luego de esta resurrección algunos de los presentes fueron inmediatamente corriendo a informar del hecho a los fariseos. Y la reacción de Caifás es digna de ser leída con mucha atención.

Pero no nos apresuremos. Les prometo que volveré sobre esto más adelante.

 

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¿Qué nos queda de todos estos milagros?

Muerte de Simon el Mago
(Crónica de Nuremberg)

Si los ponemos en el contexto de la época, si los comparamos con las historias de otros taumaturgos contemporáneos de Jesús, incluso si los ponemos al lado de los relatos que figuran en los mismos evangelios apócrifos, el resultado no deja de ser sorprendente: parecerían más bien modestos y en muchos casos hasta de relativamente escasa envergadura.

Lo que sucede es que en este mundo actual hemos perdido la perspectiva. El milagro como tal – o, por lo menos, el hecho extraordinario, asombroso, prodigioso, como tal – es mucho más inconcebible para nosotros de lo que lo era para los contemporáneos de Jesús. En su época había un sinnúmero de personajes de quienes se contaban las cosas más portentosas que puedan ustedes imaginar. Hoy sonreímos con escepticismo ante esas historias pero en aquellos tiempos los que sonreían eran muy pocos. La enorme mayoría creía firmemente en ellas. Las manifiestas exageraciones y fabulaciones de algunos evangelios apócrifos, por ejemplo, al fin y al cabo no son sino intentos bastante transparentes de poner a Jesús al mismo nivel y hasta por encima de sus competidores en el plano del imaginario colectivo y popular.

Por supuesto que unos cuantos de estos personajes resultan ser simples charlatanes que a Jesús de Nazareth no le hubieran llegado ni a la altura de sus sandalias. Ahí está Simón el Mago, para citar sólo un caso que hasta figura en las propia Biblia. Este personaje, que ejercía su oficio en Samaria y que se hacía llamar “Gran Poder de Dios”, llegó al extremo de ofrecerle dinero a los apóstoles tratando de comprar lo que él creía que eran simples secretos de la profesión. [[88]]

Pero no todos fueron farsantes de tan baja estofa. Un caso muy interesante y realmente digno de estudio es el de Apolonio de Tiana, un contemporáneo de Jesús. Lo conocemos a través de una “obra por encargo” que la emperatriz Julia Domna – la esposa de Septimio Severo – le encomendó a Filostrato, un griego nacido hacia el 172 DC y que luego se desempeñó como retórico y sofista en Roma. Al encargarle la tarea de escribir la biografía del personaje, la emperatriz puso en manos de Filostrato las memorias escritas por un tal Damis quien, a su vez, había sido discípulo y compañero de Apolonio. Además, aparte de esta fuente, Filostrato utilizó también otros documentos – como por ejemplo la de otro discípulo de nombre Maximus y varias cartas escritas por el propio Apolonio de Tiana, algunas de las cuales había guardado el emperador Adriano en su residencia de Antio – y hasta realizó varios viajes visitando los lugares en que había vivido y actuado su personaje. Lo cierto es que Filostrato se tomó su tiempo para escribir el libro. Tanto es así que, con bastante probabilidad, la emperatriz que lo encargó nunca llegó a leerlo. Apareció recién después del 217 DC y el original no está dedicado a ella.

La figura de Apolonio de Tiana que emerge de la obra de Filostrato es la de un filósofo neopitagórico, poseedor de poderes extraordinarios, que intentó reformar las prácticas religiosas de su tiempo en lo que hoy es Grecia, Turquía y Siria. La historia completa de este hombre sería realmente muy larga de contar. El libro de Filostrato es voluminoso – por decir lo menos – y la crítica posterior, abundante, variada y muy compleja.  Pero, en cuanto a su actividad taumatúrgica que es la que nos interesa aquí, hallamos en esa historia prácticamente todos los aspectos ya vistos: curaciones de todo tipo, exorcismos, acciones sobre la naturaleza y hasta resurrecciones.  

Lo curioso en todo esto es que Filóstrato, a lo largo de toda su obra, hace esfuerzos poco menos que sobrehumanos (llegando hasta la exageración) para insistir en que Apolonio de Tiana no fue ni un hechicero, ni un “mago” en el sentido peyorativo del término, sino una persona capaz de realizar milagros gracias a sus superiores conocimientos o virtudes, y no merced a poderes oscuros, propios de los nigromantes.

En realidad – y permítanme aquí una breve disgresión – la mala reputación que Apolonio de Tiana tiene en la tradición cristiana no se debe a Filóstrato y a su obra como muchas veces se ha dicho erróneamente. Proviene de un tal Hierocles, un gobernador de provincia bajo el emperador Diocleciano, quien escribió un libro en el cual lo pone a Apolonio en contraposición a Cristo para tratar de demostrar que el primero fue muy superior en poderes, obras y milagros. Por supuesto que esto generó la contraofensiva cristiana y Eusebio, en un tratado escrito sobre la cuestión, le respondió a Hierocles señalando que Apolonio no fue más que un simple charlatán quien, si obtuvo algún resultado digno de mención en absoluto, ello habrá sido por su relación con los espíritus demoníacos con los cuales seguramente estaba asociado.

Apolonio de Tiana

Con todo, también aquí hay algo curioso. A pesar de su andanada de artillería pesada contra su oponente y su teoría, Eusebio tiene la suficiente honestidad intelectual de señalar que, antes de Hierocles, a ningún escritor anti-cristiano se le había ocurrido presentar a Apolonio de Tiana como el rival o el competidor de Cristo.

¿Servirán para algo las controversias de esta clase?

No lo creo.

Si repasamos la Historia antigua – y hasta la medieval y contemporánea – vamos a encontrar milagros por todos lados. Unos cuantos serán, sin duda, puras fábulas fantasiosas. Otros cuantos serán, muy probablemente, ingeniosos trucos de ilusionistas profesionales, más o menos montados sobre algún sectarismo religioso. Una buena cantidad será producto de la más vulgar charlatanería. Otra cantidad, quizás nada desperciable, provendrá de ese tenebroso abismo en el fondo del cual residen los poderes de la maldad. Y también, de seguro, habrá hechos que el vulgo en su ignorancia supina denomina milagros y que obedecen a un conocimiento superior, a veces incluso científico, que ciertas personas consiguen obtener a fuerza de observación, análisis, estudio, meditación, dedicación, práctica, perseverancia y paciencia.

Pero sopesándolo todo y considerándolo todo sin dogmatismos partidistas, siempre encontraremos hechos que simplemente están más allá de lo que nuestra limitada capacidad humana puede llegar a asimilar y de los cuales solamente podremos suponer que sucedieron porque Dios lo quiso o porque Dios lo permitió.

Y hay cosas que requieren un don. Una gracia especial. Los griegos lo llamaban “carisma” y decían que es el don que tienen ciertas personas de estar más cerca de los dioses que los demás. Hace falta ese don para ser un gran líder; un gran conductor de hombres. Hace falta ese don para ser un médico excepcional, porque no todo en la medicina es pura ciencia. Ese don hace falta para ser un gran artista. Los verdaderos hombres sabios poseen esa gracia especial. Como que también la poseen los auténticos hombres santos que hacen los auténticos milagros.

Ser una buena persona es algo que muy probablemente está dentro de las posibilidades personales de cada uno de nosotros. A alguno le costará un poco más y a otro un poco menos, pero es algo que podemos llegar a ser queriéndolo de veras y comportándonos en consecuencia.

Pero el ser una gran persona está más allá de nuestra voluntad individual. Podemos soñar con serlo y podemos desear serlo pero, para lograrlo, necesitamos ese carisma, ese don, esa gracia especial de la cual lo único que sabemos es que Dios la otorga a su entera discreción, cuando lo considera oportuno y cuando lo estima conveniente, a la persona que Él decide que le corresponde por los motivos y por las razones que Él estima pertinentes.

Jesús de Nazareth poseía varios dones y, entre ellos, también el de hacer milagros. Y empleó ese don solamente para hacer muchas cosas buenas. Se hizo cargo de los pobres, los desamparados y los deshauciados. Los curó, les dio de comer, los protegió, los amparó y los defendió. Los hizo vivir rescatándolos de tempestades y hasta de la muerte misma. Les mostró a todos, a pobres y ricos por igual, un camino que los conduciría a ser mejores personas. Enseñó a saber diferenciar entre lo urgente de la necesidad y lo importante de la trascendencia. Demostró con su propio comportamiento que se puede vivir sin estar histéricamente aferrado a un montón de bienes materiales que no cubren necesidades esenciales y que, por lo tanto, resultan perfectamente superfluos. Todos los milagros que hizo, los hizo para ayudar a los demás. No hizo ninguno para sacar ventaja sobre nadie, ni para hacerse famoso, ni mucho menos para obtener un provecho material. Nos enseñó que hay otra vida después de la vida; que la muerte no es el punto final sino tan sólo un punto y aparte para comenzar un nuevo capítulo. Nos predicó que tenemos un Padre que puede resultar algo difícil de entender a veces, pero que cuida de nosotros y que siempre nos sostendrá en la palma de su mano cuando lo necesitemos.

Y después de todo eso, y a pesar de todo eso, terminó traicionado, arrestado, golpeado, escupido, flagelado y clavado en una cruz ante una muchedumbre rabiosa que salió un día a gritar “¡Crucifíquenlo! ¡Crucifíquenlo!”.

¿Y saben qué es lo más triste y difícil de aceptar? 

Lo más difícil de aceptar es que al final haya tenido que estar tan tremendamente solo.

Pero, por difícil que sea, hay que aceptarlo.

No podría haber sido de otra forma.

 

 

El arresto

«Todo héroe es siempre el único despierto en un mundo de dormidos,
como el piloto que vela en la nave, en la soledad del mar y de la noche,
mientras los compañeros descansan.»
Giovanni Papini (Historia de Cristo)

 

¿Puede un Dios sufrir? La respuesta que se me ocurre es una contrapregunta: ¿Por qué no? No veo por qué un Padre no habría de sufrir cuando debe permitir el padecimiento de uno de sus hijos para que se cumpla el destino de ese hijo. No veo por qué un Padre que generosamente nos ha otorgado nuestro libre albedrío no habría de sufrir cuando nos mandamos alguna de esas estupideces colosales que a veces solemos cometer. No veo ninguna necesidad por la  cual un Dios omnipotente, omnisciente y omnipresente tenga que ser también insensible. Encuentro perfectamente plausible el que Jesús haya sufrido – y sufrido mucho, hasta el extremo de sudar sangre – durante las horas previas al desenlace final. Encuentro perfectamente comprensible que le rezara a su Padre para que retirara el cáliz que tenía que beber. Y creo que hasta Dios debe haber sufrido ante la imposibilidad metafísica de retirar ese cáliz.

Después de la resurrección de Lázaro los hechos se precipitan. Se acerca la Pascua y Jesús ya ha decidido que irá a Jerusalem. Todavía en Betania, tendrá un breve momento de paz y sosiego. María, la hermana de Lázaro, lo ungirá con un delicado y costoso perfume de nardo puro, algo que arrancará la protesta de Judas Iscariote quien – como depositario del dinero del grupo – aduce que el costo del perfume podría haber sido invertido de una manera más provechosa. Pero Jesús detiene las críticas. Él sabe que esa unción no es un lujo sino el ritual que le corresponde a alguien que habrá de morir. [ [89] ]

Jerusalem en el Siglo I DC
(Maqueta - En primer plano el palacio de Herodes - Al fondo y al centro, el Templo - Al fondo y a la izquierda, la Fortaleza Antonia)

 

Jerusalem

Poco después, montado sobre un asnillo, entra en Jerusalem. Es un último y quizás hasta desesperado intento de hablarle al corazón de toda esa gente allí reunida. Algunos lo reciben con cánticos, con alegría, reconociéndolo como Mesías y exclamando: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel! ” [[90]] Jugándose entero, arriesgándolo todo, predica en el propio Templo durante el día y de noche sale para refugiarse y pernoctar en el Monte de los Olivos [[91]]. Pero, aún cuando no todo es inútil, aún cuando su prédica llama la atención hasta de unos griegos que se encuentran en la región [[92]], la conspiración de los fariseos se va cerrando a sus espaldas. Su popularidad les preocupa cada vez más [[93]] y la decisión de eliminarlo es cada vez más firme. Consigue reunir una cantidad importante de seguidores, aún dentro del estrato gobernante, pero la oposición es fuerte; tan fuerte que son muchos los que no se animan a seguirlo por temor a ser expulsados de la sinagoga [[94]]. Al cabo de un tiempo, la situación ya es insostenible. El fin se acerca y Jesús sabe perfectamente que ese fin es irreversible. [[95]]

Con todo, su popularidad todavía lo protege. Los principales sacerdotes y los escribas tienen su decisión tomada pero deben resolver algunas cuestiones operativas bastante espinosas. Por de pronto, hay que apresar a Jesús pero, al mismo tiempo, hay que evitar también la reacción de sus seguidores [[96]]. El estrato dirigente en Jerusalem sabe muy bien cómo son estas cosas. El problema no es solamente el galileo y sus partidarios; el problema también está en toda la explosiva situación de Palestina creada por zelotas, romanos, mesías varios, bandoleros, sicarios y fanáticos irritados en general. Se está en vísperas de pascua y muchísima gente ha concurrido a la ciudad para celebrar la festividad. Una protesta de relativamente mediana envergadura en medio de una masa básicamente descontenta, si se sale de control, al final puede terminar generando un motín de proporciones descomunales.  Por eso, a Jesús hay que arrestarlo en forma callada y discreta. Además, hay que desviar la agitación hacia carriles controlables. Hay que prever la movilización de una muchedumbre que neutralice con sus gritos la oposición de los partidarios del nazareno. No es fácil. Por lo menos, no es tan fácil como algún desprevenido puede llegar a pensar.

Y en ese momento, aparece el traidor.

¿Lo dije ya en otra parte? Sí. Creo que ya lo dije: siempre aparece un traidor. Por desgracia, en estas tragedias es rara la historia de una gran persona en la que no aparezca la figura del traidor.

¿Apareció allí o ya venía siendo traidor de antes? ¿Fue algo súbito, un impulso repentino, o fue el resultado de un proceso con largos antecedentes? No es un dato menor y resulta difícil imaginar un acuerdo de esta clase sin ningún tipo de contactos previos, pero la verdad es que no lo sabemos muy bien. Lo cierto es que en ese momento Judas arregló con los principales sacerdotes la entrega de Jesús. El precio fue de treinta monedas de plata. [[97]] La trampa quedó montada.

Pero aún hay un poco de tiempo. Algunas horas apenas. Un tiempo brevísimo, pero suficiente, para consolidar y consumar el mensaje. Un último mandato, una última prédica, una última enseñanza. Una última cena.

La última cena

Jesús ordena que preparen una sala para comer la cena de pascua y para ello envía a dos de sus discípulos a la ciudad. Deberán encontrar a “un hombre que lleva un cántaro de agua”. Ese hombre tiene un aposento ya dispuesto para la cena. [[98]] ¿Ya dispuesto? Pues, sí. Los apóstoles no lo saben, pero el Maestro ya ha hecho los arreglos necesarios. Él lo sabe. Sabe que esa cena será la última.

La última Cena
(Leonardo Da Vinci - Siglo XVI - Copia)

Y porque sabe que es la última oportunidad que tienen para estar todos juntos en un ambiente relativamente amable y tranquilo, cuando ya están los Doce sentados a la mesa [ [99] ], decide darles la primera lección de esa noche, y para ello hace algo completamente sorprendente: toma un recipiente con agua, una toalla, y les lava los pies a todos ellos. [ [100] ]

Quizás valdría la pena detenerse un poco en esto. Lo que tenemos aquí no es una persona humillándose ante las demás. Lo que tenemos es a un gran Maestro enseñándonos que un buen conductor, un buen líder, un buen jefe es, ante todo un buen servidor. ¿De cuantos de nuestros actuales y supuestos dirigentes podríamos llegar a decir que son realmente buenos servidores? ¿Cuántos jefes de Estado han comprendido de un modo cabal que el Primer Hombre del Estado debe ser, ante todo, el primer servidor de ese Estado? ¿Cuántos de los llamados líderes llegaron a entender en absoluto que el acto de conducir es, por sobre todas las cosas, un acto de servicio? Deberíamos volver a entender aquél viejo axioma del “protego ergo obligo” que adoptaron los auténticos grandes Señores de antaño. Deberíamos volver a entender que no se puede obligar a quienes no se ha protegido. Sólo aquél que es capaz de proteger tiene derecho a obligar. Porque sólo quien se halla protegido tiene, en contrapartida, el deber de obedecer. Y proteger es servir. Mandar, obligar, ordenar, disponer, son cosas que sólo están permitidas en buena justicia a los buenos servidores. La capacidad de servicio es, en definitiva, la última, la más auténtica y quizás hasta la única legitimación del mando.

Luego de la lección, Jesús decide poner todas las cartas sobre la mesa: “De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar” [[101]]. Por supuesto que se produce un gran revuelo con todos preguntando “¿quién será?” y algunos haciendo hasta la, un tanto infantil, pregunta de “¿Seré yo?”  Pero Jesús, muy sabiamente, no quiere entrar en demasiados detalles sobre la cuestión. No tiene sentido. Aparte de no tener sentido, tampoco serviría para nada; la suerte ya está echada de todos modos. Moja el pan en su plato, se lo ofrece a Judas y le dice: “Lo que vas a hacer, hazlo mas pronto.” [[102]] Judas toma el bocado y sale. Ya es de noche. A partir de ese momento, para usar la jerga típica de los servicios de inteligencia, Jesús sabe; Judas sabe que Jesús sabe; y Jesús también sabe que Judas sabe que Él sabe. Judas no engaña ya a nadie.

Excepto, quizás, a si mismo.

La cena prosigue y en un momento dado Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte, y se lo da a sus discípulos diciendo: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo”. Luego hace algo equivalente con el vino. Toma la copa, da las gracias y dice “Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre.” [[103]]. Se está despidiendo. Pero, al mismo tiempo, les está enseñando el ritual mediante el cual desea ser recordado: “...haced esto en memoria de mí.” [[104]] Con ello queda instituida la eucaristía. Pero también nace una de las leyendas más interesantes de todos los tiempos: la del Santo Grial; la misteriosa historia de esa copa en la cual, por primera vez, se transubstanció el vino en la sangre de Jesús el Cristo. Aunque, bueno ... ya que lo he mencionado tampoco sería honesto callar que quizás ésa no sea toda la verdad. Porque es posible que también haya habido otro Grial y la tradición de ambos se entrecruza y se entremezcla de un modo tan complejo que harían falta muchas páginas tan sólo para plantear el tema.

Me perdonarán ustedes si no lo hago aquí. Con todo lo interesante y apasionante que pueda ser, esa leyenda no pertenece en rigor a nuestra historia.

El undécimo mandamiento

Después de compartir el pan y el vino sucede algo que, en mi modesta opinión, es una de las cosas más importantes de esa noche ya de por sí cargada de cosas importantes. Ocurre cuando, de pronto, Jesús se dirige a sus discípulos con el mayor de los cariños: “Hijitos,  - les dice, y adviertan el diminutivo que no puede dejar de tener un sentido especial – aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis; pero ... A dónde yo voy, vosotros no podéis ir.” Y ahora por favor, les pediría que presten atención porque esto es de una relevancia tremenda. Mirándolos a todos agrega: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros ... Que os améis unos a otros, como yo os he amado.”

"Amaos los unos a los otros como yo os he amado..."
( Caravaggio 1601)

¿Se dan cuenta? Los Mandamientos no son diez. Son once. En su Evangelio, Juan insiste en este nuevo mandamiento por lo menos tres veces [ [105] ]. ¿Por qué a este pasaje no se le ha dado la importancia que merece? ¿Por qué seguimos hablando de diez Mandamientos, ignorando – al menos de un modo implícito – que hay uno nuevo, expresa y explícitamente instituido por el propio Mesías. Noten que no se trata de una parábola; no es una enseñanza; no es una recomendación ni un precepto: es un mandamiento. Jesús en ese momento no induce, no explica, no sugiere, no muestra, no propone ni alude. Lo ordena. El texto es clarísimo en las tres oportunidades: “Un nuevo mandamiento os doy”; “Este es mi mandamiento”; “Esto os mando”. Aquí no hay subterfugio ni interpretación capciosa posible. Esto es lo que Jesús ordenó hacer: “Que os améis unos a otros, como yo os he amado”.

De la Ley de Moisés, compendiada en los Diez Mandamientos, se ha dicho en muchas oportunidades que, en el fondo, no es más que un Código Civil enraizado en una tradición teocrática. Seamos sinceros: hay algo de eso, aunque no compartamos el tonillo despectivo que la afirmación tácitamente contiene. De cualquier manera, nadie me podrá negar que, si todos los seres humanos cumpliesen acabadamente con esos mandamientos, este mundo sería un lugar muchísimo más agradable para vivir. No matar, no robar, no mentir, son actitudes que, miradas por el lado que se las mire, siguen siendo una buena idea, ya sea que uno las considere como imposiciones jurídicas o como mandatos divinos.

Pero ese undécimo mandamiento va mucho más allá de una norma de convivencia y por cierto que va muchísimo más lejos que una simple recomendación de “muchachos, pórtense bien”. Porque, para empezar, es un mandato que implica: “hagan lo que yo mismo hice”. Y el fondo hay mucho más todavía. Porque, en realidad, entraña un: “hagan aquello por lo cual me van a matar”. Es un perentorio, decisivo y terminante: “¡Háganlo! Yo lo hice. ¡Se puede!”.

Por supuesto que no es algo carente de riesgos: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán”; pero, por el otro lado: “si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra.” [[106]] Porque “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él.” [[107]]

De modo que recuérdenlo: hay once Mandamientos; no diez. El undécimo fue ordenado por el propio Cristo y es un mandato que obliga a todo cristiano a asumir los riesgos de seguir el ejemplo de un Jesús de Nazareth que murió clavado en una cruz por ayudar y por querer hacer el bien a todos los que amaba.

No es fácil; de acuerdo. Y contiene una fuerte componente de utopía; también de acuerdo. Pero, comparada con todas las utopías que se nos ha ocurrido inventar – y  algunas de ellas han sido francamente estúpidas – la utopía de dejarnos de embromar y tratarnos los unos a los otros con más respeto y cariño es una utopía que bien valdría la pena por lo menos intentar.  Aunque más no sea porque podríamos evitar muchas masacres, muchas hambrunas, muchas carnicerías absolutamente tan macabras como inútiles, mucho sufrimiento y muchas de esas increíbles imbecilidades que insistimos en cometer creyendo que así arreglaremos el mundo cuando lo único que hemos conseguido insistiendo con ellas es tan sólo arruinarnos la vida.

Y les rogaría que no pasen por alto que dije “aunque más no sea”. Porque si no queremos verlo desde el punto de vista religioso o moral; por lo menos sugeriría considerarlo desde un punto de vista simplemente práctico. Comportarnos un poco menos como histéricos egoístas acaparadores y un poco más como seres humanos decentes ¿no sería algo bastante práctico de intentar para mejorar nuestras relaciones y nuestra calidad de vida? Por supuesto que el mensaje de Jesús va bastante más allá de eso pero ¿por qué no empezamos con eso por lo menos?

¿Por qué después de dos mil años sigue vigente el mensaje de Jesús de Nazarteth? Los hombres de fe dicen que es porque constituye un mensaje divino y la palabra de Dios es inmortal. Muy buen argumento. Y no pienso ponerlo en duda. Pero, por el otro lado, tampoco deja de ser cierto que en esos dos mil años, los seres humanos que poblamos este planeta hemos comprendido bien poco ese mensaje y nos quedan muchas, muchas, asignaturas pendientes.

Esfuerzo

Y de nuevo: claro que no es fácil. Jesús mismo nos advirtió que no lo sería. Nunca dijo que seguir su ejemplo sería algo fácil; más bien todo lo contrario. Lo del facilismo es uno de los grandes embustes de nuestro tiempo. Últimamente parecería ser que todo aquél que se propone enseñar algo, antes de proceder, tiene que prometer que será fácil. Así, las maestras en la escuela primaria tratan de hacerle creer a los chicos que las matemáticas son algo fácil; el profesor de física les dice a los alumnos “no se asusten, la Física es fácil”; hay libros enteros que pretenden ser de filosofía escritos bajo el lema de “la filosofía es fácil”. Últimamente parece ser que todo debe ser fácil. “Aprenda computación en quince días sin esfuerzo”. “Rebaje 15 kilos en una semana sin sufrir”. El énfasis está siempre puesto en el “sin esfuerzo”, “sin sufrir”, “sin problemas”.

¿Quieren que les diga algo desagradable? Es mentira. Todo eso es una reverenda, enorme y criminal mentira. Es muy cierto que la física nuclear se puede explicar de un modo oscuro, enmarañado y hermético, de manera que nadie entienda un comino, y también se puede explicar en forma ordenada, sistemática, progresiva, yendo de lo más simple a lo más complejo, anudando las relaciones y construyendo el conocimiento por escalones y etapas. Pero eso, en última instancia, equivale tan sólo a decir que la física nuclear se puede enseñar mal o se puede enseñar bien. Pero que se pueda enseñar bien no significa que sea fácil. Mucho menos significa que cualquier tarugo puede llegar a comprenderla sin quemarse las pestañas estudiando.

¿Puedo atreverme a darles un consejo? La próxima vez que alguien les diga “es fácil”, no le crean. Nunca las cosas importantes son fáciles. No lo fueron nunca, no lo son ahora, ni lo serán jamás. Porque, por desgracia, las cosas que realmente importan son casi siempre muy complejas. Y las cosas muy complejas son cualquier cosa menos fáciles de comprender. Las cosas importantes requieren dedicación, atención, análisis, estudio, perseverancia, disciplina, método, constancia ...  y unas cuantas cosas más. El que les diga lo contrario les está mintiendo. O bien es tan superficial que ni se ha dado cuenta de la complejidad del tema que debe exponer; o bien está tratando de tranquilizarlos para que ustedes no salgan corriendo ante las dificultades que, inevitablemente, deberán enfrentar y superar.

De modo que considérenlo: si es fácil, muy probablemente tampoco es demasiado importante; y si es importante; lo más probable es que no será fácil en absoluto. Lo cual no quiere decir que será imposible. Lo que quiere decir es que requerirá esfuerzo y dedicación. Quizás hasta mucho esfuerzo y dedicación. Prepárense para eso y, en la enorme mayoría de los casos, no se equivocarán.

Lo único verdaderamente fácil en esta vida es dedicarse a ser superficial, mediocre e inútil. Lograr eso es facilísimo. Pero para lograr cualquier otra cosa sería mejor convencernos de que deberemos escalar algunas cuestas.

La historia de Jesús – la Historia de todo el cristianismo en general, si vamos al caso – es un excelente ejemplo de lo que acabamos de ver. El ejemplo de Jesús no fue y no es algo fácil de seguir o cumplir. Él mismo lo sabía y lo dijo. Más todavía: a los propios apóstoles les resultó muy difícil terminar de entenderlo y de seguirlo. En un principio ni siquiera entendieron muy bien lo que estaba sucediendo y hasta se quedaron dormidos. Y Jesús sabía que aún a último momento les costaba entender lo que tenían que entender. Cuando Pedro, embargado por la emoción del momento le dice: “Mi vida pondré por ti”, Jesús, con bastante más sentido de realismo le responde: “No cantará el gallo, sin que me hayas negado tres veces.” [[108]]

Y todos sabemos que Jesús terminó teniendo razón.

La copa

La cena llegó a su fin.

Como despedida Jesús se dirigió a sus apóstoles pare decirles: “No hablaré ya mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí. Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago. Levantaos, vámonos de aquí.” [[109]]

Cantaron el himno propio de la pascua y salieron en dirección al monte de los Olivos, en las afueras de la ciudad. Allí se dirigieron a un huerto, a un lugar que se llamaba Getsemaní.

Jesús estaba muy angustiado. La cena había terminado. Era de noche. Y era la última noche. No habría otras. Lo que vendría a partir de ese momento sería horrible. Lo sabía. No era tan sólo el hecho de que había llegado su hora, su última hora, la hora de morir. Era, además, todo lo que vendría con ello. Todo el atroz padecimiento, sufrimiento y hasta escarnio que forzosamente precedería a esa muerte. Los pequeños enanos nigromantes no se contentarían con eliminarlo de un modo expeditivo y rápido. Necesitarían su macabro espectáculo, su sangriento festín, su tenebrosa ceremonia. En ese contexto, la muerte inevitable era sólo una etapa necesaria. Necesaria para la verdad porque era necesario demostrarla y la manera más irrefutable de demostrar una verdad es haciéndole ver a todo el mundo que un justo está dispuesto hasta a dar la vida por ella.

Monte de los Olivos - Getsemani

No estoy queriendo hacer comparaciones aquí porque, tomados por si mismos, los personajes no son comparables y las situaciones tampoco lo son. Pero, en esencia, fue el mismo caso con Leónidas y sus trescientos espartanos en las Termópilas: el verdadero patriotismo, el verdadero heroísmo, el verdadero sentido del deber no se demuestran con discursos sino poniendo el pecho dónde hay que ponerlo y aguantando lo que haya que aguantar. Y fue también el mismo caso de Sócrates ante el tribunal de sus conciudadanos: la integridad, la rectitud, la entereza y el honor de una persona que concientemente nunca le ha hecho mal a nadie tampoco se demuestran con sofismas sino aceptando las consecuencias, manteniéndose firme y hasta bebiendo la cicuta si hay que beberla. Del mismo modo, la auténtica fe, el verdadero compromiso y la genuina altura espiritual de un hombre santo no se demuestran encendiendo cirios ni repitiendo dogmas mecánicamente, sino tomando la cruz y llevándola hasta dónde haya que llevarla para que sobre esa cruz quede consumado lo que había que realizar.

Y si cualquiera de esas cosas hay que hacerlas en medio de una masa enloquecida que hasta disfruta del espectáculo, pues lo mismo da. Si nadie hace esas cosas, los ignorantes nunca se darán cuenta por si mismos de su significado. Haciéndolas, con el correr del tiempo, poco a poco, al menos se puede tener la esperanza de que el significado de esos actos vaya penetrando en las conciencias enfermas de mezquindad y en el fondo de esas conciencias se encienda una pequeña luz.

Con todo, como ya he señalado, los casos no son comparables. Leónidas murió combatiendo, rodeado de sus camaradas que pelearon hasta para defender a su cadáver. Sócrates murió en la lúgubre oscuridad de una prisión pero luego de haberse despedido de su familia y estando rodeado de sus discípulos más queridos.

Jesús de Nazareth murió solo.

Quedó solo prácticamente ya en Getsemaní. Cuando llegaron allí, se retiró a orar pero le pidió a Pedro, a Santiago el Mayor y a Juan: “Mi alma está muy triste ... quedaos aquí y velad conmigo” [[110]]. Le rezó a su Padre con una intesidad tal, embargado por una angustia de tal magnitud, que llegó a sudar sangre: “Padre, si quieres, pasa de mi esta copa; pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” [[111]].

Su Padre no retiró la copa. Al igual que Sócrates, su destino era beberla hasta el amargo final. Y cuando regresó, encontró a sus discípulos ... durmiendo. Y esto no pasó una sola vez. Dos veces más se repitió la escena. Al final los dejó dormir.

Quizás el cordero de la cena había sido demasiado abundante. Quizás el vino un poco demasiado fuerte. De cualquier manera que haya sido, evidentemente no captaron lo que estaba sucediendo. Lo entendieron más tarde, es cierto. Pero Cristo tuvo que morir y hasta resucitar para que lo comprendieran.

No los juzguemos con demasiada severidad. Hoy, dos mil años más tarde, podríamos contar por millones a los que siguen sin haber hecho ni siquiera un pequeño esfuerzo por tratar de entender.

La espada

Dios no retiró la copa que Jesús debía beber. No podía hacerlo. Era una imposibilidad metafísica de tal magnitud que al final Jesús mismo terminó aceptándolo: “Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad.” [[112]]. Y luego de ello, probablemente, se sintió algo más aliviado.

Regresó dónde estaban sus discípulos y debió haberlos observado durante largo rato mientras dormían. Allí estaban todos, con sus grandes y pequeñas virtudes; con sus grandes y pequeños defectos. Con sus ilusiones, sus dudas y sus esperanzas. Ése era el equipo humano por el que había apostado, eligiéndolos uno por uno. A pesar de que en ese momento no terminaban de entender lo que estaba sucediendo, ¿lograrían estar a la altura de lo que se esperaba de ellos?

Los miró uno por uno. Sí. Lo lograrían. Todavía faltaban algunas lecciones y, entre ellas, la más tremenda de todas; la de aprender lo que Él había conseguido esa noche: a no aferrarse a la vida porque ninguna de nuestras vidas es eterna de todos modos. La vida eterna es otra. Con ésta, que nos es dada por un tiempo limitado, lo que tenemos que hacer es invertirla de la mejor manera posible. Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Tomás, Jacobo, Mateo, Lebeo, Simón. A todos les faltaba un poco todavía. Pero resistirían. Aguantarían la prueba y se podría construir una Iglesia con ellos. En especial con Pedro. Lo más importante ahora era preservarlos. Al menos por el momento. Ya habría otras misiones y otras oportunidades para dar testimonio y para enfrentar un destino duro y cruel. Pero no todavía. Todavía no.

Los dejó dormir un rato más pero no pasó mucho tiempo sin que se escucharan ruidos hacia la entrada al huerto. Fue y despertó a sus discípulos. Había llegado el momento: “Levantaos, vamos; ved, se acerca el que me entrega.” [[113]]

El arresto de Cristo
(Giuseppe Cesari 1596)

Guardias, alguaciles, con armas, linernas y antorchas. Toda una jauría de esbirros para arrestar a un sólo hombre que ni siquiera pensaba ofrecer resistencia. Y entre ellos el traidor: Judas. Que le marca el Maestro a los demás dándole un beso. [ [114] ] Un gesto de cariño convertido en acto de traición. Realmente detestable.

Pedro, uno de los pocos que está armado, se deja llevar por su impulso. Desenvaina la espada y lanza un mandoble hacia el primero que se le cruza. Esa noche, Malco, uno de los siervos de Caifás, tiene mala suerte. El sablazo de Pedro le corta la oreja. Pero eso es todo porque, con una órden seca el propio Jesús pone fin a la refierga: “Basta ya, dejad.” y tocando la oreja de Malco detiene la hemorragia [[115]]. A Pedro le dice explícitamente: “Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” [[116]]

Este momento tiene para mi una importancia enorme. Reconozco que es una interpretación muy personal y no pretendo que nadie la comparta necesariamente, pero creo que bien vale la pena detenerse un segundo aquí también.

Pedro – el mismo que muy poco después lo negará tres veces – desenvaina la espada que de algún modo se ha agenciado y se juega. Pasa al ataque en defensa de su Maestro, y no precisamente de un modo simbólico. Esto obliga a una serie de preguntas. ¿De dónde sacó esa espada? ¿Quién le dijo que la consiguiera? ¿Por qué iba armado? Sólo podemos especular con las respuestas pero, de cualquier manera que sea, el gesto nos obliga a reconsiderar un poco sus dichos y a admitir que no fanfarroneaba del todo cuando dijo que estaba dispuesto a morir por Jesús. Pero si, como lo demostró, estaba dispuesto a dar pelea y a darla en serio, ¿por qué después lo negó? ¿Fue ese sablazo un mero arranque temperamental, un simple gesto espontáneo impulsado por el momento? En parte quizás sí. Pedro era un poco impulsivo. En lo esencial, sin embargo, no creo que ése haya sido el único motivo. No puedo demostrarlo pero creo que hubiera peleado hasta hacerse cortar en pedazos por los guardias de Caifás. Envainó la espada solamente porque Jesús se lo ordenó.

Lo cual nos pone ante una pregunta que no es tan simple de contestar como parece: ¿por qué Jesús le ordenó envainar esa espada? Tenemos, naturalmente, lo obvio: objetivamente hablando, frente al tropel de los guardias del templo los apóstoles no hubieran tenido ninguna oportunidad. De continuar, el enfrentamiento hubiera terminado en una masacre. Pero, más allá de ello, estoy absolutamente convencido de que la óden que Jesús le da a Pedro tiene un significado muchísimo mas profundo y trascendental.

Hagamos una pregunta más: ¿por qué Pedro negó a Cristo? ¿Por cobardía? No lo creo. Un cobarde hubiera huido inmediatamente. Ante el primer guardia que asomara la nariz, un cobarde hubiera salido corriendo. Pedro no hizo eso sino todo lo contrario.

Pueden ustedes criticarme todo lo que quieran por lo que voy a decir ahora y admito desde ya que puedo estar equivocado, pero es la única explicación que he podido encontrarle a lo sucedido aquella noche en Getsemaní. La decisión de Jesús de dar esa orden no fue una decisión religiosa. Ni siquiera fue una decisión militar.

Fue una decisión política.

Los que creen que la triple negativa de Pedro se debió a una debilidad humana pasan completamente por alto la dimensión política de toda la situación. Pedro era “la piedra sobre la cual se construiría la Iglesia” [[117]]. Cristo tenía que morir para cumplir con su destino, pero Pedro tenía que quedar vivo para cumplir con el suyo. Si Pedro hubiese seguido el destino de Cristo los hombres de Caifás lo hubieran arrastrado y lo hubieran eliminado igual que a su Maestro. Y si Pedro moría en ese momento, no hubiera habido un Vicario de Cristo sobre la tierra. La piedra fundamental de la Iglesia hubiera desaparecido antes de poner el primer ladrillo.

El traidor es Judas; no Pedro. Y esto no es porque uno lo vendió, el otro lo negó, y vender a alguien es más reprochable que negarlo; o porque la codicia es más repugnante que la cobardía. De hecho, si ésa hubiera sido realmente la situación, me pregunto si podríamos hoy hacer alguna diferencia en absoluto. La explicación es bastante simple y cualquier hombre de honor se da cuenta de inmediato: a Judas no le ordenaron envainar la espada.

El Trono de San Pedro
(Gian Lorenzo Ernini 1657)

Cuando Jesús le ordena a Pedro envainar la suya, simbólicamente, pero de modo explícito, está relevando a los apóstoles de su compromiso de lealtad. En esa situación, cuando los hombres de Caifás sospechan de él, Pedro niega a Jesús pero no reniega de Cristo. Agacha la cabeza, hace algo que sabe que no está del todo bien – incluso algo que, muy posiblemente, le repugna hacer en el fondo de su alma – pero con eso se hace funcional al plan de Jesús que constituye una de las jugadas político-institucionales más brillantes de todos los tiempos.

¿Qué sentido tenía la inmolación masiva junto al Maestro? Ninguno. Levantado el compromiso de lealtad, la solidaridad personal de los apóstoles hubiera sido un suicidio absolutamente inútil. Más aún: hubiese sido un acto totalmente negativo porque hubiera imposibilitado toda la obra posterior. Gracias a esa jugada maestra de estrategia y política institucional Jesús se aseguró una Iglesia que ya viene durando dos mil años. Si hubiese permitido que Pedro y los demás apóstoles lo defiendan a toda costa, hubieran terminado todos muertos en Getsemaní, la Iglesia no hubiera existido jamás y muy probablemente hoy seríamos todos musulmanes.

Pero además, hay también otro aspecto, nada menor, que tampoco se puede pasar por alto.

¿Por qué obedeció Pedro? ¿Por qué envainó su espada y acató la decisión de Jesús? ¿Por qué Jesús pudo dar esa orden? La respuesta no deja de ser simple: porque tenía autoridad moral para darla. Y la tuvo porque pudo decirle a su Padre, con legítimo orgullo: “Padre ... a los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió ... de los que me diste, no perdí ninguno.” [[118]] ¿Se dan cuenta de lo que significa ser un verdadero líder? ¿Se imaginan hasta qué punto tiene auténtica autoridad moral para obligar una persona que es capaz de proteger de esta manera? Líderes, jefes y conductores que han mandado a la muerte a miles y miles de combatientes ha habido muchos. Pero jefes muriendo al frente de sus hombres como Leónidas hubo muy pocos. Y jefes que, habiendo cumplido acabadamente con su misión, pudiesen decir al final de la jornada: “de los que me fueron dados, no perdí a ninguno”; de ésos, créanme, hubo menos todavía.

Es muy fácil hacerse el héroe con la sangre de los demás. Lo difícil es hacerse responsable por los hombres a los que uno comanda. Lo difícil es arriegar la vida por ellos, si es necesario, y protegerlos siempre.

No para evitarles los riesgos del combate, sino cuidándolos para que no mueran en vano.

 

 

NOTAS:



[1] )- Evangelio Armenio de la Infancia XV:5

[2] ) - Evangelio Armenio de la Infancia XV:7

[3] )- Evangelio Armenio de la Infancia XV:13

[4] )- Evangelio Armenio de la Infancia XV:20-21

[5] ) – Evangelio Armenio de la Infancia XVIII:1-2

[6] )- Evangelio Armenio de la Infancia XVIII:3

[7] )- Evangelio Árabe de la Infancia XI:1 – Disponible en http://www.vanheesstoneworks.com/portalespiritual/cristo/arabe.htm

[8] )- Evangelio Árabe de la Infancia XIV:3

[9] )- Evangelio Árabe de la Infancia XV:2

[10] )- Evangelio Árabe de la Infancia XVI:2

[11] )- Evangelio Árabe de la Infancia XVII:1

[12] )- Evangelio Árabe de la Infancia XVIII:3

[13] )- Evangelio Árabe de la Infancia XIX:1

[14] )- Evangelio Árabe de la Infancia XXI:1-3

[15] )- Evangelio Árabe de la Infancia XIX:3

[16] )- Cf. El Evangelio de Santo Tomás, (redacción griega y redacción latina) – en Los Evangelios Apócrifos de Edmundo Gonzalez Blanco. Disponible en Internet en http://www.vanheesstoneworks.com/portalespiritual/cristo/infante.htm

[17] )- Esta historia reaparece también en el Evangelio del Pseudo-Mateo XXVIII:1-2 (Cf. http://www.vanheesstoneworks.com/portalespiritual/cristo/pseudo.htm )

[18] )- Evangelio de Tomás IV:1

[19] )- Lucas 2:41-52

[20] )- Marcos 6:1-3 ; Mateo 13:54-55

[21] )- Los Evangelios Apócrifos de Edmundo Gonzalez Blanco – Disponible en Internet en http://www.vanheesstoneworks.com/portalespiritual/cristo/copto.htm

[22] )- Curiosamente, la teoría de la suplantación de personas estaría relatada incluso en el mismo Corán. No he podido verificarlo fehacientemente, pero he hallado autores que citan al Corán para señalar que allí estaría escrito: “Matamos al Mesías, a Jesús, hijo de María, el enviado. Pero no le mataron a él ni le crucificaron, sino a otro, que se le parecía”. Repito: no he conseguido verificarlo, pero esta teoría es la que, en esencia, se encuentra también en un apócrifo – el Evangelio de Bernabé – en dónde hasta se aclara que quien suplantó a Jesús en la cruz fue nada menos que Judas. No obstante, un detalle no menor es que ese apócrifo termina con la siguiente frase: “Aunque yo hubiese llevado en la tierra una vida inocente, no obstante, como los hombres me habían llamado Dios e Hijo de Dios, mi Padre, no queriendo que fuese, en el día del juicio, un objeto de burla para los demonios, prefirió que fuese en el mundo un objeto de afrenta por la muerte de Judas en la cruz, y que todos quedasen persuadidos de que yo había sufrido este suplicio infamante. Y esa afrenta durará hasta la muerte de Mahoma, que, cuando venga al mundo, sacará de semejante error a todos los que creen en la ley de Dios”. Por lo que es bastante transparente que el citado Evangelio de Bernabé también procede de un entorno islámico. (Cf. El Evangelio de Bernabé – Los Evangelios Apócrifos – Edmundo Gonzalez Blanco – Disponible en Internet en http://www.vanheesstoneworks.com/portalespiritual/cristo/bernabe.htm ) 

[23] )- Siegfried Obermeyer, Starb Jesus in Kaschmir? – Econ Verlag, 1983 – Hay traducción en castellano. (¿Murió Jesús en Cachemira? – Ed. Martinez Roca 1984 – ISBN 84-270-0852 X - Barcelona)

[24] )- Juan 15:16

[25] )- Marcos 3:13 – Lucas 6:13

[26] )- Juan 1:42

[27] )- Mateo 16:18-19

[28] )- Marcos 3:17

[29] )- Mateo 20:22

[30] )- Cf. Mateo 13:55 y Marcos 6:3

[31] )- Juan 1:43

[32] )- Juan 1:45

[33] )- Juan 1:46

[34] )- Juan 1:47

[35] )- Juan 1:49

[36] )- Juan 11:7-16

[37] )- Juan 20:25

[38] )- En Éxodo 32:25-28 se relata cómo, luego de la escena del becerro de oro, Moisés convoca a los fieles a Jehová y se presentan todos los hijos de Leví que luego matarán a los idólatras. En virtud de ello, existe la tradición de que a los Levitas les fueron encomendados los servicios sagrados y por ello no se les concedieron tierras como a las otras tribus sino solamente 48 ciudades con sus ejidos (Cf. Números 35:7) siendo que “los sacrificios de Jehová Dios de Israel son su heredad” (Josué 13:14).

No obstante, es difícil explicar la relación existente entre estos levitas y los sacerdotes descendientes de Aarón quien, a su vez, también era descendiente de Leví. El hecho concreto es que los descendientes de Aarón monopolizaron las posiciones sacerdotales y los levitas propiamente dichos quedaron desempeñando funciones subordinadas tales como las de guardianes, funcionarios del templo, recolectores de impuestos y otros.   

[39] )- Es harto probable que tengan razón quienes afirman que, tanto Marcos como Lucas, utilizaran a modo de referencia un original de Mateo escrito en arameo.

[40] )- Mateo 4:19

[41] )- Mateo 5:3

[42] )- Mateo 13:31-32 - Marcos 4:31 - Lucas 13:19

[43] ) - Mateot 13:3-23 - Marcos 4:3-20 - Lucas 8:4-15

[44] )- Juan 12:24

[45] )- Marcos 4:26-29

[46] ) - Lucas 13: 6-9

[47] ) - Mateo 7:16-20 Mateo 12:33 Lucas 6:43-44

[48] )- Mateo 24:32 Marcos 13:28 Lucas 21:29-30

[49] )- Mateo 13:24-30 -- 36-40

[50] )- Mateo 8:22

[51] )- Mateo 13:13

[52] )- Por ejemplo: Lucas 8:9 – Mateo 15:15

[53] ) - Mateo 13:33 – Lucas 13:21

[54] )- Pio XI a los Pastores: "procurad con sumo cuidado que los fieles no se dejen engañar", pues "el comunismo es intrínsecamente perverso y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana" (Encíclica "Divini Redemptoris").

[55] ) Juan 2:15

[56] )- Tehilim, Sotá 4b, 10a; Nidá 20b. Cf. también Salmos 25:14 según Yehuda Ribco en  http://serjudio.com/rap2001_2050/rap2022.htm

[57] )- Cf. San Agustin, De civitate Dei, 20, 1,8,2. y De utilitate credendi, 16,34.

[58] )- Digamos, sin embargo, para ser justos con Bultmann que éste diferencia entre Mirakel (milagro) y Wunder (prodigio) entendiendo por lo primero una violación o excepción a las leyes de la naturaleza y por lo segundo un evento que cae dentro del orden natural pero que es reconocido como obra de Dios.

[59] )- Dietrich Bonhoeffer, Widerstand und Ergebung, Carta del 25 de mayo 1944.

[60] )- Stepeh Hawking, Does God play Dice? – Conferencia del citado autor, disponible en http://www.hawking.org.uk . La célebre frase "Dios no juega a los dados" adjudicada a Albert Eisntein, se refiere a la Teoría Cuántica. La Escuela de Copenhagen que agrupa a la mayoría de los físicos cuánticos propone una visión estadística de la Naturaleza con lo que asume y acepta la incertidumbre como elemento constituyente de la teoría. Frente a esta escuela, los heterodoxos como Plank, Einstein, y Schrödinger proponen una Naturaleza de índole causal. De ahí la frase "Dios no juega a los dados" queriendo indicar que Dios no decide el destino del Universo según le salgan los dados de un modo aleatorio - es decir: mediante un método estadístico lleno de incertidumbre – sino que todo el Universo se basa en relaciones de causa-efecto que, si bien podemos no conocer por completo o no entender por completo, rigen no obstante los fenómenos que ocurren.

[61] )- Konrad Lorentz, Los Ocho Pecados Capitales de la Humanidad Civilizada”, Cap. VIII. Disponible en La Editorial Virtual http://www.laeditorialvirtual.com.ar

[62] )- Cf. Mateo 9:35, 4:23; Marcos 1:39

[63] )- Juan 2:6-11

[64] )- Mateo 8:5-13; Lucas 7:1-10

[65] )- Juan 5:5-17

[66] ) Lucas 5:4-11

[67] )- Juan 21:1-14

[68] )- Marcos 1:23-34; Lucas 4:33-41; Mateo 8:14-16 

[69] )- Mateo 8:2-4; Marcos 1:40-42; Lucas 5:12-13

[70] )- Mateo 9:2-8; Marcos 2:2-12; Lucas 5:18-26

[71] )- Mateo 12:22; Lucas 11:14

[72] )- Mateo 8:28-34; Marcos 5:1-20; Lucas 8:26-39

[73] )- Mateo 9:20-22 ; Marcos 5:25-34; Lucas 8:43-48

[74] )- Mateo 15:22-28; Marcos 7:25-30

[75] )- Marcos 7:32-37

[76] )- Marcos 8:22-26

[77] )- Mateo 17:14-20; Marcos 9:14-29; Lucas 9:37-42

[78] )- Lucas 17:11-19

[79] )- Lucas 13:10-17

[80] )- Mateo 14:15-21; Marcos 6:35-44; Lucas 9:12-17; Juan 6:5-14

[81] )- Mateo 15:32-38; Marcos 8:1-9

[82] )- Mateo 8:24-27; Marcos 4:37-41; Lucas 8:23-25

[83] )- Mateo 14:22-33; Marcos 6:45-52; Juan 6:16-21

[84] )- Lucas 7:12-16

[85] )- Mateo 9:18-26; Marcos 5:22-43; Lucas 8:41-56

[86] )- Juan 10:22-42; 11:1-44

[87] )- La palabra “cementerio” proviene del latín coemeterium, que a su vez viene del griego koimeterion – koimasthai que significa “estar acostado, dormir”.

[88] )- Hechos de los Apóstoles, 8:14-20

[89] )- Juan 12:4-6; Mateo 26:8; Marcos 14:4

[90] )- Juan 12:13)

[91] )- Lucas 21:37-38

[92] )- Juan 12:21

[93] )- Juan 12:19

[94] )- Juan 12:42

[95] )- Juan 12: 27-36

[96] )- Mateo 26:3-5; Marcos 14:1; Lucas 22:2; Juan 12:9

[97] )- Mateo 26:14-15; Marcos 14:10-11; Lucas 22:4-6

[98] )- Mateo 36:17-29; Marcos 14:12-15; Lucas 22:7-13

[99] )- Mateo 26:20; Marcos 14:17; Lucas 22:14

[100] )- Juan 13:5

[101] )- Juan 13:21; Mateo 26:21; Marcos 14:18; Lucas 22:23

[102] )- Juan 13:27

[103] )- Mateo 26:26-28; Lucas 22:17-20

[104] )- Lucas 22:19

[105] )- Juan 13:33-34; 15:12; 15:17

[106] )- Juan15:20

[107] )- Juan 14:21

[108] )- Juan 13:37-38; Mateo 26:34-35; Marcos 14:30-31; Lucas 22:31-34

[109] )- Juan 14:30-31

[110] )- Mateo 26:38; Marcos 14:32-34

[111] )- Lucas 22:41-44

[112] )- Mateo 26:39-46; Marcos 14:35-42

[113] )- Mateo 26:39-46; Marcos 14:35-42

[114] )- Mateo 26:48:49; Marcos 14:44-46;  Lucas 22:47

[115] )- Lucas 22:51

[116] )- Juan 18:11

[117] )- Mateo 16:18

[118] )- Juan 17:12; 18:9

 

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