Dénes Martos - Los Atenienses
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Perdónalos, Señor. No saben lo que hacen.

El juicio

En el Año 399 AC Sócrates fue arrastrado ante un tribunal acusado de "corromper a la juventud" de Atenas y de "no creer en los dioses en los cuales cree el Estado sino en otros, nuevos, seres espirituales".

¿Cómo puede un hombre defenderse cuando sabe que está condenado de antemano? ¿Cómo se mata a un hombre que no tiene miedo a morir? Más todavía: ¿cómo se mata a un hombre que está tan cansado de las pequeñas y grandes miserias humanas que ya no le importa morir y que hasta prefiere morir antes de traicionar a la verdad?

En la Atenas de principios del Siglo IV AC no había fiscales. Cualquier ciudadano podía iniciar un juicio debiendo para ello presentarse ante el acusado, delante de testigos, conminándolo a comparecer ante el Arconte Rey. En el caso de Sócrates, el acusador fue Melito, un oscuro poeta quien, con casi total certeza, fue utilizado por Anito, la eminencia gris detrás de todo el caso.

La figura de este Anito es esquiva y escurridiza. Curtidor de oficio, fue estratego de Atenas durante la Guerra del Peloponeso y, acusado de ser el culpable de haber perdido a Pilos a manos de los espartanos, enfrentó cargos de traición de los que fue absuelto gracias a un eficaz soborno del jurado. Sabemos, además, que estuvo involucrado como fanático demócrata en los conflictos que luego resultaron superados por la amnistía general decretada en el 403 AC. Si bien parece ser que apoyó dicha amnistía, muy posiblemente fue uno de esos, más bien escasos, extremistas democráticos que no se sintieron del todo felices con ella y tenemos todas las razones para sospechar que sus verdaderos motivos estuvieron dictados por el afán de encabezar una caza de brujas, entendiendo por tales a todos los que no se habían mostrado adecuadamente populares durante el sombrío período de la Tiranía de los Treinta.

Si ustedes repasan la lista de los pecados políticos de Sócrates que fuimos anotando en capítulos anteriores, verán que el Maestro encajaba bastante bien en el tipo de adversario político que Anito tenía en la mira. Pero estaba el problema de la amnistía. Sócrates no podía ser acusado por hechos anteriores al 403 AC. De allí la enorme ambigüedad de la acusación de "corromper a la juventud" que podía dar prácticamente para cualquier cosa, a lo cual se agregó la de "impiedad", quizás porque era algo así como una acusación "clásica" en materia de juicios políticos, o bien quizás para satisfacer a Melito el cual - si es el mismo Melito que también acusó a Andócides del mismo crimen - debe haber sido una especie de delirante místico fanatizado por algún raro purismo religioso.

Luego de la imputación ante testigos, tanto el acusado como el acusador debían presentarse ante el Arconte Rey. Allí el arconte, luego de escuchar a las partes debía determinar si el juicio era admisible, o no, bajo las leyes vigentes. En caso de serlo, se fijaba fecha para una "audiencia preliminar" en cuyo transcurso se procedía a leerle al acusado formalmente el documento que contenía la acusación escrita. El acusado debía luego contestar y producir su descargo. A continuación ambos debían jurar, cada uno por su parte, que tanto la acusación como el descargo se correspondían con la verdad.

El paso siguiente consistía en un interrogatorio de ambos litigantes por parte del arconte, luego de lo cual los mismos podían interrogarse entre si. Cumplido este procedimiento, el arconte - si hallaba mérito suficiente en la acusación - establecía los cargos formales y fijaba fecha para la audiencia pública.

Por desgracia, no sabemos cómo transcurrió todo este complejo trámite en el caso de Sócrates. Se dice que el documento conteniendo los cargos formales contra él existió hasta aproximadamente el Siglo II DC pero, por desgracia, se perdió luego. Aunque, obviamente, lo interesante sería poder conocer hoy de qué forma y por cuales causas reales el entonces arconte rey llegó a la conclusión de que efectivamente había méritos suficientes como para llevar el caso a audiencia pública. Porque, a la luz de lo que ocurrió después en dicha audiencia, se hace bastante evidente que la denuncia descansaba sobre pies de barro, por decir lo menos.

El juicio tuvo lugar en el Ágora ante 500 ciudadanos mayores de 30 años seleccionados al azar entre todos los que voluntariamente se presentaron a oficiar de jueces. Uno podría pensar en que aquí ya puede haber un pequeño sesgo en la justicia ateniense puesto que alguien, para ser juez de un caso, debía presentarse manifestando querer juzgar el caso. Con lo que muy bien podría haber tenido algún interés especial y particular en dicho caso y, de cualquier forma, quienes podían manipular o movilizar grandes grupos de personas - ya sea con dinero, con demagogia o con ambas cosas a la vez - tenían ciertamente mayores probabilidades de lograr un jurado favorable que aquellos que contaban con un escaso número de seguidores o simpatizantes.

Se ha dicho que Atenas instituyó jurados con un gran número de participantes precisamente para evitar posibles sobornos. Es cierto que estos jurados contaron tradicionalmente con un gran número de integrantes - por lo normal, entre 500 y hasta 1500 - pero el argumento de que no se puede sobornar a 500 personas no resiste el menor análisis. Por de pronto, en un jurado de 500 no hay por qué sobornar a todos ellos. En teoría bastaría con sobornar a 251 y, en la práctica, con tener unas 260 personas bien bajo control ya sería más que suficiente. Y en cuanto a que no se puede sobornar a tanta gente, por favor no seamos ingenuos ni hipócritas: es solamente cuestión de dinero, contactos y poder. Sobre todo teniendo en cuenta que los jueces ya de por sí recibían tres óbolos del Estado por su participación y sólo habría sido necesario "mejorar" un poco ese estipendio.

Con esto no quiero decir que los jueces que condenaron a Sócrates fueron sobornados. Es más: creo que muy probablemente no lo fueron. Lo que he querido poner un poco de relieve es lo ridículas que resultan a veces las pretensiones de ciertos juristas y legisladores en cuanto a la condición supuestamente equitativa de la justicia humana y la pureza casi divina que se le pretende dar muchas veces a nuestros procesos judiciales que, mirados de cerca, resultan ser siempre bastante torpes y por demás imperfectos. Si hay una cosa que me causa gracia es ese espécimen de fariseo que se las pasa perorando ante las cámaras de televisión repitiendo constantemente el sonsonete aquél de "yo creo en la justicia". No conozco a nadie que haya seguido repitiendo el sonsonete luego de que esa misma justicia fallara en su contra.

Yo no creo en la justicia. Échenle una mirada tan sólo a la estatua que la representa: es una mujer, parada sobre un pedestal, con los ojos vendados. Lo cual es lo mismo que decir que es caprichosa, es ciega, anda de a pié y se cae con sólo dar un paso; como me han dicho muchos abogados amigos míos algo machistas, siendo que varios de ellos me han confesado que, con demasiada frecuencia, la balanza que sostiene en una de sus manos se inclina indefectiblemente del lado de quien ha puesto la mayor cantidad de oro. Porque, de otro modo, ¿para qué querría la buena señora una balanza? Los argumentos, las razones y la verdad no poseen masa física.

No. Lo lamento mucho. Yo no creo en la justicia instrumentada por los seres humanos. Desde hace más de dos mil cuatrocientos años que viene errando y no por nada una de las grandes ironías de nuestro idioma es que las sentencias de los jueces se llaman fallos.

Y es un hecho: cada vez que me acuerdo de Sócrates no puedo sino convencerme de que nuestros solemnes jueces vienen fallando desde hace por lo menos veinticuatro siglos.

¿Por qué la justicia se rodea siempre de esa majestuosidad artificiosa que pretende hacerla grave y solamente consigue volverla ridícula? El mecanismo de un juicio propiamente dicho estaba en Atenas por lo menos tan normado como sus prolegómenos. Por de pronto, el procedimiento requería que todo el proceso quedase concluido en un solo día; de hecho, en unas nueve o diez horas en total. El jurado no se retiraba a deliberar, la audiencia no se posponía, la sesión no entraba en cuartos intermedios. En un sólo día el caso, de un modo u otro, tenía que quedar resuelto.

El juicio en si debía comenzar con un heraldo leyendo los cargos. Luego de ello, la acusación debía presentar su caso. Melito, Anito y un tercer acusador, Licón, tendrían tres horas - medidas por un reloj de agua, la clepshidra - para hacerlo. Luego de ello, Sócrates -es decir: el propio acusado - tendría otras tres horas para hacer su defensa. No había abogados defensores en Atenas. Lo máximo que podía hacer una persona con escasas dotes para la oratoria era aprenderse de memoria un discurso escrito por un logógrafo. También podía traer al tribunal a su mujer y a sus hijos para que éstos llorasen e impresionasen al jurado inclinándolo a la clemencia.

Después de la defensa, el heraldo invitaría a los jueces a considerar sus decisiones luego de lo cual se procedería a la votación. Una mayoría simple bastaría para condenar al acusado. Con un pequeño detalle: si menos de 100 de los 500 jueces votaba por la condena, los acusadores deberían pagar las costas del juicio.

Cuando el acusado era hallado culpable, el juicio entraba en la etapa de establecer la pena. Para ello no sólo la acusación debía proponer una pena sino, curiosamente, el propio acusado también tenía que proponer el castigo que a su juicio se merecía. Los jueces debían luego elegir entre las dos opciones aquella que les pareciese más adecuada.

El rango posible de las penas era amplio. Iba desde la pena de muerte y pasaba por la prisión, la pérdida de los derechos civiles, hasta el exilio o una multa.

La defensa

En el caso de Sócrates no disponemos de la presentación de la acusación. Pero, gracias a Platón y a Jenofonte, conocemos los argumentos presentados por Sócrates en su defensa.

Si es que podemos llamarla defensa.

Porque en realidad, Sócrates no se defendió demasiado. Se limitó a demoler la acusación mostrando todas sus inconsistencias y, luego de ello, denigró e incluso se burló de todo el teatro montado para deshacerse de él; hasta agraviando de paso a sus pretendidos jueces quienes evidentemente gozaban de su presuntuosa importancia con ese típico embeleso que los enanos siempre han sentido cuando, por esas cosas de la fatalidad, de pronto se encuentran en la posición de poder patear a un gigante sin correr mayores riesgos.

No voy a reproducir aquí en forma íntegra la defensa que Sócrates hizo de si mismo. Quienes estén interesados en sus detalles pueden leer las dos versiones de "La Apología de Sócrates" que nos han legado Platón y Jenofonte respectivamente. Lo que quisiera destacar aquí es la esencia del juicio por un lado y la postura del acusado por el otro.

Para el observador del Siglo XXI lo que más llama la atención en ese juicio es su extraña similitud con muchos otros, muy similares, que se han dado a lo largo del tiempo. ¿Cuántas veces, aún en nuestros tiempos actuales, hemos asistido a alguno de esos linchamientos jurídicos impuestos por la ley de los vencedores? ¿Cuántas veces un hato de hipócritas cobardes habrá recurrido al expediente de hacer asesinar por un tribunal a aquellas personas que no se animaron a matar directamente, en plena calle y a plena luz del día? ¿Cuántas veces un tribunal de justicia no ha sido más que un verdugo alquilado por quienes no tuvieron ni siquiera la integridad de atreverse a hacer por si mismos el trabajo vil que le encargaron a los magistrados? ¿Cuántas veces la justicia no ha sido más que un instrumento del homicidio legalizado o, por lo menos, del público ajusticiamiento moral legalmente legitimado?

Ya hace 2400 años atrás los seres humanos teníamos esta bastante poco edificante costumbre. Ya por aquella época hubo individuos que, para desembarazarse de alguna persona, recurrían al linchamiento jurídico. En realidad el método es relativamente simple. Primero se convence a la multitud de la culpabilidad de la persona, o de las personas, que se quiere eliminar. Para eso sirve el rumor, la maledicencia, el chisme, la insidia, la calumnia, la infamia, la difamación, la falacia, la impostura, la mendacidad, la técnica de retorcer tendenciosamente los hechos, la práctica de sembrar dudas insidiosas y todo ello, por supuesto, perpetrado desde la atalaya inatacable de la supuesta búsqueda de la verdad y un no menos supuesto impoluto afán de justicia. El arsenal de recursos con que se cuenta para montar este tipo de escenario es realmente abundante y variado.

Una vez lograda la destrucción del acusado frente a la siempre todopoderosa opinión pública lo único que resta es arrastrarlo ante un tribunal con cualquier acusación de la cual lo único que realmente importa no es que sea cierta sino que sea grave. Y mejor aún si es grave e infamante a la vez. Porque, una vez montado el escenario, mientras más seria sea la acusación, mientras más monstruoso aparezca el acusado, más creíble será lo que se le imputa. Y mientras más desagradablemente haya quedado arraigada en la opinión pública su figura, menos probabilidades existirán de que sea hallado inocente hasta de los cargos más inverosímiles.

A la opinión pública no le gusta que se le discutan sus opiniones. A nadie le gusta admitir que le vendieron un tranvía, sobre todo no después de que ha mostrado, orgulloso, su nueva adquisición a medio mundo. Y lo peor de todo se da cuando son los propios jueces los que, a fin de justificar una sentencia que ya tienen escrita de antemano, participan en el montaje del escenario para venderle el tranvía a la opinión pública o bien, como sucede muy a menudo, son los propios jueces los primeros en comprarse el proverbial tranvía porque, en última instancia, son tan parte de esa opinión pública manipulada como el que más. Para no hablar del triste caso en el que los jueces se terminan subiendo al vagón porque no se atreven a contradecir a la masa que se lo compró.

En el juicio que la democracia ateniense le hizo a Sócrates tenemos todos estos ingredientes. Prácticamente no faltó ninguno. Y la primer conclusión a la que uno llega luego de interiorizarse un poco de sus pormenores es que se trata de una teatralización de la ridiculez. La acusación es ridícula - y Sócrates no pierde la oportunidad de dejarlo bien en claro - los acusadores son ridículos, la puesta en escena es íntegramente ridícula y, por si faltaba algo, todo el juicio sale completamente para el demonio. Porque la farsa resultó tan macabramente ridícula que terminó en una sentencia de muerte que, en realidad, nadie quería.

Es posible que, en alguna medida, Anito, Melito y Licón buscasen realmente una sentencia de muerte. O, al menos, es posible que no les molestase demasiado una condena capital. Pero Atenas no quería matar a Sócrates. No lo quería con casi total seguridad. De haber existido todavía el recurso del ostracismo los atenienses seguramente lo hubieran utilizado para deshacerse de él por unos 10 años. Siendo que al momento del juicio tenía 71 años, es harto poco probable que hubiese podido volver a molestarlos. A Sócrates mismo no se le escapó, por supuesto, la ironía. Comentando la sentencia, hacia el final de la jornada, le dirá a sus jueces: "Si hubierais esperado un poquito más, habría llegado el mismo desenlace, aunque de un modo natural; considerad la edad que tengo y cuán recorrido tengo el camino de la vida y qué cercana ronda la muerte".

Pero el ostracismo había naufragado en el ridículo y se había ahogado en el absurdo unos 19 años antes por lo que había que inventar otro método que le permitiera a los pequeños ignorantes gozar del placer de humillar a los grandes sabios. Y los juicios prometían ser un buen sustituto. Uno podía acusar a alguien de delitos tan etéreos como el de impiedad (asebeia) o el de corromper a la juventud (por supuesto sin precisar la índole específica de esa corrupción), con lo cual uno se colocaba tranquilamente en posición de amenazar a cualquiera con la pena de muerte. Después sería cuestión de ver qué tan bien resultaba el espectáculo. Ya se vería cómo el acusado se retorcía, suplicaba, imploraba y se las arreglaba para ganarse la simpatía, la misericordia o la compasión de una muchedumbre de comunes mortales devenidos en jueces impertérritamente convencidos de su propia importancia.

Con eso, más alguna pequeña ayuda de índole organizacional o pecuniariamente motivacional, el veredicto de "culpable" podía quedar prácticamente garantizado. Con lo que al momento de proponer el castigo uno insistiría en la pena de muerte, el acusado propondría algo bastante más razonable - como, por ejemplo, el exilio - y santas pascuas. El jurado, que en última instancia podía ser un hato de pobres diablos pero que al fin y al cabo no era una banda de asesinos, seguramente votaría por el exilio. De modo que así, aunque de un modo algo más complejo, uno podía llegar a los mismos resultados que con el obsoleto ostracismo y tener un buen espectáculo al mismo tiempo.

Sólo que la payasada podía salir mal. Con el juego del ostracismo, en el peor de los casos, el acusado se iba de paseo por Grecia, volvía después de una década y la cosa no pasaba de ahí. En el caso de los juicios el tema era distinto. Si el asunto salía mal el acusado podía llegar a quedar condenado a muerte. Y en ese caso no quedaba más remedio que matarlo de verdad.

Y con Sócrates salió mal.

Salió mal desde el principio. Por de pronto, la acusación era insostenible desde cualquier punto de vista. Era tan inconsistente que solamente podía ser sostenida forzando todos los argumentos.

Para empezar, Sócrates comenzó su alegato dejando bien en claro que no se le podía escapar a nadie que la acusación formal de Melito, Anito y Licón no era más que un pretexto para ventilar viejas acusaciones que no se habían formulado, ya sea porque lo impedía la amnistía, o bien porque se trataba de ese tipo de imputaciones que todo el mundo se cree con derecho a hacer pero nadie se anima a presentar ante un tribunal. Sabía perfectamente bien que, en determinados círculos tenía mala fama desde hacía mucho tiempo. Aristófanes lo había caricaturizado de un modo mordaz en sus comedias. Estaba la relación de sus discípulos con la Tiranía de los Treinta. Estaba el asunto de León de Salamina. Estaba la vieja cuestión de los estrategas de las Arginusas. Encima de todo eso, era común que los mal informados pensasen que usaba la misma técnica de los sofistas enseñando a defender malas causas con buenos argumentos.

Tampoco se había ganado la simpatía de muchos al demostrar, mediante sus eternas preguntas, que quienes decían saber mucho resultaban ser unos perfectos ignorantes mientras que él "sólo sabía que no sabía nada", como acostumbraba decir, y terminaba demostrando saber más que todos ellos. Algo que hasta la propia pitonisa de Delfos había reconocido de una forma explícita y, por supuesto, Sócrates no pierde la oportunidad de refregárselo bajo la nariz a todos los presentes.

En todo el alegato hay, permanentemente, un tono de sutil socarronería y burla. No es en absoluto la defensa de alguien que reitera en mil tonalidades diferentes la cantinela ésa de "Soy inocente. Soy inocente". La posición es más bien la de "¿Quieren matarme? Pues, si realmente lo quieren, pueden hacerlo. Es más: ni siquiera tengo cómo evitarlo. Pero estarán matando a un inocente - y ustedes saben que es inocente - y si esperan a que este inocente se arrastre delante de todos ustedes implorando una pena menor, pues están fregados porque eso no va a suceder." Esa es, básicamente, la línea argumental de Sócrates.

Hay un pasaje de la Apología en donde esto queda especialmente claro. Es cuando Sócrates se niega explícitamente a utilizar los habituales trucos para presionar sobre la sensiblería del jurado y dice:

"Quizá alguno se indigne al recordar que en otros casos de menos monta el acusado rogó y suplicó a los jueces con lágrimas, haciendo comparecer ante el Tribunal a sus hijos para despertar compasión, y si se terciaba, a sus parientes y familiares, mientras que yo, en cambio, no hago ninguna de estas cosas, a pesar de que estoy corriendo, como se ve, el mayor de los peligros. (....) por mi buen nombre y por el vuestro, que es el de nuestra ciudad, a mi edad no me parece honrado echar mano de ninguno de estos recursos, y menos todavía frente a la opinión generalizada de que Sócrates se diferencia de la mayoría de los hombres. (...) Alguna vez he visto a algunos de los que son considerados importantes, cuando se les está juzgando y temen sufrir alguna pena o la misma muerte: su conducta me resulta inexplicable, pues parece que están convencidos de que, si logran que no se les condene a muerte, después ya serán por siempre inmortales. (...) Pero, aparte de la cuestión de mi buen nombre, tampoco me parece digno suplicar a los jueces y salir absuelto por la compasión comprada; hay que limitarse a exponer los hechos y tratar de persuadir, no de suplicar. Pues el jurado no está puesto para repartir la justicia como si de favores se tratara, sino para decidir lo que es justo en cada caso; y los que tienen que juzgar han jurado interpretar rectamente las leyes, no favorecer a los que les caigan bien."

Desde el punto de vista de una defensa legal, esas palabras constituyen un tremendo error. La masa nunca perdona a quienes la critican. La muchedumbre jamás admite su mediocridad estadística y jamás disculpa a quien se la señala. Pueden ustedes despreciar a una persona o, quizás, incluso a un grupo reducido de personas, y a lo sumo se harán fama de altaneros o de orgullosos. Pero desprecien la actitud de toda una multitud de personas y ya verán lo que les pasa: invariable e inevitablemente recibirán la acusación de soberbios y todo el mundo los acusará de menospreciar a la gente. Señalen el error de un individuo y recibirán el mote de criticones. Pero si señalan el error de una multitud recibirán la etiqueta de arrogantes. Y las mayorías siempre han sentido un especial placer en matar a quienes han podido acusar de arrogantes.

Es una tendencia que los biólogos conocen perfectamente bien: se llama la tendencia a la regresión a la media. Es la predisposición que toda población tiene hacia la media estadística promedio y que la induce a tratar de eliminar las excepciones que se hallan a ambos extremos de la curva de distribución normal. Es la tendencia que subyace a todas las formas de eutanasia. Porque no hay que creer que la eutanasia es, como generalmente se supone, tan sólo la forma de deshacerse de aquellos que una opinión generalizada considera débiles, idiotas, malformados o degenerados. Funciona también para el otro extremo de la curva de Gauss y muchas veces se aplica también a los eminentes, a los sabios, a los inteligentes y a los extraordinariamente geniales. La eutanasia es siempre la profilaxis que adoptan los muchos frente a los pocos.

Por eso es que hay tantos genios en la Historia que han muerto en medio de la pobreza y la indiferencia de sus contemporáneos. Por eso es que el valor de una persona genial se admite tantas veces sólo mucho después de su muerte y esto, incluso, sólo gracias a algunos escasos intermediarios especialmente generosos. Si no hubiera existido un Mendelsohn probablemente hoy no estaríamos ni enterados de que existió un Bach. De no ser por Platón, toda la filosofía de Sócrates hubiera muerto con él en el 399 AC. Las mayorías prefieren no recordar a los excepcionales.

Sócrates sabía esto perfectamente bien. Por eso le dijo a sus jueces: "... hay mucha animadversión contra mí, y son muchos los que la sustentan. Podéis estar seguros de que eso sí es verdad. Y eso es lo que va a motivar mi condena."

Sócrates lo sabía: cuando son los muchos los que acusan, la condena es inevitable. Más allá de la sustentabilidad o inconsistencia de la acusación, el sólo hecho de ser la acusación algo admitido por la llamada "opinión pública" ya garantiza la condena. Por eso es que resulta tan peligroso para un gran hombre el juicio por un tribunal multitudinario. Si la sentencia ha de estar en manos de un juez, o de un número reducido de jueces, todavía puede suceder el milagro de que estos pocos jueces tengan la valentía de enfrentar a la opinión de la mayoría y sentencien de acuerdo con su conciencia y - a veces - hasta con su sentido común. Pero si la sentencia está en manos de la opinión de una cantidad apreciable de personas, o si, lo que es lo mismo, la composición del tribunal es tal que refleja con bastante fidelidad a esa opinión mayoritaria, las personas excepcionales no tienen escapatoria: están condenadas de antemano y el juicio se convierte en un linchamiento legal.

Y en una situación así, una persona con un mínimo de dignidad sólo tiene un camino y ése es el elegido por Sócrates: "Quien ocupa un lugar de responsabilidad, por creerse que es mejor, o bien porque allá le han colocado los que tienen autoridad, debe mantenerse firme, resistiendo los peligros, sin tener en cuenta para nada la muerte ni otro tipo de preocupaciones, excepto su propia honra."

Porque de eso se trata: del honor. Una palabra cuyo contenido hoy está tan devaluado que la enorme mayoría de las personas ya no tiene ni idea de lo que significa. Porque es una noción que trasciende la conveniencia personal, el provecho propio, el egoísmo o la codicia y trata de subrayar o de concretar valores que se relacionan con la integridad, la honradez, la rectitud, la entereza y la decencia; mucho más allá de las ventajas personales e, incluso, hasta mucho más allá del riesgo de muerte. Un concepto que Sócrates perfila claramente cuando dice: "... un hombre con un mínimo de valentía no debe estar preocupado por esos posibles riesgos de muerte, sino que debe considerar sólo la honradez de sus acciones, si son fruto de un hombre justo o injusto."

Y la forma en que Sócrates consideraba a sus propias acciones nos queda clara cuando le escuchamos decir: "... yo no tengo otra misión ni oficio que el de deambular por las calles para persuadir a jóvenes y ancianos de que no hay que inquietarse por el cuerpo ni por las riquezas, sino, como ya os dije hace poco, por conseguir que nuestro espíritu sea el mejor posible, insistiendo en que la virtud no viene de las riquezas, sino al revés, que las riquezas y el resto de bienes y la categoría de una persona vienen de la virtud, que es la fuente de bienestar para uno mismo y para el bien público." Y también nos queda claro que sabía a la perfección que ese mensaje irritaba a las mayorías por aquella famosa alegoría del tábano: "Por eso estoy muy lejos de lo que alguno quizá se haya creído: de que estoy intentando hacer mi propia defensa. Muy al contrario, lo que hago es defenderos a vosotros para que, al condenarme, no cometáis un error desafiando el don del dios. Porque, si me matáis, difícilmente encontraréis otro hombre como yo, a quien el dios ha puesto sobre la ciudad, aunque el símil parezca ridículo, como el tábano que se posa sobre el caballo, remolón, pero noble y fuerte, que necesita un aguijón para arrearle. Así, creo que he sido colocado sobre esta ciudad por orden del dios para teneros alerta y corregiros, sin dejar de estimular a nadie, deambulando todo el día por calles y plazas."

Pero los atenienses no querían tener sobre sus espaldas a un fastidioso tábano que constantemente les recordase que el éxito debe ser producto de la virtud y no a la inversa, y que la sabiduría es hija de la sobriedad y no de la ostentación. La masa no entiende esto y está más que dispuesta a creer que el éxito es la prueba de la virtud y que siempre sabe mucho el que habla más, o el que habla con mayor habilidad, siendo que en muchos casos - como por ejemplo en el de los políticos profesionales - esa logorrea es la base de su éxito. Pero el molesto tábano no encajaba en este modelo porque podía decir con todo orgullo: "No soy hombre que hable por dinero o que calle si me lo dan."

Todos sabían que eso era cierto.

Y porque lo sabían, lo condenaron.

En cualquier régimen, y especialmente en aquellos en que el dinero juega un gran papel, es peligroso dejar hablar a alguien que no se puede comprar.

La condena

Lo sorprendente de la condena de Sócrates no es que Atenas la pronunciara. Lo que realmente sorprende es el relativamente escaso margen de votos que obtuvo: 280 jurados lo hallaron culpable y 220 lo declararon inocente. Si apenas 31 personas más hubieran votado por su inocencia hubiera salido absuelto.

Pero no fue así y, frente a la condena, Sócrates, en lugar de ir a buscar una pena más leve, redobló la apuesta para obligar a los atenienses a confesar que se habían equivocado.

Eso fue lo que hizo que el juicio saliese por completo fuera de control y, si ya venía bastante mal, a partir de allí fue que terminó saliendo peor.

Es que el acusado no se comportó como Melito, Anito, Licón y por lo menos 280 jueces creyeron que se comportaría. O como, desde cierto punto de vista, hubiera sido "lógico" comportarse. Porque, frente a una situación en donde la acusación pedía la condena de muerte, lo "lógico" hubiera sido presentar como contrapropuesta algo así como el exilio. En ese caso, los quinientos jueces hubieran podido hacer gala de una magnánima condescendencia y votar por la más leve de las penas propuestas. Que era, básicamente, el juego que se quería jugar.

Pero Sócrates no se prestó al juego. Rompió las reglas diciendo: "...no tengo conciencia de haber hecho nunca voluntariamente mal a nadie... " y a partir de allí comenzó a presionar a los atenienses haciéndoles ver que, puesto que estaba convencido de su inocencia y puesto que en consecuencia consideraba un error su condena, no tenía por qué proponer para si mismo una pena por delitos que no tenía conciencia de haber cometido jamás.

Y es que el mecanismo mental de los atenienses estaba basado sobre ese concepto de negociación que muchas veces es tan típico de ciertos políticos, especialmente de los democráticos que se creen que pueden aplicarle a la política los principios mercantiles que rigen el mundo de los negocios: pongamos a un adversario entre dos posibilidades extremas y lo más probable es que, después de negociar, arribemos a una solución intermedia. Es que los mercaderes codiciosos, que viven en un estado intermedio entre la nobleza y la vileza, sencillamente adoran aquellas soluciones que se ubican también en un estado intermedio entre la justicia y la arbitrariedad. Son los que siempre hablan de la posibilidad de un "arreglo"; los que creen que toda solución es siempre el resultado de una negociación entre las partes; los que afirman dogmáticamente que el término medio es siempre el mejor de los términos porque lo óptimo es enemigo de lo bueno o porque lo posible siempre priva sobre lo necesario. Son los que nunca entenderán que existen posiciones que, sencillamente, no son negociables y existen valores que no admiten escalas de grises porque hay cosas que, lisa y llanamente, o están bien, o están mal, sin posibilidades intermedias, por la misma razón por la cual un hombre no puede ser sólo moderadamente asesino y una mujer no puede estar sólo un poco embarazada.

Y esto no quiere decir que no existan las escalas de grises. Por supuesto que existen, y en muchos ámbitos y para muchas cosas. El equilibrio del dorado término medio aristotélico es perfectamente aceptable para la solución de muchos problemas, especialmente para aquellos en donde las exageraciones extremas son manifiestamente inviables. Pero el término medio aristotélico no es una panacea; no es aplicable a todos los casos porque hay cuestiones que no admiten soluciones intermedias. El honor de una persona es una de ellas.

Ése es, en última instancia, uno de los grandes mensajes de Sócrates: puesto frente a la opción de una muerte con honor o una vida en indignidad, Sócrates prefirió la muerte. En sus propias palabras no exentas de una macabra ironía: "¿Me condenaré al exilio? Quizá sea ésta la pena que a vosotros más os satisfaga. Pero debería estar muy apegado a la vida y muy ciego para no ver que si vosotros, mis paisanos, no habéis podido soportar mis interrogatorios ni mis tertulias, sino que os han resultado molestos hasta el extremo de querer libraros de ellos, ¿cómo voy a esperar que unos extraños los soporten con más generosidad?"

Porque, y quizás esto sea lo decisivo: "...el mayor bien para un humano es mantener los ideales de la virtud con sus palabras y tratar de los diversos temas, examinándome a mí mismo y a los demás, pues una vida sin examen propio y ajeno no merece ser vivida por ningún hombre, me creáis o no".

Y se burló de sus jueces proponiendo como "castigo" ser mantenido por el Estado puesto que si ese Estado era capaz de premiar a los ganadores de las carreras de caballos en las olimpíadas con una pensión vitalicia ¿por qué no se la habría de otorgar a él que había dedicado toda su vida a tratar de ayudar a las personas a encontrar la verdad y la virtud? Aunque terminó rectificándose luego, bien que a regañadientes, y propuso una multa que, bien mirada, resultaba por lo menos tan absurda como la propuesta anterior.

Lo condenaron a muerte, por supuesto. Con un margen bastante mayor que refleja en qué medida la mayoría se sintió irritada y ofendida por sus palabras: 360 jurados votaron por la pena de muerte y solamente 140 por la multa.

Como ya dijimos; no es bueno señalarle a la multitud sus errores y menos saludable aún es tratar de obligarla a reconocerlos.

Pero en su alocución final, el condenado tuvo por lo menos la satisfacción de poder alzar la cabeza y decir: "... me he perdido por una carencia, pero no de palabras, sino de audacia y osadía, y por negarme a hablar ante vosotros de la manera que os hubiera gustado, entonando lamentaciones y diciendo otras muchas cosas indignas e inesperadas en mí, aunque estéis acostumbrados a oírlas en otros. Pero yo nunca he creído que hacía falta llegar a la deshonra para evitar los peligros, y ahora no me arrepiento de haberme defendido así; pues prefiero morir por haberme defendido como lo he hecho que vivir recurriendo a medios indignos en mi defensa."

Aunque lo más lapidario, en mi modesta opinión, se encuentra un poco más adelante y es cuando Sócrates le dice a sus jueces: "Todos los peligros pueden evitarse de muchas maneras, sobre todo por quienes están dispuestos a claudicar. Pero lo más difícil no es escapar de la muerte, sino evitar la maldad, que corre mucho más rápido que la muerte. A mí, que ya soy viejo y ando algo torpe, me ha pillado la muerte, mientras que mis acusadores, que aún son jóvenes y ágiles, van a ser atrapados por la maldad. Yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vuestro voto, pero vosotros marcharéis llenos de maldad y vileza, acusados por la verdad. Yo me atengo a mi condena, pero vosotros deberéis soportar también la vuestra."

Con lo cual los invito a pensar sobre quién resultó condenado y quién fue absuelto aquí.

 

¡Perdónalos, Señor!

Después de eso Sócrates se encaminó hacia la prisión, a esperar que el verdugo cumpliese la sentencia dictada.

¡Qué práctica que es la institución de los verdugos! ¡Gracias a ella es tan fácil mandar a un hombre a la muerte! ¡Que bueno y tranquilizador es saber que siempre hay otro para encargarse del trabajo sucio! Uno está ahí, firma un papel o pronuncia con cara de dios insobornable la palabra "¡culpable!", y después se va tranquilo a su casa con el ego henchido de satisfacción por haber contribuido a la sacrosanta causa de la Justicia con mayúscula. De ahorcar, fusilar, decapitar, electrocutar o envenenar al reo se encarga el verdugo. Muy conveniente. Me pregunto cuantos partidarios de la pena de muerte quedarían si quienes dictan la sentencia estuviesen también obligados a ejecutarla. Porque todos los enérgicos y severos patrocinadores de la pena de muerte - al menos todos los que yo conocí y conozco - siempre la proponen para que la apliquen y la ejecuten los otros.

¡Si por lo menos la pena de muerte sirviese para algo! ¡Si por lo menos no fuese cierto lo que sabe cualquier policía después de tan sólo dos meses de trabajo! Porque hasta los agentes de tránsito saben que el criminal, capaz de cometer el tipo de delito que normalmente se castiga con la muerte, no mide la severidad de la pena sino el grado de impunidad que percibe, o cree percibir, antes de cometer el crimen. Póngale usted horca, fusilamiento o silla eléctrica. Si el criminal capaz de perpetrar ese tipo de delito cree que puede cometerlo sin que lo pesquen, no le quepa a usted la menor duda de que lo cometerá. Y póngale usted veinticinco, veinte o quince años de prisión. Si ese mismo criminal la ve tan difícil que queda convencido de que lo pescarán si lo intenta; pues no lo hará, tenga usted la plena seguridad de ello. La realidad es mucho más simple de como la pintan nuestros sesudos y engreídos juristas. Es el grado de impunidad lo que cuenta. La severidad de las penas influye, claro. Pero mucho, muchísimo menos.

Y por favor no crean que digo esto porque siento lástima por los criminales. En absoluto. Si quieren saber cual es mi pena favorita no tengo ningún inconveniente en darla: es la prisión con trabajos forzados. Y, si hace falta, prisión perpetua con trabajos forzados. Levántese a las seis de la mañana mi amigo, trabaje doce o catorce horas y luego váyase a dormir y no estorbe. Y si no lo hace pues, entonces no come y lo siento mucho. Y no me digan que eso es demasiado cruel ¿Acaso no es lo que también se supone que debemos hacer diariamente todos los que estamos fuera de la prisión? No creo en las penas que castigan. Me conformaría con penas que obliguen a los presos a hacer exactamente lo mismo que tenemos que hacer todos los que estamos en libertad: portarnos decentemente y trabajar.

Mi mayor objeción a la pena de muerte no es que resulta demasiado cruel. Mi mayor objeción es que no sirve para nada. Todas las estadísticas lo demuestran. Y, para colmo, tiene la desventaja adicional de ser irreversible. Es cierto: tampoco puedo devolverle veinte años de vida a una persona injustamente encarcelada. Pero por lo menos tengo la posibilidad de devolverle su libertad. Por lo menos tendré la oportunidad de verle la cara, mirarlo a los ojos y decirle: "Soy un reverendo imbécil. Me equivoqué". No creo que le sirva de gran consuelo a él o a ella. Pero sin duda eso será mucho mejor que llevarle flores a la tumba. Y por lo menos, quizás me servirá también a mí para ayudarme a convivir con mi conciencia por el resto de mi vida.

En cambio si lo mato - o peor todavía: si le encargo al verdugo que lo mate - me pasará lo que les sucedió a aquellos 500 jueces atenienses. Una vez que Sócrates murió (e insisto en que creo que murió por error de cálculo), todavía más de dos mil cuatrocientos años después de esa barbaridad alguien se acordará del hecho y no tendrá más remedio que cerrar el capítulo con las palabras de Aquél que también fue condenado a morir, pero por otra muchedumbre que gritaba "¡Crucifíquenlo! ¡Crucifíquenlo!".

Porque ante hechos como éste, uno siempre termina recordando al Crucificado quien, en su inmensa grandeza de espíritu, en cierto momento alzó los ojos al cielo tan sólo para pedir:

- Perdónalos, Señor. No saben lo que hacen.

 

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Dénes Martos - Los Atenienses 

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