Dénes Martos - Los Atenienses
Inicio
Artículos
Ensayos
Libros
Varios
Catálogo
Indice     Anterior Abajo Siguiente

 

El sistema y sus hombres.

El régimen político ateniense

Una cuna inestable

Atenas es la cuna de nuestra democracia.

Difícilmente hoy en día encontraríamos, tanto entre las personas cultas como entre las apenas mediáticamente informadas, persona alguna que se atreva a poner en duda esta afirmación.

Lo que sucede es que esta especie de postulado intelectual tiene sus corolarios. Por un lado está aquél que sugiere que, puesto que la democracia es el más perfecto de los regímenes políticos, los atenienses debieron haber sido unos verdaderos genios al inventarla hace ya más de 2500 años. Y, por supuesto, también está la recíproca; ésa que dice que, puesto que los atenienses fueron admirables y consiguieron crear una hermosa civilización que aún hoy fotografían, embobados, millones de turistas, su democracia forzosamente tiene que haber sido algo realmente estupendo.

El pensamiento político alrededor de la democracia se convierte así en perfectamente circular. Puesto que la democracia es un régimen político casi perfecto, los atenienses fueron genios y puesto que los atenienses fueron genios la democracia es el régimen más perfecto que uno pueda llegar a imaginar. Como diría Vladimir Volkoff: ¡Luminoso!. ¡Imbatible! [8]

Estas peticiones de principio serían realmente brillantes si no descansaran tanto sobre una mitificación abusiva de hechos reales y serían bastante sencillas de destruir si estos hechos fuesen lo suficientemente numerosos, sólidos y verificables como para impedir su eterna relativización y "reinterpretación" casi a piacere. Desgraciadamente, la mitificación de hechos reales es tan antigua como el andar de a pié y hasta resulta necesaria porque sin ella toda poesía es imposible. Y desgraciadamente también, la documentación de los hechos de hace más de dos mil años atrás está lejos de ser completa, más lejos aún de ser unívoca y más lejos todavía de ser absolutamente objetiva y veraz. Sobre todo considerando a los griegos entre quienes la mentira y la traición fueron siempre costumbres tan extendidas que, prácticamente, pueden concebirse como una especie de deporte nacional.

No obstante el hecho es que, así y todo, hay documentos, hay testimonios y hay hechos verificables sobre los cuales se puede trabajar. El problema con estos elementos de análisis es que, generalmente, se los procesa con criterios muy dispares. El mundo ateniense - como el mundo de cualquier otra cultura - puede ser analizado desde muchos puntos de vista. Podemos enfocarlo desde una óptica estrictamente historiográfica, podemos verlo desde un ángulo estético, podemos incursionar en él desde la filosofía o desde la historia de la ciencia y el conocimiento, podemos hacer una evaluación de sus factores económicos, y así sucesivamente. Podemos, de este modo, encontrar en cualquier biblioteca gruesos volúmenes dedicados a la Historia de Grecia, al arte griego, a la filosofía griega, a la estrategia militar de la falange griega, a las biografías de los prohombres de Grecia y hasta a la arquitectura en Atenas.

Lo que ya es muchísimo más difícil de encontrar es una obra dedicada a la política griega. Y no me refiero aquí a los innumerables tratados, ensayos, artículos y panfletos que hablan de la polis, los polites y la politeia con mayor o menor detalle. Me refiero a la ausencia bastante notoria de análisis de la política griega realizados con un criterio específicamente político. A lo que me gustaría llamar la atención es a que tenemos cuantiosas evaluaciones de la política griega hechas por historiadores, esteticistas, filósofos, sociólogos y hasta economistas. Lo que tenemos muchísimo menos son evaluaciones de la política griega hechas por verdaderos políticos.

En verdad, no deja de ser sorprendente; pero siempre ha sido bastante raro que un político escriba un libro sobre Política. Los políticos, en general, cuando se ponen a escribir libros, escriben Memorias. Y tampoco deja de ser cierto que, considerando el calibre intelectual de la enorme mayoría de todos ellos, quizás hasta es una suerte que no hayan escrito absolutamente nada. Sea como fuere, no es demasiado exagerado decir que los políticos, cuando escriben, o bien se abocan a un ejercicio de autojustificación, o bien inmortalizan sobre el papel aquellos argumentos que no se les ocurrieron en su momento, cuando estaban en medio de la polémica cotidiana.

Y es una lástima. Porque la política griega y especialmente la ateniense, vistas desde una óptica estrictamente política, adquieren muy pronto una dimensión completamente diferente a la que nos tienen acostumbrados los sesudos académicos que normalmente la tratan. Por de pronto, se vuelve mucho más creíble y realista. Además, aún con las lagunas que tiene la documentación y la información disponible, esa política de pronto se vuelve mucho más humana y comprensible. Podemos relacionarla mucho mejor con lo que hoy es nuestra política y con lo que ha sido la política de todos los tiempos, tal como la hemos conocido en Occidente. Por desgracia en muchos casos.

Por supuesto: al enfocarla de esta manera, gran parte del mito de la democracia griega se cae del pedestal catedrático y ejemplarizador en el que lo ha colocado el dogma de lo "políticamente correcto". De pronto nos encontramos en una maraña de traiciones múltiples y recíprocas, con sobornos y ambiciones personales, corrupciones, peculados, demagogias y discursos pour la galerie en medio de guerras, matanzas, saqueos, asesinatos, ejecuciones, encarcelamientos y ostracismos. Nada tan demasiado brillante para un régimen que alardea de ser "el menos malo de todos los regímenes", con ese understatement tan típicamente británico que, en realidad, no significa nada y que, al final de cuentas, no es sino un eufemismo por no decir, con fingido pudor, que es el mejor de todos sin discusión permitida.

Resultará difícil de asimilar por parte de los dogmáticos de la democracia, ese espécimen político que gustosamente convierte a la democracia en la tiranía de los demócratas, pero la verdad es que Atenas, como cuna histórica del régimen político actual es exactamente tan poco brillante como ese mismo régimen político lo es en la actualidad. Considerada con criterios políticos, el sistema democrático ateniense es por lo menos tan endeble y criticable como lo son las democracias actuales.

En un sentido muy amplio y genérico es posible que Atenas pueda ser considerada como la cuna de nuestra democracia. El problema es tan sólo que, evaluada según categorías políticas, no resulta ser una cuna demasiado sólida. Créanme: no depositaríamos con entera confianza a ninguno de nuestros hijos en ella. Sus vaivenes son demasiado abruptos y su base demasiado poco sólida. En realidad, si las cunas tuviesen pies, sería una cuna con pies de barro.

Y sería bueno que lo pensemos un poco. Porque desde el momento en que no depositaríamos a nuestros hijos en la cuna de la democracia ateniense, no estaría de más preguntarnos si está bien que los dejemos tan despreocupadamente en las manos de la democracia actual.

Los factores de Poder

Para entender a la democracia griega - así como, en realidad, para entender la dinámica de cualquier régimen político - es absolutamente imprescindible entender primero a la política y, dentro de ella, al poder político. Difícilmente entendamos la política de cualquier cultura, civilización, nación o pueblo si no entendemos que la política es actividad en relación con el poder; si no entendemos que el ejercicio del poder consiste esencialmente en tomar y hacer cumplir decisiones que afectan a la totalidad del organismo político (o, al menos, a una parte sustancial del mismo); y si no entendemos, además, los factores que hacen a la efectividad y a la eficacia de ese poder.

En Occidente al menos, tradicionalmente los factores de poder han sido siempre cuatro.

Por un lado la fuerza. Podrá molestar enormemente a los románticos y sentimentales de las utopías políticas, pero el hecho concreto es que nunca existió gran cosa para oponerle a un ejército numeroso, bien disciplinado, armado hasta los dientes, compuesto por hombres valientes y conducido por un buen estratega. Se ha dicho y repetido hasta el cansancio, por supuesto, aquello de que la fuerza es el derecho de las bestias. Es un error. La fuerza en política no da derechos. En todo caso se los conquista. Pero, en realidad, la fuerza en política no se emplea en relación a un derecho sino para hacer cumplir una decisión que alguien se resiste a acatar. Es cierto que la ley del más fuerte se compadece bastante poco con la idea que generalmente tenemos de la convivencia civilizada. Pero no olvidemos, por favor, que eso que llamamos "nuestra convivencia civilizada" es, en gran medida, una construcción completamente artificial que hemos creado al margen de la naturaleza. La ley de la selva podrá repugnarnos intelectualmente pero, nos guste o no, es la ley que rige el mundo desde su creación. Madre Natura no conoce convivencias civilizadas. Conoce solamente distintas adaptaciones posibles a una constante lucha por la supervivencia en la cual los perdedores, por regla general, se convierten en el alimento de los ganadores.

Por el otro lado tenemos el conocimiento. Lo que sucede es que la ley de la selva, estrictamente hablando, no es exactamente la ley del mas fuerte. O, por lo menos, no consiste solamente en la ley del más fuerte. Esto es algo que muchos se olvidan de tener en cuenta. Los enormes saurios fueron indudablemente muchísimo mas fuertes que los primeros lemúridos. Y sin embargo, para ver un dinosaurio tenemos que ir a algún museo de Historia Natural porque, como bien sabemos, los dinosaurios se extinguieron. Y no deja de ser algo irónico que los descendientes de aquellos débiles lemúridos sean precisamente los que hoy pagan entrada para ver el esqueleto de alguno de aquellos monstruos de quienes huían, despavoridos, sus remotos antepasados. El hecho es que en la lucha por la supervivencia - es decir: bajo el imperio de la ley de la selva - no solamente sobreviven los más fuertes. También sobreviven generalmente los más inteligentes, los más rápidos, los más astutos, los más previsores y - en no pocos casos, no hay por qué ocultarlo - también los más cobardes. Pero, en cualquier caso, no los estúpidos, ni tampoco los lentos, pesados e imbéciles ignorantes. El saber es poder. Y esto va mucho más allá de un mero dicho popular.

Como tercer factor de poder político tenemos el dinero. Pocos se animarán a discutir su poderío. Don Francisco de Quevedo y Villegas acuñó aquél conocido "Poderoso caballero es don Dinero", pero probablemente Góngora es el que mejor ilustró el punto para nuestra exposición cuando ya a principios del Siglo XVII de nuestra era decía:

Todo se vende este día,
Todo el dinero lo iguala;
La corte vende su gala,
La guerra su valentía;
Hasta la sabiduría
Vende la Universidad

El dinero no sólo ha comprado ejércitos y armadas. También ha comprado coronas, tecnología, arte, vicios, rescates, recompensas, títulos, premios y castigos. Y lo más importante de todo para la política es que ha comprado y sigue comprando voluntades. Nuevamente: podemos deplorarlo hasta rasgarnos las vestiduras por ello. Podemos perorar todo lo que queramos acerca de que la política hecha con dinero no es "verdadera" política; porque ésta se hace por patriotismo, por solidaridad, por generosidad o por heroísmo pero nunca por plata. Todo eso es muy bello, por cierto, y servirá, sin duda, para armar hermosos discursos. Pero aún hoy, si después queremos convertir esos discursos en hechos, tendremos que ver cómo hacemos para acceder a un puesto político de relevancia. Y para eso necesitaremos hacer una buena campaña. Y, si quieren intentarlo, vayan y traten ustedes de hacer una buena campaña política en la actualidad sin dinero.

Así que no nos engañemos: en la época de Pericles las cosas no eran tan distintas. En absoluto. Los espartanos se las arreglaron bastante bien sin demasiado dinero y pudieron hacerlo porque tenían ejércitos formidables. Los atenienses, por su parte, tenían sus propias minas de plata en el Laurio. Y cuando la necesidad apretó, tanto unos como otros, aceptaron sin demasiados remordimientos de conciencia la plata ajena. De la cual más vale que no preguntemos demasiado cómo la obtenían porque muy pronto descubriríamos que los atenienses esquilmaban a sus propios aliados de la Liga de Delos con impuestos y los espartanos más de una vez se financiaron con dinero persa.

Y por último, tenemos el cuarto factor del poder político que es el consenso. Aquí, por supuesto, nos encontramos con el que para muchos es el factor político por excelencia; prácticamente el único que se dignan a aceptar los ideólogos contractualistas para quienes la democracia se basa en el Contrato Social, siendo que este contrato se basa en el consenso. Nadie que haya estudiado o practicado la política por más de diez minutos seguidos se atrevería a negar que el consenso es un factor importante. El problema con el consenso está, en primer lugar, en su magnitud y, en segundo lugar, en su origen.

Por de pronto ¿cuánto consenso hace falta para que un sistema político sea estable? Rousseau, el inventor del Contrato Social en la versión que a posteriori se hizo liberal, era de la opinión que "la voluntad general, o es general, o no es" queriendo señalar - con bastante buena lógica - que el consenso, para ser general, debe ser unánime. Con lo cual sus seguidores terminaron hablando de un consenso que jamás existió y jamás existirá por la sencilla razón de que los consensos unánimes en política constituyen una quimera. Si ya es difícil lograr que dos personas medianamente inteligentes se pongan de acuerdo sobre cuestiones realmente importantes, no es necesario hacer un esfuerzo sobrehumano de imaginación para ver que el consenso de, pongamos por caso, doscientos setenta millones de norteamericanos es una fantasía irrealizable. No es ningún milagro que, en la práctica, estos consensos jamás se produzcan y se mantengan en la esfera de esas entelequias que sencillamente contradicen lo más básico de la naturaleza humana.

La solución al problema no ha sido tan variada como se cree. Una buena cantidad de dictadores y tiranos han gobernado regímenes bastante estables, durante bastante tiempo, con consensos que no han ido mucho más allá del 10% de la población. Por otra parte, presidentes democráticos, como por ejemplo los norteamericanos, han resultado electos por el 51% de los votos, en elecciones de las que participó apenas el 36% de la ciudadanía, puesto que en los EE.UU. el voto no es obligatorio. Lo cual, si la cuenta no me falla, equivale a un consenso explícito del 18.36% del total de la población. No tan alejado del 10% que Stalin decía que necesitaba para gobernar. La conclusión es que, miremos las estadísticas como las miremos y hagamos los cálculos que se nos ocurra hacer, la cantidad de consenso necesaria para estabilizar un régimen político ha sido siempre, y sigue siendo, sorprendentemente pequeña en relación con el total de la población gobernada. Muy posiblemente ningún régimen se las pueda arreglar por mucho tiempo con menos de un 10% y muy probablemente nadie necesite en realidad mucho más del 20 o 25% de consenso para gobernar relativamente tranquilo.

El otro problema del consenso es su origen, es decir: su fuente. Dejémonos de teorías y vayamos a los papeles: ¿cómo surge el consenso? Pretender, como pretenden ciertos demócratas, que surge del libre debate de las ideas es una estupidez colosal. Peor que eso: es mentira. En primer lugar porque cuarenta, cincuenta o - como en el caso de los chinos - mil millones de personas no pueden debatir entre si. Es un imposible físico. Un debate entre tres, cinco y digamos que hasta diez personas es imaginable; aunque para el caso de las diez ya tengamos que presuponer ciertas normas de urbanidad, cortesía y honestidad intelectual que no siempre se dan. Un debate de más de diez personas ya requiere reglas de juego y un moderador que las haga respetar. Un debate entre más de cincuenta ya precisa de un ámbito adecuado, reglas de procedimiento, protocolo, registros y toda la parafernalia de infraestructura que poseen nuestros actuales congresos y parlamentos. Un debate libre entre miles de personas es un aquelarre. Y entre millones es sencillamente un absurdo.

De modo que los consensos políticos - a nivel masivo - no surgen del libre debate de ideas. ¿Cómo surgen, pues? El secreto está en que no surgen: se construyen. Como señalan bastante bien algunos intelectuales norteamericanos [9] que están en inmejorable posición para analizar el fenómeno: el consenso se "manufactura". Se "fabrica". Una minoría muy pequeña puede establecerlo por debate hasta cierto punto. Pero después, el logro del consenso masivo - vale decir: el logro de ese consenso que es el que importa en política - se obtiene por comunicación, por contagio, por difusión, por reiteración, promoción y saturación propagandística, por "adoctrinamiento" y persuasión unilateral, entendiendo por esto último esa clase de persuasión en la cual quien persuade, habla, y todos los demás se limitan a escuchar y mirar sin llegar jamás a tener una auténtica y verdadera posibilidad de debatir con el orador. El consenso masivo no es más que, lisa y llanamente, el producto final de la propaganda política.

Consenso y disenso

La "fábrica" del consenso ha operado con distintas herramientas a lo largo de los siglos. Desde la tribuna griega de antaño hasta los medios masivos de difusión actuales. El denominador común, sin embargo, ha sido siempre la palabra. Sea la palabra de la oratoria pura, sea la palabra escrita de los libros, periódicos y panfletos del iluminismo, el anarquismo, el socialismo o el fascismo, sea la palabra transmitida por radiofonía o la palabra acompañada de - y frecuentemente reforzada por - las imágenes de la televisión de hoy. Siempre ha sido la palabra.

Pero la palabra constructora del consenso político masivo, como hemos visto, es una palabra algo especial. Es una palabra de una vía sola. Una palabra que va del orador al auditorio y que este último podrá guardar o desechar pero casi nunca devolver. Por eso es que los libros, los diarios, los panfletos, los folletos, la radio, la televisión y hasta el cine se han prestado y se siguen prestando tan admirablemente bien a la propaganda política. Los grandes medios se llaman medios de comunicación pero comunican en un solo sentido: del medio a la audiencia.

Las cartas de lectores y las llamadas telefónicas del público, bastante populares en los últimos tiempos, no engañan a nadie. Por un lado, por alguna misteriosa razón, parecería ser que hay algo así como una oscura conspiración entre los más ignorantes, los más engreídos y hasta los más estúpidos para monopolizar los llamados telefónicos. Además, cuando un movilero le pone el micrófono bajo la nariz a algún transeúnte, tengan ustedes la casi total seguridad que la pregunta - ya de por sí no demasiado brillante - será respondida con alguna reverenda idiotez, si es que consigue ser respondida en absoluto. No sé exactamente por qué esto es así. Quizás los medios masivos de difusión coleccionan imbéciles con alguna especial predilección. Quizás las personas medianamente capaces se resisten a prestarse a esta clase de circo y los idiotas de desviven por ponerse delante del micrófono. No lo sé. Realmente no lo sé. Lo único que sé es que la "opinión pública del público", por regla general, da vergüenza ajena en la enorme mayoría de los casos y ciertamente no pasa de ser una nota de color, irrelevante en el contexto de un sistema científica y técnicamente dispuesto para fabricar ciertas, determinadas y muy bien definidas opiniones perfectamente establecidas de antemano.

Ahora ustedes preguntarán qué tiene que ver la democracia griega con todo esto. Pues, aunque les parezca mentira, bastante.

El monopolio de la palabra unilateral estuvo bastante de moda en Atenas, justamente en la época del mayor esplendor de la democracia. Por supuesto, esa unilateralidad no era todavía tan marcada como lo es hoy, pero es a lo que tendían los sofistas que le enseñaban a los jóvenes aspirantes a políticos a hilvanar sus discursos. Es cierto que resulta bastante injusto meter a todos los sofistas en una misma bolsa y es indudable que habría más de cuatro cosas positivas para decir de hombres como Protágoras, Hipias, Gorgias, Prodico y aun Antifón. Pero la sofística en general y sobre todo los sofistas de menor cuantía que hicieron de la enseñanza de oratoria en Atenas una profesión bastante lucrativa, tenían la mira puesta en adiestrar personas para defender cualquier tesis, sin importar su naturaleza o su contenido. Lo importante con este criterio no era conocer la verdad sino ganar la discusión. La meta era armar un discurso con argumentos real o aparentemente irrebatibles. Y es tan sólo más que obvio que, incluso aún antes de los sofistas, en aquellas Asambleas de cinco o seis mil personas, tan sólo una escasa minoría pudo haber llegado a hacerse oír en absoluto. Saquen una cuenta simple: si cada una de las cinco mil personas hubiera hablado durante solamente tres minutos, dedicando 12 horas por día al debate se hubieran necesitado más de veinte días para escucharlos a todos.

En este contexto se puede comprender con bastante facilidad la peligrosidad política del método de Sócrates. Sus discípulos no aprendían oratoria; aprendían a pensar. Sócrates no daba clases, no dictaba cátedra, no escribía libros. Hacía preguntas. Sus método predilecto era la mayéutica que consistía en dialogar con la otra persona y, mediante preguntas y razonamientos, la obligaba a "sacar las conclusiones desde adentro". Algo muy diferente al alumno que espera sentado a recibirlo todo desde afuera, de los labios del Maestro. Los discípulos de Sócrates aprendían a sacar conclusiones. A "sacarlas" de su propio cerebro en un sentido casi literal de la palabra. En contrapartida, la enorme mayoría de los sofistas sólo enseñaba a defender proposiciones en público con mayor o menor habilidad.

En un ambiente político dominado por la oratoria, el método de Sócrates necesariamente debe haber parecido extremadamente peligroso. Ningún aparato propagandístico, de ningún régimen, ha tolerado con demasiada simpatía a quienes insisten en pensar con el cerebro propio y se resisten a aceptar bovinamente las conclusiones paridas por cerebros ajenos. Ningún régimen político ha visto jamás con benevolencia el adiestramiento sistemático de posibles contestatarios. Ni siquiera la democracia.

Es más: posiblemente a la democracia el pensamiento analítico y la palabra auténticamente dialogada le molesta más que a ningún otro régimen. Los sistemas autoritarios, por regla, poseen un dogma establecido por medio del cual es siempre relativamente sencillo establecer la línea que separa a amigos de enemigos. Las democracias, por el contrario, parten de la promesa de tolerar el disenso y se sienten terriblemente incómodas cuando deben violar su promesa al encontrarse frente a un disenso que compite con ellas por el poder político.

Los sistemas autoritarios exigen adhesión porque más allá de los límites tolerados por el dogma vigente, el disenso se convierte en enemistad política. Consecuentemente, en un sistema autoritario se puede ser partidario o se puede ser enemigo del sistema. Cada posición tiene sus ventajas y, por supuesto, sus riesgos. En un sistema democrático sólo se puede ser democrático porque, en teoría, la democracia incorpora el disenso. Lo que sucede es que, en la práctica, la democracia le pone - porque le tiene que poner - límites al disenso, y más allá de estos límites el disenso se convierte en herejía.

Y para cualquier sistema político los herejes son siempre mucho, muchísimo más peligrosos que los enemigos declarados.

La élite

Aparte de la conjugación más o menos equilibrada de los factores de poder, el otro gran problema que deben resolver los regímenes políticos - y en especial aquellos que presumen de democráticos, como la democracia ateniense e incluso la actual - es el problema de la igualdad.

Para empezar, los griegos no hablaban exactamente de igualdad. Hemos sido nosotros los que hemos agrupado por lo menos dos conceptos diferentes bajo el mismo término de "igualdad" desde que la palabreja ingresara al léxico de la propaganda política de la Revolución Francesa dentro de esa famosa fórmula de "Libertad, Igualdad y Fraternidad".

En la jerga política de su época, los atenienses planteaban dos cuestiones diferentes: la "isonomía" por un lado y la "isegoría" por el otro. El primer término significa igualdad ante las "nomoi", ante las normas, es decir: igualdad ante la ley. El segundo término, a su vez, significa igualdad ante el Ágora; vale decir: igualdad de derechos para participar en el Ágora en la discusión sobre las cuestiones políticas.

Así planteadas las cosas, puede apreciarse con bastante claridad que, en el fondo y a los efectos políticos prácticos, lo que se está discutiendo aquí es más una cuestión de principios que una cuestión de técnica estatal. La cuestión es muchísimo más cualitativa que cuantitativa. Es mucho más una cuestión de cómo se gobierna que una cuestión de cuantos son los que gobiernan.

Porque, de hecho, fíjense ustedes en un detalle para nada intrascendente: la discusión acerca de cuantos gobiernan (uno, pocos, muchos) es bastante ociosa. Siempre gobiernan los pocos. En realidad, solamente podríamos llegar a discutir si es mejor que estos pocos sean "algunos" o "uno solo". Y aún así la discusión continuaría siendo en gran medida bastante bizantina.

Sea por delegación, por imposición o por mandato, las decisiones políticas siempre terminan en manos de unos pocos por la elemental y simple razón de que el gobierno de una multitud es fácticamente imposible. Las asambleas podrán servir, dado el caso, para discutir y debatir pero no sirven para gobernar. Las decisiones colegiadas son una ficción en la cual la decisión personal es suplantada por una opinión mayoritaria. Y el resultado es toda la diferencia que media entre una opinión y una decisión.

Por el otro lado, el gobierno de "uno solo" es también una ficción bastante evidente. Una sola persona sencillamente no puede concentrar en sus manos absolutamente todas las cuestiones que se suscitan en una sociedad o en una comunidad. Nadie gobierna solo. Todos los gobernantes, aún los tiranos más egocéntricos, necesitan de una cohorte de secuaces para imponerse y para mantenerse. Stalin no podría haber gobernado a Rusia sin sus apparatchiki, del mismo modo en que Calígula no hubiera podido ser emperador sin el soporte de las legiones y sin la aquiescencia del aparato burocrático-administrativo del Imperio. Por más que un individuo consiga una fuerte concentración del Poder político en su persona, la tarea práctica y concreta de gobernar exige, al menos y como mínimo, un cuerpo de esbirros encargados de ejecutar y de supervisar la ejecución de las decisiones unipersonales tomadas. En la realidad concreta de los hechos y como ya dijimos, la cantidad de decisiones a tomar resulta ser siempre de tal magnitud y diversidad que es físicamente imposible para una sola persona el tomar absolutamente todas las decisiones.

De modo que, sea como fuere, el hecho concreto y real es que siempre son pocos los que gobiernan. En la realidad política que está más allá de todas las teorías sólo existe, cuantitativamente hablando, una única forma de gobierno: la de los pocos.

La gran cuestión que se plantea, no obstante, es doble. Por un lado, habrá que ver si estos pocos son los mejores, los peores o simplemente los mediocres. Y por el otro lado, habrá que ver, también, si estos pocos gobiernan defendiendo y promoviendo un interés personal, un interés particular o el interés de toda la comunidad. Esas son la dos cuestiones que realmente importan.

El resto es una cuestión formal que puede depender de muchísimos factores: historia, coyuntura, tradiciones, costumbres, cosmovisión general, valores establecidos, posición geopolítica, composición socioeconómica de la sociedad, y por lo menos una docena de factores más. Pero, por más relevantes que sean estos factores en cuanto a lo particular, no deberíamos perder nunca de vista que, en cuanto a lo general, constituyen solamente eso que llamamos "la realidad formal", la cual - en la enorme mayoría de los casos y casi me animaría a decir que por regla - se opone bastante abiertamente a la "realidad real" emergente de las dos cuestiones de A)- la calidad de las personas intervinientes y B)- la naturaleza y el alcance de los intereses que estas personas representan, defienden y promueven.

La discusión entre las formas de gobierno es, en el fondo, sumamente ociosa y estéril. Discutir acerca de la monarquía, la tiranía, la dictadura, la timocracia, la plutocracia, la oligarquía, la república o la democracia es, en última instancia, una discusión bizantina. Es una especulación sobre una realidad formal que, en la generalidad de los casos, se vuelve fuertemente estéril porque desemboca en un discurso que prescinde de lo esencial que es, justamente, el contenido de las formas. Al fin y al cabo en 10.000 años hemos inventado solamente dos sistemas políticos auténticos: la monarquía y la república.

En la realidad de los hechos, bajo cualquier forma de gobierno que se quiera considerar, siempre terminará gobernando una élite. De este modo, la gran cuestión a establecer es, por un lado, el criterio de selección de esa élite y, por el otro, los objetivos políticos que dicha élite tenderá a alcanzar en el ejercicio del Poder.

Composición e intencionalidad de la élite gobernante son, así, las cuestiones políticas decisivas. Las formas de gobierno y la arquitectura formal de las instituciones pueden ser importantes, pero siempre están de facto en un segundo plano. Aunque más no sea porque las élites políticas, siempre y en todos los tiempos, a la corta o a la larga, terminan construyendo las instituciones que mejor se amoldan a su peculiar estilo y a su particular modo de ejercer del Poder.

La selección de la élite

Hay un importantísimo detalle que muchas veces se pasa por alto: la selección de la élite gobernante no es un proceso específicamente político. Es por esto que resulta cierta aquella tesis de Gramsci en cuanto a que la revolución cultural siempre precede a la revolución política. La selección de las élites dirigentes de una sociedad se produce en virtud de un proceso cultural, no en función de un procedimiento político.

Una élite dirigente no se convierte en tal por el hecho de acceder al Poder político. Es a la inversa: a la corta o a la larga, de un modo u otro, sea bajo un régimen o bajo otro, termina accediendo al Poder político precisamente porque es la élite dirigente. Porque de este grupo de personas es de donde surgen aquellos a quienes la sociedad está dispuesta a seguir, a respetar, a acatar o, por lo menos, a tolerar en funciones de gobierno.

Aristóteles coleccionó 158 constituciones o "politeias" de su época y sopesó con bastante cuidado y esmero las ventajas y desventajas de cada una. Lo que se le pasó por alto (o por lo menos pasó por alto la mayoría de sus lectores posteriores) es que todas esas constituciones descansaban, en lo esencial, sobre un mismo trasfondo cultural común, sobre una misma cosmovisión y sobre una misma arquitectura social. Por supuesto que siempre podrán argumentarse mil cuestiones de detalle, sobre todo cuando la atomización política es tan notoria como lo fue en Grecia. En lo fundamental, sin embargo, difícilmente podrá discutirse la coherencia cultural básica del mundo griego. Coherencia que queda demostrada por esa unidad de concepción ética, estética, axiológica e incluso religiosa de la que participaron en común hasta "poleis" aparentemente tan irreconciliables como las de los atenienses y los espartanos. Sin este acervo cultural compartido, Esparta y Atenas jamás hubieran enfrentado juntas al invasor persa. Más aún: sin esta cosmovisión compartida ni siquiera la discrepancia entre ellas hubiera sido posible de la forma y de la manera en que esta discrepancia se produjo.

La guerra contra el persa se concibió como la guerra contra un "polemios" y no contra un "echtros". Platón incluso establece una clarísima diferencia entre lo que es una "polemos", es decir: una guerra en el sentido estricto de la palabra y que sólo es posible entre helenos y bárbaros ya que ambos son "enemigos por naturaleza" - y lo que él llama "stasis", algo que Otto Apelt tradujo por "discordia" y que es el equivalente de lo que hoy llamamos "guerra civil". La distinción reaparecerá, más tarde, entre los romanos quienes distinguían muy claramente entre el "hostis" es decir: el enemigo de toda la comunidad contra el cual se conduce una "guerra pública" (publice bellum) y el "inmicus" que es el enemigo personal a quien sencillamente le tenemos una inquina privada (privata odia). De esta manera, según la precisa definición de Forcellini: "inmicus" es quien nos odia en el ámbito privado y "hostis" es quien nos enfrenta en el ámbito público (inimicus sit qui nos odit; hostis qui oppugnat). [10]. El sustrato cultural común estaba pues dado, ya que de otro modo sería por completo incomprensible el que se establecieran esta clase de diferencias.

Las 158 constituciones de Aristóteles no son sino variaciones sobre un mismo tema. La arquitectura de la sociedad griega de su época - excepto, obviamente, por sus variaciones locales - era prácticamente la misma para toda la Hélade. Y se asentaba sobre valores compartidos, criterios estéticos y artísticos compartidos, una ética con sus principios morales (y hasta inmorales) compartidos, una cosmogonía mitológica compartida, una tecnología de producción compartida y hasta un mismo idioma compartido, salvo claro está y de nuevo, las diferenciaciones que pueden hacerse entre los diferentes dialectos locales. Aún a pesar de sus constantes guerras, reyertas y trifulcas, había bastante menos diferencia entre atenienses y espartanos de la que jamás hubo entre franceses y alemanes.

En este contexto cultural común y compartido es imposible imaginar que la escala de valores generalmente aceptada no generase criterios igualmente generalizados acerca del mérito personal y social. El reconocimiento social ha descansado siempre sobre la noción del mérito y éste, a su vez, descansa sobre aquellos valores que la sociedad comparte. Las nociones de mérito, virtud, decoro, justicia, status social, equidad, imparcialidad o legalidad, no descienden sobre las sociedades humanas provenientes de una nebulosa intelectual cósmica. Se basan en valores o, mejor dicho, en jerarquías o escalas de valores que la sociedad va desarrollando y asumiendo a lo largo de su desarrollo cultural.

El mérito, por su parte, es una de las componentes principales del reconocimiento social y, por último, este reconocimiento es uno de los factores más importantes - acaso por lejos el más importante - del liderazgo. ¿Podríamos imaginar un verdadero líder sin reconocimiento social, sin méritos y por lo tanto desarraigado de la cultura compartida por quienes debe liderar? ¿Y quién aceptaría el liderazgo de una persona a la cual no se le reconocen méritos suficientes como para liderar y conducir?

Siempre está la coerción por supuesto, pero la coerción es un atributo del cargo o de la posición de Poder, no de la persona. Se puede llegar a obedecer a quien no se le reconocen méritos a condición de que tenga suficiente Poder como para hacer cumplir sus decisiones. Sin embargo la Historia demuestra que ese tipo de obediencia es circunstancial y, por norma, no dura demasiado tiempo. Los tiranos difícilmente fundan dinastías y, si lo consiguen, no es irracional suponer que es porque sus pueblos, en última instancia, consienten esa clase de tiranía.

De modo que en toda sociedad siempre están "los pocos" que lideran y conducen, en última instancia, porque hay en la sociedad un consentimiento explícito o tácito - o bien, si ustedes quieren, incluso una resignación - en cuanto a que son ellos quienes tienen méritos suficientes para liderar y conducir.

La situación puede variar, por supuesto, de una época a la otra o de una circunstancia a la otra. El liderazgo no es independiente ni de su entorno ni de sus propios valores. El mérito adquirido y reconocido por una generación no perdura por toda la eternidad. El mérito reconocido para una situación dada puede no serlo ya en el contexto de otra situación por completo diferente. El mérito es algo que hay que demostrar; el reconocimiento es algo que hay que ganarse todos los días. No es algo que las personas conceden gratis o automáticamente. Y, por el otro lado, lo meritorio de hoy puede no seguir teniendo el mismo valor mañana, ya que las circunstancias pueden cambiar, los peligros pueden cambiar, los riesgos pueden cambiar y hasta las costumbres y las tradiciones van evolucionando con el tiempo.

Por eso es que el liderazgo social no es algo estático, definido de una vez y para siempre, y por eso es que se produce de tanto en tanto eso que hemos dado en llamar una revolución. Cuando una aristocracia dirigente ya no posee suficientes méritos para gobernar, la Historia demuestra que es prácticamente inevitable que tarde o temprano resulte suplantada por otra. La nueva aristocracia puede surgir como resultado de una guerra exterior - como en el caso de la conquista de un organismo político por otro - o puede surgir del seno mismo del propio organismo a través de una guerra interna o Guerra Civil más (o menos) sangrienta - como ha sucedido en todas las revoluciones políticas que conoce la Historia.

Pero el hecho concreto es que siempre hubo, siempre hay y siempre habrá una aristocracia social cuyos méritos, reconocidos en forma tácita o explícita, la habilitan para aspirar a convertirse en aristocracia política. Y esos son "los pocos" que, de una forma u otra, siempre gobiernan porque el gobierno de "uno solo" es tan de facto imposible como lo es de facto el gobierno de "los muchos".

La cuestión política, pues, no es si el gobierno debe estar en manos de uno, de unos pocos, o de muchos. Esa cuestión es insustancial porque está resuelta de antemano: siempre serán unos pocos simplemente porque es imposible que sea de otra manera. La cuestión política importante en este aspecto es con qué criterio se seleccionan esos pocos, qué méritos se les exigen, qué cualidades y virtudes deben tener para despertar el reconocimiento de los demás.

Discutir sobre tiranías, oligarquías o democracias es, en una medida muy grande, perder el tiempo con interesantes abstracciones intelectuales. A la hora de las realidades siempre gobiernan las aristocracias. Lo que queda por ver en cada caso puntual, claro está, es qué clase de aristocracia estaríamos dispuestos a tolerar, reconocer y, dado el caso, seguir.

Los objetivos de la aristocracia

La otra gran cuestión está en establecer cuales son los objetivos perseguidos por la aristocracia gobernante.

Hay aristocracias que se cierran sobre si mismas para defender su posición y sus privilegios como lo hizo buena parte de los eupátridas atenienses y hay aristocracias que se ponen al servicio de la comunidad para gobernarla y defenderla como lo hizo la espartana.

Por otra parte, sería un error en muchos casos imaginar a la aristocracia como un grupo social homogéneo y compacto, dotado de una comunidad coherente de intereses. Solamente desde la óptica de un materialismo dialéctico clasista es posible concebirla de esta manera, adscribiéndole una consistencia y una conciencia de clase que rara vez tiene en la realidad.

En Esparta éste pudo muy bien haber sido el caso, pero la homogeneidad de la aristocracia espartana fue el producto deliberado y buscado de una férrea disciplina que se impusieron los guerreros de una Orden. En Atenas no existió esa disciplina y la aristocracia ateniense se fue cristalizando alrededor de los dos polos bastante disímiles que ya hemos mencionado. Por un lado tenemos a los terratenientes arraigados a su suelo para quienes el Ática era la patria a defender. Por el otro lado, sin embargo, estaba la aristocracia jonia fuertemente orientada hacia fuera, hacia el comercio marítimo, hacia el Oriente y específicamente hacia las colonias griegas de la costa oriental del Egeo.

Es relativamente sencillo ver por los documentos que nos han quedado de aquella época cómo la élite ateniense se hallaba solicitada hasta el desgarro por esas dos fuerzas cardinales geopolíticas de la tierra y el mar que, de una forma u otra, han marcado el destino de casi todos los pueblos del Mediterráneo. Así como fenicios y cartagineses fueron principalmente potencias navegantes, egipcios y romanos fueron principalmente potencias terrestres. Los griegos en este contexto son, hasta cierto punto, algo especial: fueron habitantes de núcleos urbanos esencialmente terrestres que se hicieron a la mar. Algunos entre ellos, como los de Egina, llegaron a ser excelentes navegantes y grandes marineros. Otros, como los de Esparta, nunca se terminaron de acostumbrar del todo al mar. Y, finalmente algunos, como los de Atenas, vieron en el mar la puerta abierta al comercio y a la posibilidad de exportar hacia otros lugares tanto el exceso de población que la dura tierra del Ática ya no podía sostener, como también ciertos productos - el aceite de oliva, por ejemplo - con cuyo intercambio podían enriquecerse y prosperar económicamente.

De este modo, gran parte del criterio de la aristocracia ateniense quedó desgarrada por dos concepciones casi diametralmente opuestas: la de quienes miraban "hacia adentro", hacia el "hinterland", hacia la Acrópolis y las tierras circundantes donde se hundían los cimientos de la ciudad y donde habían echado raíces las tradiciones centenarias que le habían dado vida; y la de quienes miraban "hacia fuera", hacia el "foreland", hacia el resto del mundo, hacia el Asia, Egipto, Creta, Chipre, Sicilia y los demás centros culturales y comerciales del Mediterráneo y hasta del Mar Negro, para terminar - al menos algunos de ellos - considerándose más "ciudadanos del mundo" que de la propia Atenas como sucedió con los filósofos cínicos y, específicamente, con por ejemplo Diógenes, quien se consideraba a si mismo un "kosmopolites" es decir: el ciudadano de una "kosmópolis" ideal y abstracta, ubicada más allá y por encima de la "polis" real. No es nada casual que la idea del cosmopolitismo haya tenido su antecedente en Atenas.

La Historia de Atenas es, en buena parte, la historia del choque y de las derivaciones políticas de estas dos concepciones casi opuestas de la aristocracia ateniense. De estas concepciones se desprendieron, en forma nada sorprendente, propuestas y objetivos políticos muy diferentes. Por un lado la aristocracia terrateniente buscó, cerrar la ciudad al menos hasta cierto punto, consolidar las posiciones de Poder adquiridas y mantuvo su mirada más bien orientada hacia el "hinterland" que tradicionalmente le había dado de comer - involucrando en ello muchas veces una manifiesta simpatía, cuando no una alianza directa, con Esparta. Por el otro lado la aristocracia comerciante mantuvo su mirada más orientada hacia el Pireo, hacia el puerto de Atenas, hacia el "foreland", abriendo la ciudad al influjo de extranjeros, buscando la expansión del prestigio de la polis y cultivando relaciones y reciprocidades con el resto del mundo conocido para acrecentar las posibilidades de hacer buenos negocios y ventajosos intercambios.

De este modo, mientras la aristocracia terrateniente se replegó sobre si misma y sobre su orgullo tradicional cerrándose en gran medida a la posibilidad de darle importancia al mar, la aristocracia comerciante se replegó igualmente sobre su codicia y su entusiasmo emprendedor, cerrándose a la posibilidad de darle importancia a la tierra.

Atenas quedó desgarrada por esta polarización. Su élite dirigente no supo formular para la política de la ciudad una proyección clara, válida, equilibrada, viable y compartida. Como resultado de ello Atenas se destacó por la belleza de su arquitectura y de sus artes, por el gran dinamismo y por la amplitud de su vida intelectual y de su filosofía, y a veces también - como en Maratón y en Platea - por su patriotismo y su heroísmo guerrero. Pero, a la larga, terminó diluyendo sus mejores talentos en el cosmopolitismo desarraigado de una intelectualidad carente de sustento concreto. Esparta desapareció por extinción. Atenas lo hizo por dilución. El espíritu que la había animado poco a poco se diluyó en el individualismo de la especulación intelectual abstracta por un lado - como por ejemplo la de los estoicos - o bien en un utilitarismo hedonista no menos egocéntrico por el otro - como por ejemplo el de los epicúreos.

Cuando Macedonia comienza a ser, en un último enorme esfuerzo y con Alejandro Magno, la verdadera fuerza motriz de Grecia, Atenas ya no tiene mucho más para ofrecer que la brillante oratoria de un Demóstenes. Y cuando llegan los romanos, Grecia entera se diluye en el nuevo imperio brindándole a Roma maestros, educadores, filósofos, artistas, artesanos y navegantes que servirán a una nueva aristocracia que se había iniciado, a su vez, como la casta guerrera de los Hombres del Lacio y que culminaría siendo la élite dirigente de todo un Imperio.

De modo y manera que no deberíamos preocuparnos tanto de cuantos son los que nos gobiernan porque siempre, inevitablemente, serán unos pocos. Deberíamos preocuparnos mucho más de que esos pocos realmente sean los mejores. Y, además, deberíamos exigir que esos mejores trabajen por el bien común de todos y no exclusiva ni principalmente para su propio provecho.

Pero eso - y 10.000 años de Historia lo demuestran - eso, casi siempre, es mucho pedir.

 

Los precursores

Los reyes

En el principio fue la monarquía.

En sus orígenes Atenas estuvo gobernada por un rey hereditario, secundado por sus nobles. Con el tiempo, sin embargo, sucedió lo que sucede siempre cuando el monarca, o bien es más débil que sus nobles, o bien no es más que un primus inter pares siendo que a estos pares no los distingue precisamente la lealtad: el rey quedó relegado a un segundo plano ya que a los nobles pares les entraron unos irresistibles deseos de pasar al primero.

Los Arcontes

De esta manera surgió la segunda gran institución ateniense: el arcontazgo. Los nobles eupátridas, como buenos Padres de la Patria, demostraron su patriotismo creando un cuerpo colegiado de nueve magistrados a los cuales llamaron arcontes. Al principio el cargo fue vitalicio. Luego se redujo a 10 años y finalmente, hacia el 682 AC, se estableció que los arcontes durarían solamente un año en el ejercicio de sus funciones, lo cual por supuesto le hacía vislumbrar a todos los eupátridas al menos la posibilidad de dedicarse por una temporada al fascinante y no necesariamente gratuito pasatiempo de administrar la cosa pública y regir los destinos de la nación. No sin ciertos riesgos, sin embargo, porque al final de su mandato debían enfrentar un Juicio de Residencia - la eutyna - que, por supuesto, ponía el acento sobre los aspectos financieros de la gestión.

El cargo de Presidente del Ejecutivo estaba en manos del Arconte Epónimo que era el jefe de gobierno. De los asuntos del Ministerio de Culto se encargaba el Arconte Rey. En virtud de una especie de premio consuelo y cuando el cargo era todavía vitalicio, al rey destronado se le encargó de esta forma la celebración y supervisión de las ceremonias religiosas. Un puesto desde el cual difícilmente podía causar mucho daño. Al menos no sin la aquiescencia y la complicidad de los dioses que, como todos sabemos, es bastante difícil de conseguir.

El Ministerio de Guerra quedó a cargo del Arconte Polemarco que comandaba al ejército. Y los restantes seis Arcontes Tesmotetes o "determinadores de las costumbres" se encargaban del Ministerio de Justicia presidiendo los tribunales. Con lo cual, considerando lo altamente litigiosos que siempre fueron los atenienses, probablemente fueron los que más - y en épocas normales hasta posiblemente los únicos - que realmente trabajaban en serio.

La institución del arcontazgo fue variando con el tiempo. Llegó un momento en que a los arcontes se los eligió por sorteo - es decir: al azar - de entre 500 candidatos previamente elegidos. Por el Siglo V AC la autoridad de los arcontes empezó a decaer y después del 457 se hicieron elegibles los ciudadanos de la 3ª categoría y, hacia el final, aunque fuesen teóricamente inelegibles se admitió hasta a los ciudadanos de la 4ª. Hacia el 450 AC ya ni siquiera emitían sus propias sentencias sino que conducían las audiencias preliminares o anakrisis, para luego llevar el caso ante los jueces, presidiendo las sesiones, pero sin ninguna responsabilidad por dirigirlos en materia legal.

Con todo, al principio y después de instituido este arreglo de los arcontes anuales funcionó de un modo aceptablemente satisfactorio por algo así como medio siglo. Después, la cosa se complicó. Es decir: se vino complicando progresivamente y la situación explotó por primera vez allá por el año 621 AC en donde terminó de descontrolarse hasta el punto de requerir medidas draconianas.

Dracón

Esas medidas las tomó, por supuesto, Dracón. Admitamos que le tocó un trabajo duro y no muy agradable. La hegemonía de los eupátridas no resultaba realmente muy fácil de tolerar por parte de todos aquellos que no tenían la suerte de haber nacido eupátridas y quienes, como sucede generalmente, constituían la gran mayoría. El principal problema con las leyes atenienses en aquél tiempo es que no estaban escritas. Los eupátridas podía, por lo tanto, interpretarlas en gran medida como se les daba la gana y, en forma nada sorprendente, casi siempre se les daba la gana interpretarlas como más les convenía. Lo cual, por supuesto, no contribuyó precisamente a fomentar la complacencia entre la mayor parte de la población.

Viendo que la situación se ponía peligrosa, los eupátridas decidieron tomar el toro por las astas. ¿El pueblo quiere leyes escritas? Ningún problema: démosle leyes escritas. Lo llamaron a Dracón y el buen hombre produjo una maravilla de legislación tan bien armada que, al final, nadie la pudo hacer cumplir. Para hacerlo se hubieran tenido que contratar verdugos al por mayor. Parece una exageración, pero la verdad es que en dicho código cuesta trabajo encontrar un delito que no esté castigado con la pena de muerte.

Con todo, las draconianas leyes del buen Dracón rigieron los destinos de Atenas durante los siguientes 27 años, hasta que la situación se hizo realmente insostenible y los atenienses decidieron encargarle la solución del serio problema económico, social y político por el que atravesaba la comunidad a una persona realmente capacitada para resolver estas cuestiones.

Esa persona resultó ser un poeta.

A veces la política tiene este tipo de caprichos.

Solón

La primera vez que Solón se hizo notar fue allá por el año 600 AC en un momento en el que los atenienses estaban bastante bajos de moral después de una serie de reveses militares en su disputa con sus vecinos de Megara por la posesión de Salamina. En esa oportunidad Solón se levantó y recitó públicamente un poema que le insufló tanto ardor patriótico y guerrero a los alicaídos espíritus que, al final, los atenienses terminaron ganando esa guerra.

Por lo menos, eso es lo que cuenta la leyenda. Lo cierto es que seis años más tarde lo hicieron arconte y terminaron dándole plenos poderes para reformar todo el sistema político de la ciudad. Es decir, hablando en términos romanos, lo nombraron dictador.

La situación que le tocó manejar no fue nada simple. La oligarquía eupátrida no solamente dominaba al resto de la población sino que, además, se hallaba dividida en facciones rivales. Los agricultores medios y pequeños estaban endeudados hasta la coronilla y el estar en esa situación en aquella época no era nada agradable: uno podía quedar como vasallo de su acreedor y, con muy poco de mala suerte, hasta podía terminar vendido como esclavo. La burguesía media, constituida por artesanos, mercaderes y pequeños agricultores bufaba, resentida por el hecho de que nadie la dejaba participar en política y no tenían nada que decir a la hora de tomar decisiones. Y esto tenía sus bemoles porque buena parte de la riqueza del país provenía precisamente del comercio de ultramar y de la actividad de los comerciantes, con lo que el dinero no encontraba un punto de aplicación para su palanca de ambiciones y esto, en todos los regímenes, en todos los tiempos y en todas las latitudes ha demostrado ser una fuente garantizada de innumerables lobbies y conspiraciones. De modo que a la camándula de los eupátridas se le sumaba ahora la de los comerciantes.

La mezcla amenazaba con volverse explosiva.

Solón, aparte de ser poeta, provenía de una familia noble pero probablemente más volcada a lo comercial que a lo agrícola. Sin embargo, como todo buen poeta, poseía una enorme dosis de sentido común. No se puede tener un buen sentido de la armonía y de las proporciones si no se posee un sano y sólido sentido común. Ese es uno de los secretos de los realmente buenos poetas.

Consecuentemente, como la "Tolerancia Cero" de Dracón había fallado estrepitosamente, Solón llegó a la sabia conclusión de que había llegado la hora de la moderación y el equilibrio. Solucionó el problema de las deudas y liberó a todos los ciudadanos que habían sido esclavizados. De allí en más, prohibió toda deuda que tuviese a la persona del deudor como garantía. En vista de que la codicia de los mercaderes había impulsado la exportación de granos a tal punto que con frecuencia resultaba imposible abastecer al mercado interno, Solón prohibió dicha exportación y permitió solamente la del aceite de oliva que, además de abundar, presentaba la ventaja adicional de fomentar la fabricación de vasijas.

Estableció un nuevo y más controlado sistema de pesas y medidas. Y por fin, pero no en último término, creó e hizo acuñar una moneda ateniense propia ya que hasta ese momento el comercio se había llevado a cabo con las monedas de las regiones y ciudades vecinas.

Hay que decir que las medidas económicas de Solón resultaron efectivas. Lo confirma la arqueología. La dispersión de la moneda y de las vasijas atenienses por todo el mundo comercial del Mediterráneo durante los siglos siguientes son un testimonio elocuente de que las reformas y las innovaciones principales no sólo tuvieron éxito sino que se mantuvieron en el tiempo.

En materia política, el poeta Solón se manejó también partiendo de un criterio básicamente económico. Su idea central consistió en efectuar un censo de la población discriminándola por propiedades e ingresos, es decir: por su riqueza. Estableció así, 4 categorías de ciudadanos en función de su fortuna. Con ello montó una estructura básicamente idéntica a la que establecería Federico Guillermo IV de Prusia unos 2.444 años más tarde. [11] Por qué Solón figura entre los precursores de la democracia y el pobre Federico Guillermo IV sigue en la lista negra de los autócratas es algo que todavía me sigo preguntando. Pero no importa. Hay preguntas estúpidas que son estúpidas porque las respuestas pueden ser más estúpidas todavía.

La cuestión es que, gracias a la reforma de Solón, todos los ciudadanos tuvieron derecho de asistir a una Asamblea General - la Ecclesia o "reunión de los convocados" - la cual, al menos teóricamente, oficiaba de órgano supremo y soberano en todas las cuestiones relativas a normas jurídicas, designación de funcionarios y sentencias judiciales de última instancia.

Paralelamente a la Ecclesia, Solón creó (o por lo menos fortaleció) otra asamblea, la Boule o Consejo de los Cuatrocientos, a la que podían acceder 400 ciudadanos de todas las categorías excepto la cuarta y cuya función consistió en preparar y guiar las cuestiones a ser tratadas por la Ecclesia.

Por otra parte, continuó en funciones el Consejo del Areópago, una de las instituciones más antiguas de Atenas, al cual se accedía en forma vitalicia después de haber servido como arconte. Solón abrió este club privado de ex-arcontes a los ciudadanos de las categorías superiores y, con ello el Areópago perdió automáticamente una parte considerable de su poder. No obstante y a pesar de la rivalidad institucional establecida con la Boule , continuó funcionando como "guardiana de las normas", entendiendo en casos de disputas constitucionales y, específicamente, bajo la presidencia del Arconte Rey, en casos de homicidio.

A todo esto se agregaban todavía los arcontes y una serie de magistrados menores cuyo detalle sería realmente tedioso exponer.

Hubo, pues, foros suficientes para discutir, hablar, perorar y lanzar grandes discursos. El intrincado sistema institucional de Atenas terminó brindando así toda una serie de válvulas de escape. Si bien no necesariamente constituyó una herramienta legal y establecida para ejercer concretamente el poder - algo que en gran medida siguió transitando por carriles informales y sustentado por la cuota de poder real de cada protagonista - aún así, brindó ámbitos adecuados para ejercer el derecho a protestar por las injusticias más patentes.

Con lo cual quedó demostrado, una vez más, que en muchos casos el derecho al pataleo ha resultado ser, por lo menos para una gran cantidad de personas, un sucedáneo aceptable al derecho de gobernar.

Por último, seguía vigente el tema de la codificación de las leyes. Las de Dracón del año 621 AC todavía estaban - técnicamente - vigentes. De modo que Solón puso por escrito todas sus reformas, las mandó grabar sobre tablas de madera y se convino en que tendrían vigencia por los próximos 100 años.

Después de eso, el hombre hizo algo sorprendentemente inteligente: renunció a su cargo, se despidió de sus conciudadanos y se mandó a mudar por 10 años para recorrer el mundo y dedicarse a escribir sus poesías.

Pero, al cabo de esos 10 años cometió un grave error: volvió a Atenas.

Se encontró con el triste espectáculo de una ciudad dividida en facciones rivales, con prominentes eupátridas peleándose entre ellos con gran entusiasmo. Halló que su amigo y pariente Pisístrato tenía todas las intenciones de terminar con el desorden por medios drásticos y Solón advirtió a los atenienses de los propósitos dictatoriales de su amigo. Pero los atenienses no solamente no lo escucharon sino que lo trataron de loco.

Lo cual, por supuesto, no impidió que después de su muerte lo consideraran uno de los Siete Sabios de Grecia. Pero eso ha sido siempre así. Los hombres sabios, especialmente si se dedican a la política, siempre tienen que morir para que la muchedumbre los reconozca.

Los hechos se encargaron de demostrar que Solón no estaba loco. Falleció en el 560 AC. Exactamente ese mismo año Pisístrato se convirtió en el tyrannos de Atenas por primera vez.

La obra de Solón fue un razonable, sabio y balanceado paquete de reformas. Su reforma fue la reforma políticamente posible, dadas las circunstancias. El único problema residió en que quedó mal con todo el mundo y no satisfizo a nadie. Los eupátridas supusieron que haría solamente una operación cosmética sobre la constitución de Dracón. Los ciudadanos plebeyos especularon con que confiscaría las tierras de los nobles y tendría el simpático y demagógico gesto de distribuir esas tierras entre todo el mundo; incluso entre los que no se las merecían. La cuestión es que nadie quedó realmente conforme. Los eupátridas porque consideraron que había ido demasiado lejos. Los plebeyos porque lo acusaban de haberse quedado corto.

Según las propias palabras de Solón:

"Al pueblo le di toda la parte que le era debida,
sin privarle de honor ni exagerar en su estima.
Y de los que tenían el poder y destacaban por ricos,
también de éstos me cuidé que no sufrieran afrenta.
Me alcé enarbolando mi escudo entre unos y otros
y no les dejé vencer a ninguno injustamente.
... En asuntos tan grandes es difícil contentarles a todos".

Siempre pasa eso. La única manera de quedar parejo con todo el mundo es quedando mal. Quedar bien con todos es imposible. Y cuando, en política, uno opta por el aristotélico dorado término medio, el resultado inevitable es que no se conforma a nadie.

La política no se hace con términos medios.

Pisístrato

El que no tuvo ninguna dificultad en entender eso fue Pisístrato. Generalmente no lo encontramos en un lugar demasiado destacado en los manuales de Historia porque el hombre tuvo un pequeño gran defecto: no era para nada democrático y aún a pesar de eso, créanlo ustedes o no, gobernó aceptablemente bien. Lo primero sería tolerable; pero las dos cosas juntas ya resultan algo inaceptable para la gran mayoría de los que escribieron nuestra actual versión de la Historia.

Pariente de Solón por parte de su madre, Pisístrato se destaca por primera vez hacia el 565 AC cuando captura el puerto de Megara. Hasta ese momento las facciones rivales más importantes en Atenas habían sido dos: la de "la planicie" y la de "la costa". Pisístrato decidió que no puede haber dos sin tres y con algunas familias nobles de su propio distrito del Ática oriental y una considerable cantidad de la población urbana de la ciudad creó su propia facción: la de "los montañeses".

Hacia el 560 AC decidió que podía intentarlo. Después de hacerse herir a si mismo y a los animales de su carruaje, apareció en el Ágora pretendiendo que sus enemigos lo habían atacado. La ciudad, horrorizada, le concedió una guardia personal y, con ella, muy poco tiempo después, organizó un golpe de Estado y tomó el poder en Atenas.

Esa vez no duró mucho. En consecuencia, después de que lo corrieran del poder y viendo que todavía no tenía suficiente base de sustentación, intentó por la vía marital lo que no le había salido demasiado bien por la vía marcial. Se casó con la hija del líder de la facción de la costa. Intentó otro golpe de Estado hacia el 556 AC pero su estadía en el poder duró tan poco como su matrimonio. Tanto su suegro como el líder de la facción adversaria de la planicie, se unieron en su contra y lo echaron.

La desventaja de ser el tercero en discordia es que los otros dos siempre pueden unirse. Además, convengamos en algo: un golpe de Estado ciertamente no es la mejor forma de tratar a un suegro.

La cuestión es que, como es obvio, tuvo que alejarse de Atenas por un tiempo. Lo invirtió en algo bastante productivo: la explotación de las minas de oro y plata del Monte Pangeo, una actividad que le posibilitó disponer de dinero; una herramienta que siempre ha sido muy conveniente tener en política. Pero, como bien sabemos, el dinero no lo es todo. Complementariamente, pues, se aseguró una alianza con círculos de otras ciudades como, por ejemplo, Naxos, Tebas y Argos.

Así, en el 546 AC, diez años después de su fallida segunda intentona, se dijo a si mismo que la tercera tenía que ser la vencida y se fue a Eubea. Desde esta base, con una respetable fuerza militar propia, invadió el Ática. Atacó al ejército ateniense en Pallene, en medio del tórrido calor del mediodía cuando los atenienses estaban descansando o durmiendo la siesta y, por supuesto, obtuvo una resonante victoria sobre sus algo somnolientos adversarios.

Aunque sus enemigos argumentaran más tarde que los había agarrado dormidos, la cuestión es que la tercera fue, de hecho, la vencida. Gobernó a Atenas durante 19 años y después todavía le sucedió su hijo Hipias.

Pisístrato accedió al poder, evidentemente, por la fuerza y al margen de los procedimientos legalmente admitidos. En consecuencia, los griegos lo denominaron tyrannos - tirano. La palabra, sin embargo es engañosa ya que hoy tiene connotaciones que en aquella época no tenía o, por lo menos, no tenía por qué tenerlas. Por supuesto que no se trata de negar lo drástico y expeditivo de muchos de sus procedimientos. Se rodeó de una guardia de mercenarios, en parte constituida por temibles arqueros escitas. Le quitó las armas a varios ciudadanos potencialmente díscolos. Tomó rehenes de las familias más importantes y los confinó en Naxos. En una palabra: no se anduvo con demasiadas vueltas ni miramientos.

Pero, por de pronto, no destruyó la obra de Solón. Simplemente la hizo funcionar.

No alteró la estructura institucional básica. Los arcontes siguieron funcionando. Las asambleas siguieron debatiendo. Hasta tuvo que aparecer una vez ante la corte, acusado de homicidio. Claro, es cierto que fue un caso un poco extraño. Porque cuando el mismo Pisístrato en persona se presentó para hacer frente a la imputación, su acusador aparentemente lo pensó mejor, concluyó que era preferible desistir y retiró los cargos.

Darwin lo hubiera llamado instinto de conservación.

Pero los tribunales continuaron, las asambleas continuaron, el consejo continuó, las leyes de Solón no fueron derogadas.

En donde se mostró curiosamente activo y emprendedor fue en materia religiosa. Hacia la segunda mitad del Siglo VI AC la religiosidad griega todavía no había sido socavada por los sofistas que se harían notorios recién unos cien años después. Para varios de los cultos que se practicaban fuera de Atenas - como por ejemplo el de Artemisa -organizó ceremonias dentro de la ciudad e hizo construir los edificios adecuados. Con lo cual, los dioses que vivían fuera de Atenas se mudaron a su interior. Un detalle no menor para la época.

El hecho es que los festivales y la literatura florecieron. Pisístrato fue el que más impulsó y resaltó el culto de Atenea como patrona protectora de la ciudad. Las panateneas que eran festivales anuales en honor a la diosa se vieron aumentadas con la Gran Panatenea, celebrada cada 4 años, donde hubo desde competencias atléticas, hasta premios a los poetas. El culto a Dionisio se puso bajo protección estatal. Después del 534 AC se concedieron premios anuales en la fiesta a este dios no solamente a los poetas y juglares sino también a los dramaturgos y sus tragedias.

En materia de obras públicas y medidas concretas tampoco se quedó quieto. Hizo construir el acueducto que alimentó la principal fuente del Ágora a la cual remodeló y mejoró. Fomentó la producción del olivo y la vid para impulsar la exportación. Otorgó préstamos a pequeños agricultores para ayudarlos a equiparse. Instituyó un sistema de jueces que recorrían la campiña para facilitar la administración de justicia rápidamente y en el mismo lugar de los hechos.

Y todo esto lo hizo sin endeudar al Estado. Para financiarse contaba con varios recursos genuinos. Por de pronto tenía sus propias minas privadas en el Monte Pangeo y, créanlo ustedes o no, fue un "tirano" tan extraño que hasta estuvo dispuesto a poner plata de su propio bolsillo para darse el lujo de seguirlo siendo. Por el otro lado disponía de las minas de plata estatales del Laurio y las tasas cobradas a la actividad del puerto.

También instituyó un impuesto a la actividad agrícola pero parece ser que lo manejó con bastante elasticidad. Se cuenta de él que con frecuencia hacía giras de inspección por el interior del Ática. En una de esas oportunidades vio de pronto cómo un pobre campesino sudaba a más y mejor tratando de labrar un campo casi completamente lleno de piedras. Pisístrato, sin darse a conocer, se aproximó al labrador y le preguntó cuanto obtenía por su actividad. "Sólo un montón de dolores y penurias" - fue la respuesta - "y de eso, Pisístrato todavía se lleva el diez por ciento".

El tirano sonrió y no dijo nada. Pero una vez de regreso en Atenas ordenó que se le devolvieran al campesino todos los impuestos que había pagado. ¿Demagogia? Puede ser. Pero ¡cuantos demagogos jamás se dieron una vuelta por ahí para ver qué hace y cómo vive la gente que trabaja!

Por último, podrá sorprender a algunos pero en materia de política exterior la tiranía de Pisístrato se caracteriza por un prolongado período de paz. No hubo guerras con salvajes enfrentamientos ni demenciales proyectos de grandes conquistas. Hubo, eso sí, expediciones ambiciosas y exitosas hacia la región del Mar Negro de donde provenía gran parte de los granos que Atenas importaba.

Al final de su vida Pisístrato seguramente habrá podido sentirse razonablemente satisfecho. La Atenas que le entregó a la posteridad fue, sin duda alguna, muy diferente a la Atenas que tomó en sus manos. Todavía no era una Atenas famosa y prestigiosa. Militarmente seguía siendo bastante menos importante que Esparta. Cultural y comercialmente competía todavía con varias otras ciudades como Mileto o Corinto. Pero es totalmente innegable y desde todo punto de vista demostrado que la ciudad experimentó un tremendo desarrollo bajo su gobierno y que su época fue, en lo esencial, una época de paz y de prosperidad.

No en vano Aristóteles nos cuenta que muchos terminaron considerando los tiempos de Pisístrato como la Época de Oro de Atenas.

Aunque eso de las épocas doradas es siempre algo muy relativo. Generalmente se las designa según el color del cristal de quien las bautiza con ese nombre. En realidad, si uno rastrea un poco los documentos, se da cuenta de que hay muchas "Epocas de Oro" o "Siglos de Oro" dando vueltas por ahí, cada una de ellas bautizada así por un criterio diferente.

Pisístrato logró imponer un orden razonable en Atenas y, por sobre todo, consiguió hacer funcionar lo esencial del sistema político creado por Solón.

Murió en el 527 AC

Siempre he pensado que fue una verdadera lástima que Solón no viviese lo suficiente como para poder convencerse de que no estaba tan rematadamente loco como los atenienses lo acusaron de estarlo.

Aunque, claro. Lo de la locura fue antes de ponerlo entre los Siete Sabios de Grecia.

De Hipias a Clístenes

Después de la muerte de Pisístrato el poder quedó en manos de su hijo Hipias.

No fue un mal gobernante. Pero, por un lado, la cosa se le complicó en el frente interno; por el otro lado la situación internacional debido a la expansión persa comenzó a cambiar drásticamente; probablemente el hombre no tenía toda la energía y la determinación de su padre y, por último, también es posible que simplemente haya tenido bastante mala suerte en algunos casos.

Bajo su gobierno Atenas siguió prosperando y durante 13 años, aparte de las bataholas y los embrollos políticos usuales, la vida en la ciudad se desarrolló bastante normalmente. La cuestión se complicó mucho hacia el 514 AC cuando mataron a su hermano menor Hiparco.

El hecho fue realmente deplorable. La historia que nos cuenta Tucídides al respecto es un relato no demasiado edificante en el cual se entremezcla un crimen pasional entre homosexuales con una serie de motivaciones políticas como trasfondo. Aparentemente un tal Aristogitón estaba en pareja con otro joven de nombre Harmodio y ambos se ofendieron mortalmente cuando Hiparco cometió la torpeza de hacerle proposiciones no demasiado honestas a Harmodio. La cosa es que, para vengarse, la pareja reunió una pequeña patota y se urdió un complot para asesinar a los dos hijos de Pisístrato. Y la cosa salió mal. Consiguieron asesinar solamente a Hiparco. Los complotados fueron detenidos y tanto Aristogitón como su querido Harmodio terminaron ejecutados.

A pesar de estos episodios más bien sórdidos, Aristogitón y Harmodio pasaron más tarde a la leyenda democrática de Atenas como los tyrannoktonoi o "tiranicidas". La democracia ateniense les erigió dos estatuas en el Ágora y se los celebró en varios poemas como grandes libertadores.

No obstante, a partir de ese momento y nada sorprendentemente, Hipias endureció su posición. Era absolutamente obvio y transparente que el asunto, en el fondo, iba mucho más allá de una ardiente reyerta pasional.

El hecho es que, durante los primeros años de su gobierno, Hipias había tratado de hacer las paces con varios de los eupátridas que su padre había apartado, por las buenas y por las malas, de la vida política. Entre estas personas estaba la familia de los alcmeónidas, una estirpe oligárquica muy antigua que bastante tiempo atrás había tenido graves problemas en Atenas y a la cual pertenecía un buen hombre, de nombre Clístenes, quien dentro de poco desempeñará un papel muy importante en nuestro relato.

La cosa databa de alrededor del 632 AC cuando un tal Cilón había tratado de tomar el poder en Atenas para convertirse en tirano. No tuvo suerte. El bisabuelo de Clístenes desbarató el complot y los conspiradores se refugiaron en un templo. Los bandos negociaron. Al final, a los sediciosos se les prometió que, si salían, se les respetaría la vida. Pero hay promesas y promesas. El buen bisabuelo alcmeónida decidió que la suya no tenía por qué ser tomada tan al pie de la letra y los mató a todos ni bien los tuvo a mano.

Le erró al cálculo porque, si bien la traición no era para nada algo raro en la vida política normal de Grecia, había, con todo, ciertos límites que no se podían pasar. Y uno de esos límites era la santidad de los templos, especialmente los de Apolo que estaban bajo la protección de Delfos que, a su vez, era algo así como el Vaticano de la época. A raíz de lo acontecido y por indicación del Oráculo de Delfos, se pronunció una maldición sobre toda la familia y los alcmeónidas tuvieron que desaparecer de Atenas.

Volvieron recién en la época de Solón al que apoyaron con entusiasmo en todas sus reformas y el abuelo de Clístenes hasta participó luego, con tropas atenienses, en una "guerra santa" para proteger a Delfos del tirano de Sición. Una manera de quedar bien con los sacerdotes de Apolo y de convencerlos de que, bueno, lo de la maldición podía llegar a ser un ítem negociable a cambio de ciertos favores. La cuestión es que por lo visto, entre una cosa y otra, todo se arregló bastante amigablemente porque Delfos pasó lo de la maldición al archivo de los asuntos concluidos y Agariste, la hija del tirano de Sición terminó casándose con el padre de Clístenes.

Los alcmeónidas siguieron teniendo mala suerte, sin embargo. Si bien habían sido partidarios de Solón, no consiguieron colocarse en el bando adecuado cuando Pisístrato accedió al poder y, consecuentemente, Clístenes y su familia tuvieron que abandonar Atenas. Otra vez. Pero a la muerte de su padre, Hipias, como ya dijimos, quiso hacer las paces con sus ex-enemigos y no sólo permitió que la familia volviese a Atenas sino hasta toleró que Clístenes fuese nombrado arconte en el 525 AC.

De este modo cuando trece años más tarde, luego del asesinato de su hermano, Hipias empieza a endurecer su gobierno, Clístenes y varios otros eupátridas consideran que ya no tiene mucho sentido mostrar un exagerado agradecimiento por pasados gestos de buena voluntad y tolerancia. Con la ayuda de Delfos y una muy conveniente alianza con Esparta, al final los eupátridas más recalcitrantes desalojaron del Poder a Hipias.

Pero los alcmeónidas realmente eran una familia con mala suerte. Si calcularon - como seguramente habrán calculado - que luego del derrocamiento de Hipias podrían encaramarse inmediatamente en el poder, pues, se equivocaron. Los golpistas más reaccionarios tejieron su propia conspiración, traicionaron a la conspiración original, e impusieron a un tal Iságoras como arconte principal.

A Clístenes no le quedó, así, más remedio que traicionar a los traidores y pasarse a la oposición. Y como el oficialismo de la hora era oligárquico y reaccionario, pasarse a la oposición significó tomar la posición contraria.

Por lo tanto, Clístenes se hizo democrático.

Desde el momento en que sintió arder en su pecho el fuego de esta nueva vocación política, tuvo más suerte. Consiguió construir una posición de poder y, hacia el 508 AC, decidió consolidarla reformando la reforma de Solón. Para ello, destruyó lo que había sido hasta ese momento el pilar de la organización social y política de los atenienses: la estirpe.

En efecto, hasta ese momento, la sociedad ateniense había estado organizada de acuerdo con lazos de sangre. La unidad política, social y económica de Atenas había sido la familia y los lazos familiares, como lo demuestra la propia historia de los alcmeónidas. La medida que Clístenes tomó fue la de suplantar, en lo político, esa organización tradicional por una organización de base territorial. A partir de su reforma, la representatividad política ya no estuvo basada en la pertenencia a un núcleo humano unido por lazos de sangre y una tradición común sino simplemente por el lugar de residencia. Trazó sobre el mapa de Atenas y sus alrededores algo prácticamente equivalente a lo que hoy son las circunscripciones electorales y organizó todo el resto de las instituciones políticas alrededor de esta nueva forma de representatividad.

Atenas fue dividida así en 10 "phylae" territoriales, cuya delimitación se estableció cuidando especialmente que en ellas los distintos estratos sociales quedaran convenientemente entremezclados. Cada una de estas circunscripciones eligió luego 50 representantes a la Boule que pasó a tener 500 miembros, cien más que el original Consejo de los Cuatrocientos establecido por Solón.

Aunque los arcontes siguieron existiendo - designados por la Ecclesia - el mando militar, antes confiado al Arconte Polermarco, fue entregado a 10 strategoi o estrategas designados por elección directa, normalmente a razón de uno por cada circunscripción electoral. Y para completar el cuadro, cada uno de los 10 distritos fue, a su vez, subdividido en trittyes o "tercios", uno interior, uno costero y uno urbano.

El corazón de toda esta complicada arquitectura política fue el demos. La palabra significa simplemente "la gente" y, por extensión, designa también el lugar en donde esa gente vive, es decir: el pueblo, la aldea, el barrio. Consecuentemente, cada uno de los 140 demos que componían el conjunto de Atenas y su radio de influencia terminó perteneciendo a una circunscripción y a un "tercio".

Y todo el sistema pasó a la posteridad con el nombre de democracia.

No deja de ser una de las grandes ironías de la Historia que esta construcción política fuese creada nada menos que por Clístenes, el descendiente de una rancia familia eupátrida de oligarcas, motivado en buena medida por el hecho de que los demás oligarcas le ganaron de mano cuando intentó conquistar el poder por otros medios.

 

Los demócratas

Temístocles

El gran inconveniente fue que, así como los alcmeónidas habían sido una familia con bastante mala suerte, la democracia fundada por uno de sus miembros tampoco nació bajo una estrella demasiado favorable. Porque ya estamos en el Siglo V AC y, como hemos señalado, este siglo es una época de tremendos conflictos: primero las Guerras Médicas entre griegos y persas, y luego la Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta.

El personaje que domina el escenario ateniense durante la primera parte de esta época es Temístocles.

Desde el principio, Temístocles tuvo un problema: su padre pertenecía a la aristocrática familia de los Licomidas, pero su madre no era una esposa legítima sino una concubina y, para colmo, parece ser que no solamente no era ateniense sino que posiblemente ni siquiera fue griega. La verdad es que Temístocles pudo ser considerado ciudadano ateniense solamente gracias a las reformas de Clístenes merced a las cuales todos los hombres libres de Atenas - es decir: no esclavos ni libertos - terminaron siendo ciudadanos. El ser hijo de un padre noble y de una madre de origen dudoso, hecho ciudadano sólo gracias a una disposición legal, lo convirtió en esa especie bastardo social que no tiene una posición asignada por nacimiento sino que tiene que conquistársela a fuerza de tesón, méritos, ambición, suerte o intrigas. O bien, como sucedió con él, con una mezcla heterogénea de todo eso.

El hecho es que durante toda su adolescencia y juventud, su mayor preocupación fue la de destacarse, imponerse, y ser aceptado por sus compañeros eupátridas. En las afueras de la ciudad, existía un campo de deportes llamado de los Cinosargos. Sistemáticamente Temístocles instó a sus amigos aristócratas, cuya amistad procuraba y cultivaba en forma insistente, que fuesen a dicho campo para practicar deportes juntos.

Muy probablemente de esta época es que nace su amistad y rivalidad con Arístides. Una amistad juvenil surgida de las calaveradas propias de muchachos que no tienen mucho que hacer pero sí mucho tiempo para hacerlo. Y una rivalidad que pudo haber nacido, muy probablemente por algo de envidia por la nobleza auténtica de Arístides y, si hemos de creer a Plutarco, algo también por una competencia romántica tendiente a obtener los favores de Stesileo de Ceos, aparentemente un jovenzuelo de extraordinaria belleza.

Con tesón, dedicación, terquedad, obstinación, tenacidad y una buena dosis de arribismo Temístocles se hizo un lugar entre la jeunesse doré de lo mejorcito de la sociedad ateniense. Su compulsiva ambición de ser aceptado y admirado se hizo notar ya desde su juventud. Su maestro le dijo una vez: "Tú, hijo mío, no serás nunca algo pequeño. Serás grande, de un modo o de otro; sea para bien o para mal". Probablemente ese maestro fue Mnesifilo, uno de los primeros sofistas, y sus palabras resultaron proféticas. En ambos sentidos.

Siempre fue ávido de distinciones y de honores de una manera obsesiva, sin despreciar, por supuesto, el dinero que podía llegar a comprar una buena posición social. Pero le gustaba mezclarse con la gente, saludar a todo el mundo, presumir con su riqueza y hacerse popular a toda costa. El bastardo social buscó, con desesperación y durante toda su vida, ser aceptado y admirado

Con el tiempo, su ambición se vio favorecida por la situación internacional. El archienemigo de Grecia era Persia pero el gran problema residía en que elegir la mejor estrategia para enfrentar a los persas no era nada fácil. Y la decisión se complicaba más aun por la eterna dicotomía entre la tierra y el mar que, como vimos, tanto dividió siempre los criterios en Atenas. En efecto; la ciudad podía optar por construir un poderoso ejército o bien, por el contrario, desarrollarse como una gran potencia naval. Los eupátridas en general eran partidarios de la primer opción. El ejército era lo ancestral. Era lo que siglos de tradición habían consagrado.

Pero el Pireo, con sus ricos mercaderes, sus armadores, sus marineros y sus comerciantes fue de otra opinión. Según ellos, el eje del poderío estratégico no pasaba por la tierra sino por el mar. Allí estaban las rutas de comunicación, allí estaba el dinero, allí estaba lo que todos ambicionaban, por allí pasaba el grano proveniente de las regiones del Mar Negro que una población ateniense en constante crecimiento tanto necesitaba para alimentarse y sobrevivir. El rey persa no querría, en realidad, adueñarse de las pobres y bastante estériles tierras del Ática. No le hubieran servido prácticamente para nada útil. Lo que seguramente buscaría era lograr el dominio del mar para, así, controlar a todo el Egeo.

Temístocles consideró que la razón y, no en última instancia, también el dinero estaban de parte del Pireo. En consecuencia, se jugó por la apuesta naval y no es imposible que también lo hiciera porque todos sus competidores, su amigo Arístides inclusive, se jugarían por la alternativa terrestre y el demostrar que ellos estaban equivocados y que él tenía razón sería la mejor y más definitiva manera de impresionarlos.

En el 493 AC, habiendo sido nombrado arconte, impulsó la fortificación del Pireo convirtiendo al puerto de Atenas en una plaza militarmente defendible. Sorprendió y es probable que hasta escandalizó a varios de sus conciudadanos presentando su teoría de que Atenas debía abandonar su mentalidad terrestre para - según sus propias palabras, que nos han llegado gracias a Tucídides - "hacer del mar su dominio".

Pero cuando los persas llegaron, los dados de la diosa Fortuna rodaron en su contra; al menos al principio. Maratón fue una batalla terrestre y los atenienses la ganaron incluso sin la ayuda de los espartanos que llegaron demasiado tarde a la cita.

Así, no es de extrañar que después de Maratón, Temístocles rugía de rabia. Se dice que se puso tan verde de envidia a causa de la fama ganada por Miltíades que se pasó noches enteras sin dormir y de día deambulaba por ahí haciendo gala de un humor de los mil demonios. Cuando le preguntaron qué le pasaba respondió: "el trofeo de Miltíades no me deja dormir".

En consecuencia, una de las formas de disminuir y rebajar el triunfo de Miltíades habrá sido argumentando que, al fin y al cabo, Maratón no había sido más que una batalla; que era solamente el principio de la guerra y que lo peor todavía estaba por verse. Lo irónico es que, aún nacida de la más negra de las envidias, el argumento resultó correcto.

Hay que concederle a Temístocles que, más allá de sus ambiciones y motivaciones personales, fue uno de los pocos con suficiente lucidez como para ver que Maratón no significaría el fin de la guerra con Persia. En parte porque, por más que los persas habían sido derrotados, la contienda hasta ese momento había tenido lugar sobre el territorio de la Grecia Continental y el Imperio Persa estaba incólume. En parte porque, con eso, las colonias jónicas en el Asia Menor seguirían estando demasiado al alcance del poderío persa. Y en parte también porque la victoria de Maratón, digamos la verdad, había sido más bien el resultado de la buena suerte de Miltíades que había conseguido sortear con un ardid las flechas de los arqueros persas y no tanto la consecuencia de una auténtica superioridad militar por parte de Atenas.

Cuando los persas, diez años después de Maratón, volvieron a la carga, Temístocles ya había conseguido que los atenienses aceptaran la idea de construir una poderosa flota. Por supuesto que, para ello, necesitó dinero. En parte lo consiguió de los ricos mercaderes del Pireo. Pero propuso también que se invirtiese en armar la flota el producto de las minas de plata que Atenas tenía en el Laurio y que se solía repartir entre los ciudadanos cuando no había inversiones más urgentes para hacer. No es difícil imaginar que a muchos, especialmente a los partidarios del ejército, la idea no les gustó para nada. Según los testimonios de la época, muchos orgullosos hoplitas, acostumbrados a pelear a campo abierto, con sus escudos, sus espadas, sus lanzas y con los pies bien firmemente puestos sobre la tierra bufaban iracundos: "nos ha quitado el escudo y la lanza para atarnos al banco y al remo". Temístocles solucionó la cuestión, por lo menos en parte, otorgándole la ciudadanía a todos los marineros que necesitaba con lo que muchos hoplitas quedaron liberados de servir en la armada. Eso es probable que acallara a los más refunfuñones. Pero aumentó todavía más la tensión político-social que tironeaba la estrategia ateniense entre la tierra y el mar.

Para colmo, las primeras alternativas de la segunda invasión persa no fueron nada favorables a los atenienses. La flota griega, construida en realidad entre gallos y medianoche a fuerza de discusiones y dinero, no podía compararse con la poderosa armada imperial persa. En las aguas relativamente abiertas de Artemisión no llegó a ser empleada porque pronto se hizo evidente que, de presentar batalla en ese lugar, sería pulverizada sin remedio. Los espartanos, por su parte, se batieron heroicamente en las Termópilas escribiendo allí una de las páginas más gloriosas de la Historia de Grecia y, acaso, de toda la Historia Universal. Pero no pudieron detener al enorme ejército persa conducido por Jerjes y la maquinaria bélica terrestre del imperio siguió avanzando.

Después de las Termópilas y por un buen rato la cosa fue de mal en peor. Los persas finalmente atacaron a la flota griega y en la escaramuza, si bien no hubo victorias decisivas para nadie, ambos bandos perdieron una buena cantidad de barcos. Mientras tanto, el ejército de Jerjes - con la ayuda de unos cuantos griegos del norte que traicionaron a sus coterráneos y se le unieron - marchó hacia el sur. Atenas tuvo que ser evacuada y su flota quedó estacionada en Salamina. Que era justamente el lugar en el que Temístocles quería tenerla. Pero, antes de poder librar la batalla decisiva que destrozaría el poderío naval persa, las tropas de Jerjes ocuparon Atenas y la incendiaron.

No obstante, de algún modo la victoria naval de Salamina terminó reivindicando a la marina y después, Platea terminó hinchando el orgullo de la gloriosa infantería de modo que al final, todos tuvieron razonablemente lo suyo. Temístocles se convirtió en el hombre del día y hasta terminó haciendo las paces con Arístides quien acabó por reconocer la importancia del poderío naval y se puso a construir la Liga de Delos.

Después de la guerra Temístocles se encontró en la cúspide de su gloria. Hasta los espartanos le rindieron honores. En las olimpíadas siguientes el público lo aplaudió a rabiar. Su ego, que ya de entrada era de un tamaño considerable, debe haber crecido hasta tomar dimensiones bastante insoportables durante esos días. Cuando un extranjero de la ciudad de Serifo le sugirió que debía su fama más a la grandeza de Atenas que a si mismo, le respondió: "Absolutamente cierto. No hubiera sido jamás famoso si hubiese nacido en Serifo. Como que tú tampoco hubieses alcanzado mi fama de haber nacido en Atenas".

Pero, a pesar de su egolatría y su vanidad, parece ser que el hombre no carecía tampoco de sentido del humor. A su hijo le solía decir, por ejemplo, que era el hombre más poderoso de Grecia y el argumento para probarlo resultaba poco menos que impecable: "Porque los atenienses comandan al resto de los griegos, yo gobierno a los atenienses, tu madre me manda a mi y tú dominas a tu madre".

Fue un hombre hábil y un buen estratega. Vio claramente las potencialidades marítimas de Atenas y lanzó a sus conciudadanos hacia el mar. Consiguió frustrar, incluso, a los espartanos con quienes ya empezaban las primeras rivalidades que luego desembocarían en la Guerra del Peloponeso. Los lacedemonios, que nunca habían fortificado a Esparta y que nunca la fortificarían porque eran de la idea que unos cuantos buenos guerreros serían siempre algo mejor que "un montón de ladrillos", no tenían ningún interés en que Atenas se rodeara de muros y defensas. Eso de hablar en forma despectiva del "montón de ladrillos" está muy bien pero, aun así, no es bueno ver que los potenciales adversarios se fortalecen al punto de volverse inexpugnables.

Sin embargo, Temístocles consiguió maniobrar hasta que consiguió fortificar a Atenas de la misma manera en que antes lo había hecho con el Pireo. Más todavía: no solo hizo eso sino que unió a Atenas con el Pireo y le dio al puerto tanta importancia que Atenas se convirtió en un puerto con una ciudad y dejó de ser una ciudad con un puerto.

Si hemos de creerle a Plutarco - y no tenemos muchos motivos para dudar de su palabra en esto - el peso político de Atenas "pasó así a manos de marineros, armadores y capitanes".

A partir de esta época, si alguien les habla de democracia en Atenas, antes de creer todo lo que dice vayan y échenle una mirada a lo que pasaba en el puerto. En la enorme mayoría de los casos encontrarán allí la explicación de por lo menos buena parte de lo que sucedió. Al igual que en nuestras democracias actuales, en el Ágora se discutía de todo y se hablaba de todo en todos los tonos. Pero, con demasiada frecuencia, las verdaderas decisiones se tomaban en otra parte.

En cuanto a Temístocles, lo que lo perdió fue la vanidad y, no en última instancia, su bastante manifiesto amor por los lujos, las ostentaciones y, en última instancia, el dinero. Es un hecho que recolectó con mano de hierro el dinero de sus confederados. Por ejemplo, cuando arribó a la isla de Andros para colectar el tributo les dijo a los isleños que había traído consigo a dos diosas que garantizarían el pago: Persuasión y Fuerza. Lo que ayudó a los de Andros fue que ellos también habían hecho sus deberes teológicos y le contestaron que no podían pagarle porque, a su vez, tenían dos diosas que lo impedían: Pobreza e Imposibilidad.

No sé si eso impresionó demasiado a Temístocles. Pero el argumento es bueno.

Aun recolectando dinero para Atenas - y con seguridad, no sólo para Atenas - Temístocles terminó enfrentando las pretensiones políticas de los espartanos, lo cual hizo que éstos apoyaran a un tal Cimón en contra suya y en la batahola política que se armó alrededor de todo ello, los atenienses, en parte cansados de su obsesiva arrogancia y en parte quizás instigados por Cimón, lo mandaron al ostracismo. Es decir: hicieron con él lo mismo que él había hecho mucho antes con Arístides, cuando éste lo estorbó en sus planes para construir una flota. La vida tiene muchas vueltas.

Se fue a Argos.

Y empezó su mala suerte. Porque mientras estaba allí, se descubrieron las trapisondas de Pausanias. El héroe de Platea y regente de Esparta a causa de la minoría de edad del hijo de Leonidas, había decidido encarar algunas aventuras después de la guerra con los persas. Se fue hacia el norte y capturó Bizancio en el 478 AC. Allí, después de la dura frugalidad espartana, se acostumbró con nada sorprendente rapidez a la buena vida y a los lujos orientales y estalló tal escándalo que fue llamado de regreso a Esparta para enfrentar la acusación de traición. Consiguió que lo absolvieran. Pero no le restituyeron el cargo.

Cuando los atenienses se separaron de los espartanos después de formada la Liga de Delos, Pausanias volvió en forma privada a Bizancio y empezó a ver la forma de quedarse allí para siempre. Convengamos que es un poco difícil volver a un campamento espartano después de haber gozado las delicias de un palacio bizantino, de modo que hasta aquí, yo no le echaría mucho en cara al hombre. El error feo lo cometió cuando, entre una cosa y otra, decidió comprometerse con los persas y hasta conspirar con ellos. Cimón aprovechó la excusa que se le ofrecía en bandeja, montó una expedición a Bizancio y echó a Pausanias de allí. Después de eso no es ningún milagro que volviese a ser acusado de traición por los espartanos. Conspirar con los persas y encima perder Bizancio a manos de los atenienses fue más de lo que cualquier estómago espartano podía soportar.

Pausanias, perseguido, se refugió en un templo. Sus perseguidores no eran alcmeónidas así que no lo mataron cuando salió. Los espartanos simple y limpiamente clausuraron el templo por todos lados y lo dejaron morir de hambre. La verdad: un triste final para el héroe de Platea.

Pero el de Temístocles, el héroe de Salamina, tampoco fue mucho mejor. Aparentemente, todo el affaire de Pausanias reveló una serie de documentos y cartas en las que el buen ex-hombre fuerte de Atenas tampoco quedaba demasiado bien parado. Tuvo que seguir huyendo. Se fue a la isla de Corcira y de allí siguió huyendo hacia Epiro; pero tenía tanto a los atenienses como a los espartanos sobre sus talones, así que terminó en el Asia Menor.

Allí él también se pasó a los persas, deambuló por diversas cortes ofreciendo generosamente traicionar a sus compatriotas a cambio de un poco de hospitalidad, aduló y se arrastró ante los soberanos de Persia hasta que al final consiguió que lo nombraran gobernador de la ciudad de Magnesia en donde el imperio le otorgó numerosos privilegios y donde terminó muriendo a la edad de 65 años.

Sus bienes fueron confiscados en Atenas, aunque sus amigos salvaron buena parte de su fortuna. Aún así, la parte confiscada fue una suma muy considerable. Y esto es significativo si tenemos en cuenta el testimonio de Teopompo según quien Temístocles no valía ni tres talentos antes de dedicarse a la política.

Decididamente, el hombre no hubiera sobrellevado con éxito un juicio de residencia.

¿Qué quieren que les diga? Insisto en que me quedo con Arístides. Por lejos.

Cimón

Y la verdad es que, entre el Pericles de la Guerra del Peloponeso y Cimón, también me quedaría con Cimón. Declaro mis simpatías de antemano para que nadie me acuse de estar queriendo engañar a alguien aquí. Aunque quizás la enorme mayoría de todos ustedes jamás escuchó hablar de él, pienso que fue una gran persona. Más aún: creo que fue el único en su época que entendió realmente lo suicida que resultaría en el largo plazo fomentar y atizar el enfrentamiento entre Atenas y Esparta.

Pero está visto que, para destacarse en política, no es suficiente con ser una gran persona. Y especialmente no lo es cuando uno tiene que lidiar con sujetos de la talla de un Temístocles y de un Pericles que podrán no ser todo lo trigo limpio que uno quisiera pero a los cuales tampoco se les puede negar una fenomenal dosis de auténtico talento. Un talento empleado no demasiado honestamente a veces, pero talento al fin.

Cimón es el hijo de Miltíades.

Su padre, el héroe de Maratón, terminó mal. Después de esa batalla se metió en una serie de aventuras disparatadas con final desastroso. Lo hirieron. Volvió a Atenas herido. Los atenienses le agradecieron los servicios prestados metiéndolo preso e imponiéndole una multa por un monto sideral. No llegó a pagarla. Murió de sus heridas en la prisión.

Antes de eso, por supuesto, se había casado con Hegesipila una princesa de Tracia, como correspondía a su status y posición social ya que su familia siempre había sido considerablemente rica, llegando incluso a ser rival de los alcmeónidas. El hijo de esta unión es Cimón, también llamado Cimón el Joven, para diferenciarlo de su abuelo paterno, una legendaria figura que en su tiempo había ganado tres veces la carrera de carros en las Olimpíadas.

Según los testimonios y la leyenda Cimón era alto, apuesto, abierto, afable y muy directo; en una palabra: un tipo realmente simpático. Pero eso es según la leyenda. Según los bastante más áridos manuales de Historia Militar fue, con gran probabilidad, el mejor estratega que Atenas jamás tuvo.

Por de pronto, una de las áreas en donde reveló un fino sentido de estrategia fue en el de las relaciones familiares. Tanto como para limar asperezas y rivalidades, eligió por segunda mujer a Isodice, una alcmeónida. Y, además de eso, arregló el casamiento de su hermana con el hombre más rico de Atenas, después de lo cual pagó la multa que la ciudad había impuesto a su padre. Nada mal.

De cualquier forma que sea, su currículum militar es sencillamente impresionante. Después de un destacado comportamiento en Salamina lo eligieron estratega y lo continuaron reeligiendo anualmente. En el 478 AC, junto con Arístides, participa en la creación de la Liga de Delos, convirtiéndose en su principal comandante. Después de eso echa a Pausanias de Bizancio. Desaloja a los persas de las costas de Tracia. Destruye el nido de piratas de la isla de Esciro y trae en triunfo a Atenas los restos mortales de Teseo, el legendario rey de la ciudad. En 466 obtiene su mayor victoria: al mando de 200 barcos vence a la flota fenicia en la desembocadura del río Eurimedón y luego también a las tropas persas por tierra. Con ello el control persa sobre el Mediterráneo oriental queda fuertemente debilitado. Continúa limpiando a Tracia de persas. Impide la secesión de la isla de Thasos de la Liga bloqueándola por dos años hasta su rendición en 463 AC.

Antes que me olvide: una pequeña acotación. En el ínterin, hacia el 470 AC un marmolero de Atenas y una partera tuvieron un hijo. Lo llamaron Sócrates. Pero volveremos a él más adelante; por ahora sigamos con Cimón.

Después de semejante desempeño, a su regreso a Atenas, Pericles no tiene mejor idea que acusarlo de haber aceptado sobornos del rey de Macedonia. Fue absuelto, por supuesto, pero, en los turbios enredos políticos que promovió la acusación, su prestigio quedó herido ante la opinión pública. Que era exactamente lo único que con toda seguridad buscaban Pericles y sus seguidores. Cuando uno tiene la ambición de convertirse en primera figura no tiene mucho sentido dejar crecer demasiado a quienes le pueden hacer sombra. Y, de última, una zancadilla es un recurso bastante admitido en política.

Y la zancadilla tenía sentido porque el sustento político principal de Cimón, a pesar de su brillante desempeño naval, estaba entre los miembros de la infantería pesada, los hoplitas, desde el momento en que estos guerreros provenían mayormente de - o se relacionaban con - las principales familias eupátridas. Y todo este sector de la sociedad ateniense no veía para nada con buenos ojos a quienes atizaban, fomentaban y promovían un constante enfrentamiento con Esparta. En esa línea de acción política antiespartana, estaban comprometidos precisamente hombres como Efialtes y Pericles quienes se apoyaban en el dinero del Pireo, en el respaldo de los mercaderes y en el apoyo de las tripulaciones de los barcos como palanca política demagógica.

Así las cosas, en el 462 AC los espartanos se complicaron en el sofocamiento de una rebelión de ilotas en Mesenia. No pudiendo dominar la situación, pidieron ayuda. En contra de la opinión de Efialtes, Cimón consiguió imponer su criterio de ayudar a los espartanos. Es justamente el argumento que utilizó en esta ocasión lo que me ha convencido de que fue el único que, en medio de un belicismo interesado y un patrioterismo barato, vio claro y tuvo un cuadro geopolíticamente coherente de la situación. En contra de la opinión de Pericles y de todos los demás grandes políticos este avezado estratega le gritó a sus conciudadanos: "¡Atenas y Esparta son una yunta de bueyes que deben trabajar juntos para el bien de Grecia!".

¡Si lo hubieran escuchado! ¡Si realmente lo hubieran entendido todos; los espartanos inclusive! Muy distinta hubiera sido toda la posterior Historia de Grecia. Pero claro, meterse en este tipo de especulaciones es entrar en aquello de "qué hubiera pasado si no hubiera pasado lo que pasó". Y ésa es una de las especulaciones más estériles e inútiles que se pueda uno imaginar, por más fascinante que sea como ejercicio intelectual.

El hecho concreto es que en ese momento, en el 462 AC, prácticamente en la mitad del Siglo V, Grecia perdió la mejor oportunidad que jamás tuvo para convertirse en una verdadera potencia de envergadura relevante dentro del mundo antiguo. Y la razón de ello fue la mezquindad y la miopía de unos políticos que la Historia glorificaría más de 2.000 años después, exaltándolos y alabándolos por montar un régimen que, si uno juzga los hechos sin apasionamientos sesgados, es bastante obvio que terminó llevando a todos los griegos al suicidio de una Guerra Civil tan insensata como fatal.

Porque, por un muy breve tiempo, Cimón consiguió convencer a los atenienses de marchar junto a los espartanos. Hasta se presentó con 4.000 hoplitas. Pero en la batalla del Monte Itome los rebeldes no pudieron ser vencidos y los espartanos - seguramente calculando que Cimón no contaba con el suficiente respaldo en Atenas - desconfiaron de los atenienses y los mandaron de regreso a casa.

Esto, por supuesto, les vino como anillo al dedo a Efialtes, Pericles y los suyos. Inflaron el incidente hasta convertirlo en un "terrible insulto". Los mismos que nunca habían querido mandar a nadie a ayudar a Esparta desde el principio y en absoluto, de pronto se hicieron los mortalmente ofendidos de que los espartanos desconfiaran de ellos. ¡Como si las traiciones no hubiesen estado a la orden del día en Grecia! No hay nada que hacerle: la hipocresía es tan vieja como el andar de a pié.

Efialtes se convirtió en el hombre del día, Pericles en forma muy prudente prefirió seguir esperando un poco y la popularidad de Cimón en Atenas se derrumbó.

En las Historias convencionales encontrarán ustedes a Cimón retratado como un aristócrata partidario de los espartanos. Su cuna no es discutible pero esto tampoco refuerza demasiado los argumentos desde el momento en que ni Pericles ni la mayoría de sus demás rivales - excepto, quizás, Efialtes - provenía de un nivel social muy inferior al suyo. En cuanto a que era partidario de Esparta habría, por cierto, más de cuatro cosas para decir al respecto. Es absolutamente cierto que quería una alianza sólida con Esparta. No obstante, igual de cierto es que fue firme partidario de sostener y mantener el poderío naval ateniense. Como que lo comandó y le dio más de una victoria.

Su gran diferencia con Pericles fue que, mientras éste veía en Esparta a un rival a eliminar, Cimón consideraba a los espartanos como aliados naturales para que hicieran por tierra lo mismo que Atenas estaba haciendo por mar. Juntos podían construir un imperio. Separados se consumirían en rivalidades estériles. Tuvo razón. El despropósito político de considerar a Esparta como una potencia enemiga, llevó a la guerra a ambas ciudades y en esa guerra Grecia terminó perdiendo su oportunidad histórica.

A Cimón lo mandaron al ostracismo al año siguiente, en el 461 AC. Cuando, apenas cuatro años más tarde, ya estallada la guerra, espartanos y atenienses se enfrentan en la batalla de Tanagra, Cimón se presenta voluntariamente ante los estrategos y les solicita que le autoricen a combatir por Atenas. No le permitieron pelear por su ciudad y lo rechazaron. Ante ello, arengó a sus simpatizantes y seguidores pidiéndoles que la defendieran con honor y valentía.

No sé qué hizo Cimón después de eso. Pero sus hombres fueron y pelearon como se les había pedido.

Y murieron todos en combate.

Ante estos acontecimientos, el propio Pericles se vió prácticamente obligado a anular el ostracismo y llamarlo de regreso. Y Cimón volvió. Trabajó por la paz con Esparta. Consiguió establecerla al menos por un tiempo y le volvieron a dar el mando de una gran flota.

Murió poco más tarde a causa de las heridas que recibió en una batalla.

Y mientras esto sucedía, en Atenas la gran noticia era otro paquete de reformas políticas.

Efialtes

Los orígenes de Efialtes son oscuros. No sabemos gran cosa de él fuera de su trayectoria pública. Parece ser que era pobre y, según Claudio Aeliano, algo así como un filósofo. Lo primero aproximadamente concreto que sabemos de él es que en el 467 AC, más o menos por la época en que Cimón destruye la hegemonía naval fenicia que estaba al servicio de los persas, Efialtes ya es estratega y comanda una flota ateniense en el Egeo. Y lo otro bastante concreto que también podemos inferir con razonable seguridad de los hechos es que le sirvió a Pericles como palafrenero mientras éste se preparaba a subir al caballo de la política en Atenas.

Entre el 462 y el 461 AC, o sea coincidiendo con - o inmediatamente después de - la caída en desgracia de Cimón, Efialtes atacó al Areópago que, como recordarán ustedes era el cuerpo que reunía a los ex-arcontes en forma vitalicia y que, en términos de alineamiento político, constituía uno de los últimos bastiones eupátridas.

A instancias de Efialtes, pues, las atribuciones del Areópago se recortaron y se potenciaron los pesos políticos de la Asamblea Popular o Ecclesia, la Boule (que desde el principio había sido instituida como rival del Areópago) y los tribunales legales. Con ello, según Diodoro, Efialtes "persuadió a los miembros de la Asamblea a votar por el recorte del poder del Areópago y destruir las célebres costumbres que sus padres habían respetado".

La reforma era básicamente inconstitucional, por supuesto - Diodoro la designa directamente como ilegal - pero, como bien sabemos, muchas cosas pueden ser inconstitucionales o ilegales hasta que no viene alguien y reforma la Constitución o las leyes. Después de eso, lo ilegal deja de serlo y lo inconstitucional se convierte en norma.

Un hecho no menor es que, una vez cumplida su tarea, Efialtes terminó asesinado en circunstancias muy poco claras. Los dedos acusadores de los historiadores apuntan, con casi total unanimidad, hacia los eupátridas desplazados. Pero, en un ambiente como el de la Grecia antigua uno nunca puede estar del todo seguro. Tampoco deja de ser cierto que las reformas y la muerte de Efialtes despejaron bastante el camino hacia el poder para Pericles.

Y lo cierto es que Pericles consolidó esas reformas.

O, por lo menos, le vinieron muy bien.

Pericles

Con Pericles tenemos de nuevo a otro noble eupátrida ocupándose de la democracia en Atenas. Su madre, Agariste, pertenecía a nuestra ya conocida familia de los alcmeónidas y era sobrina de Clístenes. Su padre, Xantipo, provenía de la misma familia a la que había pertenecido Pisístrato y poseía tierras en Colargo, una región al norte de Atenas. De ambos progenitores heredó una elevada posición social y de su padre es probable que heredara también la pasión por la política. Porque este Xantipo, es el mismo que fue enviado al ostracismo en el 484 AC y el mismo que encabezó la agitación contra Miltíades forzándolo a Arístides impulsar el juicio contra el héroe de Maratón que se había metido en problemas con sus aventuras.

En adición a la política que le venía por tradición familiar, Pericles fue educado por los mejores maestros disponibles en su tiempo. De Damon, probablemente el mejor teórico de la música de su tiempo, aprendió el arte musical - y varias otras habilidades que se incluían en ese rubro por aquella época. De Zenón de Elea - prácticamente de la misma edad que él, de quien se decía que podía probar cualquier proposición como falsa y que es el autor de varias conocidas paradojas, entre ellas la de "Aquiles y la Tortuga" - aprendió a discutir y a utilizar la dialéctica.

Y debe haber sido un muy buen alumno porque uno de sus adversarios, para caracterizar su capacidad polémica, dijo de él: "Cuando lo derribo, insiste en que no ha caído y por su poder de persuasión es capaz de hacerle creer a los espectadores que él es quien tiene razón, aún a pesar de lo que estos espectadores han visto con sus propios ojos".

De Anaxágoras - que fue íntimo amigo suyo y el primero en destacar la importancia de la inteligencia en el universo - aprendió un comportamiento grave, majestuoso y sereno que le dio gran popularidad.

Plutarco nos cuenta que en una oportunidad, uno de esos sujetos molestos y persistentes que nunca faltan lo siguió durante todo el día y a todas partes, molestándolo con críticas e insultos. El individuo sencillamente no quería dejarlo tranquilo. Imperturbable, Pericles dejó que el hombre lo acompañase profiriendo sus exabruptos y cuando se hizo la noche, se fue a su casa y le ordenó a uno de sus esclavos que, con una linterna, escoltara al insufrible criticón a la suya; no fuese cosa que tuviera algún inconveniente en la oscuridad.

Ya adulto, fue un hombre corpulento y de elevada estatura. Conocemos su rostro gracias a un busto extrañamente realista esculpido por Cresilas, en el cual aparece con un casco que disimula su cabeza apepinada, una desproporción que le hizo cosechar más de una burla durante su vida. [12] Compensó esa deficiencia con una actitud pomposa y solemne que, entre muchas otras razones, hizo que su amigo Tucídides, el historiador, [13] dijera de él: "gobernó Atenas como un rey". Un rey algo extraño en todo caso, puesto que pasó a la posteridad como uno de los mayores demócratas.

Su carrera política comenzó al lado de Efialtes y en oposición a Cimón. No es de extrañar, pues, que mientras la estrella de Cimón subía y declinaba, Pericles se dedicara a construir su posición de poder en Atenas.

Su primer aparición pública se produjo hacia el 463 AC cuando lo acusó a Cimón de haber recibido sobornos - aunque en esto muy probablemente debe haber sido utilizado como "pantalla" por Efialtes y Arquestrato quienes eran los verdaderos impulsores de la iniciativa. La cuestión es que, después del apuñalamiento de Efialtes, la estrella de Pericles empieza a brillar en el firmamento político de Atenas. Y con él, la democracia ateniense se embarca en toda una serie de guerras y aventuras bélicas.

Durante la primer época de su reinado democrático, la estrategia de Pericles estuvo dirigida en forma manifiesta y decidida hacia la expansión del poder de Atenas en todas direcciones. El resultado de ello es una larga y aburridísima serie de campañas, batallas y conflictos en la cual se aprecia una política curiosamente similar a la que practicarían veinte siglos más tarde tantos líderes políticos europeos que, centrados en sus propios dominios con un criterio estrechamente chauvinista, llevarían a Europa a una serie de guerras y enfrentamientos que al final terminarían en dos Guerras Mundiales.

Pericles no llegó a tanto. La tecnología militar de su época todavía no permitía campañas de esa envergadura y Grecia continental todavía abarcaba solamente un pequeño rincón de lo que más tarde sería Europa. Pero el criterio es muy similar. Es el de querer hacer prevalecer a la parte por sobre el todo. Peor todavía: es el de no querer reconocer a la parte como tal e insistir en la pretensión ilusoria de que el todo debe aglutinarse a su alrededor. Es el negarse tercamente a ver que Atenas era solamente una parte - una parte relevante, importante, notoria, todo lo que se quiera, pero tan sólo parte al fin - de una Grecia que la trascendía, del mismo modo en que otros hombres más tarde se negarían a ver que París, Londres o Berlín, más allá de sus gloriosas tradiciones y logros locales, fueron y siguen siendo tan sólo parte de una Europa que las trasciende y supera.

La lista de las crisis y guerras que se registran durante los quince años que median entre el 460 AC cuando Pericles accede al poder y la firma de la Paz de los Treinta Años en el 445 AC es realmente tediosa. En el 459 AC Pericles apoya a insurgentes egipcios en contra de Persia. Simultáneamente inicia un conflicto por tierra con Corinto, Epidauro y Egina. En el 457 se destaca en la batalla de Tanagra contra los espartanos quienes, si bien ganan la contienda, no explotan la victoria, probablemente especulando con que la política de acercamiento y pacificación de los partidarios de Cimón rinda sus frutos. Pero los espartanos le erraron al cálculo. En el 455 AC los atenienses saquean Laconia y ocupan Naupacto sobre el Golfo de Corinto. En el 454 Pericles prosigue la guerra pero en el 453 se sabe que la aventura en Egipto terminó en un fracaso, con lo cual se ve obligado a llamar de regreso a Cimón y a establecer la paz con Esparta sobre la base del status quo del 451 AC. Lo incómodo para Pericles en esa ocasión fue que los espartanos no quisieron negociar con él y solamente estuvieron dispuestos a hacerlo con Cimón, el único al que respetaban.

Tardíamente, luego de lograr un arreglo con los persas, Pericles intenta armar un Congreso Panhelénico en Atenas para concertar la reconstrucción de Grecia después de la devastación por las continuas guerras. Pero esta jugada no tiene éxito. Todo el mundo en Grecia sabe que las guerras estuvieron impulsadas más por el expansionismo de la democracia ateniense que por el belicismo militarista espartano. El proyecto fracasa porque los espartanos, nada sorprendentemente, no creen en él.

Para Pericles, la situación se complica. Los Beocios se rebelan contra la dominación ateniense y en el 447 AC aniquilan al ejército enviado a reprimirlos. La rebelión se expande a Focea, Locris y Eubea. Por su parte, Megara masacra la guarnición ateniense estacionada en la ciudad. El ejército espartano penetra en el Ática hasta Eleusis. En la crisis Pericles, probablemente mediante sobornos, induce a los espartanos a retirarse. Reconquista Eubea pero debe dar por perdidas las demás posesiones.

En el 445 AC se firma finalmente, la "Paz de los 30 Años" entre Atenas y Esparta con la cual Atenas renuncia a su hegemonía en Grecia Continental.

Después de estos no demasiado brillantes logros en sus campañas por tierra Pericles decide orientarse hacia el mar, con proyectos que incluyen hasta expediciones al Mar Negro. Su política ahora es la de convertir en súbditos a los otrora aliados de la Liga de Delos. Como recordarán ustedes, esta Liga había surgido como iniciativa de Atenas para enfrentar a los persas. Los miembros de la Liga se habían comprometido a aportar fondos para mantener una fuerza capaz de oponerse a la persa. Al principio, al dinero lo administró el intachable Arístides pero luego, con el correr de los años el manejo de los fondos fue degenerando. Lo que había comenzado como una contribución voluntaria terminó siendo un aporte obligatorio exigido por Atenas. Por otra parte, también hay que señalar en honor a la verdad que, una vez alejada la amenaza persa, varios miembros de la Liga poco a poco acordaron - y hasta en algunos casos prefirieron - enviar dinero en lugar de soldados. El conocido principio aquél de que "si no puedes vencerlos, sobórnalos" ya funcionaba, y de modo bastante bien aceitado, en aquellos tiempos.

Pericles usó buena parte de estos fondos para financiar ambiciosas obras públicas en Atenas. Según Plutarco, los hombres más honorables de la ciudad "... objetaron vehementemente esta utilización del dinero diciendo que los aliados tendrían razón al considerarlo un acto abierto de tiranía cuando viesen que el dinero recolectado para la guerra era utilizado para adornar a Atenas como una prostituta". Pero Pericles convenció a los atenienses que, en realidad, se merecían el dinero. El secreto estaba en que con él se creaban muchos puestos de trabajo y así una gran cantidad de artesanos, artistas y operarios - además de los marineros y otros soldados - le debieron su paga a Pericles con lo que más de media Atenas terminó teniendo sumo interés en la continuación de esta política ya que casi todo el mundo trabajaba en alguno de sus grandes proyectos.

Gracias a Plutarco tenemos un cuadro bastante claro de cómo funcionaba esta temprana versión de una política de pleno empleo. El mecanismo básico partió del hecho que el Estado tenía mucha plata para gastar. Tradicionalmente, ese dinero se habría repartido entre los ciudadanos pero Pericles introdujo una importante innovación: en lugar de distribuirlo en forma prácticamente gratuita, decidió invertirlo en ambiciosas y lujosas obras públicas. Con ello dio trabajo a carpinteros, fundidores, herreros, albañiles, orfebres, talladores de marfil, bordadores, torneros, transportistas, mercaderes, marineros, armadores, conductores de carretas, criadores de bueyes, fabricantes de sogas, tejedores, curtidores, mineros, constructores de caminos y cada uno de estos oficios, a su vez, daba trabajo a todo un ejército de trabajadores no calificados para la realización de las tareas más variadas. Las cuales, por su parte, requerían ingentes cantidades de mármol, piedra, bronce, marfil, oro y madera de ciprés y ébano. [14]

Pero, además de este efecto multiplicador de orden económico-laboral, también es preciso destacar que las obras proyectadas eran de una extraordinaria belleza. Esto terminó generando una competencia vivaz, y casi deportiva entre todos los involucrados, donde cada uno rivalizó con el otro para destacar la excelencia de su oficio y la perfección de su trabajo. En buena medida esto contribuye a explicar un fenómeno que siempre ha despertado la curiosidad y el asombro de los arquitectos e ingenieros civiles hasta el día de hoy. Me refiero a la relativamente enorme velocidad del avance de las obras con la que construcciones que bajo circunstancias normales se hubieran estirado quizás por todo un siglo fueron prácticamente completadas en el corto lapso de una sola generación.

Una de las primeras obras terminadas fue la larga muralla central que servía a la fortificación de Atenas y que fue un trabajo dirigido por Callícrates. En asociación con Ictinos - quien probablemente actuó más como artista y diseñador - este ingeniero civil contribuyó también a la construcción del Partenón y otros templos, como por ejemplo el Atrio de los Misterios en Eleusis, consiguiendo solucionar el bastante difícil problema de encontrar la forma de techar un espacio lo suficientemente amplio como para dar cabida a una gran cantidad de personas sin utilizar cúpulas, ni domos, ni arcos, ni columnas internas que interrumpiesen la visual.

Otra obra muy interesante y, según se dice una de las favoritas - si no la favorita - de Pericles fue el Odeon, esa gran sala de conciertos construida para llevar a cabo certámenes y conciertos de canto, flauta y lira.

El resultado de toda esta actividad fue indiscutiblemente hermoso. Lo que nos ha quedado de la Atenas clásica seguramente no despertaría la admiración de millones de turistas de no ser por las obras construidas por iniciativa de Pericles. Que buena parte de esas obras fue posible gracias al dinero exprimido de los tributarios y resultase invertida no sin una buena dosis de cálculo político, todo eso no quita absolutamente nada de su valor estético.

Sin dinero, sin poder y sin algo de látigo no es posible imaginar una sola gran obra arquitectónica en toda la superficie del planeta. Desde las pirámides egipcias, pasando por las catedrales góticas y terminando por el túnel vial ferroviario bajo el Canal de la Mancha. Para no hablar de los enormes gasoductos construidos por los comunistas soviéticos gracias a los cuales ahora media Europa capitalista cocina sus alimentos y calienta su trasero en invierno.

Por otra parte y complementariamente, Pericles adoptó la estrategia de hacer un uso intensivo de la clerucía, impulsando la creación de colonias de clerucos por toda el área de influencia de Atenas. Si bien esta política tampoco estuvo exenta de sangrientos conflictos - como, por ejemplo, la rebelión de Samos del 440 AC que pudo ser sofocada sólo con bastante trabajo - el hecho es que el colonialismo de la democrática Atenas se extendió a Chersonea (Tracia - 453-452); Lemnos, Imbros, Naxos y Eretria (antes del 447 AC); Brea (Tracia - 446 AC); Oreo (445 AC); Amiso y Astaco en el Mar Negro (después del 440 AC) y Egina (431 AC). Y esta lista es sólo parcial.

La otra gran innovación de Pericles es la del pago por la participación en los asuntos públicos. A partir de esta época, la actividad política dejó de ser un servicio prestado por los ciudadanos al Estado en forma gratuita y más o menos patriótica. Los jueces recibieron entre 1 y 2 óbolos por día desde el 451 AC en adelante. Los soldados, además de lo que ya recibían por tradición, cobraron 3 óbolos adicionales. Se pagó a los arcontes y a los miembros de la Boule por sus molestias. Con el tiempo se llegó a la remuneración de todos los cargos públicos e, incluso, al pago de dietas por la asistencia a la Asamblea. Aristóteles calculó que, entre una cosa y otra, unos 20.000 ciudadanos recibían algún tipo de remuneración de la polis. Teniendo en cuenta que el total de ciudadanos rondaba los 40.000 no es ninguna exageración decir que algo así como el 50% de la ciudadanía terminó recibiendo dinero del Estado, ya sea por un concepto o por otro.

Plutarco es bastante severo con él al respecto: "Por las medidas que introdujo, los atenienses fueron transformados de gente sobria y frugal que se mantenía por su propio trabajo, en inescrupulosos e indolentes adictos a los fondos públicos."

Si bien las sumas, individualmente consideradas, no representaron una fortuna, ni mucho menos, estos montos relativamente pequeños multiplicados por 20.000 por fuerza deben haber representado un gasto nada irrelevante para el Estado. Un gasto que, obviamente, tuvo que ser cubierto por ingresos provenientes de otra parte. Además, la sola idea de que la participación en política fuese una actividad rentada introdujo una principio nefasto en la vida pública griega. Porque, si bien el argumento de justificar las dietas por la intención de que hasta lo pobres tuviesen oportunidad de participar en política puede parecer razonable a primera vista, lo que sucedió es lo que siempre sucede en estos casos: una vez que uno empieza a pagar por algo, el principio queda establecido. El precio y el detalle de los servicios prestados, en todo caso, siempre se puede negociar después...

A todo esto debemos sumar una medida adicional: la apertura del arcontazgo a los zeugitas y a los tetes, es decir: a los ciudadanos de la tercera y cuarta categoría. Siguiendo la política de Temístocles que le había concedido la ciudadanía a los tetes cuando necesitó marineros para tripular su flota, y a la de Efialtes que amputó las atribuciones del Areópago - la institución que reunía a los ex-arcontes - Pericles hizo que el cargo de arconte pudiese ser desempeñado por individuos provenientes de las clases más bajas de la sociedad ateniense. La medida ha sido universalmente aplaudida por su evidente contenido democrático. Lo que ya no se analiza con tanto detalle es el valor de esa medida como jugada política en sí misma y, sobre todo, se callan las consecuencias que tuvo. Porque, por un lado, es bastante obvio que con ella Pericles actuó para consolidar su propia posición de poder al ampliar en forma considerable su base de sustentación popular. Por el otro lado, no menos obvio es que se consiguió el apoyo de muchísima gente que en realidad no entendía un rábano de las complicadas maniobras de política interna y exterior que se estaban llevando a cabo pero que seguramente votaría a favor de las iniciativas de quien tan generosamente les había abierto las puertas del poder político.

El otorgarle poder a los ignorantes es un recurso aceptable mientras esos ignorantes tengan un buen líder a quien seguir. El problema se presenta tan sólo cuando el líder se muere o desaparece y, por esos caprichos del destino, el poder termina quedando en las manos de los ignorantes.

*.*.*.*.*.*.*

En el 433 AC, debido a su ambición por expandir su poder colonial por el Mediterráneo occidental, Atenas llega nuevamente a una situación de enfrentamiento con Esparta.

El asunto había comenzado el año anterior a raíz de una pelea con Corinto por una cuestión con la ciudad de Potidea. Este conflicto sería para nosotros uno más entre tantos otros de no ser por un hecho que nos interesa en especial. En él Sócrates combate distinguiéndose por su valor y es protagonista de un acto heroico que lo ennoblece pero que, con el correr de los años, se convertirá en una desgracia histórica: le salva la vida a uno de sus discípulos.

Aunque, está bien, seamos justos, el discípulo le salvará la vida a él tiempo después, de modo que algo de reconocimiento le debemos. Probablemente es una de las pocas cosas verdaderamente útiles que el sujeto hizo en toda su vida.

El discípulo se llamaba Alcibíades.

En cuanto a Pericles, por esos vericuetos que suele tener la política exterior, de pronto prohíbe en Atenas la importación de bienes procedentes de Megara para castigar a esta ciudad por su alianza con Corinto. El conflicto debió haber sido arbitrado por Esparta pero resultó que el embajador ateniense en Megara fue asesinado y Pericles rápidamente acusó del hecho a los megarenses. Nadie le creyó. Más aún: Megara lo acusó a su vez del asesinato porque todo el mundo estaba convencido de que quería una guerra con Esparta.

Y la quería porque la necesitaba.

La razón de ello es que, por esta época, Pericles estaba en una situación muy complicada. Tenía que enfrentar fuertes críticas políticas, le habían armado toda una serie de escándalos públicos y, para colmo, quedó mal parado por una cuestión familiar bastante delicada.

Pero vayamos por partes.

Es sabido que en política uno, en principio, puede colocarse a la derecha, al centro o a la izquierda y hasta en alguna posición intermedia, dado el caso. Pero también es sabido que este posicionamiento rara vez es definitivo y a la larga resulta harto poco definitorio. No importa cuan a la derecha te coloques, siempre aparecerá alguno que querrá ser más hiperpatriota que los patriotas y terminarás acusado de traidor a la patria. Del mismo modo, si te colocas a la izquierda, no faltará quien se posicione a la izquierda de tu izquierda para acusarte de cerdo burgués capitalista. Y no creas que ocupando el centro estarás a salvo porque, en esa ubicación es donde en realidad todos quisieran estar, sobre todo aquellos que han sufrido algunos años de desgaste político, no importa de cual utópico extremo hayan partido.

En esencia, esto fue lo que le pasó a Pericles. Como líder de los demócratas se había ubicado a la izquierda de los ultraconservadores pero, de pronto, se encontró con que entre las clases más bajas surgía y se hacía cada vez más fuerte la voz de unos ultraizquierdistas demagogos. Con lo cual quedó desplazado hacia ese centro que todos ambicionaban y tuvo que enfrentar la dura realidad de recibir sopapos de todos lados.

Los demagogos comenzaron a acusarlo de autócrata, resucitando para ello su filiación paterna y recordando de pronto que los pisistrátidas - como el nombre lo indica - eran en realidad descendientes del tirano Pisístrato. Pero eso sólo fue el principio porque, obviamente, el asunto no terminó allí.

Alguien de pronto se acordó de que Fidias era su amigo. Porque resultó ser que Fidias estaba esculpiendo la famosa estatua de Palas Atenea la cual habría de estar enteramente cubierta de oro. Nada más a mano, pues, que acusar a Fidias de haberse quedado con parte de ese oro. Lo acusaron, pues. Y no tuvieron suerte. Fidias había, de algún modo, olfateado lo que tramaban contra él y consiguió tomar sus medidas para refutar a sus acusadores. Pero eso fue tan sólo la primera vez. La siguiente ya no tuvo tanta suerte.

Lo volvieron a acusar, esta vez de impiedad por haber representado su propio rostro - y probablemente también el de Pericles - sobre el escudo de Atenea. Consiguieron meterlo en prisión. Después de eso no sabemos muy bien qué pasó con él. Según algunos, murió en la cárcel. Según otros terminó exiliado. El hecho es que con él, Pericles perdió a uno de sus más valiosos colaboradores; al que había sido el director artístico de buena parte de su ambicioso programa de obras públicas.

Otra operación estuvo dirigida contra su íntimo amigo Anaxágoras. El filósofo era de Clazomene y había llegado a Atenas hacia el 480 AC. En una de sus teorías, tuvo la osadía de afirmar que el sol no era más que una piedra incandescente, más grande que todo el Peloponeso. Eso resultó ser políticamente muy incorrecto, especialmente proviniendo de un extranjero que, para colmo, era amigo del hombre fuerte de la ciudad. Lo acusaron de impiedad y, aunque Pericles con la ayuda de su mujer consiguieron salvarle el pellejo, el filósofo tuvo que huir de Atenas y pasó los últimos años de su vida en Lampsaco.

Pero la más peligrosa de las ofensivas se suscitó por una cuestión de polleras en la cual se puede apreciar la enorme hipocresía de un ambiente en el cual, a pesar de que la homosexualidad y hasta la pederastía estaban tan extendidas que constituían costumbres universalmente aceptadas, era factible, sin embargo levantar la bandera de la moralina burguesa siempre y cuando la insignia quedara debidamente santificada por motivos políticos.

Pericles, en efecto, tuvo dos mujeres en su vida. De la primera sabemos desgraciadamente muy poco más allá de que era rica y de buena cuna. Pericles se casó con ella cuando él tenía alrededor de 20 años y, después de 10 años de matrimonio, se divorciaron. Aproximadamente unos 20 años más tarde, ya frisando los 50, llevó a su casa a otra mujer, una extranjera oriunda de Mileto, muy conocida en toda la ciudad, de nombre Aspasia.

Cuando señalo que Aspasia era muy conocida en todo Atenas, por favor, quisiera que entiendan esto en forma literal. Y lo digo porque la señora, muy conocedora del oficio femenino más antiguo del mundo, supo regentear una especie de prostíbulo. En otras palabras, fue lo que los griegos llamaban una hetaira. Pero aquí, para hacerle justicia, deberíamos hacer algunas precisiones.

La primera de ellas es que una hetaira no debe ser confundida con una prostituta de la calle. En absoluto. Para encontrar algún paralelo, deberíamos pensar en algo así como las geishas japonesas o, en su defecto, en las cortesanas de alto vuelo de las monarquías europeas. En segundo término, deberíamos saber que eran hermosas y Aspasia, según se dice, era bellísima. Pero, además de eso, las hetairas de Atenas no estaban, en absoluto, relegadas a algún callejón oscuro subrepticiamente visitado por adolescentes sexualmente inexpertos, adultos insatisfechos o ancianos libidinosos. Todo lo contrario.

Para empezar, por regla general eran extranjeras. Vivían en casas relativamente lujosas, a veces solas, a veces en grupo, gozando de una libertad incomparablemente mayor a la del común de las demás mujeres atenienses. Muchas de ellas fueron destacadamente inteligentes y cultivadas. Aspasia, por ejemplo, dialogó más de una vez con Sócrates que no desdeñó su compañía en absoluto y el hecho no debe interpretarse como algo extraordinario porque los domicilios de las hetairas eran asiduamente frecuentados por hombres casados y nadie jamás se escandalizó por ello. Más aún: con frecuencia se las contrató para animar simposios y otros acontecimientos sociales del más alto nivel.

Cierta literatura ha querido presentar a Aspasia como una especie de líder feminista en la Grecia Antigua. Por desgracia, me temo que no hay una base demasiado sólida para documentar tal pretensión. Lo único que sabemos con certeza es que fue famosa por su hermosura, por su inteligencia, por su cultura y, no en última instancia, también porque consiguió terminar durmiendo en la cama del hombre más importante de su tiempo. Un hombre sobre quien, sin duda, ejerció una poderosa influencia y con el cual deben haber formado un formidable equipo. Porque, por todo lo que podemos saber, Aspasia y Pericles se amaron profunda y sinceramente; a punto tal que escandalizaron a toda Atenas, no tanto por su matrimonio sino por el manifiesto apego que mutuamente se tenían. Por ejemplo, fue muy conocida y comentada la costumbre de él de - ¡imagínense ustedes la impudicia! - darle un beso a ella al salir y otro al regresar a casa.

Al parecer las demás esposas atenienses no gozaban de este tipo de privilegios. ¿O eran los hombres quienes no conseguían hacerse merecedores de ellos? Bueno, la verdad es que no lo sé pero, en todo caso, la envidia debe haber sido colosal.

Y en un momento dado esa envidia resultó funcional a ciertos objetivos políticos. Aspasia fue acusada de ser irrespetuosa para con los dioses. En otras palabras: el viejo truco de la impiedad, usado esta vez como tiro por elevación contra Pericles quien, más que obviamente, era el verdadero objetivo. En honor del hombre hay que decir que se portó como un verdadero caballero. Salió y defendió públicamente a su mujer que, siendo extranjera, no hubiera podido hacerlo por cuenta propia. Y lo hizo bien. Tan bien que la acusación al final no prosperó y los promotores del asunto tuvieron que embolsar una derrota.

Pero la victoria de Pericles tampoco fue completa. La situación se le complicó, no por parte de Aspasia que le fue fiel y leal hasta el fin, sino debido a que sus enemigos no aflojaron y continuaron el ataque reflotando la vieja cuestión de los dineros públicos gastados en las grandes obras de Atenas. Se pasó una resolución especificando que Pericles debería rendir cuentas en forma exhaustiva de la forma en que había obtenido y gastado esos fondos.

Esa cuestión, especialmente teniendo en cuenta todas las anteriores, ya resultaba mucho más delicada de manejar, por decir lo menos. En consecuencia, no quedó más remedio que pensar en una buena guerra y rogar a todos los dioses que los atenienses se olvidaran del asunto en medio del fragor de las batallas.

No iba a ser la primera vez - ni ciertamente sería la última - en que un político inventa una guerra para sacar el cuello de una posición altamente comprometida.

Hacia el 433 AC las finanzas del imperio ateniense fueron puestas al servicio de la maquinaria bélica. Después del asesinato del embajador ateniense en Megara los hechos se fueron precipitando. Todo el mundo sospechó que la ofensiva contra Megara era solamente parte de algo mucho más amplio en la mente de Pericles y las sospechas no tardaron en confirmarse. Los espartanos reaccionaron convocando un Congreso Peloponésico al año siguiente. En el mismo se decidió enfrentar a Atenas ya que todos estaban convencidos de que Pericles buscaría la guerra porque, sencillamente, no podía darse el lujo desistir del conflicto.

Para tratar de salvar la paz - o al menos la cara - Esparta exige la expulsión de la familia de los alcmeónidas de Atenas. Un claro y no demasiado diplomático tiro directo contra el mismo Pericles quien, como sabemos, pertenecía a esa familia. En Atenas, la exigencia es, por supuesto, rechazada y las hostilidades comenzaron en la primavera del año 431 AC.

La Paz de los Treinta Años había terminado.

*.*.*.*.*.*.*.*

La guerra así desatada nos ha sido relatada en detalle por Tucídides. Si les interesa, pueden consultar su Historia de la Guerra del Peloponeso pero les prevengo desde ya que, si no tienen un especial interés por las mil alternativas de toda una serie de hechos militares, ésta, al igual que muchas otras, les resultará mortalmente aburrida. En realidad, todas las guerras son así: por desgracia mortales para la mayoría de quienes participan en ellas y no menos letalmente fastidiosas para quienes tienen que estudiarlas varios siglos más tarde. Es como si algunos políticos, no contentos con mandar sus contemporáneos a la muerte, todavía sintiesen un siniestro placer en atormentar a los estudiantes de Historia de las generaciones posteriores haciendo de sus aventuras bélicas algo tan monótono, reiterativo y tedioso que hasta las fechas y los lugares se recuerdan con dificultad.

Por lo tanto, a nosotros nos alcanzará con saber que durante esa guerra, Pericles solamente se interesó por defender la ciudad, abandonando las tierras circundantes a su suerte. Los dueños de estas tierras podían ver, desde detrás de los muros de Atenas, como sus propiedades eran devastadas por los invasores. Los atacantes llegaron a cortar árboles y destruir propiedades para provocar a los atenienses a salir de la ciudad y presentar batalla. Pero Pericles prefirió mantenerse adentro y apostar su suerte a la flota. Respondiendo a sus críticos, argumentaba, no sin una buena dosis de realismo práctico: "Los árboles volverán a crecer. Los hombres muertos no lo harán".

En este contexto, al final del primer año de la guerra - es decir: a principios del 430 AC - es que Pericles pronuncia su más conocida pieza de oratoria: su famoso discurso fúnebre en honor a los caídos en combate por Atenas y en el cual apela al orgullo de sus conciudadanos exaltando las bondades de la democracia.

Con este bendito discurso tenemos unos cuantos problemas.

Por un lado ha sido usado y abusado como testimonio de lo que fue y significó la democracia ateniense. Por el otro lado, sabemos que Tucídides - si bien es aceptablemente imparcial y veraz como historiador - no sólo era íntimo amigo de Pericles sino, además, un autor al que le encantaba poner grandes discursos en boca de los personajes cuya vida relataba. De modo que, si vamos a lo concreto, no sabemos muy bien si el discurso fúnebre de Pericles que conocemos es realmente el discurso de Pericles, o más bien el discurso que a Tucídides le hubiera gustado escuchar de boca de Pericles. O sólo lo que Tucídides quiso recordar de todo lo que Pericles dijo en aquella ocasión.

Para colmo de males, lo tenemos también a Platón quien nos cuenta que la célebre alocución fue, en buena medida, pergreñada nada menos que por Aspasia; algo que tampoco podemos desechar del todo conociendo el indiscutido talento de la mujer y la relación realmente estrecha y firme que tenía con su marido.

Y encima de todo esto, tenemos el problema de los traductores que, en una gran cantidad de casos, han tomado el griego antiguo original y lo han vertido a algún idioma contemporáneo cuidando con gran celo que el resultado de la traducción se adapte deliciosamente bien a nuestra harto dogmática interpretación de la democracia actual.

Pero, sea como fuere, de lo que a ningún político con dos dedos de frente le puede caber duda alguna es que se trata de una pieza de propaganda política que sólo en forma muy tangencial constituye un testimonio acerca del verdadero funcionamiento del régimen ateniense.

Por de pronto, el discurso está prolija, cuidadosa y muy eficazmente construido. No son las sentidas palabras de un viejo comandante que despide a sus soldados caídos. No son tampoco los conceptos emocionados de un gran patriota que siente arder en su pecho el dolor por la muerte de aquellos que quedaron para siempre sobre los campos de batalla. El discurso es, por el contrario, el de un muy hábil político que sabe que todo el mundo lo está mirando y que aprovecha la oportunidad con sumo cuidado para lograr un impacto favorable en el auditorio.

Comienza con una excusa en la que se expone lo difícil que es hablar de los caídos en una guerra. Le sigue la casi obligada referencia a la gloria de los antepasados y, a continuación, esa gloria es inmediatamente enganchada al régimen político imperante cuya apología es la parte central del discurso. Y, naturalmente el final es otra sentida referencia a los muertos más algunas palabras de consuelo a los deudos.

La transición que establece la relación entre las glorias pasadas y el régimen político actual es impecable y queda planteada en un solo, elegante, párrafo: "Pero cuál fue el camino por el que llegamos a nuestra posición; cuál es la forma de gobierno que permitió volver más evidente nuestra grandeza; cuáles los hábitos nacionales a partir de los cuales ella se originó; éstos son los problemas máximos que intento dejar en claro, antes de proseguir con el panegírico de todos estos muertos."

Con ello llegamos al corazón del discurso en donde se nos afirma que Atenas se hallaba regida por un sistema de gobierno del cual se dice que "Su gestión favorece a la pluralidad en lugar de preferir a unos pocos. De ahí que la llamamos democracia."

Eso, según uno de los traductores. En cuanto a otro traductor, el pasaje debería decir: "En cuanto a su nombre, al no ser objetivo de su administración los intereses de unos pocos sino de la mayoría, se denomina democracia ". Otro más [15], traduce por: "En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia".

¿Es tan difícil traducir correctamente del griego? - Según la primer versión la democracia sería un régimen cuya gestión favorecería a una indefinida pluralidad. Según la segunda versión, sería un régimen para administrar los intereses de la mayoría. Y, por último, tendríamos una tercera versión según la cual la democracia es una administración ejercida en favor de la mayoría.

A quien estas diferencias le parezcan sutiles o hasta intrascendentes, me veo en la triste y desagradable obligación de señalarle que no entiende nada de política. Porque una cosa es tratar simplemente de favorecer a mucha gente; otra bastante diferente es administrar los intereses de la mayoría (sea que ésta se entienda como mayoría absoluta o como mayoría relativa); y otra muy distinta es declarar escuetamente que el poder favorece a quien lo ejerce siendo que, en el caso de la democracia, lo ejerce la mayoría (nuevamente sin especificar con qué criterio la misma ha quedado establecida).

En realidad, lo único que queda en claro de todo esto es que - más allá de los intereses y favoritismos en juego - la democracia griega se autodefinía de un modo un poco más sincero que la actual. No se dice allí que es el gobierno de los muchos ni por los muchos sino, en todo caso, para los muchos. O sea, en menos palabras y sin parafrasear la demagogia de Abraham Lincoln, simplemente un régimen que trata de aplicar el antiquísimo y conocidísimo principio de "el mayor bien al mayor número". ¿No es mucho más sencillo ponerlo así?

El mismo Tucídides se encarga de diluir el concepto multitudinario de la democracia cuando nos aclara, con encomiable sinceridad, que Pericles gobernó en Atenas prácticamente como un rey puesto que era Pericles y no el pueblo el auténtico rector de Atenas. Es decir: en vez de dejarse dirigir por el pueblo, era él quien dirigía al pueblo. Algo en lo cual Plutarco coincide diciendo: "Pericles llegó a ser el hombre más poderoso en Atenas, aunque nunca había sido elegido para cargo público alguno. Habiendo, en efecto, conseguido su apoyo, utilizó a las masas en contra de sus opositores políticos de modo tal que se convirtió en un rey disfrazado de campeón del pueblo".

Mírenlo como quieran, el gobierno de los muchos o por los muchos es una quimera demagógica. El único gobierno prácticamente posible es el de los pocos y por los pocos. Contentémonos con hablar de un buen gobierno cuando estos pocos gobiernan para los muchos, es decir: tratando de lograr el mayor bien posible para la mayor cantidad posible de ciudadanos. Es lo máximo que razonablemente se puede pedir.

Claro que, para eso, no necesitamos forzosamente una democracia. Con una buena república - y hasta con una buena monarquía, si vamos al caso - se puede muy bien lograr el mismo objetivo.

La base de la demagogia que defiende la posibilidad de una política multitudinaria reside en otro concepto que, por supuesto, también figura en el famoso discurso fúnebre de Pericles. Es el de querer hacernos creer que cualquiera está capacitado para tomar decisiones políticas. En las propias palabras de Pericles: "Nuestros hombres públicos tienen que atender a sus negocios privados al mismo tiempo que a la política y nuestros ciudadanos ordinarios, aunque ocupados en sus industrias, de todos modos son jueces adecuados cuando el tema es el de los negocios públicos. Puesto que discrepando con cualquier otra nación donde no existe la ambición de participar en esos deberes, considerados inútiles, nosotros los atenienses somos todos capaces de juzgar los acontecimientos, aunque no todos seamos capaces de dirigirlos". [16]

En otras traducciones el pasaje aparece como "...Bien es cierto que pocos de nosotros somos arquitectos de la política, pero todos somos buenos jueces de la misma".

Aquí hay algo que nunca pude llegar a entender: ¿Cómo es que alguien se imagina que podrá juzgar con acierto algo de lo cual, en el fondo, no tiene la más pálida idea? ¿Cómo voy a evaluar algo que no sé construir? ¿Podría, por ejemplo, ponerme a discutir sobre ventajas y desventajas de los distintos autos de Fórmula 1 sin saber cómo está armado un motor de combustión interna? ¿Podría ponerme a pontificar sobre el diagnóstico de un médico sin haber visto en mi vida un riñón? ¿Podría analizar la sentencia de un juez sin conocer el Código Penal? ¿Podría apagar un gran fuego sin saber armar y operar una manguera contra incendios y sin conocimientos por lo menos básicos del comportamiento del fuego en diferentes circunstancias? ¿De dónde sacan algunos la peregrina idea de que cualquier Juan de los Palotes, sin ningún conocimiento sólido de política, puede erigirse en árbitro de decisiones que jamás podría tomar por si mismo sencillamente porque ni siquiera entendería las sutilezas de las frecuentemente muy complicadas alternativas disponibles?

Por último tenemos en el discurso de Pericles una tremenda mentira que sólo resulta disculpada si la interpretamos más como una expresión de deseos que como la afirmación de un hecho.

El cuadro que pinta de la armonía en Atenas es, sencillamente, falso y el primero que tiene que haberlo sabido es él mismo.

Atenas se hallaba dividida en facciones. Siempre lo estuvo, lo estaba en la época de Pericles y lo siguió estando después. Generalmente estas facciones estaban dedicadas al bastante poco edificante deporte de despedazarse entre si; y cuando no estuvieron en ello fue porque necesitaron recuperar el aliento. La armonía y la pacífica convivencia democrática en Atenas es un mito. La Historia nos habla de eternos enfrentamientos, constantes discusiones, conspiraciones, revueltas, pugnas, presiones y hasta de asesinatos políticos.

Y tengamos cuidado con esto: no es cuestión tampoco de adscribir necesariamente estos hechos al régimen imperante. Es que la política ha sido así. Siempre ha sido así. En realidad, es así. Es actividad en relación con el poder en cualquier sistema o régimen que queramos considerar. No es un pasatiempo inocente. No es una tarea que pueda siempre encargarse a damas y caballeros muy circunspectos para que arreglen sus diferencias de opinión en el pacífico marco de una mesa de conferencias. En realidad, en política rara vez las cuestiones giran verdaderamente alrededor de diferencias de opinión. En la mayoría de los casos se trata de diferencias de intereses. Y los intereses, cuando son grandes, se defienden con grandes medios. Y cuando son muy grandes, será todo lo lamentable que se quiera pero la experiencia indica que se defienden hasta con el homicidio.

El discurso fúnebre de Pericles no es una descripción veraz, ni siquiera aproximada, de la democracia ateniense. Es una pieza de propaganda política, muy bien construida y seguro que excelentemente entregada por un orador bien entrenado. No me cabe duda alguna de que causó un gran impacto en su momento. Tan grande que, casi veinticinco siglos después y por esas cosas que tienen las ideologías políticas, todavía hoy tenemos traductores que lo acomodan para que se condiga - al menos en teoría - con el sistema político que oficialmente nos rige.

Pero ya en su época, sus principios básicos fueron duramente cuestionados. La mayor parte del arsenal de las ideas políticas de Platón, por ejemplo, se dirige a destruir los dos mitos básicos del discurso: el de que cualquiera tiene capacidad política y el de que es posible hacer abstracción de la tensión que de modo inevitable se generará siempre entre grupos sociales de intereses divergentes. Para Platón una política determinada por la opinión pública es una "teatrocracia" [17] y en su opinión, si bien admirable por su intelecto, Pericles no fue esencialmente mucho más que un demagogo adulador de las masas. Aristóteles comparte esa opinión en todo lo esencial.

El hecho es que del retrato que la Historia convencional nos ofrece de Pericles debemos aprender a desconfiar. La parte sustancial de este retrato fue dibujada por su amigo Tucídides. Aristófanes ya no es para nada tan benévolo con él y ni hablemos de la "República de Atenas", atribuida por algunos a Jenofonte, en donde se le dice de todo menos bonito.

*.*.*.*.*.*.*

Desafortunadamente Pericles no tuvo mucho tiempo para disfrutar el éxito de su discurso.

El quedarse dentro de la ciudad mientras el enemigo devastaba los alrededores y apostarlo todo a la armada podrá haber sido una buena estrategia militar. No lo fue desde el punto de vista sanitario. Y aquí podríamos tener, quizás, un buen ejemplo de cómo algunas decisiones políticas - en principio bastante razonables y defendibles - resultan al final desbaratadas por factores que el político no ha tenido en cuenta y que muchas veces provienen de los ámbitos más increíbles. Lo que destruyó la estrategia de Pericles no fue, en principio, el ejército espartano. Fue un microbio. O un virus. O como se llame en el lenguaje de los biólogos pero, en todo caso, un pequeñísimo ente microscópico.

Atenas estaba hacinada. No sólo estaban amontonados detrás de los muros de la ciudad todos los que habían abandonado sus tierras para refugiarse en ella sino que, además, confluyó allí una multitud de extranjeros, esclavos y personas de diversos orígenes y quehaceres. Esa cantidad de gente, con las condiciones urbanas normales de la época, hizo estallar la estructura sanitaria de la ciudad y sucedió lo inevitable: en el verano del 430 AC se declaró una peste.

Pericles intentó una serie de medidas desesperadas. Hizo venir a Hipócrates - un médico cuya memoria llegaría hasta nosotros por el conocido juramento con que se comprometió a si mismo y a sus discípulos a ejercer la medicina como ciencia, sin engaños, y a guardar estrictas normas de higiene y decoro que inspiraran confianza a los pacientes. Pero la medicina de la época no estaba todavía a la altura de las circunstancias y es probable que Hipócrates sólo pudo hacer muy poco para controlar a la plaga.

En esa situación, el destino del hombre fuerte de Atenas quedó sellado. Los mismos conciudadanos que habían aplaudido su discurso fúnebre lo defenestraron hacia fines de ese mismo año, lo acusaron de corrupción y le impusieron una fuerte multa.

Luego de eso, Pericles tuvo una gran pelea con su hijo Xantipo, llamado así en honor a su abuelo. El muchacho provenía de su primer matrimonio y tenía una esposa con gustos extremadamente caros. No pudiendo satisfacerlos con lo que su padre le dejaba, decidió hipotecar los bienes de la familia sin el conocimiento de su progenitor. Cuando no pudo pagar, el acreedor quiso cobrarle a Pericles. Éste no solamente se negó a reconocer la deuda sino que le abrió juicio a su propio hijo. En venganza, Xantipo ventiló jugosos detalles acerca de la vida privada de su padre. La reyerta entre padre e hijo continuó hasta que Xantipo murió a consecuencia de la plaga.

Y en su funeral, Pericles perdió su majestuosa compostura, quizás por única vez en la vida. Los atenienses nunca lo habían visto llorar. Pero en esa oportunidad, ante el cadáver de su hijo, el hombre estalló en lágrimas

Los atenienses se apiadaron de él. Poco más tarde, en uno de esos vaivenes típicos de la política, lo volvieron a llamar. Pero esta vez intervino el destino. La plaga, que ya se había llevado a dos de sus hijos y a una hija, finalmente se lo llevó a él también en el año 429 AC.

Fue un gran político. Quizás no me animaría a decir que fue un gran hombre. Y dudaría mucho antes de aventurar que fue un buen hombre.

Pero, con todos sus defectos, aún a pesar de su chauvinismo ateniense y de sus equivocaciones estratégicas, no es posible, sin ser injustos, negarle grandes dotes de estadista.

Lo que seguramente no fue es un gran demócrata. Cuando estaba ya su lecho de muerte sus amigos, creyendo que no podía oírlos, se pusieron a matar el tiempo comentando sus grandes obras. De pronto, el moribundo, que aun conservaba su lucidez, los interrumpió. De lo que más orgulloso estaba - les dijo - es de haber usado un poder tiránico con moderación y sin oprimir a nadie. Pericles habrá podido engañar a muchos pero nunca fue tan tonto como para engañarse a si mismo. Sabía perfectamente bien lo que hacía. Usó la democracia como herramienta para conquistar, mantener y consolidar su propia posición de poder.

Aunque eso es algo que, en rigor, no se le puede echar demasiado en cara porque al fin y al cabo es exactamente lo que han hecho, hacen, y con toda seguridad seguirán haciendo todos los políticos que se dicen demócratas.

Cleon

En política no existen los vacíos de poder. Cuando se produce uno, la experiencia indica que de inmediato es ocupado por alguno de los varios que constantemente disputan las posiciones del poder. En política, quizás más que en otras actividades, siempre se verifica el viejo principio aquél de que todos somos necesarios pero nadie es indispensable. Siempre es un eterno "¡El rey ha muerto; que viva el rey!".

Fue así también en Atenas. Muerto Pericles la escena quedó inmediatamente ocupada por Cleón. Con él accede por primera vez, en forma nítida e indiscutible, un partidario explícito de la plutocracia comercial de Atenas. Y por supuesto que Cleón está a favor de la continuación de la guerra, aún soportando las gruesas burlas de Aristófanes que lo ridiculiza en sus comedias hasta lo irreproducible y aún en contra de Nicias quien, siguiendo la nunca del todo olvidada estrategia de Cimón, todavía sigue creyendo en que una paz con Esparta es posible y necesaria.

Mientras Sócrates empieza a adquirir fama de hombre extraño y singular, Cleón se encarga de que la guerra continúe. Está claramente por la ofensiva y con ello Atenas se encamina lenta pero inexorablemente hacia su perdición. Faltándole la prudencia que, dentro de todo, tenía Pericles, Atenas prácticamente se desbarranca.

Al principio, sin embargo, la fortuna parece sonreírle.

En el 427 AC cae Mitilene. Cleón rápidamente propone que todos los hombres de esa ciudad sean ejecutados y las mujeres y los niños convertidos en esclavos. Los atenienses, ebrios por el éxito y la encendida demagogia de Cleón aprueban la moción. Pero se arrepienten ya al día siguiente y la anulan. En el 425 Cleón llega al pináculo de su fama cuando, por un golpe de suerte casi increíble [18], consigue vencer a los espartanos en Esfacteria.

Al año siguiente muere Heródoto. Aristófanes estrena Las Nubes donde se burla de Sócrates presentándolo como un harapiento que se pasea por la ciudad molestando a todo el mundo con preguntas estúpidas y seguido por una comitiva de jóvenes que imitan su ejemplo y amenazan con fastidiar a toda la ciudad con cuestionamientos terriblemente incómodos a los que nadie sabe muy bien cómo responder. Brasidas - probablemente el más brillante de los estrategas lacedemonios - conduce al ejército espartano. Tucídides fracasa en defender Anfípolis. Los atenienses intentan invadir Beocia pero resultan derrotados por los tebanos en Delio, en la costa frente a la isla de Eubea.

En el 423 AC los atenienses mandan a Tucídides al ostracismo. A pesar de lo deplorable de la medida, es algo por lo cual deberíamos estarles agradecidos. De no haberlo hecho quizás nunca habríamos tenido un relato razonablemente fiel de lo que sucedió en Grecia durante toda aquella época. Porque Tucídides aprovechó su exilio para escribir La Historia de la Guerra del Peloponeso, tomándola desde donde la había dejado Heródoto.

En el 422 tanto Cleón como Brasidas mueren en una batalla por Anfípolis. Los principales promotores de la guerra en ambos bandos han desaparecido. Esparta desea recuperar a sus prisioneros de guerra. Atenas está arruinada aún a pesar de haberse apropiado de los tesoros de los templos y a pesar de haber duplicado el tributo exigido a los miembros de la Liga.

Todo el mundo está exhausto. La paz es posible.

Es la oportunidad para Nicias.

Nicias

Por desgracia, muchas veces las oportunidades para las personas razonables llegan demasiado tarde.

Nicias, que había sido el acérrimo rival de Cleón y su demagogia, hizo todo lo que pudo para detener la insensata carnicería que estaba desangrando a toda Grecia. En el 421 AC consiguió convencer a los atenienses de que aceptaran la paz que estaba ofreciendo Esparta. Después de complicadas negociaciones, Esparta recuperó sus prisioneros de guerra, Anfípolis quedó como una ciudad independiente y Atenas se quedó con Pilos y la isla de Citera.

Y se firmó la paz.

En los manuales figura como la Paz de Nicias. Al final, quizás la mayor satisfacción que pudo cosechar fue que su nombre quedara relacionado con una palabra tan bella como la palabra "paz". Si tantos cretinos han quedado inmortalizados por iniciar guerras inútiles, a veces no está de más que alguna buena persona quede registrada en la Historia por haber logrado conquistar la paz. Aunque más no sea porque ganar la paz muchas veces es infinitamente más difícil que ganar una guerra.

Porque, por desgracia y en rigor de verdad, no podríamos decir que Nicias realmente ganó la paz. Es difícil apagar por completo un fuego cuando las llamas sólo han disminuido por una momentánea falta de combustible y aún quedan brasas en el lugar del incendio. Cuando los hombres dejan de pelear tan solo por agotamiento, lo más probable es que la guerra continúe apenas crean que han recobrado el aliento. Esa es la historia de la Segunda Guerra Mundial europea que, mirada desde nuestra perspectiva de hoy, no es más que la continuación de la anterior Guerra Mundial con un armisticio de apenas 21 años de por medio.

La Paz de Nicias estuvo pactada para que durara 50 años.

Los tratados de paz nunca deberían contener una cláusula temporal. La Paz de los Treinta Años duró catorce. La de Nicias apenas si llegó a durar seis. Y eso, sin contabilizar algunas escaramuzas intermedias.

¡Pobre Nicias!

Alcibíades

Quizás los esfuerzos de Nicias hubieran dado frutos positivos si el destino no hubiese puesto sobre el escenario de Atenas a uno de los traidores más increíbles de toda su Historia.

En el 420 AC, apenas un año después de firmada la paz, Alcibíades fue nombrado estratega de las fuerzas atenienses. Con él cobró notoriedad uno de los personajes más extraños e insólitos que puedan ustedes imaginar. En muchos aspectos es absolutamente deleznable. Y, sin embargo, desde otros puntos de vista, debe haber sido una personalidad excepcional.

Era sobrino de Pericles y fue criado por él. Su madre era prima de Pericles por lo que tenemos aquí de nuevo a otro democrático alcmeónida influenciando los asuntos públicos de Atenas.

Según todos los que lo conocieron, era rico, muy buen mozo, inteligente, simpático, encantador... y absolutamente carente de escrúpulos. Además, por supuesto, también quería ser famoso. En una palabra: tenía todo lo que se necesita para ser un excelente demagogo.

Y como para ser famoso - especialmente desde la posición de estratega - no hay nada mejor que una buena guerra, Alcibíades decidió que la Paz de Nicias no se ajustaba a sus planes. Cocinó una alianza con Argos, Élida y Mantinea contra Esparta pero el proyecto salió mal y hacia el 418 AC Esparta terminó recuperando el control del Peloponeso.

*.*.*.*.*.*.*

Y aquí, perdónenme si me meto un poco en detalles, pero creo que tenemos una muy buena oportunidad para pintar de cuerpo entero tanto a Alcibíades como al funcionamiento del sistema ateniense y, de paso, voy a poder contarles como terminó esa extraña institución, que tantas veces hemos mencionado y mediante la cual Atenas cada tanto se desembarazaba de sus hombres más notables. Me refiero al ostracismo.

La cuestión es que, después de la muerte de Cleón, la facción democrática más radical quedó liderada por un tal Hipérbolo. Al fracasar la aventura de Alcibíades, Hipérbolo cargó contra Nicias, responsabilizándolo del desastre, en lo cual algo de razón habrá tenido porque Nicias se había opuesto al proyecto desde el principio. Sabiendo pues que Alcibíades, oficialmente al menos, también era demócrata aunque más moderado, Hipérbolo estableció un acuerdo político con él y pidió un voto de ostracismo contra Cleón confiando en que con sus votos propios, más los de Alcibíades, conseguiría superar los votos de la facción conservadora liderada por Cleón.

Pero no contó con la personalidad de su supuesto aliado. Porque Alcibíades, a la hora de la verdad, en lugar de apoyarlo, lo traicionó; se puso de acuerdo con Nicias y, créanlo ustedes o no, luego de la votación el que resultó enviado al ostracismo fue el propio Hipérbolo.

Creo que durante un buen par de semanas media Atenas se debe haber reído a mandíbula batiente del tiro por la culata que Hipérbolo consiguió cosechar. Pero no solamente Hipérbolo quedó mal parado. Todo el sistema del ostracismo resultó insostenible de allí en más y, por lo que pude investigar, creo que no volvió a ser empleado. Una institución inventada para que una masa de pequeños mediocres pudiese jugar a la Divina Providencia decidiendo el destino de los ciudadanos más ilustres terminó, pues, como tenía que terminar: en el ridículo.

*.*.*.*.*.*.*

Con todo, la aventura de Alcibíades que acabamos de mencionar es solamente un hecho menor. La Paz de Nicias se rompe concretamente cuando, hacia el 415 AC, los atenienses se lanzan a un ataque masivo contra Sicilia. En esta isla, la ciudad de Siracusa era, indirectamente, aliada de Esparta y Alcibíades - en contra nuevamente de Nicias - consigue convencer a los atenienses de las grandes ventajas económicas y comerciales que reportaría la conquista de Sicilia.

A Alcibíades, la cosa se le complicó cuando una noche, poco antes de partir la expedición a Sicilia, aparecieron mutiladas varias estatuas del dios Hermes. Vaya uno a saber por qué, pero la cuestión es que en el embrollo que se armó por el escándalo, al final lo terminaron acusando a él del hecho. Cuando lo citaron para que se presentase a ser juzgado por el crimen, calculó sus posibilidades, sopesó sus chances, y decidió que lo mejor era no exponerse a un proceso por impiedad que, dada la relación de fuerzas, prácticamente tenía perdido de antemano.

En consecuencia, traicionó a Atenas y se fue a Esparta. Lleven la cuenta por favor: van dos traiciones hasta ahora - y cuento solamente las más notorias.

En Esparta, así como había conseguido convencer a los atenienses de la importancia de conquistar Sicilia, convenció a los lacedemonios de lo muy importante que era evitar que los atenienses conquistasen Sicilia. Con lo cual los espartanos enviaron tropas para reforzar la defensa de Siracusa. A partir de allí, la guerra se puso decididamente fea para los atenienses. Tan fea, que terminó en el 413 AC con un verdadero desastre.

Nicias murió en esa catástrofe, obligado por las circunstancias a pelear una guerra que había tratado de evitar por todos los medios.

Podrá ser todo lo injusto que se quiera, pero la dura realidad indica que, cuando el mundo está dominado por los Alcibíades, los Nicias no suelen tener muchas oportunidades.

¡Pobre Nicias!

*.*.*.*.*.*.*

Pero, derrotada y todo, Atenas seguía en pie. Frente a este problema Alcibíades tuvo la brillante idea de regalarle a los espartanos otro buen consejo.

Hasta ese momento el sitio a una ciudad amurallada era una cosa más bien estacional. Por razones de logística y suministros, los sitiadores se apostaban durante el verano y se retiraban en invierno. Alcibíades les sugirió a los espartanos construir una fortificación en la zona de modo tal que pudiesen poner sitio a Atenas durante todo el año.

Por tierra, la ciudad quedó acorralada.

Por supuesto, retuvo todavía su salida por mar pero ya no pudo llegar a sus minas de plata y se vió forzada a usar sus reservas para reconstruir la flota perdida en Sicilia. Con el valioso asesoramiento de Alcibíades, hacia el 412 AC los espartanos comprendieron que nunca derrotarían a Atenas mientras ésta controlase los mares y, por lo tanto, también decidieron construir una flota. Sólo que, como ellos no tenían reservas, el rey Agis II de Esparta tuvo que financiarse con dinero persa.

Todo hubiera seguido un desarrollo bastante normal, dentro de todo, si Alcibíades no hubiera vuelto a las andadas. Un buen día el rey Agis descubrió que su sagaz consultor ateniense dormía en la cama equivocada. Es decir, en la de su esposa. Está bien; especifiquemos: en la cama de la esposa del rey Agis.

Después de lo cual el monarca espartano consideró que los cuernos no armonizaban demasiado bien con su real imagen y envió a un mensajero con la orden de asesinar al que había cometido tamaña afrenta. Pero, al parecer, Alcibíades olfateó a tiempo que la situación se le ponía peligrosa, puso pies en polvorosa y terminó dando a parar con su insigne humanidad en la corte persa de Tisafernes. Por favor, no se apresuren a contabilizar una tercera traición. Todavía falta un poco. Los persas son todavía quienes financian a los espartanos así que, por ahora, Alcibíades solo cambia de campamento.

En el ínterin, durante el 411 AC la facción conservadora en Atenas consigue instrumentar un golpe de Estado e imponer el gobierno "De los Cuatrocientos", llamado así por la cantidad aproximada de personas que lo encabezan. La idea general era llegar, de este modo, a un acuerdo con Esparta pero los conjurados sólo pudieron hacerse del control de las fuerzas terrestres. La marina, bajo el mando de Tresíbulo, declaró algo así como un "régimen democrático flotante"; es decir: mantuvo la democracia en el marco de la flota que en ese momento estaba estacionada en Samos.

Con ello, los cuatrocientos dejaron de ser interlocutores válidos para Esparta. ¿Qué sentido habría tenido negociar con unos atenienses que no controlaban a su propia flota? Al cabo de apenas cuatro meses la suerte del Gobierno de los Cuatrocientos estaba echada y en Atenas se decidió superar la crisis política multiplicando el número de participantes por 12.5 para instaurar el nuevo Gobierno de los Cinco Mil.

Así las cosas, se establecieron negociaciones con Trasíbulo que seguía al frente de su régimen paralelo flotante. Y adivinen: ¿quién es el que conduce las negociaciones? ¡Exactamente! Nuestro conocido y nunca demasiado ponderado Alcibíades que ahora aparece no solamente traicionando a Esparta y que no solamente negocia con Trasíbulo sino que - y esto ya es poco menos que inverosímil pero cierto, a menos que mientan todos los documentos disponibles - ¡hasta lo convence de que le entregue el mando de la flota ateniense!. Pero esperen; no sólo eso: bajo el mando de Alcibíades la flota vence a la espartana en cuanta batalla se le presenta.

Con lo cual nuestro personaje completa limpiamente su tercera traición y, de paso, confirma su fama de audaz y astuto estratega. No me digan que no es brillante. Moralmente, un verdadero asco; pero políticamente la jugada es genial. Aunque, está bien, admitámoslo: probablemente sólo en Grecia podían pasar cosas como ésas casi de la manera más natural del mundo.

Los éxitos resonantes de democracia flotante de la armada no dejaron, por supuesto, de tener su efecto sobre el no tan democrático gobierno en tierra. En el 410 AC, luego de una seria derrota de la flota espartana en la costa Sur de los Dardanelos, la noticia de la victoria dispara una rebelión en Atenas que restaura la democracia. Dos años más tarde Alcibíades recupera para Atenas el dominio del Mar Negro y un año después, en el 407 AC, regresa a su ciudad de origen en donde, por supuesto, la restaurada democracia lo recibe con bombos, platillos y todos los honores.

Pero los espartanos tampoco se quedaron dormidos. Durante ese mismo año recompusieron su flota y armaron una fórmula que, a la larga, resultaría letal para Atenas. Al frente de sus fuerzas pusieron a un muy buen estratega llamado Lisandro y, para garantizar su financiación, establecieron una alianza con Ciro el Joven, uno de los hijos del rey persa Darío II. La combinación del talento militar de Lisandro con el dinero de Ciro fue algo que ya ni la versatilidad de un Alcibíades pudo superar.

Para empezar, la flota ateniense fue derrotada frente a las costas jónicas. Curiosamente, Alcibíades no estaba allí en ese momento, lo cual hizo que en Atenas de pronto todos recordasen su currículum vitae y lo acusasen de haber traicionado a la armada entregándola prácticamente servida en bandeja a Lisandro. La verdad es que no sé si podemos contabilizar aquí una cuarta traición pero lo concreto es que Alcibíades hizo una graciosa reverencia, se dirigió hacia el Foro e hizo mutis por allí lo más rápido que pudo para huir hacia el Queroneso Tracio en donde aparentemente poseía unas propiedades.

Es inútil tratar de negarlo. Cualquiera puede comprobarlo una y otra vez a lo largo de más de 10.000 años de Historia: la masa es veleidosa. Es magnánima y perdona los pecados en el éxito; pero los castiga con tanta mayor severidad en la derrota.

Y pensar que hay quienes todavía se enojan con Maquiavelo por haber tenido la sinceridad de decirlo con todas las letras.

*.*.*.*.*.*.*

Si los estoy aburriendo con todas estas idas y venidas les pido sinceramente que me disculpen. Sé y admito que todo esto no es demasiado emocionante. Lo que sucede es que hemos llegado al 406 AC y faltan solamente siete años para el ajusticiamiento de Sócrates. Estoy poco menos que obligado a entrar un poco en detalles aquí porque, de otro modo, faltaría todo el contexto para interpretar debidamente el juicio al Maestro y tampoco tendríamos una referencia firme para entender quiénes y qué clase de personas fueron los que lo condenaron a muerte.

Les pediría tan sólo un poco de paciencia más. Falta poco. Y ya no quedan traiciones de Alcibíades para contabilizar.

*.*.*.*.*.*.*

Para el 406 AC la flota ateniense estuvo reconstruida de nuevo, aunque para ello se tuvieron que fundir todas las estatuas de oro y de plata de la Acrópolis. Las dos flotas se encuentran en las Arginusas, cerca de la isla de Lesbos y los espartanos pierden esa contienda.

Pero después ocurrió un episodio lamentable. Según una versión, después de la batalla se desató una fuerte tormenta que impidió a los atenienses recoger los cadáveres caídos al mar; según otra, la propia batalla se desarrolló en medio de una tormenta con, lógicamente, los mismos resultados. El hecho concreto es que la tripulación de unas 25 naves atenienses se perdió y eso - a juicio, naturalmente, de los que no se mojaron ni los pies durante todo el episodio porque se hallaban muy orondos en tierra firme - empañó la victoria de un modo intolerable.

La democracia ateniense le quiso hacer un juicio colectivo a los nueve estrategas que habían conducido a la flota. Pero surgió un pequeño problema. Mejor dicho, dos pequeños problemas. Por una parte el juicio colectivo era ilegal puesto que la ley exigía que se juzgara a cada estratega en forma individual. Y por otra parte, Sócrates era arconte en ese momento y se opuso con firmeza. Quizás esté de más decir que su oposición no sirvió de mucho. Más tarde el juicio tuvo lugar de todos modos; seis de los nueve estrategas fueron ejecutados - el último hijo de Pericles entre ellos - y, para completar la macabra obra, los principales partidarios de las ejecuciones también resultaron ejecutados a su vez.

Admito que no tengo ninguna prueba sólida para documentarlo. Pero nunca me pude sacar de la cabeza la idea que Sócrates firmó su sentencia de muerte ya en esta ocasión. Porque, en mi humilde opinión, aquí es donde dejó de ser un personaje excéntrico, mejor o peor tolerado por sus preguntas incómodas, para convertirse en un peligroso contestatario no dispuesto a inclinarse respetuosamente ante el capricho de una mayoría sanguinaria.

Para colmo, al año siguiente, en el 405 AC ambas flotas se encontraron de nuevo en el Queroneso Tracio, cerca de Egospótamos, justo por donde vivía Alcibíades. Los atenienses tiraron anclas en un pésimo lugar. Al verlo, Alcibíades montó a caballo y fue hasta la costa para aconsejarles que cambiaran de sitio pero su asesoramiento fue rechazado. Le dijeron que la armada ateniense no aceptaba consejos de traidores.

Lo cual fue muy honorable pero bastante estúpido porque el consejo era bueno de verdad.

Tan mala era la ubicación de los barcos atenienses que, cuando los espartanos atacaron, la flota entera resultó capturada casi sin resistencia.

Atenas se había quedado sin flota, sin dinero, sin estrategas experimentados, sin más cartas para jugar.

Lisandro, el comandante espartano, envió a un sicario para ajustar cuentas con Alcibíades. Pero nuestro escurridizo personaje consiguió huir y se refugió otra vez en Persia.

El trabajo sucio lo terminaron haciendo los persas. Lo asesinaron en Frigia al año siguiente, en el 404 AC.

 

El colapso

Ese año, sitiada por tierra y por mar, hambreada por un bloqueo impenetrable, Atenas no tuvo más remedio que rendirse. Fue el final.

Los tebanos sugirieron que la ciudad fuese arrasada por completo pero Esparta no pudo olvidar ni desconocer lo que Atenas, durante muchos siglos, había significado para Grecia y le permitió sobrevivir.

La Tiranía de los Treinta

Eso sí: los muros que fortificaban a la ciudad fueron derribados. El Estado quedó en manos de una especie de cofradía de treinta autócratas cuyo gobierno sería conocido luego como la Tiranía de los Treinta. Uno de los que colaboró bastante activamente en la instauración de este gobierno fue Platón, aunque más tarde, viendo todo lo que sucedió después, se desilusionó sobremanera y dio un paso al costado.

No obstante, el más famoso de los Treinta no fue Platón sino otro ex-discípulo de Sócrates. Su nombre era Critias. Lo que Atenas necesitaba en ese momento era un régimen ordenado, disciplinado, coherente y racional que pusiese orden en el aquelarre en que se habían convertido los asuntos públicos. Un gobierno firme, sin duda, quizás hasta duro; pero orientado básicamente a reconstruir todo lo destruido por la guerra, a restablecer la convivencia ordenada en la ciudad, a poner en marcha las actividades normales generadoras de bienes y servicios, y - no en última instancia - a fortalecer la paz posible para evitar futuros derramamientos de sangre entre griegos. Con toda seguridad fue por esto que Platón apoyó el proceso en sus inicios. Pero, por desgracia, Critias y algunos otros no lo entendieron así.

En lugar de encarar una tarea de reconstrucción y ordenamiento Critias organizó un ajuste de cuentas con los demócratas de tal magnitud que, al final, todo degeneró en una feroz carnicería y en una serie de vendettas tan ruines como estúpidas. Algunos demócratas fueron expulsados de la ciudad; muchos otros con harto menos suerte, fueron ejecutados. Critias hasta hizo asesinar a unos cuantos aristócratas cuya conducta no le pareció suficientemente condescendiente.

Entre las mil prohibiciones idiotas que se le ocurrieron, una que nos interesa especialmente aquí es aquella mediante la cual le prohibió enseñar a Sócrates. Más todavía: como el Maestro ignoró olímpicamente la prohibición, terminó encarcelándolo. Peor aún: hizo todo eso después y a pesar de haber sido su discípulo. Y lo peor de todo: cuando, en un momento dado, algunos decidieron eliminar al rico comerciante León de Salamina - para lo cual destacaron a cinco personas que habrían de eliminarlo - los promotores de la operación pretendieron que Sócrates fuese uno de los asesinos. Por supuesto que se negó a participar en el crimen. Sin hacer ningún escándalo, simplemente dió media vuelta y se fue a su casa sin cumplir el siniestro encargo.

Veinticuatro siglos más tarde los sesudos académicos todavía le echarán en cara esta actitud. Las ratas de biblioteca se alzarán a coro protestando: ¡Debió haber puesto a Leon sobre aviso! ¡Debió haber tratado de ayudarlo! ... ¡Por el amor de Dios! ¡Es tan fácil ser valiente cuando se juzgan desde detrás de un escritorio los actos de los que están en la línea de fuego! ¿Qué demonios se supone que una persona como Sócrates podía haber hecho en una ciudad completamente enloquecida y en la cual se podía perder la cabeza con sólo mirar torcido a la persona equivocada?

Además, avisarle a León, ayudarlo... ¡Suena tan sencillo! ¿Alguien me puede dar alguna idea de cómo podría haberlo hecho sin poner su propio cuello bajo el hacha del verdugo? Perdónenme que les recuerde algo elemental: no había ni teléfono, ni fax, ni telegramas ni mucho menos E-mail por aquella época. Lo único que Sócrates podría haber hecho hubiera sido mandar a un mensajero y, para colmo, a alguien bastante más rápido que los otros cuatro sicarios que al final fueron y efectivamente asesinaron al pobre León. ¿A nadie se le ocurrió pensar que sacar de la galera a un ágil y confiable mensajero no debe haber sido nada fácil en la Atenas del 404 AC? Y menos aún para una misión como ésa. Y menos todavía para una persona como Sócrates que era tan pobre que no tenía ni donde caerse muerto y que, encima, tenía sesenta y seis años cuando ocurrieron esos hechos.

Es inútil. A veces, cuando leo lo que algunos intelectualosos - especialmente ciertos norteamericanos [19] - y hasta algunos académicos consiguen elucubrar, me dan ganas de darle la razón a Giovanni Papini que ya en 1914 proponía, medio en solfa medio en serio, el cierre todas las escuelas porque, según él: "La escuela es tan esencialmente antigenial que no sólo atonta a los alumnos, sino también a los maestros". [20] Y a veces hasta creo que con lo de "atonta" Papini fue excesivamente benévolo.

En fin, por favor vayan anotando mentalmente: 1)- Alcibíades que es un ex-discípulo de Sócrates. 2)- Sócrates que se opone a la ejecución de los estrategas de las Arginusas. 3)- Platón; discípulo de Sócrates que, al principio, apoya la Tiranía de los Treinta. 4)- Critias otro ex-discípulo de Sócrates. 5)- Sócrates entre los nominados para asesinar a León de Salamina.

¿Van captando el cuadro? Habrá más, pero tengan todo esto presente para cuando llegue el momento. Sigamos.

La Restauración y la Reforma del 403 AC

Por suerte para Atenas, la Tiranía de los Treinta no duró mucho.

En el 403 AC fue derrocada violentamente y se restableció la democracia. Y debemos dejar constancia aquí que, en la ocasión, los demócratas demostraron tener bastante más cerebro y criterio político que los autócratas derrocados.

Por de pronto acordaron una amnistía mediante la cual quedaban perdonadas todas las ofensas anteriores. Por más terribles que habían sido los actos de los autócratas - se habla de unas 1.500 muertes en una población que, recordémoslo, tenía solo 40.000 ciudadanos - los demócratas atenienses supieron ver que enarbolar la Justicia para entrar en la espiral de las venganzas recíprocas solamente podía conducir a que las facciones continuasen despedazándose entre si. En consecuencia, las mentes más lúcidas del momento hicieron lo único inteligente y práctico que se puede hacer en estos casos: dejaron los juridicismos de lado, trazaron una línea debajo del pasado, y se dedicaron a planificar para construir el futuro.

Es tan sólo una verdadera lástima que en nuestros tiempos, la mayoría de nuestros demócratas contemporáneos no haya tenido ese mismo nivel de capacidad política en situaciones similares. Alguien, alguna vez, tendrá que entender que la Ley y el Derecho no solucionan los problemas políticos. Lo máximo que pueden lograr es expresar y reglamentar las soluciones. Por eso es que resulta tan nefasto poner la política en manos de los abogados. Porque los abogados, en realidad, viven de las fallas que tienen las leyes. De lo cual se deduce que, en realidad, no pueden tener ningún auténtico interés en enmendarlas.

Los políticos griegos del 403 AC supieron ver esto y decretaron una amnistía general. Pero, tanto como para asegurarse, reformaron además gran parte de la normativa vigente y revisaron casi por completo las leyes de Atenas. De este modo la organización social y la normativa jurídica fueron puestas sobre nuevas bases y, a partir de ese momento, cualquier acusación legal debía estar basada en la nueva codificación.

El edificio así construido resistió bastante bien, por lo menos a las tensiones internas. Poco después de la reforma, en el 401 AC, hubo un nuevo intento de derrocar a la democracia pero la iniciativa se malogró y los conjurados no lograron sus objetivos.

Desafortunadamente, también en este hecho estuvieron involucrados algunos jóvenes del entorno de Sócrates. Agreguen esto como punto N° 6 a la lista anterior, por favor. Y subráyenlo porque sucedió después de la amnistía y, por lo tanto, bajo las nuevas leyes.

Dos años más tarde, Sócrates fue arrastrado ante un tribunal.

 


Notas:

8)- Cf. Vladimir Volkoff "Por qué soy medianamente democrático" - Cap. VII

9)- Noam Chomsky - Edward S. Herman "Manufacturing Consent", Panteon Books, New York, 2002

10)- "Inmicus es quien nos odia; hostis es quien se nos opone". Cf. Carl Schmitt "El Concepto de lo Político" - Nota 17

11)- Cf. El decreto de Federico Guillermo IV de Prusia, de Febrero de 1850. Por medio del mismo se instituyó un Parlamento bicameral constituido por una Cámara Alta reservada a los nobles y una Cámara Baja cuyos miembros eran elegidos por todos los contribuyentes divididos en tres clases, de acuerdo al monto de sus impuestos.

12)- Cratino, uno de los comediógrafos más populares de la época - a tal punto que su obra "La Botella" derrotó a "Las Nubes" de Aristófanes en el concurso escénico del 423 AC - con frecuencia tomó a Pericles como blanco de sus sarcasmos. "Y aquí, atención, viene nuestro Zeus cabeza de cebolla, con el Odeon por corona, ahora que el ostracón ha pasado a su lado". Con ello, en una sola simple frase, el dramaturgo ridiculiza la postura señorial de Pericles (con frecuencia comparada a la del Zeus Olímpico); su defecto físico; su pasión por la música (el Odeon, una de las obras preferidas de Pericles y construido por su iniciativa fue el teatro dedicado a representaciones musicales) y la suerte que, en un momento dado tuvo al salvarse de que lo mandaran al ostracismo.

13)- Es mejor tener cuidado y no confundirse: hay dos Tucídides. Uno es el historiador. El otro es, Tucídides hijo de Melesias, un rival de Pericles que lo critica mucho y que al final termina - ¡adivinaron ustedes! - enviado al ostracismo en el 443 AC.

14) - Cf. A. R. Burn, Pericles and Athens (New York: Collier Books, 1966).

15)- Antonio Arbea G., profesor de Lenguas Clásicas de la Universidad Católica de Chile. Aunque, para ser justos debemos agregar que este último tiene - ¡por fin! - la honestidad de aclarar en una extensa nota al pie que: "Desde antiguo, al parecer, llamó la atención esta definición de democracia, y ya un par de manuscritos medievales corrigieron el texto griego tradicionalmente transmitido, cambiando oikeîn por hékein, de modo de hacerlo decir: "...puesto que la administración está en manos de (en vez de: se ejerce en favor de) la mayoría y no de unos pocos...". La corrección satisface también, ciertamente, las expectativas del lector de hoy, y muchos traductores modernos la han acogido. Me parece claro, sin embargo, que no se trata sino de una fácil y hasta anacrónica acomodación del original, desautorizada por la lectura de los principales manuscritos. Al caracterizar el régimen democrático como aquel en que se gobierna en el interés de la mayoría y no de unos pocos, Pericles (o Tucídides) no hace sino -con cierta ingenuidad, es cierto- afirmar que los gobiernos favorecen básicamente a quienes lo ejercen. Y en esto, la propia historia de Atenas lo respaldaba. No debemos olvidar, además, que estamos ante un texto constituyente, instaurador, donde la reflexión política está recién dando sus primeros pasos. ¡Si hasta la palabra misma democracia no tenía entonces medio siglo de vida todavía!"

16)- Cf. Página Internet de Carlos von der Becke (no es el traductor) en http://club2.telepolis.com/ohcop/index.html

17)- Cf. Platón Leyes III, 701

18)- Los espartanos estaban atrincherados en un bosque. El bosque se incendió y el humo los obligó a salir, con lo que pudieron ser capturados por los atenienses.

19)- Ver, por ejemplo I.F.Stone Breaks the Sócrates Story en The New York Times Magazine del 8 de Abril de 1979 o su libro The Trial of Sócrates, New York, 1988.

20)- Giovanni Papini - Obras - Tomo III - ¡Cerremos Las Escuelas! (1914).

 

Indice    Anterior Arriba Siguiente
Inicio
Artículos
Ensayos
Libros
Varios
Catálogo
Dénes Martos - Los Atenienses 

Hosted by www.Geocities.ws

1