NÚMERO (XIV)

 

    

LA TRADICIÓN

1, ESTADO ACTUAL DE LA CUESTIÓN

   Sabemos que el término "traditio" (transmisión, entrega) alude a realidades que se verifican en distintos niveles (religioso, cultural, político, social) y que, además, da origen a muchas líneas de pensamiento que es necesario no confundir. De allí la enorme imprecisión del vocablo "tradicionalista" con el que, de antemano, suelen calificarse nuestros planteos y cuestionamientos doctrinarios, no obstante lo cual nosotros mismos lo hemos admitido a veces, con las debidas reservas.

   Pero preferimos dejar aparte estos problemas para dirigir nuestra atención hacia algo mucho más importante, que nos puede servir de base para repensar sobre la Tradición en la actual circunstancia histórica.

   Sucede que, en lo más hondo de nuestra mentalidad moderna, palpita una suerte de pugna dialéctica entre "lo tradicional", lo que recibimos o heredamos del pasado, y "el progreso", lo nuevo, lo que se proyecta hacia el futuro.

   Esta mentalidad —de orden radicalmente existencial— no es desatinada en cuanto forma un dibujo coherente de la realidad cultural que estamos viviendo. Es decir, vivimos en un mundo que cada día se construye sobre la premisa de una extenuación inevitable, de una abolición progresiva de la Tradición.

   En el pensamiento antiguo, la Tradición era recibida como un depósito sagrado que se iba transmitiendo de generación en generación, que vinculaba al hombre con sus orígenes superiores y contenía el secreto de su destino trascendente. Su rechazo era inconcebible, puesto que de ella nacía la sabiduría y el hombre no podía traicionarla sin traicionar sus orígenes.

   En todas las primitivas culturas humanas se encuentra una tendencia casi unánime a idealizar el recuerdo del orden pasado como una edad de oro en la que los dioses habían gobernado a la humanidad antes que sobrevinieran la injusticia y la rivalidad; en cambio el presente aparecía como una época en la que el orden divino ya no se observaba, reemplazado por la perversidad y la maleficencia[6].

   Para la mentalidad moderna la Tradición ha perdido por completo su carácter sagrado y divino. Se ha convertido en un valor apenas sentimental, una nostalgia o melancolía del pasado cuyo perfume aún flota en nuestro recuerdo. Pero la luz no se busca ya en el pasado sino en el futuro, en el progreso entendido como anticipación, preparación o construcción dinámica de un porvenir siempre mejor.

   A nuestro modo de ver, resulta indudable que en el trasfondo de toda la dialéctica tradición-progreso se oculta una especie de dialéctica más honda: la planteada entre pasado y futuro, esto es, entre el origen y el destino del hombre. En el manipuleo de esta contradicción está el sustrato más profundo del mundo moderno.

   Lo que decimos nos lleva de la mano a la cuestión metafísica del tiempo histórico y su significado. La posible resolución de esta cuestión nos brindaría la clave para comprender qué cosa sea la Tradición.

   Nosotros trataremos, por lo menos, de esbozar el asunto.

2. EL RITMO DEL TIEMPO HISTÓRICO

   El tiempo histórico se nos presenta como el ámbito o marco ineludible de la existencia humana en su actual condición.

   La noción misma de tiempo implica un devenir que parece hallarse en contraposición con el ser. Sin duda es un misterio que genera interrogantes muy graves.

   Para San Agustín se trata de una verdadera paradoja, algo inexplicable, incomprensible e inaprensible, algo que sin saberse qué es, en definitiva, limita, estrecha y asfixia la vida humana. El pasado no existe ya, el futuro no existe todavía, y el presente constituye sólo una partícula fugitiva que apenas queremos medirla ya se hunde en el pasado. El tiempo vuela del futuro al pasado sin que podamos asirlo, medirlo ni comprenderlo[7].

   En la antigua mitología griega, el tiempo (Cronos), instigado por su madre la tierra (Gea), obró la separación de ésta con el cielo (Urano): y de ello, por la espuma del mar, nació Afrodita, diosa del amor físico[8].

   Los filósofos consideraban al tiempo como algo contenido en la realidad pero que no es la realidad: una cierta imagen móvil de la eternidad[9], o una medida del movimiento[10]. Para ellos la realidad no es el tiempo sino el cosmos ordenado e inmutable: ser y espacio, presente absoluto.

   Pero lo que nos interesa aquí no es resolver el tema del tiempo en sí, sino delimitar las perspectivas metafísicas desde las cuales se puede considerar al tiempo histórico.

   Entonces el problema debemos plantearlo en sus justos límites. Sabemos bien que la vida humana tiene un ritmo con relación al tiempo: nacimiento, crecimiento, muerte. La cuestión es saber si, además, existe un ritmo del tiempo histórico, o sea, si es posible, desde una perspectiva metafísica, develar el ritmo del tiempo histórico.

   De ese modo, la circunstancia que nos rodea y el proceso histórico que vivimos adquirirían un sentido y una coherencia dentro de la arquitectura universal.

3. LA ANTIGUA DOCTRINA DE LOS EONES

   Para los antiguos el universo aparecía como un concierto armónico de movimientos.

   El giro de los astros, la sucesión de las estaciones, la alternación del día y la noche; los ritmos de la respiración, de la circulación; el flujo y reflujo de las aguas; las migraciones de los animales. Hay un ritmo de acontecer universal que se percibe como una sucesión de diástoles y sístoles, algo así como los permanentes latidos del corazón: la inspiración y espiración de Brahama[11].

   Todo cuanto existe en el macrocosmos y en el microcosmos formaría parte de una perpetua alternación de ciclos que, a su vez, se incluirían en ciclos mayores.

   Conforme a esta perspectiva, el ser humano se concibe como integrante de un majestuoso y rítmico concierto cósmico donde todo vuelve, retorna, se reitera, pues todo forma parte de un inabarcable círculo que gira eternamente. Lo que perece retorna a su principio. Los hombres son mortales porque no logran unir su fin con su principio en el círculo de los tiempos; pero su ser permanece en la eternidad de dicho círculo, idéntico a sí mismo.[12]

   Según la ciencia hindú, el transcurso de un ciclo humano —"manvantara"— se divide en cuatro edades que van desde la luz hacia la oscuridad. La última edad —el "kali yuga"— es la edad de las tinieblas[13].

   Entre los griegos las cuatro edades del mundo están significadas por cuatro metales: oro, plata, bronce y hierro[14].

   Entre los hebreos la concepción cíclica de la historia está confusamente consignada en las profecías de Daniel[15], pero es claramente expuesta en el Eclesiastés: "Nihil sub sole novum"[16].

   Sin embargo es preciso destacar que en la religión de Israel, bajo diversos aspectos, el tiempo pugnaba por identificarse con el ser. Esto se define con mayor vigor en torno a la temática de la huida de Egipto y el camino por el desierto en busca de la tierra prometida. Allí se manifiesta una mentalidad religiosa signada por una perspectiva lineal del tiempo, tal vez única en la antigüedad, de la cual derivará lo que después llamaremos mentalidad judía propiamente dicha.

   En efecto, para el Pueblo de Dios que camina en el desierto hacia la tierra prometida, el transcurso del tiempo suponía un avance en el camino, esto es, una aproximación cada vez mayor hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas que no significaban otra cosa que la plena realización de Israel.

   Habría que dilucidar hasta qué punto y en qué niveles una cosmovisión cíclica podría armonizarse con la previsión temporal de la tierra prometida; y en qué otro sentido la inteligencia que se tenga de esa misma previsión habrá de marcar una disyunción entre el significado inicial del carisma profético hebreo y la soberbia de la Jerusalén carnal. Pero evidentemente ello excede por completo el marco de estas breves consideraciones doctrinarias que intentamos esbozar aquí.

   En cuanto a lo que podemos denominar Tradición Occidental, de ningún modo es ajena a la doctrina de los ciclos o eones, no sólo porque la haya tomado de la Biblia, o más probablemente le haya llegado de Grecia como eco de la doctrina hindú, sino porque además es algo que ha sido expresamente recogido por la simbología cristiana.

   En la Edad Media las cuatro fases del ciclo humano son representadas por un círculo (el cosmos) dividido en cuatro partes por dos diámetros perpendiculares que forman una Cruz (la redención). En cada una de las cuatro fases se colocaba el símbolo de cada uno de los cuatro evangelistas representados por la figura de un animal o de una letra griega. En el medio, en el punto crucial, rodeado por ellos, estaba Jesús con una mano sobre un libro y la otra en actitud de impartir la bendición[17].

   Sin embargo, el cristianismo, aun cuando recoge la antigua doctrina de los eones, sin negarla, la trasciende por completo asumiendo una perspectiva enteramente nueva del tiempo histórico, la cual será el eje del Occidente Cristiano durante muchos siglos.

4. LA PERSPECTIVA CRISTIANA DEL TIEMPO HISTÓRICO

   La perspectiva cristiana del tiempo histórico es nueva porque parte del conocimiento de una novedad absoluta: la Encarnación del Verbo Eterno de Dios en las entrañas purísimas de María.

   Es esencial en el cristianismo la confesión de la Fe en la Trinidad Divina. El Hijo, Verbo Divino generado por el Padre Celestial en la eternidad de la vida trinitaria, se encarna "en la plenitud de los tiempos"[18] por obra del Espíritu Santo en las entrañas purísimas de María, y nace de ella "verdadero Dios y verdadero hombre"[19].

   Este acontecimiento que proclama el cristianismo es la novedad absoluta de todos los tiempos. Por ello exclama San Juan Damasceno: "Que el muy sabio Salomón calle, y que no diga más: nada nuevo bajo el sol"[20]. El Verbo de Dios se ha hecho carne, y en este misterio quedan asumidos la génesis, el decurso y el fin de todos los tiempos; y también queda establecido el centro absoluto del concierto infinito de los ciclos universales[21].

   El cristianismo anuncia que, por la comunión con el Verbo Encarnado, el ser humano trasciende el tiempo y accede a la transfiguración celeste. Ello se opera por la participación en la vida divina, de un modo incoativo por la gracia en esta existencia terrena, y de un modo pleno por la visión de Dios cuando el individuo transpone los umbrales de de la muerte.

   El cristianismo, pues, inaugura una perspectiva mística del tiempo, en la cual el objeto de la Fe no es lo promisorio sino lo cumplimentado. Por la Encarnación del Verbo lo divino y lo humano se han unido sin confundirse, permanecen distintos sin separarse. Las promesas se han cumplido; y en la afirmación de esta realidad el cristianismo se coloca en un plano que sobrepasa el tiempo y la historia[22].

   Naturalmente que sería insensato negar que en esta tierra aún continuamos limitados por el tiempo. Como decían los escolásticos, nos hallamos "in via ad terminum". Pero para un cristiano esta limitación ya no es importante, porque el tiempo no mide la vida sino la muerte, y la muerte ha sido vencida definitivamente por Jesucristo resucitado[23], por la Vida Divina que brota y se comunica del Verbo en un solo acto: la Encarnación, que trasciende el tiempo, transmuta el orden universal y nos ubica en la eternidad para la cual hemos sido creados.

   El orden universal ha sido creado como comunicación o manifestación "ad extra" de la gloria divina. El centro de este orden se halla en la Encarnación del Verbo en las entrañas purísimas de María, creada "ante omnia saecula"[24].

   Por esto la vida de la gracia supone una contemporaneidad perenne con el Verbo Encarnado, lo cual aparece patente en el sentido más profundo del culto eucarístico y la presencia divina que por él se verifica hasta la consumación de los siglos.

   Pero no sólo los individuos, también el cosmos en su magnitud universal accede a la transfiguración celeste una vez fuera del ciclo total de su tiempo histórico. Son los nuevos cielos y la nueva tierra que ve San Juan[25]. Esto se explica porque el abajamiento del Hijo de Dios a la forma humana concilia lo divino y lo creado en su totalidad, en todos los tiempos, en todos los siglos y fuera de todos los tiempos y siglos.

   La esperanza cristiana, pues, tiene su objeto en la Ciudad Celeste de la transfiguración universal donde ya inhabitan los bienaventurados que participan plenamente de la visión divina: la beatitud (felicidad) en el amor y en el conocimiento de Dios por el amor. Todo según el enunciado primordial de San Juan: "El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor"[26].

   En dicho amor divino, sublime y celestial expresión participada, comunicada, donada desde la misma vida intratrinitaria reside el secreto de la transfiguración y renovación de todas las cosas: la Ciudad Celeste "beata visio pacis"[27].

5. LA CIVILIZACIÓN CRISTIANA

   Luego de la manifestación del cristianismo, e inspirado en la nueva perspectiva del tiempo que éste propone, se produjo un fenómeno único en la historia: la construcción de la Civilización Cristiana, es decir, de la Cristiandad Europea Medieval.

   La palabra "civilización", de origen eminentemente romano, la usamos para designar a todo ordenamiento humano que, según la mentalidad antigua, se verificaba por el influjo y poder de la "civitas", o sea de Roma: "Orbis terrarum dea gentiumque, cui nihil par nec nihil secundum"[28].

   La "Civitas", por cierto, supone un ordenamiento humano previamente asentado en el "cultus", cultivo de la tierra, del hombre y de los dioses, cuyo fruto es un ascenso "ad superos". La civilización, pues, es una manifestación eminente y culminante de la cultura. En este sentido, no existe ni podrá existir otra civilización que la Romana.

   La Cristiandad Medieval, en la medida que constituyó una verdadera civilización, lo hizo como heredera y portadora legítima de la Civilización Romana. No obstante, en lo profundo, se trataba de algo incomparablemente más grandioso.

   Fundada desde la perspectiva cristiana del tiempo histórico, la Cristiandad Medieval, a nuestro juicio, constituyó un esfuerzo supremo de la humanidad por acceder a la transfiguración de la Ciudad Celeste. Con ello se llevaba a su punto máximo el principio del ascenso "ad superos" que dijimos fruto propio de la civilización como realidad histórica.

   Dejamos de lado la cuestión teórica sobre la posibilidad y los límites del enaltecimiento terreno, porque la gloria que forjó la Cristiandad no se produjo como consecuencia de un planteo especulativo sino de un movimiento ascendente de los espíritus.

   Vamos a señalar algunos rasgos definitorios del movimiento ascendente de los espíritus que configuró a la Cristiandad Medieval.

6. EL PRINCIPIO ORDENADOR DE LA CIUDAD CRISTIANA

   En el año 410 Alarico saquea la urbe romana, y a partir de entonces Occidente comienza a hundirse en un naufragio de consternación y tinieblas. El orden, la cultura y el derecho antiguos caían en todas partes abatidos por aquellas hordas de hombres duros y primarios.

   Sin embargo, fue de aquella catástrofe que con tanta elocuencia patentiza San Jerónimo[29] de donde surgió la Cristiandad Medieval. Fue un proceso vasto, multisecular y complejo. Con razón se ha dicho que la Edad Media nació del dolor y la derrota[30].

   La fusión de los pueblos bárbaros invasores, esencialmente guerreros e inciviles, con la antigua romanidad y con el cristianismo entonces vigorosamente pujante, produjo fenómenos de notables características. Pero hay uno que especialmente merece ser destacado: la consolidación de la familia como casi la única y exclusiva institución ordenadora de la sociedad.

   Los invasores sembraron el imperio de cadáveres y ruinas. Es verdad que no aniquilaron por completo la obra de Roma, pero privaron a Europa de todo orden institucional homogéneo. Todas las regiones quedaron prácticamente a merced de los jefes guerreros que las iban conquistando. El imperio ya no existía y los pueblos estaban sometidos a autoridades confusas, divididas, débiles y heterogéneas en perpetua lucha y caos.

   Sólo de un modo muy lento y doloroso el orden civil se fue reconstituyendo a través de los siglos; y lo hizo en torno de la familia, principio fundamental e indivisible que Roma legó a sus pueblos como ánima perdurable de la vida civilizada.

   De la unión de familias se fueron configurando los feudos, y de la alianza de feudos se fueron formando los reinos.

   Una vez que el sistema feudal estuvo consolidado, las autoridades del Señor y del Rey no eran otra cosa que singulares expansiones, proyecciones o desmembramientos de la autoridad familiar originaria. En Francia esto llegó a perdurar, aunque con muchas deformaciones, hasta la caída de Luis XVI: el Rey era la cabeza de la familia primaria o principal, algo así como el padre de los padres, y de dicha condición familiar provenía toda su autoridad y prestigio[31].

   El mismo Sacro Imperio Romano Germánico, que se constituyó como cúpula más alta del ordenamiento medieval, consagraba la unidad de todos los reinos cristianos erigidos en torno del principio familiar. No cabe duda que el Sacro Imperio se consideraba continuador del imperio antiguo cuyo sustento civil había sido la autoridad del "pater-familias".

   Ahora bien; la familia —sustento del orden civil— es también el seno de las relaciones humanas más entrañables que puedan existir. Si a ello añadimos el carácter sacramental que atribuye el cristianismo al matrimonio como signo visible de la gracia divina, es fácil advertir hasta qué extremo se elevaba como poderoso e inconmovible aquel orden civil fundado en el principio familiar.

   En el trasfondo de dicho orden se percibe la vigencia vertebral de la comunión ("ágape" o "chantas") como pilar de la Ciudad Cristiana, lo cual implica una vigorosa tensión hacia las realidades superiores, que se ve reduplicada a medida que se define y clarifica en los pueblos la perspectiva cristiana del tiempo histórico: la sacralización del orden terreno y su configuración a imagen del orden celeste, revelado para el cristianismo como Paternidad Divina sobre el Verbo, principio de todas las cosas y Encarnación del Verbo por la Maternidad Divina de María.

7 BÚSQUEDA DE LA LUZ Y LA ARMONÍA

   En la perspectiva cristiana la Ciudad Celeste no estaba edificada más allá de las postrimerías sin atingencia con el presente. Por el contrario, ella se tornaba presente de un modo anticipado en la "Ecclesia".

   La Iglesia, comunión perfecta, es la Ciudad Celeste que ya se edifica en esta tierra en orden a la transfiguración final de todas las cosas. Por ello, la Ciudad Cristiana se conforma como repercusión o reflejo temporal de la Ciudad Celeste cuya realidad, en cierto plano, ya existe entre los hombres dentro de la Iglesia.

   En el Medioevo, el poder de la Iglesia era el poder sacramental, la celebración del culto divino por el cual la Trinidad Santísima comunica y transmite a los mortales la Vida Eterna.

   El poder de la Iglesia, pues, se ejercía a través del sacerdocio (dación de lo sagrado) en el ministerio del culto (cultivación de lo divino). Naturalmente, el centro del culto era la celebración del Misterio Eucarístico que perpetuaba la presencia real del Verbo Encarnado entre los hombres, tan real que pudo, más adelante, el Concilio de Trente, definirla como transubstanciación de las especies, en plena conformidad con la Tradición.

   Ahora bien el culto medieval estaba cimentado en una doble realidad físico-espiritual: el "TEMPLUM" y el "CANTICUM". Sobre ambos se asentó el orden cultural y se forjó la piedad antigua.

   El TEMPLUM era aquel espacio consagrado al culto divino, es decir, sustraído de la profanidad terrena y dedicado ritualmente como ámbito sagrado por el ejercicio del poder ministerial de la Iglesia.

   Hay necesidad de un TEMPLUM porque la manifestación de lo sagrado exige, por su propia naturaleza, una porción del espacio, un lugar, cualitativamente superior[32]; y el ritual de la Iglesia tenía el poder necesario para operar esa mutación cualitativa:

"Alto ex Olympi vértice

Summi Parentis Filius,

Ceu monte desectus lapis

Térras in imas decidens,

Domus supernae, et infimae,

Utrumque junxit angulum.

 

Sed illa sedes caelitum

Semper resultat laudibus,

Deumque Trinum et Unicum

Jugi canore praedicat:

Illi canentes jungimur

Almae Sionis aemuli.

 

Haec templa, Rex caelestium,

Imple benigno lumine:

Huc o rogatus adveni,

Plebisque vota suscipe,

Et nostra corda jugiter

Perfunde caeli gratia[33].

   A lo largo de la Edad Media, el tema del TEMPLUM da origen al desarrollo de la magnífica arquitectura de las catedrales.

   En dicha arquitectura, la perspectiva cristiana se advierte de inmediato en numerosos detalles, por ejemplo la desaparición de las columnas que eran un poco el signo de la antigüedad clásica.

   Desde que el Medioevo comienza a producir sus propias elaboraciones arquitectónicas, éstas aparecen regidas por lo que podría llamarse el principio irradiante[34]: la construcción no parece ya asentada en las columnas que se apoyan sobre la tierra con soberbia grandeza, sino que da la impresión de emanar desde un centro del cual brotan y se irradian las curvas y contracurvas que conforman un armónico dibujo ascendente.

   En el decurso arquitectónico medieval hay un misterioso arco que transita desde el tema de la oscuridad en el románico —oscuridad de la existencia terrena sólo iluminada por la llama de la presencia divina en el culto— hasta el tema de la luz en el gótico: la penetración y exaltación de la luz, de la belleza y del misterio de la luz, la conquista de la luz.

   La fuerte impresión de admiración, elevación, transporte y arrobamiento que produce la vista de una catedral gótica es el efecto sensible de una obra realizada en el cultivo de lo sagrado y de lo maravilloso. Desde la disposición, equilibrio y significado de las esculturas, hasta la dirección de los arcos ojivales y la transparencia de la luz a través de los vitrales, todo poseía un sentido cósmico y simbólico. Detrás existía una profunda ciencia de lo sagrado, una sublime sabiduría simbólica, una cosmología sacra, de las cuales apenas si tenemos noticia los modernos.

   Los monasterios y las catedrales eran el espacio sagrado donde fecundaba la vida del culto religioso. Sus piedras, levantadas en el anónimo conocimiento de aquella sabiduría simbólica, formaban el ámbito donde resonaba el "CANTICUM". Pues en el culto la palabra era cantada, verbo armonioso, por cuya virtud se celebraban los misterios sacramentales y transcurría el tiempo litúrgico.

   El canto de los salmos y la entonación de himnos, muchas veces improvisados por el pueblo, formaron parte de la esencia de la liturgia cristiana desde las épocas más primitivas.

   El canto propio de la liturgia occidental, llamado canto llano o gregoriano se fue formando paulatinamente bajo la inspiración de la vida monacal —especialmente la fundada por San Benito de Nursia, padre del monacato occidental, el cual, a su vez, se habría inspirado en San Ambrosio—. Así, cuando San Gregorio Magno realiza su compilación "gregoriana", ya el antifonario de la Misa se encuentra plenamente constituido y el "canticum" propio de la liturgia occidental ya está expandido por Europa[35].

   En los himnos gregorianos, verdadera pre-resonancia del "canticum novum" de la eterna bienaventuranza, los hombres medievales ensayaban un itinerario hacia lo alto, hacia lo celestial, cuyo término definitivo era la búsqueda de la unión de armonía con los coros angélicos en universal alabanza de gloria a la Trinidad Santísima.

   Los monasterios, fuentes surgentes de donde emanaban aquellos himnos, fueron el alma de la vida del Medioevo. Esto llegaba al punto que, con frecuencia, el ritmo de la vida cotidiana en feudos y aldeas se había establecido al compás del tiempo litúrgico y coral[36].

   A la sombra de la vida monacal se fue consolidando en Europa el sistema feudal. Entre el monasterio y el castillo existía una constelación de armonías y reciprocidades cuya trama espiritual aún no ha sido enteramente develada.

   En dicha trama espiritual residía el secreto de la vida medieval; una vida que, en medio de las vicisitudes de guerras e invasiones, en medio del dolor y las miserias humanas, sin embargo, descubría y sostenía el sentido de lo sagrado del hombre y de toda la realidad circundante, transformada, transmutada, transfigurada por la manifestación del Verbo Encarnado, centro y foco de toda la perspectiva cristiana:

"Jesu Redemptor omnium,

Quem lucís ante originem,

Parem paternas gloriae,

Pater supremus edidit.

 

Tu lumen et splendor Patris,

Tu spes perennis omnium:

Intende quas fundunt preces

Tul per orbem servuli... [37]

   El hombre purga sus pecados, ilumina su espíritu y se une a la Vida Divina al descubrir y participar de la suprema melodía que canta la entera Creación. El hombre debe hallar su lugar en ese concierto misterioso del universo que canta la gloria de Dios Uno y Trino. En esta espiritualidad, el hombre se eleva de lo sensible a lo inteligible, y de lo inteligible a lo inefable[38].

   El culto cristiano, así concebido, permite la realización de un conocimiento, a través de la música, que es propio del orden divino de la inspiración[39].

   Por ello el culto tradicional era musical y también cósmico, por cuanto en su trasfondo seguía el ritmo armónico del concierto cósmico de la Creación. La sucesión de las estaciones, la evolución de los astros, el día y la noche, nada de esto era ajeno ni exterior al verdadero culto tradicional. Pues todo el universo ha de ser sacralizado, y finalmente toda la vida ha de ser "CANTICUM" y todo el orbe ha de ser "TEMPLUM".

8. LA TRADICIÓN  COMO  FUENTE  EN LA IGLESIA

   Es necesario resaltar que, fuera ya del orden civil, en el orden estrictamente eclesiástico, la TRADICIÓN ("traditio" o "paradosis") es fuente de revelación divina, y, por ende, de conocimiento (gnosis) de Dios por el hombre.

   En la enseñanza de los Santos Padres la Tradición es concebida como la Vida misma del Espíritu Santo —Dominum et vivifícantem— en la Iglesia, por la cual cada uno de sus miembros se halla infundido del don de poder alcanzar la Verdad en la Fe. Y el medio del conocimiento de la Verdad en la Fe, para el cristiano, se realiza en el culto. Ante la gnosis simbólica implicada en el culto habrá de inclinarse toda humana filosofía[40].

   En otro nivel, la Tradición también comprende ciertamente el conjunto dogmático que el Magisterio ha proclamado y está encargado de guardar; es decir, el depósito de la Tradición en cuanto la Fe es manifestada, conservada y transmitida.

   Entonces, por un lado, la Tradición en la Iglesia consiste en una transmisión visible y verbal de enseñanzas, reglas, instituciones, ritos y dogmas. Pero antes de ello, y como su fundamento insustituible, la Tradición es una comunicación invisible y actual de gracia y santificación.

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"FIDELIDAD A LA SANTA IGLESIA

PORTADA


NOTAS

  • [6] Christopher Dawson, "Progreso y Religión" (Ed. Huemul, Buenos Aires 1964).   

  • [7] San Agustín, "Confesiones", IX.

  • [8] Hesíodo, "Teogonia".

  • [9] Platón, "Timeo"

  • [10] Aristóteles, "Física". IV.  

  • [11] Solange Lemaitre, "Hindouisme ou Sanatana Dharma" (Ed. Arthéme Fayard, Pa-1957).

  • [12] Aristóteles, "Problemata" XVIII. 

  • [13] René Guénon, La Crise du Monde 

  • [14] 14 Hesíodo, "Los trabajos y los Días". 

  • [15] Prophetia Danielis, VII

  • [16] Rene Guénon, "La Crise du Monde Moderne" (Gallimard, París 1946). 14 Hesíodo, "Los Trabajos y los Días". ir> Prophetia Danielis, Vil. 111 Liber Ecclesiastes, I, 10. 

  • [17] Fulcanelli, "El Misterio de las Catedrales" (Plaza y Janes, Barcelona 1967).  

  • [18] Epístola B. Pauli Apostoli ad Calatas 4, 4.

  • [19] Concilio de Calcedonia (Denzinger 148).

  • [20] San Juan Damasceno, Homilía sobre la Natividad de la Santísima Virgen (Migne PG 96, 661/80). 

  • [21] San Atanasio, Or. contra Arrio (Migne PG 25/28). 

  • [22] San Ignacio de Antioquía. Epístola Efesios 19,1.

  • [23] Divo Barsotti, "Misterio Cristiano y Año Litúrgico" (Ed. Sigúeme, Salamanca 1965).

  • [24] Ecclesiasticus, 24-14.

  • [25] Apocalypsis, 21-1.

  • [26] Epístola B. loannis Apostoli Prima, 4-8. El original griego del Apóstol no utiliza la palabra "eros" que significaría propiamente amor, sino que utiliza la palabra "ágape", intraducibie en toda su magnitud: comunión, concordia, convivio. En el texto latino do la Vulgata dice: "Qui non diligit, non novit Deum: quoniam Deus charitas est". Allí oí verbo "diligo" tiene el sentido de un amor selectivo y el vocablo "charitas" buscarla la equivalencia con el "ágape" griego.

  • [27] Hymn, "Caelestis Urbs lerusalem", in dedicatione Ecclesia ad vesporas (tibor Usualis, Desclée, 1947). 

  • [28]

  • Marcial, "Epigramas": "Diosa de las tierras del orbe y de las gentes, a la cual nada es par ni nada segundo."
  • [29] San Jerónimo, Gaudencio, 5.

  • [30] Leopold Génicot, "La Espiritualidad Medieval" (Ed. Casal Valí, Andorra, 1959). 

  • [31] Frantz Funck-Brentano "El Antiguo Régimen". (Ed. Destino, Barcelona, 1953). 

  • [32] Mircea Eliade, "Lo sagrado y lo profano" (Ed. Guadarrama, Madrid, 1977). 

  • [33] Hymn "Alto ex Olympi vértice" in dedicatione Eccleslae ad laudes (Liber Usualis, Desclée, 1947): "Desde el alto vértice del Olimpo / el Hijo del Padre Sumo / como una piedra cortada del monte / cayendo a las tierras más bajas / juntó ambos ángulos / el de la casa superior y el de la ínfima / Pero aquella sede de los celestiales / siempre resuena con las alabanzas / Y al Dios trino y único / predica con perpetua melodía / Nos unimos cantando a ella / émulos de la Santa Sión. / Estos templos Rey de los celestiales / liona do tu benigna luz / Oh ven aquí invocado / Y recibe los votos de tu plebe / y Muoslio'. r.oiazonor, perpetuamente / inunda con la gracia del cielo. 

  • [34] Régine Pernoud, "Las grandes épocas del arte occidental" (Hachette, Buenos Aires 1959). 

  • [35] Alfred Colling, "Histoire de la Musique Chrétienne" (Ed. Arthéme Fayard, París 1956).

  • [36] Geneviéve D'Haucourt, "La Vida en la Edad Media" (Ed. Panel, Montevideo 1978).

  • [37] Hymn. "lesu Redemptor Omnium" (Líber Usualis, Desclée 1947) Jesús Redentor de todas las cosas / A quien antes del origen de la lu?. / Par a la gloria paterna / El Padre Supremo engendró. / Tú luz y esplendor del Padre / Tú esperanza perenne de todas las cosas / Atiende las preces / Que tus pequeños siervos difunden por el orbe.

  • [38] S. Dionisio Areopagita, "De los nombres divinos".  

  • [39] Carlos A. Disandro, "Las Fuentes de la Cultura" (Ed. H. Volante, La Plata 1965).  

  • [40] Sobre la Fe y la Gnosis en la Iglesia, los "Stromata" y el "Protréptico" de San Clemente de Alejandría.  

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