LAS
LAGRIMAS DE MARÍA Y
LA PLUMA DE LEÓN BLOY
"LA QUE LLORA"
"Hacedla
conocer a todo mi pueblo": las últimas palabras de Nuestra
Señora a los dos pastorcitos son la orden amorosa e ineludible que
llevó a León Bloy, "peregrino de lo absoluto", a hacer del
Mensaje de la Salette el centro de su obra —y de su vida. Pero no es
narrar la Aparición la intención de "La que llora"' "El
propósito de esta obra no es hacer el relato del Milagro de la
Salette". Otra distinta es la causa que lo mueve: "Principalmente
quiero, en cuanto sea posible, mostrar el milagro ulterior, y que
tal vez tiene aún más significación que el de la Aparición, el
milagro ciertamente más increíble de la indiferencia universal y de
la hostilidad casi general".
Con
la violencia impar de su palabra, Bloy pone frente a lo Absoluto,
frente al Misterio, a un mundo que no vacila en llamarse "católico",
a esa unanimidad cómodamente piadosa del rebaño que se niega a ver
con los ojos de la Fe. "La Apostasía es punto menos que general"
—había dicho Melania en una carta de 1887—. Y añadía: "¡Pobre
Francia!... Entretanto, ella ríe, se divierte porque no cree
en una existencia mejor, porque no tiene Fe, sino simplemente la
vanidad de la Fe, fingiendo la religión, haciéndose designar
directora o celadora o presidenta de tal o cual confraternidad".
A aquel catolicismo —a este catolicismo de hoy— cuyo sentimentalismo
esencial repugna a la Fe verdadera, es a quien viene la obra de Bloy
a demoler: "Difícil es decir cuánto humillan y destronan a María
los sentimentalismos devotos. Las piadosas cristianas quieren una
Reina coronada de rosas, no de espinas. Bajo esta diadema, ella
inspiraría miedo y horror, lo que se acomodaría más al género de
belleza que sus miserables imaginaciones le suponen. Empero, la
Liturgia sublime, que ellas ignoran, quiere expresamente que el
Salvador haya sido coronado por su Madre (Missa Spinae Coronae,
D.N.J.C. Introitus), ¿y de dónde, pues, sino de su propia cabeza
habría Ella podido tomar esa diadema?".
Nuestra Señora de la Salette llora. Llora por la Sangre preciosa de
su Hijo que parece ofrendada en vano. Más de ciento treinta años han
transcurrido hasta hoy desde que fuera derramado aquel Llanto
sublime. "La realidad aparente es el fracaso de Dios sobre la
tierra, la derrota de la Redención", dice Bloy. Pero el mundo ha
permanecido impasible; más aún, no sólo ha dado la espalda al
Mensaje terrible y consolador de María sino que ha ahondado con saña
indescriptible las causas de su dolor. Ya en 1879 Bloy no podía
creerlo, ¡qué decir ahora! Pero eso no es todo; los mismos elegidos
para transmitir la Palabra del Hijo han terminado por convertirse en
"cloacas de impureza", según las aterradoras palabras de su
Madre, Y ésta ha dicho más: "¡Maldición a los sacerdotes y las
personas consagradas a Dios, que por sus infidelidades y por su mala
vida crucifican nuevamente a mi Hijo!".
Pero ni
eso ha bastado. No han oído porque no han querido oír; se tapan los
oídos. La Orden de los Apóstoles de los Últimos Tiempos, cuya Regla
la Virgen misma diera a los pastores, fue suplida por capellanes
ecónomos, regen-teadores interesados de una hostería para
peregrinos, de quienes dice Bloy: "He visto el espantoso espíritu
de avaricia de esos presuntos religiosos". Mas comparados con
los obispos, ellos han sido pobres inocentes: "Los presuntos
misioneros de la Salette, inocentes quizás a fuerza de estulticia y
bajeza de corazón —¡pero de qué horrible inocencia!— fueron
institución irrisoria opuesta por la autoridad diocesana al formal
Mandamiento que se trataba de eludir. La Santa Virgen había pedido
Apóstoles: se le proporcionó posaderos. Había querido verdaderos
discípulos de Jesucristo, que sintieran desprecio del mundo y de sí
mismos: se instaló a sacerdotes comerciantes, a mercaderes capaces
de producir. Por lo que hace a la recomendación de 'salir y de
iluminar la tierra' se recurrió al expediente de la propaganda y del
tributo de los peregrinos". Bloy no narra solamente una historia
del siglo que concluía; profetiza también la historia del siglo que
se avecinaba. Es esta Iglesia —la Otra, la Nueva, la Conciliar— la
que se gestaba en aquel farisaico espíritu clerical.
Y no sólo
a los sacerdotes y obispos alcanza el Secreto de la Salette; va más
alto Nuestra Señora: "Roma perderá la Fe y se transformará en
sede del anticristo".
La
experiencia de Bloy se ha vuelto hoy casi unánime: "Acabo de
soportar un terrible sermón. . . Todos los lugares comunes
filosóficos de seminario han desfilado ante el Santo Sacramento
inmóvil. Yo había ido a la iglesia, ¡ay!, como 'un mendigo rebosante
de oraciones'; pero ese abismo de palabras vanas engulló mis
súplicas, y mi alma se deslizó hacia el sueño perverso que la
charlatanería produce. . . ¡Qué deformación sistemática o que falta
de Fe es preciso imaginar para que ministros tales y en tal elevado
número hayan llegado al extremo de no saber que el fondo del hombre
es la Fe y la Obediencia, y que, por consiguiente, necesita
Apóstoles y no conferencistas, Testigos y no demostradores! No es ya
el momento de probar que Dios existe. Ha llegado la hora de dar la
vida por Jesucristo. Pero todo el mundo la niega resueltamente. A
cualquiera otro sí, mas no a El ¡Antes a un demonio!".
Si con el
fin de la Revelación, la Encarnación del Verbo —cifra del Misterio—
marca la culminación de los Tiempos, nuestros tiempos —¿los
últimos?— son los de María. La Salette, Lourdes, Fátima... Siempre
igual: la Señora, los pastores, la proferición de ya Fe exigida, la
corrupción del santuario por la corrupción de los ministros... El
Hijo Divino en el principio y la Madre en el fin. Dice Bloy: "Jesús
y María no hablan juntos. Cuando Jesús comienza su prédica, María se
abisma en el silencio, y si sale hoy de ese silencio ¿debe esto
significar, pues, que Jesús no va a hablar más? He aquí, paréceme,
uno de los aspectos más oscuros de la Salette y uno de los menos
profundizados, probablemente a causa del inmenso terror que inspira".
Pero nada es más terrible que el silencio de Cristo; eso viene a
decirnos su Mensajera. El lo ha soportado todo; pero no habrá de
soportar que se desprecie a su Madre. "¡Y bien! Esto es
espantoso. Jesucristo sufre que se le desprecie o se le ultraje. . .
Pero que sea desdeñada su Madre, su llorosa Madre, ¡no tolerará!. .
. ¡Aquélla de quien la Iglesia canta que fue 'concebida antes que
las montañas y los abismos, y antes que el brotar de las fuentes'
(Prov. VIH, 24, 25); esa 'Ciudad mística plena de pueblo, sentada
sola y llorando sin que nadie la consuele' (Thren. I, 1, 2), esa
gemebunda 'Paloma escondida en la cavidad de la piedra' (Cant. II
14)...".
Nuestra
Señora ha hablado, ha suplicado, ha llorado en la Salette. La
nefanda respuesta nos la cuenta Bloy —el Desesperado— como solamente
él hubiera podido hacerlo: "Entonces se levantaron hombres que
tenían mitra en su cabeza y en sus manos el cayado de los pastores
del rebaño de Cristo. Y esos hombres dijeron a Nuestra Señora:
—¡Basta ya! TACEAT MULIER IN ECCLE-SIA. Nosotros somos los obispos,
los doctores, y no tenemos necesidad ni siquiera de las Personas que
hay en Dios. Por otra parte, somos los amigos del César y no
queremos tumultos en el pueblo".
Como para
ellos, para los pastores de hoy, ciegos que arrastran a tantos otros
ciegos al hoyo de esa Iglesia Nueva que ha puesto al Hombre en el
lugar de Dios, la Salette es sólo un nombre. Los más, lo ignoran;
los menos alcanzan a emocionarse tibiamente con él, con ese
sentimentalismo religioso que es nota distintiva de la piedad
moderna. La Fe —un acto de la inteligencia en el amor— se ha
convertido en un golpe bajo de lo sensible en los más superficiales
afectos. Aunque sean innúmeras las palabras que se escuchen se ha
perdido definitivamente la posibilidad del conocimiento por la clara
luz intuitiva del Símbolo.
De ese
modo se ha vuelto imposible aproximarse siquiera a la Infinita
Dignidad de María. Se venerarán sus imágenes, se le cantarán loas,
se evocará su nombre, pero algo permanecerá en la sombra. "Se
sobreentiende que María —dice Bloy—, aunque Madre de Dios, no es
Dios. Sin embargo, nada puede expresar su dignidad. Teológicamente
es tan imposible adorarla como exagerar el culto de honor que le
pertenece. La gloria de María y su excelencia ecuménica desafían a
la Hipérbole. Ella es ese fuego de Salomón que nunca dice '¡basta
ya!'. Es el Paraíso Terrenal y la Jerusalén Celestial. Es Aquella a
la que Dios todo ha dado".
La única
puerta, entonces, la más estrecha, es la de volver las espaldas al
Mundo, sin concesión alguna; de reedificar la Fe perdida, de
sumergirse en lo Absoluto, de rendirse ante el Misterio. Sólo así se
hará posible comprender —no escuchar— y vivir el Mensaje de la
Salette, la Incógnita decisiva que se esconde en la Infinita
Dignidad de María. O mejor aún, con las exactas palabras con las que
León Bloy, el "Viejo de la Montaña", entrevé el Secreto
revelado en aquella Montaña signada: "Cuando los cristianos dicen
la tan misteriosa e incomprensible Oración Dominical, cuan pocos
saben o adivinan que el Adveniat Regnum Tuum proclama a esta Madre
con una precisión absoluta, y la llama tan vivamente que esas tres
palabras han terminado por hacerla descender bañada en llanto. Ella
es el Reinado del Padre".
Atilio Carlos Neira
LA
APARICIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN
EN LA MONTAÑA DE LA
SALETTE
10 DE SEPTIEMBRE DE
1846
Publicado por la
Pastora de la Salette con "imprimatur" de Mons. el obispo de Lecce.
Versión tomada del libro "Celle qui pleure" de León Bloy —Apéndice—
editado en París, MCMVIII (Sacíete du Mercare de F'ranee). La
traducción, que ha procurado ser lo más literal posible, ha sido
realizada especialmente para esta revista por Pablo Williams.
El 18 de
setiembre, víspera de la santa Aparición de la Santa Virgen, me
encontraba sola, como de costumbre, cuidando las cuatro vacas de mis
amos. Hacia las once de la mañana vi venir hacia mí un muchachito.
Al verlo, me asusté, pues me parecía que todo el mundo debía ya
saber que yo huía toda clase de compañía. El niño se me acercó y me
dijo: —"Pequeña, voy contigo, yo soy también de Corps". Ante estas
palabras mi mal genio se hizo ver enseguida, y retrocediendo unos
pasos, le dije: —"No quiero a nadie aquí, quiero estar sola". Luego
me alejé, pero el niño me seguía diciéndome: —"Vamos, déjame estar
contigo, mi patrón me dijo que viniera a cuidar mis vacas con las
tuyas; soy de Corps".
Me alejé
de él haciéndole saber por señas de que no quería a nadie allí. Una
vez alejada, me senté sobre la hierba. Allí conversaba con las
florecitas de Dios.
Un
momento después miro detrás de mí y encuentro a Maximin sentado muy
cerca. Enseguida me dijo: "Déjame estar a tu lado, me portaré bien".
Pero mi mal genio no entendió razones. Me levanto con precipitación,
huyo un poco más lejos sin decirle nada, y me pongo a jugar
nuevamente con las flores de Dios. Al instante, Maximin estaba otra
vez allí diciéndome que se portaría bien, que no hablaría, que se
aburriría estando solo, que su patrón le había mandado conmigo. ..
etc. Esta vez tuve lástima, le indiqué que se sentara, y continué
con las flores de Dios.
Maximin
no tardó en romper el silencio; se puso a reír (creo que se burlaba
de mí); lo miro y me dice: —"Divirtámonos, juguemos a algo". No le
contesté nada, pues yo era tan ignorante que, habiendo estado
siempre sola, no comprendía nada acerca de jugar con otra persona.
Me entretenía sola con las flores y Maximin, acercándose a mi lado,
no dejaba de reírse, diciéndome que las flores no tenían orejas para
oírme y que debíamos jugar juntos. Pero a mí no me gustaba el juego
que me proponía. Sin embargo, empecé a hablarle, y él me dijo que
pronto iban a terminar los diez días que debía pasar con su patrón y
que luego iría a Corps a casa de su padre, etc.
Mientras
me hablaba, se oyó la campana de la Salette; era el Ángelus. Con un
gesto le indiqué a Maximin que elevara su alma a Dios. Se descubrió
la cabeza y guardó silencio por un momento. Luego le dije:
—"¿Quieres comer? —Sí, me dijo. Vamos. "Nos sentamos; saqué de mi
bolsa las provisiones que me habían dado mis patrones y, según mi
costumbre, antes de cortar mi pequeño pan redondo hice una cruz
sobre él con la punta de mi cuchillo y un agujerito en el medio,
diciendo: —"Si el diablo está allí, que salga, si Dios está allí,
allí se quede" y rápido, muy rápido recubrí el agujerito. Maximin
lanzó una carcajada y dio un puntapié a mi pan que se escapó de
entre mis manos, rodó hasta el fondo de la montaña, y se perdió.
Yo tenía
otro pedazo de pan. Lo comimos juntos. Después, jugamos. Luego,
dándome cuenta que Maximin debía tener necesidad de comer, le señalé
un lugar de la montaña cubierto de pequeños frutos. Le aconsejé
comer algunos, cosa que hizo de inmediato; comió, y trajo su gorra
llena. Al anochecer, bajamos juntos la montaña, y nos prometimos
volver a cuidar juntos nuestras vacas.
Al día
siguiente, 19 de setiembre, me encuentro caminando nuevamente con
Maximin; trepamos juntos la montaña. Encontraba a Maximin muy bueno,
muy simple y que hablaba con gusto de lo que yo quería hablar; era
también muy dócil, sin aferrarse a su sentimiento; sólo era un poco
curioso, pues, cuando yo me alejaba de él, en cuanto me veía
detenerme, corría rápidamente a ver lo que hacía y oír lo que decía
a las flores de Dios, y, si no llegaba a tiempo, me preguntaba qué
había dicho. Maximin me dijo que le enseñara un juego. La mañana
estaba avanzada; le dije que juntáramos flores para hacer el
"Paraíso".
Nos
pusimos los dos a la obra. Pronto tuvimos una buena cantidad de
flores de distintos colores. Se oyó el Ángelus de la villa pues el
cielo estaba sereno y sin nubes. Después de haber dicho a Dios lo
que sabíamos le dije a Maximin que debíamos llevar nuestras vacas a
un pequeño terreno, cerca de una pequeña barranca donde habría
piedras para construir el "Paraíso". Llevamos nuestras vacas al
lugar señalado y enseguida hicimos nuestra pequeña cena. Luego, nos
pusimos a llevar las piedras y a construir nuestra casita que
consistía en una planta baja que se decía nuestra habitación y luego
un piso encima que era, según nosotros, el "Paraíso".
Este piso
estaba todo adornado de flores de distintos colores con coronas
suspendidas de tallos de flores. El "Paraíso" estaba cubierto por
una sola y ancha piedra que habíamos recubierto de flores; habíamos
colgado también coronas a su alrededor. Terminado el "Paraíso" lo
contemplamos; nos vino el sueño, nos alejamos dos pasos de allí, y
nos dormimos sobre la hierba.
Sin
hacerlo caer, la Bella Señora se sienta sobre nuestro "Paraíso".
II
Al
despertarme y no ver nuestras vacas llamo a Maximin y trepo el
pequeño montículo. Habiendo visto que nuestras vacas estaban
tranquilamente recostadas, yo bajaba de allí y Maximin subía,
cuando, de pronto, veo una bella luz más brillante que el sol, y
apenas he podido decir estas palabras: —"¿Maximin, ves, allá? ¡Ah!
¡Dios mío! "Al mismo tiempo dejo caer el bastón que tenía en la
mano. No sé qué de delicioso acontecía en mí en ese momento, pero yo
me sentía atraída, sentía un gran respeto lleno de amor, y mi
corazón hubiera querido correr más rápido que yo.
Yo miraba
fijamente esta luz que estaba inmóvil, y, como si ella se hubiese
abierto, percibí otra luz mucho más brillante, y que estaba en
movimiento y, en esta luz, una Bellísima Señora sentada sobre
nuestro "Paraíso" con la cabeza entre sus manos. Esta Bella Señora
se ha levantado, ha cruzado un poco sus brazos, y mirándonos, nos ha
dicho: "Acercaos, hijitos míos, no tengáis temor, estoy aquí para
anunciaros una gran noticia". Estas dulces y suaves palabras me
hicieron volar hacia ella, y mi corazón hubiese querido estrecharse
a ella para siempre. Habiendo llegado muy cerca de la Bella Señora,
frente a ella, a su derecha, comienza ella su discurso y también las
lágrimas comienzan a correr de sus bellos ojos.
"Si mi
pueblo no quiere someterse estoy forzada a dejar libre la mano de mi
Hijo. Es tan grave y pesada que no puedo retenerla más.
¡Hace
cuánto tiempo que sufro por vosotros! Si quiero que mi Hijo no os
abandone, debo rogarle sin pausa. Y en cuanto a vosotros, no hacéis
caso de ello. Por más que roguéis, por más que hagáis, jamás podréis
recompensar la pena que me he tomado por vosotros.
Os he
dado seis días para trabajar, me he reservado el séptimo, y no se
quiere acordármelo. Esto es lo que hace tan pesado el brazo de mi
Hijo.
Los
que conducen los carros no saben hablar sin introducir el nombre de
mi Hijo en sus juramentos. Son ambas cosas lo que hacen tan pesado
el brazo de mi Hijo.
Si la
cosecha se echa a perder, sólo es a causa de vosotros.
Os lo he
hecho ver el año pasado con las papas. Vosotros no habéis hecho caso
de ello; al contrario, cuando encontrabais las echadas a perder
jurabais y usabais el nombre de mi Hijo. Ellas seguirán echándose a
perder; en Navidad no habrá más".
Aquí yo
trataba de comprender la palabra "pommes de terre"; creía comprender
que significaba "pommes" (papas). La Bella y Buena Señora,
adivinando mi pensamiento, continuó así:
"¿No
lo comprendéis, mis hijitos? Os lo diré de otra manera".
La
traducción en francés es la siguiente:
"Si la
cosecha se arruina es sólo por vosotros; os lo he hecho ver el año
pasado con las papas y vosotros no habéis hecho caso de ello, al
contrario, cuando encontrabais las arruinadas, jurabais y usabais el
nombre de mi Hijo. Van a seguir echándose a perder, y en Navidad no
habrá más.
Si
tenéis trigo, no hay que sembrarlo.
Todo
lo que sembréis, lo comerán las bestias, y lo que crezca, caerá
hecho polvo al cernirlo. Va a venir una gran hambre. Antes que el
hambre venga, los niñitos menores de siete años tendrán un temblor,
y morirán entre las manos de las personas que los sostengan; los
demás harán penitencia con el hambre. Las nueces se echarán a
perder, los racimos se pudrirán".
Aquí, la
Bella Señora, que me tenía encantada, quedó un momento sin hacerse
oír; veía, sin embargo, que seguía moviendo graciosamente sus
amables labios como si hablase. Maximin recibía entonces su secreto.
Luego, dirigiéndose a mí, la Santísima Virgen me habló, y me dio un
secreto en francés. He aquí este secreto, tal como ella me lo ha
dado:
REGRESAR AL ÍNDICE DE
"FIDELIDAD A LA SANTA IGLESIA