Sentido y alcances de la historia regional

 
  Jesús Gómez Serrano
  Departamento de Historia, U.A.A.

      Cada número, conciencia  publicará un pequeño trabajo de algún profesional
de las ciencias sociales, con la idea de que sea un respaldo a nuestro trabajo,

                                                                           y sirva como incentivo y orientación para los estudiantes.
                                                                           En esta ocasión, el Doctor Jesús Gómez Serrano presenta algunas ideas
                                                                           acerca de la historia regional.

Auge de los estudios regionales

     Durante las últimas décadas la historia regional ha vivido un auge impresionante. Una revisión somera de las revistas especializadas y de los catálogos de muchas editoriales daría cuenta de ese auge. Lo que ha sucedido en Aguascalientes no constituye una excepción a esta regla, sino su confirmación.
     Es curioso reparar en que la publicación, en 1881, de la Historia del estado de Aguascalientes, de Agustín R. González, no suscitó mayor interés, ni mereció lecturas atentas o reseñas críticas, ni mucho menos fundó en la localidad una tradición de estudios históricos de corte regional. A fines del Porfiriato se decía con cierta insistencia que el diputado Manuel Gómez Portugal, uno de los favoritos del gobernador Alejandro Vázquez del Mercado, preparaba una verdadera historia de Aguascalientes, que pondría en su lugar la de don Agustín. Sin embargo, aquella época llegó a su fin, el diputado Gómez Portugal perdió su curul y su muy anunciada historia no apareció por ningún lado. Lo más probable es que no haya sido escrita.
     El desinterés por la historia local se prolongó durante muchos años más. Si ponemos entre paréntesis los muy meritorios esfuerzos hechos por nuestro cronista, el profesor Alejandro Topete del Valle, podemos decir que el estiaje se prolongó hasta el año de 1980, cuando El Colegio de Michoacán publicó la historia de La destrucción de la hacienda de Aguascalientes, de Beatriz Rojas.
     Este libro parece haber sido un detonador del interés por los temas regionales. Influidos por el ejemplo de Beatriz y en contacto estrecho con la documentación de carácter histórico, a la que por entonces ni las autoridades ni los responsables de los archivos dispensaban ninguna atención, un pequeño grupo de jóvenes profesionistas se empezó a interesar por la historia de Aguascalientes.
     Muchas cosas han cambiado para bien durante los últimos veinte años. Todo indica que esta vez no estamos delante de un relámpago o un chispazo ocasional, como fue el libro de Agustín R. González, sino de una corriente vigorosa, alimentada por diferentes vías, que está muy lejos de agotar su impulso.
     Me parece claro que este auge de los estudios regionales se explica en buena medida por la creación de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, en 1973, y por la formación en ella de profesionistas en diversos campos de las humanidades. No sólo ni principalmente historiadores, sino también sociólogos, pedagogos, e incluso arquitectos y urbanistas.
     Aunque es claro que la existencia de la UAA no explica por sí sola el auge de los estudios de corte regional. A la larga lista de circunstancias que nos ayudan a entender ese auge, habría que integrar las siguientes: la creación del Archivo Histórico del Estado; la apertura, el nacimiento y la consolidación de diversos programas editoriales serios; la habilitación dentro de diversas instituciones de espacios en los que  es posible hacer investigación y el impacto que tiene entre nosotros el desarrollo consistente de los estudios regionales en otros muchos lugares del país. Muchas instituciones académicas serias, como El Colegio de Michoacán, el Instituto Mora y el Colegio de Jalisco forman investigadores especializados específicamente en el ámbito regional.

¿Qué es una región?

     La pregunta puede parecer ociosa, porque alude supuestamente a realidades que “están ahí”, que nos ofrecen todos los días su consistencia indubitable. No vamos a preguntarnos, a estas alturas, si existe algo que pueda llamarse la “región de Aguascalientes”, después de que se han escrito docenas de artículos y libros que anuncian desde su mismo título la clara existencia de “eso”. Sin embargo, quienes cultivamos la llamada historia regional, sabemos que detrás de esa pregunta, inocente en apariencia, se esconde un problema teórico, metodológico y práctico que no admite una cómoda respuesta. Ensayemos una.
     La idea y el concepto de región no es nuevo ni admite una sola acepción. No sólo lo hemos usado los historiadores, sino también los geógrafos, los antropólogos, los planificadores y por supuesto los economistas, tan aficionados a los retortijones conceptuales. A algunos les puede sorprender la noticia de que los biólogos han hecho del concepto de región una pieza importante de su arsenal intelectual, pero así es. Por supuesto, el hecho de que muchas disciplinas se valgan del mismo concepto quiere decir, entre otras cosas, que no hay un acuerdo en lo tocante a su significado preciso y a su utilidad metodológica.
     Ha habido muchas confusiones y abusos, pero con tanto trajín el concepto mismo de región se ha enriquecido y a muchos nos queda claro que, bien empleado, es una poderosa herramienta del análisis intelectual. A la biología le debemos el énfasis en las articulaciones que los diversos elementos de un sistema dado guardan entre sí, lo que permite configurar sistemas diferenciados que tienen su propio equilibrio. Por su lado, la antropología social ha insistido en la importancia de la apropiación social del espacio; las regiones son eso, se nos dice, porque son percibidas y vividas como tales.
     La geografía económica, por su parte, ha aportado la noción de que una región es algo más que sus recursos naturales; la configuración del espacio, el clima y otras variables de ese mismo orden condicionan el carácter de las regiones, pero lo más importante es la forma en la que esos paisajes son modificados por sus habitantes e integrados a las actividades productivas. En este sentido, las regiones no son categorías a priori, sino verdaderos productos históricos, es decir, espacios construidos. Parafraseando al geógrafo R. C. West, podemos decir que las regiones son paisajes forjados por la historia.
     Las regiones serían categorías intermedias entre los países o los “grandes espacios de la civilización” y las parroquias, “matrias” o “terruños”, como llama Luis González a esos espacios cortos, “abarcables de una sola mirada”, que constituyen el ámbito de las actividades cotidianas de las personas y que con frecuencia con comunidades dominadas por lazos de sangre. Aunque la percepción de la región es menos inmediata y familiar que la de la parroquia o localidad en la que se habita, para propios y extraños existe como representación específica, como una realidad esencial y anterior a esas abstracciones mayores que serían el país, la nación o el Estado.
     En la formación y evolución de las regiones es factible distinguir la lenta acumulación de los elementos que la definen y le dan su complejidad. En un artículo ya viejo sobre “Los estudios regionales y la antropología en México”, Guillermo de la Peña habló del carácter de los primeros asentamientos humanos, el desarrollo y la distribución de la población, los mecanismos de control político y de administración del territorio, el desarrollo de los sistemas de propiedad, la organización del trabajo, la configuración de redes de abasto, los mecanismos de integración a unidades espaciales mayores y las representaciones simbólicas como los elementos constitutivos de una región, los “pisos” o niveles que con su interacción acaban definiendo unidades complejas, las cuales es posible diseccionar y explicar mediante el análisis.

Valor de los estudios regionales

     Este mismo autor aludió en 1980 a “la vocación regional de la antropología social mexicana” y señaló que muchas de las más importantes aportaciones hechas por esa disciplina compartían ese enfoque. En forma paralela, puede decirse que las regiones se han erigido, durante las últimas décadas, en el escenario predilecto de los estudios históricos. Aunque se cometen ciertas injusticias con historiadores menos célebres, pero no necesariamente menos rigurosos y esforzados, puede decirse que Luis González inauguró en 1968, con su libro Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia, el nuevo auge de los estudios históricos de corte regional. En su sencillez, gracias a la insignificancia del pueblo cuya historia se recrea, ese libro nos hizo ver de manera ejemplar el valor y el potencial de las historias locales. Claro, cuando están escritas por un historiador que es dueño de su tema y de su oficio. Pueblo en vilo es una historia parroquiana o pueblerina en el sentido de que se refiere a un trozo insignificante del territorio nacional, pero es una historia universal en la medida en que se recrean, con una luz nueva y una perspectiva muy sugerente, los grandes momentos del acontecer nacional. Luis González es uno de esos grandes historiadores que han alcanzado lo universal por la vía de lo particular. Parece fácil, de la misma manera que muchas de las grandes obras del genio humano lo parecen, pero esa sencillez no es espontánea, sino el resultado de un complejo proceso de elaboración.
     Se ha dicho que “las regiones son buenas para pensar”, es decir, para plantear problemas en forma sugerente y para acercarnos de una manera nueva y fecunda a los problemas que desde hace mucho tiempo preocupan a los estudiosos. Esto es válido no sólo para los historiadores, sino también para los antropólogos, los economistas y los sociólogos. Por lo que toca a los historiadores, podemos decir que el auge de los estudios regionales se debe a que en ese nivel es donde puede percibirse con mayor provecho la intersección de los procesos de carácter global con las especificidades, irreductibles en apariencia, del acontecer local. Refiriéndose a los estudios rurales, Eric Van Young ha dicho que la perspectiva regional ha mostrado su superioridad, pues ha logrado combinar “la profundidad del enfoque microhistórico con la amplitud del análisis estructural”.

     Desde luego no se trata de ignorar la importancia de las determinaciones que rebasan el ámbito regional o de suponer que las regiones son sistemas cerrados y autosuficientes, sino de entender, dentro de su propia lógica, la cadencia y las especificidades del pulso histórico regional. Este enfoque, lejos de tener un carácter insular o meramente anecdótico, propone un nuevo acercamiento a muchos de los grandes temas de la historia nacional.
 

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