Fundamentalmente, la Condesa Báthory robaba la belleza y
juventud a sus víctimas bebiendo su sangre y
embadurnándose con ella durante un rito de carácter
ocultista, sádico y sexual. Ocasionalmente, también
comía su carne.
Para ello, claro, éstas tenían que ser
jóvenes y hermosas. Si no, ¿qué sentido
tendría?
En un principio, Elizabeth recurrió a
las siervas que la atendían en su castillo: adolescentes y
jóvenes de la zona, elegidas por su atractivo físico y
por tener alguna cualidad que la Condesa deseara.
Sin embargo, conforme depuraba su
técnica, fue haciéndose con víctimas cada vez
más y más jóvenes obtenidas en sus extensos
dominios: muchachas casi impúberes, e incluso niñas
mayores, a partir de los nueve o diez años. Sólo este
grupo de población reunía las características
físicas que Elizabeth Báthory deseaba: cutis y facciones
infantiles y blanquísimas, silueta ideal, cabellos y dentadura
intactos, ni una sola arruga, un montón de vitalidad y una salud
a prueba de bomba, si habían sido capaces de sobrevivir a las
elevadas tasas de mortalidad infantil de la época.
Además, conforme iban sufriendo
sucesivas extracciones y debido a los efectos adelgazantes de la
tortura, sus facciones se afinaban y sus cuerpos se volvían
imposiblemente perfectos, etéreos. Así, en cierta forma,
la Condesa se fabricaba "víctimas perfectas" a las que robar su
belleza y juventud.
En un principio, le resultaba fácil
obtenerlas. Cualquier familia plebeya se dejaría sacar un ojo
por tener a una hija sirviendo en el castillo de la Condesa. Luego, las
cosas se complicaron. Por un lado, cada vez quedaban menos muchachas
idóneas en la zona. Por otro, comenzó a correrse el rumor
de que algo terrible ocurría a las chicas en el castillo. Como
consecuencia, Elizabeth tuvo que ir buscándolas cada vez
más lejos, y aceptando víctimas cada vez más feas
y mayores. En torno a 1608 tenía que conformarse incluso con
mujeres de 26 años.
Entonces fue cuando, mal aconsejada por su
amiga Erszi Majorova, comenzó a aceptar niñas y
jóvenes de la burguesía adinerada y la nobleza menor para
educarlas en los usos cortesanos. Esto le aseguró de nuevo un
suministro de víctimas ideales a partir de 1609. Sin embargo,
sus familias ostentaban distintos grados de poder, lo que
resultó fatal para la Condesa. Las denuncias no tardarían
en llegar.
Cuando el conde Thurzo asaltó el
castillo de Elizabeth por orden del Rey, hallaron en él dos
docenas de víctimas aún vivas, entre once y diecisiete
años. Algunas de ellas lograron reponerse. En el propio
castillo, desenterraron cincuenta cadáveres. Y los diarios de la
Condesa aportaban detalles sobre un total de 612 víctimas
sacrificadas en menos de siete años. Unas 80 de ellas
pertenecían a las clases adineradas, y el resto al pueblo llano.
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