Los asteroides están formados del mismo material del que nacieron la Tierra, Marte y los demás planetas hace miles de millones de años (o sea, rocas, hierro o una mezcla de ambos), pero a diferencia de éstos son, precisamente, el residuo sobrante de aquella nube primordial que engendró al Sol y su familia. Tienen formas rocosas y su tamaño oscila entre menos de 1 km y 1 000 km. Los meteoritos grandes suelen moverse con la rapidez suficiente como para crear un cráter cuando chocan con la Tierra, pero los más pequeños son frenados por la atmósfera y se estrellan en la superficie sin causar impacto. Cada día caen unos 10 meteoritos en la Tierra, pero la mayoría se estrellan en zonas remotas o en los océanos y pasan inadvertidos.

Aunque se cree que existe más de un millón de asteroides, sólo se han descubierto 35 000. La mayoría tienen su órbita entre Marte y Júpiter, respondiendo de esta forma a la ley de Titius/Bode, formulada en 1778, la cual defiende la hipótesis de que entre ambos planetas hay una distancia considerable en la que habría tenido cabida un tercero. En su lugar, sin embargo, se encuentran multitud de pequeños objetos pétreos, mucho de los cuales tienen formas irregulares con tamaños muy pequeños. Su origen debe buscarse en las masas de gas y polvo que formaron los planetas y que en esta zona no debieron llegar a crear una condensación única, sino dos o más que luego, en choques sucesivos, fueron desintegrándose.

Junto a estos asteroides hay que mencionar otros dos grupos menores pero no por ellos carentes de importancia, los asteroides Troyanos, que se desplazan a lo largo de la órbita de Júpiter; y los asteroides Apolo, que cruzan la órbita de la Tierra.

El pequeño tamaño de Plutón y Caronte despertó algunas teorías a favor de la existencia de otro cinturón más alejado, del cual ambos en algún momento habrían formado parte, siendo finalmente capturados en un lapso de millones de años merced a la atracción gravitatoria de los demás planetas.

La presencia del cinturón principal entre Marte y Júpiter y la hipótesis de otro más allá de Plutón explican, sin embargo, sólo una parte del papel de los asteroides dentro del Sistema Solar. A lo largo de este siglo, y especialmente en su segunda mitad, se comprobó que estos astros no sólo no tenían delimitada ninguna frontera, sino que pululaban a su antojo por doquier. Durante la década de los ochenta, varios miembros de la familia de asteroides Apolo, conocida por su carácter errático, dieron varios sustos a los astrónomos al aproximarse a menos de un millón de kilómetros de la Tierra. Hasta el momento, se han cifrado en varios centenares los asteroides que interceptan la órbita terrestre y que, por tanto, en algún momento pueden entrar en colisión con nuestro planeta.

La tesis amparada en evidencias científicas, de que la caída de un asteroide fue la que desencadenó hace 65 millones de años una extinción masiva –incluida la de los dinosaurios- sobre la Tierra, habla bien a las claras de su poder destructivo. En un suceso más reciente, conocido como el “Fenómeno Tunguska”, los investigadores no terminan de estar de acuerdo acerca de si fue un asteroide o un trozo de cometa el que el 30 de junio de 1908 explotó después de penetrar en la atmósfera sobre una remota región de Siberia Central. Fuera lo que fuese, su tamaño apenas superaba el de un estadio de fútbol, pero la energía desprendida por el choque desintegró la taiga a una distancia de decenas de kilómetros y las agujas de los sismógrafos y barógrafos de todo el planeta dibujaron el trazo de la última catástrofe cósmica sufrida por la Tierra.

De todos los asteroides que existen en el sistema solar, destacan especialmente cuatro conocidos desde comienzos del siglo XIX. Se trata de Ceres, Pallas, Juno y Vesta. El primero de ellos fue descubierto cuando los astrónomos de la época buscaban afanosamente el supuesto planeta ubicado entre Marte y Júpiter. Lo encontró Piazzi en 1801 creyendo haber dado con el astro pretendido. Tiene 940 km de diámetro y es el asteroide de mayor tamaño. Alcanza la magnitud séptima y es observable con cualquier telescopio, incluso con prismáticos. El más brillante, en cambio, es Vesta, que tiene 580 km de diámetro pudiendo alcanzar la magnitud 5. Es visible con prismáticos. Pallas y Juno son más débiles, llegando, como máximo, a la magnitud 8,5.

Es difícil distinguir un asteroide entre las estrellas porque son puntos similares. Tan sólo su movimiento, relativamente rápido, puede dar cuenta de que se trata de un astro cercano. En consecuencia, o se conoce muy bien su posición para identificarlo, o es imprescindible observarlo repetidamente en un intervalo de tiempo más o menos largo para notar su desplazamiento por comparación con las estrellas “fijas”.

Todos los asteroides se ven como puntos desde la Tierra. Directamente, aunque se utilicen los telescopios más poderosos, no es posible advertir su forma ni tamaño, hasta el punto de que sus estructuras irregulares tuvieron que conocerse por un método indirecto: las oscilaciones luminosas que sufren algunos asteroides son síntomas claros de que la reflexión de la luz solar no se realiza en una superficie esférica, regular, sino en un cuerpo de forma anárquica.

Ahora bien, en la actualidad se conoce perfectamente la forma de algunos asteroides gracias a otra técnica indirecta: cuando un asteroide débil pasa casualmente ante una estrella más brillante, esta, naturalmente, “apaga” su luz al entrar en contacto con el borde del asteroide y reaparece al salir por el borde opuesto. Midiendo el tiempo que la estrella ha permanecido oculta puede saberse con facilidad el tamaño del asteroide o, cuando menos, cuántos kilómetros hay desde el punto del borde en que se ha escondido la estrella y el punto en que ha salido. Como sea que los asteroides están cercanos a la Tierra –en comparación con las estrellas- se produce un efecto de paralaje en función de la posición geográfica de los observadores. Así, un observador situado en Tarragona, por ejemplo, no verá el mismo “recorrido” de la estrella tras el asteroide que otro situado en Barcelona. Aprovechando este efecto, se organizan observaciones coordinadas de una misma ocultación estelar interviniendo personas desde distintas localidades, para obtener, como resultado, tantos “recorridos” de la estrella tras el asteroide como emplazamientos, lo cual permite después trazar con mucha exactitud el perímetro del asteroide (forma y dimensiones).

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