Los cometas son restos helados de la formación de los planetas exteriores. Suelen describir sus órbitas en la Nube de Oort, donde permanecen invisibles a un año-luz o más del Sol. Algunas veces la gravedad o una estrella que pasa empuja a un cometa desde la nube hasta el interior del Sistema Solar. Se conocen unos 1 000 cometas, pero se cree que la Nube de Oort y su región interior, el Cinturón de kuiper, contienen billones de estos objetos.

Los cometas son astros masivamente muy poco significativos. Se trata de condensaciones de la materia residual que quedó después de haber sido formados el Sol y los planetas. Tienen un núcleo sólido muy pequeño (de unos pocos kilómetros de tamaño) formado básicamente por hielo de agua y polvo. Cuando están lejos del Sol su aspecto y estructura no es más que esto, pero cuando se acercan, al llegar aproximadamente a la altura de las órbitas de Júpiter o Marte, su temperatura se eleva lo suficiente como para que se sublime parte del hielo, desprendiendo gas y polvo, es decir, rodeándose de una envolvente difusa a la que se denomina coma. La presión de la radiación solar hace que las partículas de la coma se desplacen en sentido contrario al Sol, como si se tratara de una columna de humo arrastrada por el viento. Es cuando se forman sus espectaculares colas.

Las partículas de gas de la cola, que se ionizan y adquieren una tonalidad azulada –fosforescencia- son arrastradas más rápidamente por la radiación solar que las del polvo, que son visibles porque reflejan la luz solar y, en consecuencia, tienen una tonalidad ligeramente anaranjada. La diferencia de velocidades entre ambos tipos de partículas, junto con el desplazamiento del núcleo, hace que la mayoría de cometas muestren dos colas bien diferenciadas: la de gas y la de polvo, la primera más estrecha y rectilínea que la segunda, que suele ser ancha y curvada. Cuando no se diferencian las dos colas es debido a una simple cuestión de orientación, según la posición de la Tierra con respecto al cometa.

Los cometas realizan recorridos muy distintos unos de otros, de forma que mientras algunos tienen órbitas cerradas –elípticas- y por lo tanto pasan periódicamente por las cercanías del Sol, otros las tienen abiertas –parabólicas e hiperbólicas-, acercándose una sola vez para perderse a continuación en la inmensidad del espacio o haciéndolo una vez cada miles de años.

De ningún otro cuerpo celeste puede esperarse un comportamiento más anárquico. Las estrellas y los planetas han fascinado a la humanidad permanentemente, pero los cometas, además de compartir el tributo de esta fascinación, han atemorizado a todas las civilizaciones con sus respectivas llegadas. Los antiguos veían con miedo a un astro que era capaz de romper la armonía de los cielos y ocupar con su larga cola más de la mitad de la bóveda celeste, aunque unos lo interpretaban como una señal divina y otros como un maleficio. Ni siquiera a Marte le cabe le privilegio de haber decantado una guerra del lado de uno de los dos contendientes; eso es obra, como bien sabe la historia, del cometa Halley y algunos de sus anónimos hermanos, como el que apareció sobre Europa en 1812, cuando Napoleón libraba su batalla en la campaña de Rusia, de la que saldría perdedor a pesar de que él creyó ver en el firmamento el signo de la victoria.

El mismo Halley es el protagonista del famoso tapiz de Bayeux en el que puede verse al rey Harold de Inglaterra tras su derrota ante los normandos y su rey, Guillermo el Conquistador, en el año 1066. El artista Giotto lo retrató en su obra La adoración de los Reyes Magos, en la que se escenifica el Portal de Belén, y las crónicas históricas de numerosos lugares de la Tierra guardan testimonios de la atención popular prestada al más famoso de los cometas, que lleva el nombre del científico que logró demostrar que su órbita periódica le acerca hasta el Sol cada 76 años aproximadamente. Edmund Halley, tras estudiar numerosos documentos sobre apariciones cometarias que se sucedían con ese intervalo (documentos antiguos han referenciado sus pasos hasta el año 466 a. C), cayó en la cuenta de que en realidad era el mismo cometa, que regresaba debido a su trayectoria orbital. De esta forma, vaticinó que volvería en 1758, y aunque el murió 16 años antes, el cumplimiento de su pronóstico selló para siempre la fama de Halley.

Su último acercamiento de 1986 fue, sin embargo, uno de los más decepcionantes por las malas condiciones de visibilidad, en las que influyeron la desfavorable posición del cometa (60 millones de kilómetros de la Tierra) y porque en las semanas de su más alto brillo no fue visible desde Europa. La borrosa mancha que vio la mayor parte de la gente contrastó con la espectacular imagen que el Halley trazó sobre el firmamento en su anterior visita de 1910, año en el que su proximidad fue tal que la Tierra atravesó la cola del cometa. Esta coincidencia fue la que provocó un pánico generalizado en numerosos países, donde la prensa sensacionalista habló de un posible envenenamiento a causa de la presencia de gas cianógeno en el cometa. En cambio, los científicos trataron de tranquilizar a la sociedad al advertir que la densidad de la cola cometaria era nula y, por tanto, el riesgo también. Aunque el miedo desembocó en suicidios, el Halley no envenenó a nadie, pero la trascendencia del encuentro de 1910 con la Tierra preparó el terreno durante décadas para que en 1986 se le aguardara con la mayor expectación de su historia, a la que lamentablemente él no respondió como se esperaba. Volverá en el año 2062 en condiciones mucho más favorables que en 1986.

De promedio se descubren unos veinte o treinta cometas cada año, aunque son muy pocos los que llegan a tener suficiente luminosidad como para atraer la atención del aficionado y mucho menos los que pueden verse a simple vista. En los últimos decenios los más espectaculares han sido West (1976), Hyakutake (1996) y Hale-Boop (1997).

Cuando un cometa se hace visible a simple vista, suele ofrecer un tamaño angular muy grande; en ocasiones su cola –siempre en dirección opuesta al Sol- puede cubrir bastantes grados en la bóveda celeste, abarcando distintas constelaciones. Este es lo que ocurrió con la cola del cometa Hyakutake que llegó a verse a simple vista con 100º de longitud, cuando el cielo estaba muy transparente; 100º equivalen a 200 veces el diámetro de la Luna en el cielo.

Lo más llamativo del Hale-Boop, que debe su nombre a Alex Hale y a Thomas Boop, fueron sus dos colas, que evocaron la histórica aparición del cometa Donati en 1861, considerada como una de las más hermosas de la historia. Como el Donati un siglo antes, el Hale-Boop mostró con su doble cola, azul y blanca, un aspecto inédito en un cometa, y alcanzó el mismo brillo que la estrella Sirius, la más brillante del firmamento nocturno. Se calcula que fue el cometa más destacado de los últimos dos siglos, con la particularidad añadida, de que su temporada de visibilidad resultó ser excepcionalmente larga. Además, se trataba de un cometa con un núcleo muy activo, de forma que incluso con telescopios relativamente pequeños era posible ver los chorros de gas o polvo emergiendo del mismo y las ondas de choque que estos gases producían dentro de la coma.

Pero sin duda, el suceso más espectacular acaecido en los últimos tiempos tuvo lugar en julio de 1994 cuando el cometa Shoemaker-Levy se precipitó hacia el gigante Júpiter y choco con su atmósfera en un cataclismo de gran espectacularidad.

De los cometas más débiles, el aficionado puede tener conocimiento mediante los boletines u órganos informativos de las asociaciones astronómicas, que suelen dar cuenta de aquellos cometas observables con instrumentos modestos.

La observación de un cometa no requiere otra técnica que la empleada habitualmente para objetos débiles, ya que, en el aspecto visual, pude compararse a una nebulosa o a un cúmulo. En realidad, un cometa visto a través del telescopio se asemeja mucho a una nebulosa con una condensación en el núcleo. Precisamente este carácter nebular hace que las imágenes de los cometas tengan poco contraste y que, a veces, resulten difíciles de ver. Paradójicamente, cuando el cometa está cerca y presenta un tamaño mayor, es cuando menos puntual resulta su aspecto a través del telescopio y, por tanto, cuando más difícil es su visión (salvo en el caso muy especial que quieran estudiarse, por ejemplo, los detalles de la zona próxima al núcleo, donde en ocasiones puede verse la formación de chorros de gases). Por ello se recomiendan, en estos casos, los prismáticos o una cámara fotográfica normal provista de teleobjetivo, a fin de conseguir imágenes menos amplificadas.

La magnitud luminosa de un cometa es también difícil de calcular, dado su aspecto difuso. Cuando en unas efemérides se señala su brillo, este debe tomarse con reservas, ya que raras veces coincide lo previsto con la realidad. Además, las magnitudes que se dan de los cometas son globales y equivalen a la magnitud que tendría el punto en el que se concentrara la luminosidad total del astro, cabeza y cola incluidas. Por ello, la magnitud de un cometa sólo coincide –aproximadamente- con la escala de magnitudes estelares cuando se halla lejos.

La experiencia permite señalar que, de promedio, un cometa visible a simple vista de tercera magnitud global –por ejemplo- tiene una dificultad de visión equivalente a una estrella de quinta. Generalmente puede aplicarse la diferencia de dos a cuatro magnitudes entre ambas escalas.

Cada vez que un cometa pasa cerca del Sol, pierde una buena parte de su masa, lo que permite suponer que no debe ser muy elevado el número de veces que se acerca. La pérdida se debe a la difusión al espacio de las partículas que componen la cola y a la fragmentación del núcleo, lo cual sucede en muchas ocasiones cuando “ya está muy gastado” y sufre la fuerte influencia gravitacional de un planeta grande (generalmente Júpiter) o del propio Sol.

La fragmentación del cometa da lugar al esparcimiento de su misma órbita de pequeñas partículas o fragmentos formando grupos –enjambres- o estando más o menos aislados. Algunos cometas han llegado a fragmentarse totalmente, como el cometa Biela, que en 1846 se dividió su núcleo en varios trozos; en su siguiente paso estaba mucho más fragmentado y ya no volvió a verse en los sucesivos pasos (1859 y 1866). En 1872 la Tierra cruzó la órbita del cometa por un punto cercano a donde hubiese estado Biela de haber existido; en esos momentos se produjo una impresionante lluvia de estrellas o caída de meteoros a nuestro planeta, prueba evidente de que la mayoría de estos corpúsculos que súbitamente aparecen por la noche son residuos de cometas, como ya quedó explicado.

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