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Literatura
Lo extrañaremos, Alexandr Solhenitzyn
Con la muerte de este escritor ruso
ganador del Nóbel y parte del engranaje que echó abajo a la
URSS da fin una etapa de escritores opuestos a todo tipo de
totalitarismos. Fue, además, de los primeros en horadar un
agujero al paraíso socialista en que millones creían
¡Por favor, no le manden a los
soviéticos las excavadoras más modernas para enterrarnos!
Discurso pronunciado frente a los graduados
de Harvard en junio de 1978
AGOSTO, 2008. Cerca de cuatro
décadas después resulta difícil concebir hasta dónde había
llegado el grado de servidumbre y condescendencia entre la
intelectualidad mundial hacia la Unión Soviética, una
marejada que no disminuía pese a las evidencias cada vez
mayores que ese país era en realidad una de las dictaduras
más brutales del siglo XX. Por ello es tan importante la
obra de Alexandr Solhenitzyn, quien abrió dos certeras
cuarteaduras a un sistema al que sobrevivió 18 años después
de su desaparición.
Hasta antes de Solhenitzyn la imagen mundial de la URSS se
mantenía relativamente impecable. Las atrocidades del
estalinismo, denunciadas por Kruschev, se enfocaban en el
personaje y no en el sistema, como si ambos hubieran sido
entes separados en los años de la dictadura. Incluso, la
novela Doctor Zhivago, de Pasternak, camina en esa
dirección. Sin embargo las --más que tardías-- acusaciones
antiestalinistas eran contra el hombre; en ningún momento
hubo referencia alguna a sus víctimas, a los presos
políticos detenidos con excusas arbitrarias y surrealistas.
Dos novelas de Solhenitzyn horadaron lo que en realidad
existía detrás de ese "paraíso obrero".
La primera fue la publicación, en 1962, de Un día en la
vida de Iván Desinovich, un personaje capturado por los
alemanes que logra escapar, se reintegra al ejército
soviético y luego es detenido por la policía secreta "por
realizar espionaje". Los siguientes 25 años los pasará como
un preso político, sus aspiraciones aplastadas, su identidad
borrada. La intención es reconvertirlo en un miembro de la
masa anónima, obediente y servil al Gran Jefe, pero no lo
consiguen. Como escribe Armando Valladares en Contra toda
esperanza y su experiencia como preso político en Cuba, el
encierro y los castigos son injustos, no así las ganas de
vivir.
Su siguiente obra, y que pesaría mucho para otorgarle el
Nóbel de Literatura, empieza con un detalle escabroso: la
revista rusa Priroda narra cómo un grupo de
campesinos hambrientos encuentra un lago congelado en la
tundra rusa, donde se encuentran decenas de peces que han
permanecido allí por miles de años. La urgencia de alimento
es más importante que el pensar que esas especies ya se
encuentran extinguidas. "Tras descongelarlos, cocen los
restos prehistóricos y los devoran con fruición".
Solhenitzyn puede verificar el dato pues figuraba entre los
presentes.
Tras la aparición de Archipiélago Gulag, donde el
autor ya narraba sus años en la Siberia en primera persona,
lo que había escrito Walter Duranty --corresponsal del
New York Times en los años 30 y quien aseguraba que,
aparte de no existir cárceles con presos políticos en Rusia,
las hambrunas eran una paranoica invención de la derecha--
quedó exhibido como un cruel ocultamiento el cual por
cierto, aún no ha sido resarcido por el matutino, que
todavía incluye a Duranty entre sus orgullosos tenedores del
Premio Pulitzer.
Cuando Solhenitzyn recibió el Nóbel de Literatura, el
octubre de 1970, Moscú, y sus adláteres, ardieron en la
indignación, calificando incluso al Archipiélago de "ciencia
ficción". Si en realidad la URSS era tan "libre", cómo
afirmaban, nadie pudo explicar entonces cómo fue que al
autor no se le hubiera permitido salir del país a ir a
Suecia a recibir el reconocimiento. (La Academia, por su
parte, y sin duda abrumada por las críticas, otorgó el Nóbel
dos años después a Pablo Neruda, un abierto apologista de la
dictadura soviética).
Como sea, la inspiración que tuvo Solhenitzyn entre muchos
otros disidentes permaneció con el tiempo. Archipiélago ha
sido libro indispensable para quienes estuvieron detrás de
las manifestaciones en Tiananmen, el Proyecto Varela en Cuba
y la oposición antichavista en Venezuela.
Más aberrante aún fue cómo alguien que tenía posturas
claramente a favor de Occidente fue recibido con frialdad, e
incluso desprecio, por sus gobiernos. Cuando en 1976 visitó
por primera vez Estados Unidos, el entonces presidente Ford
se negó a recibirlo. ¿La razón? Según Kissinger, su
presencia podría "enturbiar" las relaciones con Leonid
Brezhnev, por entonces mandamás de la desaparecida URSS. No
por nada en un texto escrito ese año, el Nóbel comentaba un
tema tabú, esto es, que los gobiernos y los grandes
capitales, los mismos que la prensa rusa satanizaba
diariamente, eran aliados inesperados del régimen soviético.
Una vez que fue disminuyendo su fama post Nóbel, Solhenitsyn
se recluyó en una pequeña granja de Connecticut. Al caer el
Muro de Berlín en 1989 el escritor aún se mostraba
escéptico; "Gorbachov será devorado por este hecho", comentó
lacónicamente. Al desaparecer la URSS dos años después se
mostraba feliz, pero no entusiasmado: "Para llegar a este
momento tuvimos que llorar y enterrar a miles de compañeros,
ojalá no hubiera sido tan doloroso". Parte de su desaliento
se debía a que al frente del primer gobierno post URSS
habían quedado Boris Yeltsin, a quien consideraba aún era
parte del viejo régimen (con todo, había llamado "bandidos"
a los ejecutores del fallido golpe de Estado contra
Gorbachov y que serviría para abrir las puertas al también
fallecido Yelstin).
La paradoja era que Solhenitzyn admiraba a Vladimir Putin,
mucho más identificado con el viejo régimen y parte de la
KGB, cuya abuelo, la NKVD, era responsable de haberlo
encerrado en la tundra rusa. Otra controversia en torno al
Nóbel fue que apoyó a Milosevic y criticó el proceso que se
tenía en su contra. También publicó un texto donde muchos
detectaron sentimientos antisemitas. En 1996 regresó a Rusia
y recorrió decenas de sus villorrios, de esos pueblos que
décadas atrás habían sido koljós, y habló con esas familias
que, sin excepción, tenían un pariente absorbido por la
represión.
Sería una lástima que las nuevas generaciones rusas vieran
diluirse la memoria de Alexandr Solhenitzyn sin reparar en
que gracias a su contribución ellos no tienen que
preocuparse por ser enviados a una prisión en la tundra por
expresar lo que realmente piensan. Sin Archipiélago Gulag,
esa libertad quizá hoy sería añorada por los jóvenes como lo
fue para este escritor mientras permanecía encerrado por la
irracionalidad que se alcanza cuando el Estado ya no tiene
límites para hacer lo que se le pegue la gana.
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