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De dar pena: las hordas anti Trump
Por supuesto que todo estadounidense tiene derecho a no estar de acuerdo con que Donald Trump sea su próximo presidente. Pero las tácticas utilizadas para protestar han caído entre lo lamentable y lo involuntariamente gracioso, todo dentro de su pasmoso desconocimiento en cómo funciona la ley electoral en ese país
DICIEMBRE, 2016. La reacción de
la izquierda norteamericana al triunfo de Donald Trump está
adquiriendo tonos de ópera bufa, todo acompañado con la idea de que
los progres consideran idiotas a aquellos que no piensan como ellos.
Además de insistir, sin que logren convencer a nadie, que los
hackers rusos son culpables de la derrota de Hillary Clinton una vez
que wikileaks destapó buena parte de sus trácalas --como si, ahora
sí que su deplorable reputación no hubiera contado para nada
en ello-- su más más reciente estrategia consistió en presionar a
los electores para evitar que refrendaran su respaldo a Donald Trump
para así evitar que llegara a la Casa Blanca.
Como veremos, fue una estrategia francamente estúpida, creada más
que nada para tener un efecto mediático que expusiera como
cuestionables las reciente selecciones. Y decimos estúpida porque
estas hordas mostraron así un asombroso desconocimiento de cómo
funcionan las leyes electorales en Estados Unidos.
Antes de abundar en ello demos un repaso rápido al trabajo que toca
hacer a los electores. De acuerdo a un sorteo, todo ciudadano mayor
de 21 años puede recibir una invitación para convertirse en elector.
Tras un trámite donde hay una depuración de aspirantes, cada estado
presenta determinado número de electores quienes reciben y
contabilizan los votos acumulados por cada distrito a favor de
cierto candidato. Así, supongamos que un elector del estado de
Virginia recibe constancia de que en su distrito hubo, por decir dos
cifras, 20 mil votos a favor de Trump y 16 mil a favor de Hillary
Clinton.
Así, el elector, representante del ciudadano común y corriente (éste
también suele ser uno de ellos) es convocado, generalmente a los 40
días posteriores a la elección, para refrendar que en su distrito la
mayoría de votos correspondió a Trump. Así, cuando se alcanza un
total de 270 votos electorales, el candidato se convierte de forma
oficial en el nuevo presidente.
Esta modalidad se creó con el fin que todos los estados de la Unión
tuvieran representatividad ante el Senado. De existir el voto
directo, como ocurre en la mayoría de los países, México incluido,
los grandes conglomerados urbanos como Nueva York, Chicago, Los
Ángeles, Filadelfia, etcétera, serían los que siempre definirían la
elección dada su densidad poblacional. Un tonto que se las da de
listo, como Michael Moore, sostiene fúrico que ese sistema "necesita
revisión", algo claramente insostenible si asumimos que es el mismo
que ha regido en Estados Unidos por 240 años.
Así pues, quien realmente elige al presidente es el pueblo
norteamericano, representado en sus electores. Si asumimos que ese
sistema electoral existe desde el siglo XVIII, su eficacia para
mantener la estabilidad política (y, de paso, evitar tentaciones
dictatoriales) estuvo incuestionablemente adelantado para su época.
¿Y a qué le apostaron los progres norteamericanos, pues? A
algo tan absurdo, tan irreal, que si no fuera por las amenazas de
muerte que recibieron algunos electorales provocaría estruendosas
carcajadas: convencer, mejor dicho, obligar a esos electores para
que no refrendaran su voto a Donald Trump, esto es, lograr que no
obtuviera los 270 votos y así evitar que fuera declarado presidente.
Y aquí vamos a un par de preguntas que necesariamente arrojarán una
respuesta surrealista: ¿Qué hubiera pasado si esos electores
hubieran dicho nanay y Trump quedara con, digamos, 269 votos? ¿Sería
entonces declarada presidenta electa Hillary Clinton? Por supuesto
que no. Esa posibilidad, que incluso manejaron periódicos mexicanos
como Excélsior y no solo los infaltables perritos farderos
demócratas como el New York Times, era inexistente desde un
principio. Si Trump no completara el número de electores, entonces
sería el Senado el que designaría al nuevo presidente, y casi con
toda seguridad, puesto que el Senado tiene mayoría republicana
(¿cómo puede una izquierda que se cree a sí misma brillantísima,
haber pasado esto por alto?) la presidencia le sería conferida al
gobernador de Indiana Mike Pence, quien es el vicepresidente de
Donald Trump.
En todo caso, no es el hoy presidente Trump quien ganó la elección
de noviembre sino el Partido Republicano y ya nadie puede
arrebatarle ese triunfo; pensar que sin los 270 votos electorales
necesarios para Trump Hillary Clinton se convertiría en la nueva
mandamás de Estados Unidos condensa una supina ingenuidad, o bien un
desconocimiento asombroso, injustificable, de los progres en
torno a cómo funciona el sistema electoral en los Estados Unidos.
Cuando Donald Trump dijo que él no reconocería otro triunfo que no
fuera el suyo se le acusó, desde la entonces candidata Hillary
Clinton de ser un "intolerante", un "obcecado", un "irrespetuoso
hacia nuestro sistema electoral" y el infaltable "fascista". Pero
ahora que perdieron los demócratas son ellos los que no aceptan el
triunfo, los que gritan "fraude", los que le echan la culpa al
malvado Putin, los que se niegan a aceptar su derrota y los que, en
un reprobable acto totalitario, rodearon varios colegios electorales
a lo largo del país e incluso amenazaron de muerte a los electores
si refrendaban a Donald Trump.
¡Y esos son los mismos que se
dicen activistas en pro de la paz, la democracia, la convivencia
pacífica, la tolerancia, la libre expresión y juran luchar contra la
injusticia, por supuesto, siempre y cuando esa justicia, esa opinión
y esa libertad de ideas coincidan con las suyas.
A este ridículo se le agrega un balazo en el pie que se dio la
izquierda gringa y que casi niingún medio ha reportado: En efecto,
siete electores fueron infieles al mandato de los votantes pero de
ellos solo dos fueron republicanos y los otros cinco
demócratas. Así pues, en total quedaron 304 votos para Trump y 227
para Clinton, tres para Colin Powell, uno para Bernie Sanders, uno
para John Kasich, otro para el libertario Ron Paul y otro para la
líder india Faith Spotted Eagle, una activista en Dakota del Norte.
Al lamentable show mediático debe sumarse el spot donde el actor
Martin Sheen y otras celebridades exigen a los electores no
refrendar a Donald Trump. Lo dicho, un espectáculo patético, de dar
pena, sobre todo porque su destino no iba a ningún lado pues en
ningún momento la ley electoral norteamericana contempla que un
candidato conquistará la presidencia mediante el voto directo.
En vez se seguir dándonos un espectáculo lastimoso, los progres
norteamericanos urgen de un examen de autoconciencia, de entender
que no perdieron porque el méndigo de Putin se robó la elección sino
porque Hillary Clinton fue una pésima candidata y que en Estados
Unidos no gana el candidato que tenga más votos populares... así de
sencillo, y así de complejo para sus obcecadas mentes.
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