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Páginas de literatura

   

 

 

 

   

 

 

ANIMALES Y ALMA, o ALMA Y ANIMALES  

Antonio Pizarro Luna

En un lugar de la Mancha, más conocido que afamado, andaba Genaro camino de su casa y domicilio. Venía de su pequeña huerta donde estuvo recolectando unas verduras, y al cruzar un encinar próximo al pueblo, ocurrió que el burro en que portaba las dichas verduras, debido a las desigualdades del camino, cayó el asno al suelo, desparramándose la carga con el consiguiente disgusto del hombre, que apostrofó al animal con palabras malsonantes, y diciendo como bien se ve que los animales no tienen conocimientos equivalentes a los poseídos por las personas, y además no tienen un alma con que responder de sus actos.

Produjo el  burro unos raros gruñidos incomprensibles para el hombre, pero comprendidos por un ratoncillo que roía las semillas de unas hierbas al lado del camino, con lo cual el ratoncillo se apartó hacia un arbol cercano donde otros ratones parientes suyos también se estaban alimentando y con quienes comentó las frases de Genaro, y pidiéndoles opinión de qué fuera eso del alma, que según Genaro tienen los hombres, pero no los animales.

No tenían los ratones la menor idea sobre el tema, pero picados de curiosidad, decidieron ir a buscar alguien que siendo más instruido pudiera asesorarlos. El más viejo y sabio de los ratones dice que seguramente debe saberlo el búho, considerado por los animales como el más sabio de los bichos por ellos conocidos.

¡Ah, pero el búho tiene la mala costumbre de comer ratones para alimentarse!

Entonces deciden ir a buscar a la liebre, quien tampoco se atreve a ir donde el búho, pero dice que el señor ciervo no teme al búho: Demasiado fuerte para temerle.

Como en el monte todos los animales se conocen, yendo hacia el roble grande donde habita el búho, a los ratones y la liebre se agregan enteradas del asunto unas ardillas y varios gatos monteses, quienes sienten más curiosidad por el caso que deseo de comerse a los ratones, pues ya han desayunado. Al saber de qué se trata tan rara unión de animales, dos cabras salvajes y tres jabalís también se unen, e incluso el señor lobo y doña zorra se comprometen a no comerse a nadie e ir hacia delante y bueno, cuando llegan al roble viejo, domicilio del búho, algo más de medio centenar los curiosos bichos, en un armisticio de no hacerse unos a otros daño hasta saber lo que ya interesaba a todos.

No está el búho de muy buen humor, pero convencido por aquella asamblea, les escucha atentamente, se encoge sobre su propio cuerpo volviendo los grandes ojos, y dice que él tampoco tiene idea de cómo o qué es eso que ellos quieren saber.

Opina búho cómo es posible que la señora lechuza sí lo sepa, pues como va a la iglesia, que es donde se alimenta del aceite de las lámparas, que el gusta mucho, y allí es donde más cantidad de personas se reúne de todos los lugares conocidos por los animales; y que también en las bóvedas de las iglesias residen los murciélagos, que como no salen de día, allí pasan quietecitos la mitad de su vida; opina el búho que conocer la opinión de lechuza y murciélagos llevará al menos tres días, y en fin deciden los bichos prorrogar el armisticio de no comerse unos a otros durante a lo razonable cinco días. O sea, cinco días pasados, se han de reunir allí mismo, en el roble domicilio del búho, quien les hará saber qué haya averiguado la señora lechuza.

Ni Genaro ni otro cualquiera vecino del pueblo dieron importancia al hecho de cómo los animales iban y venían por el encinar durante esos días, y no hubo ocasión de que persona alguna pudiera contemplar la asamblea de irracionales que cinco días después fueran a reunirse ante el viejo roble gigante; pero allí estuvieron al menos dos bichos de cada raza la tarde de domingo elegida para la ocasión, por ser el domingo cuando el personal sale menos de casa. Jamás se viera reunión o asamblea más atenta y silenciosa que la de nuestros amigos.

Gatos monteses, perros de los pastores, lobos y ciervos y, en fin, cada animal ocupando el lugar en que más a gusto estuviere, sin molestar o asustar a nadie.

En ésta el señor búho salió por la hendedura, puerta de su domicilio, y seguro de la atención prestada por la asamblea, explicó como la señora lechuza hubo recibido su visita con gusto, y después de haber debatido con los murciélagos, tanto ella como éstos, rememorando lo oído al sacerdote dando sus opiniones a los feligreses y algunas pláticas que tuviera con otros sacerdotes, la opinión de lechuza y murciélagos es de que sí, los animales tiene alma, pues todos ellos, al igual que las personas, tienen vida, y por lo comprendido al escucharle, sin alma la vida no es posible.

Todas estas pláticas son posibles, dado que los animales poseen una forma de comprender especial, tanto a los que hablen las personas como lo que ellos hablan en el idioma universal de los animales, aun no siendo de la misma raza y especie.

Y ya tenemos a aquellos buenos seres que no siendo racionales, si se sienten parte del reino de Dios, y deciden vivir desde ese momento en adelante según formas de alimentarse y vivir como es su naturaleza, costumbres y necesidades, pero esta alegría de ser parte superior de las entidades que habitan la tierra, y reconocerse tan parte de Dios y su creación un simple gusanillo que repta por las hojas del árbol, como el lobo que por natural se come a la oveja, o la alegre alondra que sube a las nubes a cantar la alborada, sabiendo que uno puede ser comido por otros, o alimentarse de otros a quienes se arrebata la vida al matar su cuerpo, pero volviendo a Dios su alma.

Se deshizo alegremente la asamblea, los animales se desparramaron por el encinar, cada uno cantando un himno al Dios creador de su alma y vida. Como todos cantaban, el murmullo de susurros o voces de todos se escuchaba por todo el monte, y tanto Genaro como sus vecinos lo oyeron, incluido el buen señor que llegado de la ciudad venía a comprobar las facultades de su galgo corredor.

Antonio Pizarro Luna  

   

El método científico

 José María Martín

A decir verdad, ya no sé si abandoné el Norte de España por no entenderlo o, simplemente, fruto de ausencia, es ahora cuando no comprendo nada. De todos modos no me arrepiento del devenir de mi vida… en una breve reflexión. Aun así, hoy me apetece recordar otra vez lo que nunca podré olvidar. Sé que para otros será una historia más de elfos, gnomos, hadas, trasgos y duendes. Peor no, se trata, simplemente, de mi historia. Tan increíble como las cientos de leyendas que mi abuela me contaba cuando era pequeño. Probablemente ella influyó en mi huida de aquella tierra de luces y sombras. Las leyendas, llenas de seres fantásticos que se aparecen con extraños poderes, pueden crear ilusión en algunos mientras que, en otros, nos producen desesperación, angustia… Angustia por no poder ser partícipe de los cuentos, por no haber visto ningún ser fantástico, por no poder vivir las experiencias que los viejos cuentan. Esa sensación fue la que me llevó, en cuanto pude, a abandonar España y establecerme en Honfleur, un pequeño puerto pesquero francés cercano a Le Havre, donde se encontraba la Universidad que había elegido para realizar mis estudios. No se puede decir que el viaje fuese a los confines de la tierra pero los escasos ahorros de mi padre, con la espalda rota de tanto trabajar el campo, no dieron para más.

Los inicios no son nunca fáciles pero, gracias al sistema educativo francés que depende principalmente del Estado, mis estudios de Ciencias Físicas me resultaron casi gratuitos. Eso facilitó mi estancia en aquel país y sólo el inicial escollo con el idioma que pronto superé, fue el único problema que tuve para acceder a la Universidad de Le Havre. Por supuesto hube de compaginar estudios y trabajo aunque esto fue algo que pasó desapercibido para la mayoría ya que más de la mitad de los estudiantes de mi clase trabajaban durante las vacaciones de verano.

Siempre he querido pensar que mi padre murió orgulloso de mí: hijo de analfabetos, conseguí mi licenciatura en Físicas en la especialidad de Astrofísica en el 1980 para doctorarme cuatro años después. Pero lo cierto es que nunca lo supe… Un día, como tantos, salió a trabajar y nunca volvió. Las tierras del Norte son propicias a correveidiles y mil historias se contaron sobre su desaparición. La única verdad es que, simplemente, no volvió. La única herencia que me dejó fue el dinero suficiente para poder viajar a Francia y una pequeña navaja –navaya decía él– , con incrustaciones de piedra en el mango y ajada por el uso. Aun así, consideré aquel objeto como parte de mi pasado y siempre lo he llevado encima, quizás aceptándolo como un amuleto tribal.

He de admitir, sin ningún orgullo, que siempre mantuve oculto mi origen humilde. Mi nuevo status social no admitía a aquellos que, entre vacas y centeno, habían pasado una infancia llena de palos y piedras como únicos juguetes. Ahora todo eso queda muy lejano y, cuanto más claras creía tener las cosas, más difusas se me tornan. Pero, mejor… ordenemos cronológicamente los hechos, como cualquier método científico impone.

El método científico es la base de mi trabajo: observación, hipótesis, formación y experimentación son las reglas del éxito. Sólo un análisis meticuloso y, sobre todo, disciplinado, puede llevar a soluciones concretas. Aquello que no se puede medir no existe y, por tanto, cualquier cuestión inexistente no merece la pena ser medida, pero… ¿y la fantasía? Aquel verano decidí, tras muchos años sin visitar España (tantos como los trascurridos desde la muerte de mi padre), acudir al pequeño pueblecito en el que crecí. Mis amistades entendieron que quisiera viajar con mi hijo Eric, de 6 años que, tras el trágico accidente de circulación que costo la vida a mi mujer, precisaba de más atenciones que las que le había prestado hasta el momento. En realidad, y quizás conmocionado por el mismo accidente, yo estaba empeñado en acudir al origen de mi vida, a las razones que me hicieron abandonar mi país, mis costumbres, mis raíces… Es, en estas circunstancias de la vida, cuando uno se vuelve más trascendente y cree que el único modo de completar una experiencia vital es llenar todos los vacíos que se han quedado en el camino ¡que iluso! De todos modos, el viaje estaba decido y ya no tenía que darle explicaciones a nadie.

Eric era un niño risueño, si bien los últimos meses se encontraba un tanto triste. A veces, le espiaba cuando, cabizbajo, acudía a su habitación. Se sentaba y pasaba horas frente a la ventana, con la mirada perdida. Él siempre había sido muy risueño, como su madre. Espigado y de complexión atlética a pesar de su corta edad, había heredado un recuerdo materno imborrable: una mancha en el pecho con la que nació y a la que los médicos habían quitado importancia. Un “antojo” decían ellos. La mancha, aunque llamativa para aquellos que no le conocía, pasaba desapercibida tan pronto se hababa con él. Despierto y avispado, bromeaba y cabía el foco de atención con un vocabulario poco común para su edad. Por otro lado, dado lo oculto de mancha, tampoco le ocasionaría problemas en el futuro y eso nos animó, a su madre y a mí, a desechar una intervención que se la quitase.

Eric voló cogido de mi mano. Para animarle, le hablé del sitio que íbamos a visitar apoyándome en los cuentos de mi abuela. Se trataba de un sitio donde el rugir del mar se funde con el silencio de la tierra y donde los personajes fantásticos viven en los bosques y playas. Todas las historias que le fui narrando despertaron en él la imaginación y, lejos de mi rechazo infantil a este tipo de historias, Eric se mostró ilusionado con cada una de las leyendas que, pese a los años trascurridos, aun mantenía intactas en mi memoria.

Poco a poco los recuerdos iban aflorando e incluso las sensaciones y los olores me evocaban a mi niñez. Nada de esto podría ser medido, nada podría ajustarse a un método científico de investigación pero, aun así, las sensaciones eran reales. En alguna ocasión, sin saber porqué, me sorprendí acariciando aquella vieja navaja de mi padre que llevaba en los bolsillos.

El vuelo duró poco más de hora y media para, por fin, tomar tierra en el aeropuerto de Vigo. Un vehículo de alquiler, que previamente había concertado desde Francia a través de Internet, nos esperaba en el parking. Las llaves se encontraban en la oficina que la compañía tenía en el aeropuerto. Tras realizar los mínimos trámites de identificación pertinentes, acomodamos nuestro equipaje en el maletero y salimos rumbo hacia el hotel, cerca de donde mis padres habían tenido su hogar. No sabía si aun existiría aquella casa y tampoco en qué estado podría estar. Así, me pareció más oportuno realizar una reserva de hotel en previsión de lo que pudiera encontrarme.

Todo había cambiado pero la esencia era la misma. Edificios más modernos se elevaban donde antes sólo había adobe y cañas. Los caminos de zahorra se habían transformado en carreteras asfaltadas de doble sentido. La vegetación, antes libre e incontrolada, se encontraba cautiva de vallas y verjas, delimitando posesiones que en mi niñez estaban olvidadas. Aun así y a pesar de los cambios, el olor húmedo y profundo del mar seguía presente. Una brisa fresca, acompañada por el murmullo de las hojas, me arrastraba años atrás, cuando sólo era un adolescente.

A medida que abandonábamos la zona metropolitana y nos adentrábamos en el área rural, el paisaje se tornaba más espeso y verde y las carreteras más angostas y estrechas. El Nordés, un viento dominante en la costa que va desde tierra hacia el mar se dejaba sentir fresco. Eric estaba fascinado. Con entusiasmo señalaba cada vaca que veía, cada cabra, cada casa de piedra… No estaba habituado a este entorno y yo tampoco le había hablado de él hasta escasas horas antes cuando nos encontrábamos en el avión. Su actitud había cambiado y su entusiasmo contagioso consiguió que yo también me ilusionará con cada nuevo hallazgo. Por fin llegamos al hotel.

Tras registrarnos y disfrutar de una tonificante ducha, decidimos salir a pasear. Aun no le había dicho a mi hijo que sus abuelos paternos (de los que nada sabía) habían vivido allí. Casi de modo intuitivo llegué a los muros derruidos de lo que antaño fue mi hogar. No quedaba anda en pie pero aún se podían adivinar las habitaciones entre las piedras caídas y cubiertas con el musgo de los años. No sé porqué pero respiré tranquilidad. Una bocanada de aire fresco, familiar… me traía vivencias de mi infancia que pasaban de forma vertiginosa ante mis ojos. Mi madre trabajando, el cobertizo donde mi padre guarda el ganado, el sillón de mi abuela, mi habitación… todo estaba presente, tan presente como aquellos cuentos que mi abuela me había contado y que, a fuerza de guardarlos en lo más recóndito de mi mente, se encontraban intactos, a falta de que ese aire les sacudiera el polvo acumulado durante tantos años. Fue entonces cuando decidí contarle a Eric las historias fantásticas de mi niñez. Absorto y boquiabierto ante mis cuentos, le propuse acampar en ese mismo lugar al día siguiente. La idea le entusiasmó y, con la promesa de volver, retornamos el camino hacia el hotel donde la cena nos esperaba.

El día siguiente, y todos los demás, fueron apasionantes. Eric y yo aprendimos a conocernos y la convivencia bajo una tienda de campaña nos unió de un modo especial. Sólo acudíamos al hotel para ducharnos y comer pero, poco a poco, nos hicimos autosuficientes, y descubrimos –ambos– que podíamos alimentarnos de los pequeños frutos silvestres que encontrábamos y de algún que otro cangrejo despistado que cogíamos junto a las rocas. Por las noches, hervíamos todo lo que habíamos recogido durante el día y preparábamos una sopa entorno a un fuego que nos animaba a hablar. Sierre acabábamos hablando de cuentos de la tierra, de gnomos y de fenómenos que nadie había sido capaz de explicar. Mentiría si dijese que el único apasionado era Eric; yo, despojado de los prejuicios de mi edad, disfrutaba tanto como él. El fuego de campaña, el entusiasmo contagioso, el placer de la cena hecha por nosotros mismos… todo me trasportaba y aquella sensación me resultaba agradable. Por otro lado, percibía como los lazos entre Eric y yo se estrechaban. Era ahora cuando realmente era consciente de todo lo que me había perdido. A pesar de su corta edad, sus ocurrencias eran acertadas y su sentido de la realidad sobrepasaba a más del de algún adulto que conocía. Sin duda Eric, era un muchacho encantador.

Una mañana, al levantarme en nuestro particular campamento, observé algo que me llamó la atención: la navaja que en su día me regaló mi padre estaba clavaba justo a la salida de la tienda. Quizás en otra ubicación hubiera pasado desapercibida para mi pero casi tropecé con ella. No sabría explicar porqué pero me provocó un sentimiento de agresión. Quizás por la naturaleza propia de la navaja, quizás por encontrarse clavaba justo en la puerta de nuestro improvisado hogar. Cuando Erice despertó –ya me había dado tiempo a volver del hotel con el desayuno caliente– le pregunté al respecto. Dijo que él no había sido y le creí. Eric era un niño responsable y me habría dicho la vedad. Además, si bien me había visto jugar con la navaja esos días, jamás mostró interés alguno por el objeto. La única explicación posible era que se me hubiese caído con la fortuna de clavarse en el suelo. El día sucedió tan apasionante como los demás.

A la mañana siguiente, la luz del sol me despertó cerca de las siete de la mañana. Como cada mañana, calculé el tiempo que quedaba para recoger el desayuno en el hotel y me dispuse a asearme. Cuando salí de la tienda, anduve unos pasos y, de forma casi instintiva me detuve: a mis pies, no más allá de dos metros de donde la había encontrado el día anterior, mi navaja se encontraba clavada en el suelo. Aun habiéndome mentido Eric, no habría sido capaz de repetir “la travesura”. Simplemente me limité a recogerla e intentar descubrir algún renuncio en la actitud de mi hijo. Pero no. Eric se comportó como de un día más y disfrutó tanto como yo con aquel pequeño pulpo que, despistado por el oleaje, se prestó a servirnos de cena…

El método científico de medición debe prevalecer ante cualquier tipo de experiencia y, sin decirle nada Eric, aquella noche puse atención a la hora de colocar la navaja dentro de los vaqueros cortados que usaba habitualmente. Observación, hipótesis, formación y experimentación. La situación tampoco requería de un análisis mayor y, simplemente, se trataba de un juego de verano. No obstante, siempre es importante determinar hasta qué punto la realidad que percibimos se corresponde con la que sucede. Cunado se produce una desviación entre “ambas realidades”, uno debe ser consciente y afrontar una posible perturbación mental. Aquella noche fue larga. Llena de sensaciones que aquel paraje nos proporcionaba a diario, de forma cíclica mi mente volvía a la estúpida experiencia de la navaja. A la mañana, como era de prever, aquella triste herencia de mi padre aparecería justo donde la había dejado, en el bolsillo de mi pantalón. Esto finalizaría la fase de observación y eliminaría la propuesta de hipótesis. Al principio me costó conciliar el sueño y pensé en la posibilidad de pasar la noche en vela. No obstante, deseché la idea unos minutos después: eso no sería jugar limpio conmigo mismo y, de forma autoimpuesta, me obligué a dormir aun cuando esto implicase una vigilia en silencio y con los ojos cerrados.

Cuando los primeros rayos de luz rompieron el quieto azul del horizonte, no pude mantener mi autocontrol y apresuradamente salí de la tienda semidesnudo. Al descubrir la cremallera observé con satisfacción que la navaja no se encontraba en la puerta y miré en dirección a donde la había encontrado el día anterior: no, tampoco estaba. Aquello me provocó una cierta tranquilidad y, ya de pie, de desperecé con libertad del que acaba de librarse de un problema. Fue en ese preciso instante en el que estiraba mis músculos cuando vi, casi sin mirar, que aquella navaja estaba situada unos tres metros más allá de su segunda ubicación ¡No podía ser!

Aquello me desconcertó y, en décimas de segundo repasé todos los movimientos realizados el día anterior recordando cada uno de mis pasos, cada movimiento y, por supuesto, el momento en el que introduje aquella maldita navaja en mis pantalones para posteriormente colocarlos en un rincón de la tienda. Eric se sobresaltó cuando me vio aparecer casi a trompicones dentro de la tienda y sólo un infantil “callacalla” se me ocurrió para calmarle. Mi objetivo era comprobar si también los pantalones se encontraban como los había dejado pero ¡no! Aquello me llegó de alegría. Conforme a un estudio metodológico, nadie podría decir que estaba loco pero ¿qué había ocurrido? Un escalofrío me recorrió la espalda… No, no estaba loco y no precisaba de ayuda externa para este básico dictamen pero, del mismo modo, resultaba evidente que alguien había entrado en nuestra tienda durante tres días, violando nuestro sueño y, sin apreciarlo, había buscado una discreta navaja que había colocado en ubicaciones distintas indicando un camino... ¿un camino? Camino… ¿a qué? Era el momento de formular hipótesis pero Eric protestó reclamando su desayuno ¡lo había olvidado! A pesar de que aquella frenética actividad mental no había durado más de unos escasos minutos, decidí que debía descansar y encaminarme al hotel. Aquel suceso no me abandonó durante todo el día…

Al llegar la noche me encontraba de buen humor. Superada la duda sobre mi cordura, aquella experiencia se vaticinaba como algo realmente apasionante: mi estrategia para aquella noche sería esconder la navaja y esperar resultados… simplemente eso. Este pequeño experimento me revelaría la inteligencia –o no– de un posible jugador, termino que elegí para denominar al que había identificado en mi hipótesis como responsable del movimiento de la navaja.

La noche estuvo colmada de emociones. Compartí con Eric parte de mi experiencia aunque tuve cuidado en medir los detalles: no quería intranquilizarle y, por otro lado, no podía olvidar lo grato que para ambos estaba resultando aquel viaje. Echarlo a perder con argumentos científicos hubiese sido un error imperdonable. A los dos nos costo conciliar el sueño pero el cansancio del día cobró su justo precio. Fue al día siguiente cuado, tras despertarme, salí a observar qué había ocurrido con la navaja. Podría haber optado por mirar donde la escondí pero aquello haría perder encanto a este peculiar e improvisado juego. Simplemente me levanté y, de forma serena, miré en derredor. No pude obviar que, a diferencia del día anterior, mi actitud hoy era la de encontrar la navaja en una ubicación distinta a la que la había dejado y no sorprenderme por esa posibilidad. Cualquier otra respuesta hubiese sido desoladora. Sí, sin duda el juego estaba evolucionando. Sumido en esa pequeña reflexión, de repente no pude evitar una exclamación de alegría ¡la navaja! En esta ocasión, apareció clavada unos metros más allá de donde la encontré el día anterior. El jugador me indicaba un camino y, sin duda, era inteligente. Eric despertó poco después pero, para mi sorpresa, sólo se interesó por el desayuno. Había olvidado que sólo tenía seis años y a veces le había tratado como un colega de la Facultad más que como a un niño y me pareció inteligente no hablar sobre el tema salvo que él me lo pidiese. Eric era un niño encantador.

El resto de días fueron un apasionante juego con mi contrincante. Yo escondía en los lugares más recónditos la navaja y ésta siempre aparecía en un sitio distinto, siempre en línea con la ubicación del día anterior. En alguna ocasión llegué a pensar que la dificultad para encontrar la navaja estaba en proporción directa con el lugar en el que la había escondido. Lo cierto es que habíamos establecido unas reglas de juego que ambos –mi misterioso contrincante y yo– seguíamos de forma fiel.

Sólo lo atípico de la situación –pagaba una habitación de hotel para dormir en una mísera tienda de campaña– y quizás, alguna reminiscencia del accidente que le costó la vida a mi mujer, fue lo que me llevo a aceptar como normal una situación que a día de hoy se me antoja excéntrica. Lo cierto es que me introduje en aquel extraño juego que me absorbió para, pasada una semana, hacer plantearme lo ilógico de mi actuación. Cualquier método debe contar con una hipótesis clara y yo carecía de ella ¿con qué o con quién estaba jugando? Este planteamiento me llevó a introducir elementos nuevos en nuestra particular relación. Puse piedras en cada punto en el que la navaja había sido clavada y mi adversario colaboraba añadiendo nuevos guijarros en los tramos intermedios. Eric había olvidado todo lo relativo a este extraño suceso y eso favorecía mi concentración en el juego. No había lugar a dudas en mi boceto de hipótesis: había un juego y, por reducción a lo absurdo, unas reglas del mismo y dos jugadores. Lo único encrespante era la rapidez del juego: a pocos minutos del despertar, encontraba la nueva posición de la navaja pero el resto del día pasaba sin aliciente intelectual alguno. Eric apreció mi cambio de ánimo y, temeroso de perder aquel vínculo de complicidad creado, opté por entregarme más a mi hijo. La noche y el ansiado amanecer me devolverían el nuevo movimiento de mi adversario.

Así pasaron los días. Una mañana, al retirar el desayuno, los siempre amables recepcionistas del hotel, me indicaron que mi reserva llegaba a su fin. Siempre me habían preguntado si las habitaciones no eran de mi agrado, si no me gustaba el menú pero en ningún caso me hicieron reproche alguno sobre mi extraño comportamiento. Quise pensar rápidamente y sólo se me ocurrió preguntar sobre si tenían habitaciones vacías. La invariable cara del recepcionista varió un instante ¡si casi no había llegado a usar mi habitación! Conteniendo sus formas, casi ni se inmutó al darme la conformidad a la nueva reserva. De forma desinteresada, saqué del bolsillo de mi vaquero –ya raído– mi American Express de laque no me desprendía nunca y un puñado arrugado de euros de propina para confirmarla contratación de una semana más ¡cómo explicar a mis amistades aquella estancia no prevista sino con una atención esmerada del hotel que telefónicamente me disculpase en todo momento! De cualquier modo, debía comenzar a pensar en la estrategia que me llevase a abordar el final de esta extraña partida no prevista en mis vacaciones. Todo tendría una explicación lógica y sólo al final lo entendería. Mil posibilidades de justificación pasaban por mi mente pero no quise aferrarme a ninguna a fin de no perder el encanto de la jugada hasta el último momento. Debía ajustarme al método científico y no quería omitir ninguna etapa.

Durante la vuelta al campamento estuve absorto en mis pensamientos. No sabría definir en qué pensaba concretamente pero aquel entorno natural me desplazaba hasta el punto de haberme hecho olvidar mis compromisos de trabajo. No obstante, aquello tenía que terminar en algún momento y lo cierto es que la rutina del juego y su aplastante lentitud comenzaba a provocar una cierta sensación de decepción. Analizando de un modo coherente lo acaecido hasta el momento, todo se resumía en una comunicación básica donde desconocía quien era el otro jugador. Hasta el momento, sólo diferentes puntos, marcados por una navaja y unas cuantas piedras, eran el único lenguaje usado ¿no sería que no estaba interpretando correctamente las reglas del juego?

Al llegar al campamento Eric aun dormía y decidí unir con una línea los puntos en los que había hallado cada mañana la navaja. Con la ayuda de las piedras no me resultó difícil trazar un surco en la tierra con ayuda de una rama. La línea parecía marcar un sendero, un camino que, partiendo de nuestra tienda, se dirigía a macizo rocoso cercano semicubierto de vegetación. Me acerqué con cuidado, observando a mi alrededor y poniendo especial atención sobre donde pisaba. Aquello no era muy diferente al resto del paisaje. Las inmensas piedras formaban una mole impresionante. Durante millones de años habían estado cubiertas de agua –al igual que el resto de la costa– y fue hace unos cuantos miles de años cuando emergieron por un movimiento símico marino para alcanzar la superficie. Eso les daba un aspecto duro, rasgando el aire y alineado en un azaroso equilibrio natural. Algunas cavidades estaban llenas de agua y, por zonas, recubiertas de un manto verde de musgo que orientaba el Norte. Nada distinto a cualquier otro enfoque del paisaje. Decidí entonces mirar desde otra perspectiva y me agaché, no sin antes echar un vistazo a la tienda donde observe que nada había cambiado. Eric seguía durmiendo y era el momento era propicio para analizar más en profundidad aquel lugar. De repente, una idea fugaz pasó por mi cabeza: podría descubrir que todo aquello hubiera sido fruto de una broma de mal gusto, quizás de alguien del hotel… De cualquier modo, tenía que agotar las posibilidades antes de desechar mi hipótesis.

Me arrodillé, con cuidado, pero la mala fortuna hizo que, bajo el terreno esponjoso de la hierba, una esquirla de la roca me magullase una rodilla. Fue un segundo de dolor intenso que me hizo recostarme sobre la piedra y fue en ese mismo instante cuando noté que algo se movía. Aun todavía limpiando mi herida con un pañuelo, dirigí mi mirada a aquella pared rocosa que había cedido ¡sí! Se trataba de una piedra que, aun de considerables proporciones, su estructura laminada la hacía ligera. No debía tener más de un par de centímetros de grosor y aunque su aspecto exterior la hacía parecer más sólida. Bastaba con un mínimo esfuerzo para moverla. La vegetación y el musgo confundían sus límites con el resto del macizo y eso había provocado que hubiese pasado desapercibida. De forma instintiva miré al suelo y observe unas marcas que indicaban que había sido movida recientemente: briznas de hierbas aun verdes aparecían arrancadas no hace mucho como consecuencia de arrastrar esta improvisada puerta por el suelo. Pero, puerta… ¿a qué?

Con cuidado desplacé la roca a un lado y quedó al descubierto la entrada de una pequeña gruta. Un pasillo oscuro y lúgubre de no más de medio metro de alto se presentaba hacia mí. Llegados a este punto de excentricidad, ¡qué más daba seguir un poco más! Firme en lo absurdo de mi actitud, decidí entrar en aquel hueco que avanzaba hasta donde no llegaba la luz. No pude evitar sentir pánico en ciertos momentos imaginado las toneladas de piedra que había sobre mi espalda pero, arrastras, avancé hasta que el camino dio un giro a la derecha. Al final de este segundo pasillo, se preciaba lago de luz que, probablemente, provenía de alguna grieta hacia el exterior. Las paredes pulidas y húmedas, indicaban que habían sido cinceladas por el agua del mar durante siglos. Tuve que avanzar unos cuatro metros más para, por fin, acceder a un ensanchamiento de la gruta que me permitió ponerme en cuclillas. Una brisa de lucidez me hizo reparar en lo absurdo de mi actuación: había dejado a Eric dormido y me había adentrado en una gruta donde no sabía que iba a encontrar. Si por cualquier razón me lastimase, aquello podría terminar siendo mi nicho mortuorio ¡con la seguridad de que nadie me encontraría jamás!

Sentí mi pulso acelerado y decidí sentarme aprovechando la exigua luz. Mi respiración agitada arrojaba densas nubes visibles en la humedad extrema de aquel lugar. A pesar del frío estaba sudando y decidí tranquilizarme; si sufría un ataque de pánico en aquel momento, tendría serios problemas para salir.

A los pocos minutos mis ojos se habían adaptado a la luz y, sin moverme, realicé un reconocimiento ocular de mi estancia. Se traba de un recoveco bastante regular y amplio, si bien no me permitía incorporarme. Una entrada en la parte superior proporcionaba un débil rayo de luz y aire. Bastante más tranquilo, decidí abandonar el lugar, reprochándome lo estúpido de mi actitud. Giré sobre mí mismo para realizar el camino inverso cuando oí un ruido a mis pies. En un movimiento reflejo, recogí mis pierna temiendo que se tratase de algún animal pero ¡qué animal podría encontrarse allí! Resultaba vital no perder la tranquilidad y templar los nervios. Un golpe en aquel lugar podría tener consecuencias imprevisibles y quizás fuera incluso mejor afrontar la mordedura de algún roedor antes que golpearme con las paredes fruto del pánico. Fue en ese mismo instante cuando oí una voz que me decía:

-    “¡Espera!”

Aquello paralizó mis sentidos. ¿Quién podría encontrarse allí? ¿Qué estaba ocurriendo? Interno en una cueva, algo o alguien me estaba hablando… Sin lugar a dudas mi miedo comenzaba a jugarme malas pasadas y debía controlarlo.

-    “¡Espera, por favor!”, replicó aquella voz de nuevo.

No podía ser. La voz era real y ahora la había oído de forma aun más clara. Hacía años que el francés había pasado a ser mi lengua madre, incluso para comunicarme en el hotel pero, por supuesto, entendía perfectamente aquel castellano. Una voz ronca pero suave, con un tono que casi suplicaba atención se dirigía a mí.

-    “¿Quién eres? ¿qué broma es esta?”, grité en una mezcla de nervios y miedo.

La voz, también nerviosa, volvió a dejar oírse con tono apaciguador.

-    “No, por favor, no te asustes. No es una broma. Soy quien ha movido tu navaja durante estos días”.

Esforzaba mis ojos intentando escudriñar el origen de la voz pero sólo alcanzaba a ver los reflejos brillantes de las paredes lisas. Pero ¡que demonios! Tenía lo que me merecía ¿no había entrado en aquel lugar buscando a mi adversario? ¡Voilà! Acaba de encontrarlo.

-    “Disculpa”, dije con la voz temblorosa, “no creí encontrar a nadie aquí”.

Aquello sonaba estúpido ¿A quién podría encontrar en una gruta? Sólo un estúpido como yo podía estar allí y, de algún modo, estaba dando por sentada mi hipótesis del juego y el adversario.

-    “Ya, lo supongo, yo tampoco te esperaba…”, dijo de forma más relajada aquella voz.

-    “Pero ¿Quién eres?”, repiqué intentando aparentar serenidad.

-    “Lo cierto es que mi nombre no sirve de mucho pero me llamo Duar, que significa el que habita. Tú, si no me equivoco –y sé que no lo hago- eres Xuan ¿verdad?”

-    “Sí” –exclamé más sorprendido aun. Hacía años que nadie me llamaba por mi nombre familiar– “Pero ¿cómo lo sabes?”

-    “Sé muchas cosas de ti pero creo que lo interesante sería descubrir lo que tú no sabes de mí ¿no?”.

Aquella seguridad en la respuesta me derrumbo. Estaba acostumbrado a exponer mis argumentos con rotundidad y algunos powerpoints, a ser quien dirigiese las situaciones pero no estaba preparado para aquello. Se me antojaba tan absurdo como increíble y todas mis técnicas de dirección de grupos se mostraban inútiles.

-    “Déjame que te explique”- dijo de nuevo Duar. “Sé quien eres, te conozco y me gustaría hablar contigo.”

-    “Bien, bien… pero no te veo y eso me pone en desventaja” –repliqué– “¿Puedes ponerte bajo la luz? Así ambos nos conoceremos.”

-    “¿Estas seguro de que es eso lo que quieres?”, dijo Duar en un tono casi desafiante.

-    “Sí, por favor”, contesté sin medir las consecuencias.

Oí un leve movimiento y, de repente, algo apareció bajo la luz. Desde la penumbra, un ser pequeño y horrible, aunque de apariencia frágil y delicada, se levantó para mostrarse. Con unos brazos que llegaban más abajo de las rodillas y una abundante y enmarañada cabellera sobre la cual se adivinaban unas orejas puntiagudas, se erguía sobre unas piernas que parecían alambre. A pesar de su aspecto poco equilibrado, se movió con gracia y delicadeza, de un modo tan sutil y silencioso que hubiese hecho imperceptible su presencia si de forma intencionada no se hubiese mostrado ante mí. Supuse que ésta era una habilidad necesaria para moverse con sigilo y resultar prácticamente invisible en el bosque. Su piel pálida y unos enormes ojos almendrados daban un cierto aspecto infantil que, en su conjunto, hacía aun más repudiable a aquel ser.

Creo que mi miedo se vio superado por mi impresión. Pero ¿qué diablos era aquello…? ¡Hablaba! Sin duda era inteligente ¡Debía estar perdiendo el juicio!

-    “No te asustes”, dijo aquel ser adelantándose a mis pensamientos, “soy un duende ¿ya no recuerdas las historias de tu abuela? Sé que sí…”, dijo irónicamente.

He de reconocer que, de forma autodidacta, me interesé hace años por el tema de las criaturas fantásticas. No hay un criterio formal en cuanto a su origen (muertos, ángeles caídos, espíritus de la naturaleza, animales encantados…). Criaturas pequeñas, de tamaño humano, capaces de variar su altura a voluntad… un sinfín de posibilidades se abre: solitarias, en comunidades, malvadas y vengativas, serviciales... Por supuesto no eran exclusivas de la Península: a principios del siglo XX más del diez por ciento de la población rural de Irlanda creía en hadas. En todas las culturas se precisan seres sobre los que descargar iras ante los infortunios y aquel ser que se presentaba ante mí probablemente fuese un elfo o un duende, no me engañaba. Mi abuela me había hablado mucho de ellos. Podían vivir durante cientos de años y no son espíritus, ni ángeles, ni humanos pero tienen algo de todos ellos y más… Simplemente, son de la Naturaleza. Y sí, recordaba parte de todo aquello de los lejanos cuentos de mi abuela pero ¿cómo podía saberlo aquel ser?

-    “¿Qué sabes?”, grité intentando contener cualquier expresión que indicase que mi adrenalina había alcanzado el umbral límite de la cordura.

-    “Los duendes somos, si quieres llamarlo así, seres mágicos: no debe sorprenderte que sepa eso y mucho más. Forma parte de nuestra naturaleza, de nuestro castigo”.

-    “¿Castigo?”, pregunté interesado. No recordaba haber oído o leído nada referente a los castigos de los duendes.

-    “Sí, castigo, pero esa es otra cuestión. Te he llamado y has venido, he movido tu navaja y has acudido… Quería hablar contigo pero, sólo, si tú quieres.”

Aquellas últimas palabras, en un tono conciliador, me calmaron. Estaba viviendo una experiencia única y era absurdo no exprimirla hasta el final ¿Cómo no seguir adelante?

-    “Sí, dime, aquí estoy”, repliqué.

-    “Bien, gracias. Comencemos por el principio…”

Aquello era absurdo: un pequeño ser fantástico me invitaba a una conversación donde él era el ponente de excepción. Supongo que en otro entorno resultaría difícil entender todo lo sucedido pero es, en circunstancias excepcionales como aquella, donde uno se desprende de cualquier armazón que no sea su esencia misma y está capacitado para amoldarse a cualquier situación. Sólo así puede entenderse que no huyese de una escena que me atraía del mismo que me espantaba.

Así, me contó –siempre solícito a mis preguntas– que los duendes tienen desarrollada la infravisión, algo que les permite moverse en la noche por la espesura donde no entra la luz (si bien existían duendes de la luz, la penumbra y la oscuridad). Grandes conocedores de los bosques, sus ropas verdosas confeccionadas a partir de lo que la Naturaleza les proporcionaba, les ayudaban a camuflarse en la frondosidad. Inicialmente fueron herederos de una antigua cultura, amantes de la música, la danza y las artes. Dominaron los secretos de la naturaleza y de las hierbas mágicas, conocieron los astros… pero hace siglos que todo cambió.

-    “Lo que inicialmente era un modo de vida diferente al vuestro”, dijo con cierto aire solemne, “cambió cuando algún humano pretendió ser duende y, algún duende” –se le notó apesadumbrado- “accedió a usar la magia para ser humano.”

Lo que debiera haber sido algo natural, como lo había sido durante miles de años atrás, se tornó en maldiciones y seres que, errantes en el cuerpo que les había tocado vivir, cambiaron de especie sin reparar en el daño que estaban causando. La Naturaleza, entró en cólera y determinó que nuestro pecado sería nuestra penitencia. Ese es nuestro castigo”

-    “¿Me hablas de una nueva especie, de un cruce, de…?”

-    “No, no me has entendido. Es más simple y complejo a la vez que todo eso… La Naturaleza asigna, de forma sabia, un alma a un cuerpo, ya sea de humano, duende o cualquier otra criatura. Cuando debido a la magia se altera esta asignación, el alma se encuentra encerrada en una prisión que no le corresponde y aun contraria a la voluntad de su ser, lucha por escapar de una vida que no es tal. A partir de ahí, puedes entender qué es una maldición, qué es la crueldad de un castigo.”

Aquel razonamiento me hizo temblar. No sólo acaba de descubrir –y constatar– que existían seres fantásticos sino que, además, descubría con asombro que, de algún modo, se producía trasmigraciones de almas entre cuerpos ¡Todas mis hipótesis resultaban erróneas y aquella nueva posibilidad increíble!

-    “Vaya”, titubee, “es más de lo que podía esperar…”, dije intentando romper el silencio.

-    “¿Crees ahora en todo lo que te he contado, en nosotros? ¿en los duendes? ¿No es acaso ese el motivo que te hizo alejarte de tu casa?”

Mi asombro por el conocimiento de este ser no tenía límites. Asentí, casi avergonzado por la cabeza.

-    “¡No te oigo” –alzó la voz Duar– “¿Has dicho que crees? ¡Dilo otra vez!”

-    “Sí, creo”, dije tímidamente.

-    “¡No! Grítalo en tu lengua materna, así lo creeré. Es tu movimiento en este juego en el que yo te he desvelado mis secretos ¡Grítalo!”.

De forma inconsciente y aturdido por el imperativo de Duar, pronuncié esas palabras en una lengua que tenía por olvidada:

-    ¡Sí, creu en trasgus, bruxas y n´tous xentes fantastícus d´esta tierra!!

En aquel momento noté mi cabeza estallar. Un fuerte dolor que comenzaba en mi cráneo descendía hacia mis mandíbulas. Las noté rígidas, pétreas y ni tan siquiera podía gritar. Intenté concentrarme, aislarme de mi cuerpo para evitar aquel insoportable dolor pero todo era inútil. Todos mis miembros me dolían y aquel sufrimiento me impedía abrir los ojos que se cubrían con mis párpados tensos. Adopté, como pude, una postura fetal, intentando paliar cada punzada de dolor que me atravesaba el cuerpo. Aquella angustia no tenía fin y no sería capaz de decir cuanto duró lo que a mí me parecieron horas. Jamás, ni aun a día de hoy, he experimentado un dolor tal.

Aturdido y sin saber qué había ocurrido, poco a poco fui tomando consciencia de mí mismo. De forma racional, intenté sentir cada uno de mis miembros y de forma paulatina los moví para comprobar que me encontraba entero. Quise tocar mi nuca para aliviar los resquicios de dolor y, sin darme cuenta me arañé. Sorprendido y todavía conmocionado, abrí por primera vez lo ojos tras ese horrible dolor y vi una mano con largos dedos arqueados que terminaban en unas afiladas uñas ¡era mi mano! Espantado dirigí mi mirada hacía mis piernas que se habían tornado delgadas y cortas ¡habían cambiado! Presa de pánico me levanté y comprobé que ya no me golpeaba con el techo de la gruta. ¡Me había transformado en un duende! Huesudo y deforme, mi cuerpo había cambiado en aquel inmenso dolor. Mis nuevas piernas se retorcían y la piel servia de sujeción para dar forma a aquellos colgajos de carne que terminaban en extremidades callosas.

De algún modo, al pronunciar aquellas palabras, había desatado una trasformación ¡un conjuro! que había hecho de mí un engendro fantástico pero ¿y Duar? Aun hoy, no puedo asegurarlo pero durante mi dolorosa transformación, creí ver un aspecto humano en él, una mirada que me resultó familiar, que me recordó a… ¡mi padre!

Siempre ha de imperar un modo científico de actuar que, en definitiva, ha de basarse en el modo más racional de interpretar la realidad. No, no puedo decir que mis primeras horas de duende fuesen las más cuerdas: mi nuevo estado, mi hijo acampado, mi brillante carrera profesional destruida… Pero al final opté por la solución más coherente para todos, aunque a alguien siempre le toca perder. Me llevó algunos días pero, ahora desde mi despacho, sé que aquella fue la decisión correcta. De cualquier modo, no volveré a España y enterraré, al igual que el resto de mis orígenes, este capítulo de mi vida en el olvido.

Hay quien dice que sigue viendo duendes, hadas, elfos, trasgos… Hay quien asegura realmente existen y basta con buscarlos para encontrarlos. Incluso algunos lugareños dicen que por las noches oyen los llantos de un nuevo duende, uno joven, al que han llegado ver huir en el bosque con curiosa una mancha en el pecho.

 José María Martín

    

LUNES TORMENTOSO

Fernando García de la Rosa

No hay ninguna duda de que el lunes es el peor invento de toda la historia de la humanidad, y todas las semanas hay uno agazapado durante el domingo para hacerse notar al día siguiente.

Siempre viene después de un escueto descanso donde los cuerpos se venden al mercader de la holganza, al traficante del sexo y al terrorista del alcohol. El ánimo no está para bochinches y circunloquios. Las caras apesadumbradas se resignan al silencio y el mal humor reina en el tiempo de nuestro satélite más idolatrado, la Luna. Los pies son tan pesados como la tierra sobre los hombros del dios Atlas, y más que andar, se arrastran babosos y desganados por el verde asfalto de la fábrica. No hay ganas de trabajar, ni de despejar la tupida niebla que, provocada por excesivas horas frente al televisor, cubre el cerebro, hundiéndole en bastos campos de basura rosa. Los intentos por entablar una conversación coherente con algún compañero son baldíos, porque no hay nada que decir. Es lo mismo de siempre. Es el caos, es el Apocalipsis, es lunes.

Pasan las horas, lentas y pesadas, el malestar todavía no se ha disipado cuando a media mañana, una chica de la célula 4, ensimismada en su trabajo y ajena a la pesadumbre generalizada, empieza a reír, primero como  un susurro, nervioso y tartamudo. Más tarde la sonrisa acaba convirtiéndose en una carcajada tan incontrolada que tiene que sujetarse la barriga con las manos y doblar la espalda como una bisagra ante la sensación de que va a estallar como una bomba. Mientras, de sus ojos empiezan a manar lágrimas, ya de dolor. La boca abierta de par en par deja pasar toda la cantidad posible de aire. Durante breves momentos, se da un descanso, y cuando parece que el mar embravecido de su pecho se está calmando,  otra vez, como la furia salvaje de una tormenta, irrumpe la risa en sus entrañas.

 Alarmado por los desaforados gritos hilarantes, se acerca, con cautela y escepticismo, el piloto de la célula. Al verla desternillarse de forma tan exagerada y cómica no puede hacer otra cosa sino echarse a reír él también. Como un necio que ríe el chiste que no entiende, así empieza él a contraer sus  músculos faciales, acompañando con una insulsa risotada el extraño comportamiento de su compañera. Se crea entre los dos un vínculo de camaradería como si se conocieran desde antes de la guerra. Cuando se encuentra a escasos metros de ella,  no puede reprimir un ansia emergente de demostrar la complicidad y amistad que se ha formado entre ellos a través de un liviano hilo de jolgorio en común. Los dos, abrazados como borrachos,  ríen sin parar. Ninguno sabe por qué.

Y al igual que le sucede al piloto, uno a uno, los demás miembros de la célula se van uniendo a la jarana como si asistieran a un maratón de cuentachistes, sin ninguno de ellos saber el motivo de tan incontrolable rictus cómico. Más tarde, este carcajeo contagioso se apropia y extiende como un líquido espeso que va conquistando terreno, y atrapa en su viscosidad a cada uno de los trabajadores del turno.

Y así, sin saber por qué, dejan de hacer su trabajo para retorcerse por el suelo llorando y babeando. Ríen todos, hasta el más serio.

Bueno, todos no. Juan Terrero, el más triste entre los tristes, espeso y arisco, no ríe. Con la claridad de pensamiento que proporciona una mente gélida y calculadora como la suya, observa cómo de la boquilla de la inyectora del K4m+ asciende, dispersándose por toda la fábrica como un mar de tinieblas, un hilillo de vapor denso y amarillento. Ve cómo el turno entero se pierde en una vorágine de callejuelas, en un Londres de humo, en un cementerio de bruma.

Enseguida se da cuenta de lo obvio, un defecto en el índice de gasificación termoiónico de la materia prima.

Parece ser que el agujero en la capa de ozono provoca un efecto invernadero recalentando la tierra, y siendo el causante más directo de las elevadas temperaturas del verano, las cuales suscitan una prematura putrefacción del plástico, que al ser fundido en el husillo, causa una reacción química desprendiendo un gas, altamente tóxico y científicamente probado que afecta al sistema parasimpático de las personas, produciéndole una risa nerviosa e incontrolable.

Finalmente paran la máquina. Y los efluvios se van difuminando en el aire, formando espectros mortuorios que se retuercen como grotescas imágenes que intentan escapar por los aireadores del techo.

Poco a poco, el oxigeno pacificador se abre paso hacia los pulmones de los trabajadores ahuyentando el aire risible. La carcajada se va apagando hasta ser sólo una sonrisa que se pierde, distraída, en la triste y resignada cara que tienen los trabajadores cualquiera de estos lunes.

Fernando García de la Rosa

    

La cita

el turiferario

     Mi natural debilidad me impidió negarme, pero al acudir a la cita iba preparado para todo ...

     Lo cierto es que ella trasladó sin dificultad mi centro de control unos palmos hacia abajo a la primera sonrisa.

     Mi atención estaba fijada, y con dificultad intenté apartar la vista de aquellos senos, evidentes, de aquellos muslos firmes y apetitosos, por no agravar más aún una situación que empezó a resultarme incómoda. Recuerdo, o me recuerdan, que mi boca balbucía sin sentido, en forma ridícula; ésto último parecía satisfacerle especialmente.

     Pronto dejó de preocuparme la vista: ya no era útil a esa distancia que tendía a la nada. Mientras, ella no paraba de hablar, interrumpiéndose allá donde suponía respuestas, por mi lado peregrinas, breves o inexistentes; necesariamente, y sus ojos pícaros me lo iban radiando por etapas, ella percibía el aumento de mi interés, primario, notorio, visible. Mis pensamientos consistían en reconstrucciones imaginarias de aquello mismo que presionaba y se regodeaba sobre mi sexo, aumentando mi verguenza, rodeándola, protegida de miradas indiscretas tras aquellos dos pilares acogedores.

     Mi cara, presa del ardor que bajaba desde mi frente y se concentraba en mis pómulos, resultaba patética y chistosa; un leve escalofrío recorrió mi espalda al imaginar la posibilidad de tener que salir del local desprotegido, fuera de aquel refugio provisional de mis más íntimas apetencias, ante la mirada divertida y cómplice de todo el aforo.

     Ella debió notarlo, porque durante un instante se echó hacia atrás, provocándome un inmediato sudor frío, ante la ausencia de calor allí donde poco antes era más intenso.

     Pero sus movimientos parecían guiarse por la presunta conversación que manteníamos, obligada a gesticular, avanzar y retorceder en un espacio cada vez más reducido.

     Entonces, dejé de escucharla, de pronto. Volví a enfocar mi visión, tropezando cons sus ojos, divertidos y húmedos.

     Me había preguntado algo que requería respuesta concreta.

     - Este,... sí,... claro,...

     Balbucí de nuevo.

     Desde entonces, y hasta dentro de dos años, todos los meses recuerdo la cita.

     Y disfruto de una magnífica enciclopedia de cuarenta y tres tomos, apoyada por una colección de cintas de video que atesoro en un armario.

     Y un "Cdrom" de demostración que no sé lo que demuestra, por falta de parafernalia.

     Quizá debiera averiguar algo más sobre en qué consiste la demostración en cuestión ...

el Turiferario    

    

   

   

 

 

 

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