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ANIMALES Y ALMA, o ALMA Y ANIMALES
Antonio
Pizarro Luna
En un
lugar de la Mancha, más conocido que afamado, andaba Genaro camino de
su casa y domicilio. Venía de su pequeña huerta donde estuvo
recolectando unas verduras, y al cruzar un encinar próximo al pueblo,
ocurrió que el burro en que portaba las dichas verduras, debido a las
desigualdades del camino, cayó el asno al suelo, desparramándose la
carga con el consiguiente disgusto del hombre, que apostrofó al animal
con palabras malsonantes, y diciendo como bien se ve que los animales no
tienen conocimientos equivalentes a los poseídos por las personas, y
además no tienen un alma con que responder de sus actos.
Produjo
el burro unos raros gruñidos
incomprensibles para el hombre, pero comprendidos por un ratoncillo que
roía las semillas de unas hierbas al lado del camino, con lo cual el
ratoncillo se apartó hacia un arbol cercano donde otros ratones
parientes suyos también se estaban alimentando y con quienes comentó
las frases de Genaro, y pidiéndoles opinión de qué fuera eso del
alma, que según Genaro tienen los hombres, pero no los animales.
No
tenían los ratones la menor idea sobre el tema, pero picados de
curiosidad, decidieron ir a buscar alguien que siendo más instruido
pudiera asesorarlos. El más viejo y sabio de los ratones dice que
seguramente debe saberlo el búho, considerado por los animales como el
más sabio de los bichos por ellos conocidos.
¡Ah,
pero el búho tiene la mala costumbre de comer ratones para alimentarse!
Entonces
deciden ir a buscar a la liebre, quien tampoco se atreve a ir donde el búho,
pero dice que el señor ciervo no teme al búho: Demasiado fuerte para
temerle.
Como
en el monte todos los animales se conocen, yendo hacia el roble grande
donde habita el búho, a los ratones y la liebre se agregan enteradas
del asunto unas ardillas y varios gatos monteses, quienes sienten más
curiosidad por el caso que deseo de comerse a los ratones, pues ya han
desayunado. Al saber de qué se trata tan rara unión de animales, dos
cabras salvajes y tres jabalís también se unen, e incluso el señor
lobo y doña zorra se comprometen a no comerse a nadie e ir hacia
delante y bueno, cuando llegan al roble viejo, domicilio del búho, algo
más de medio centenar los curiosos bichos, en un armisticio de no
hacerse unos a otros daño hasta saber lo que ya interesaba a todos.
No
está el búho de muy buen humor, pero convencido por aquella asamblea,
les escucha atentamente, se encoge sobre su propio cuerpo volviendo los
grandes ojos, y dice que él tampoco tiene idea de cómo o qué es eso
que ellos quieren saber.
Opina
búho cómo es posible que la señora lechuza sí lo sepa, pues como va
a la iglesia, que es donde se alimenta del aceite de las lámparas, que
el gusta mucho, y allí es donde más cantidad de personas se reúne de
todos los lugares conocidos por los animales; y que también en las bóvedas
de las iglesias residen los murciélagos, que como no salen de día, allí
pasan quietecitos la mitad de su vida; opina el búho que conocer la
opinión de lechuza y murciélagos llevará al menos tres días, y en
fin deciden los bichos prorrogar el armisticio de no comerse unos a
otros durante a lo razonable cinco días. O sea, cinco días pasados, se
han de reunir allí mismo, en el roble domicilio del búho, quien les
hará saber qué haya averiguado la señora lechuza.
Ni
Genaro ni otro cualquiera vecino del pueblo dieron importancia al hecho
de cómo los animales iban y venían por el encinar durante esos días,
y no hubo ocasión de que persona alguna pudiera contemplar la asamblea
de irracionales que cinco días después fueran a reunirse ante el viejo
roble gigante; pero allí estuvieron al menos dos bichos de cada raza la
tarde de domingo elegida para la ocasión, por ser el domingo cuando el
personal sale menos de casa. Jamás se viera reunión o asamblea más
atenta y silenciosa que la de nuestros amigos.
Gatos
monteses, perros de los pastores, lobos y ciervos y, en fin, cada animal
ocupando el lugar en que más a gusto estuviere, sin molestar o asustar
a nadie.
En
ésta el señor búho salió por la hendedura, puerta de su domicilio, y
seguro de la atención prestada por la asamblea, explicó como la señora
lechuza hubo recibido su visita con gusto, y después de haber debatido
con los murciélagos, tanto ella como éstos, rememorando lo oído al
sacerdote dando sus opiniones a los feligreses y algunas pláticas que
tuviera con otros sacerdotes, la opinión de lechuza y murciélagos es
de que sí, los animales tiene alma, pues todos ellos, al igual que las
personas, tienen vida, y por lo comprendido al escucharle, sin alma la
vida no es posible.
Todas
estas pláticas son posibles, dado que los animales poseen una forma de
comprender especial, tanto a los que hablen las personas como lo que
ellos hablan en el idioma universal de los animales, aun no siendo de la
misma raza y especie.
Y
ya tenemos a aquellos buenos seres que no siendo racionales, si se
sienten parte del reino de Dios, y deciden vivir desde ese momento en
adelante según formas de alimentarse y vivir como es su naturaleza,
costumbres y necesidades, pero esta alegría de ser parte superior de
las entidades que habitan la tierra, y reconocerse tan parte de Dios y
su creación un simple gusanillo que repta por las hojas del árbol,
como el lobo que por natural se come a la oveja, o la alegre alondra que
sube a las nubes a cantar la alborada, sabiendo que uno puede ser comido
por otros, o alimentarse de otros a quienes se arrebata la vida al matar
su cuerpo, pero volviendo a Dios su alma.
Se
deshizo alegremente la asamblea, los animales se desparramaron por el
encinar, cada uno cantando un himno al Dios creador de su alma y vida.
Como todos cantaban, el murmullo de susurros o voces de todos se
escuchaba por todo el monte, y tanto Genaro como sus vecinos lo oyeron,
incluido el buen señor que llegado de la ciudad venía a comprobar las
facultades de su galgo corredor.
Antonio
Pizarro Luna
El método científico
José
María Martín
A
decir verdad, ya no sé si abandoné el Norte de España por no
entenderlo o, simplemente, fruto de ausencia, es ahora cuando no
comprendo nada. De todos modos no me arrepiento del devenir de mi
vida… en una breve reflexión. Aun así, hoy me apetece recordar otra
vez lo que nunca podré olvidar. Sé que para otros será una historia más
de elfos, gnomos, hadas, trasgos y duendes. Peor no, se trata,
simplemente, de mi historia. Tan increíble como las cientos de leyendas
que mi abuela me contaba cuando era pequeño. Probablemente ella influyó
en mi huida de aquella tierra de luces y sombras. Las leyendas, llenas
de seres fantásticos que se aparecen con extraños poderes, pueden
crear ilusión en algunos mientras que, en otros, nos producen
desesperación, angustia… Angustia por no poder ser partícipe de los
cuentos, por no haber visto ningún ser fantástico, por no poder vivir
las experiencias que los viejos cuentan. Esa sensación fue la que me
llevó, en cuanto pude, a abandonar España y establecerme en Honfleur,
un pequeño puerto pesquero francés cercano a Le
Havre, donde se encontraba la Universidad que había elegido para
realizar mis estudios. No se puede decir que el viaje fuese a los
confines de la tierra pero los escasos ahorros de mi padre, con la
espalda rota de tanto trabajar el campo, no dieron para más.
Los inicios no son nunca fáciles
pero, gracias al sistema educativo francés que depende principalmente
del Estado, mis estudios de Ciencias Físicas me resultaron casi
gratuitos. Eso facilitó mi estancia en aquel país y sólo el inicial
escollo con el idioma que pronto superé, fue el único problema que
tuve para acceder a la Universidad de Le
Havre. Por supuesto hube de compaginar estudios y trabajo aunque
esto fue algo que pasó desapercibido para la mayoría ya que más de la
mitad de los estudiantes de mi clase trabajaban durante las vacaciones
de verano.
Siempre he querido pensar
que mi padre murió orgulloso de mí: hijo de analfabetos, conseguí mi
licenciatura en Físicas en la especialidad de Astrofísica en el 1980
para doctorarme cuatro años después. Pero lo cierto es que nunca lo
supe… Un día, como tantos, salió a trabajar y nunca volvió. Las
tierras del Norte son propicias a correveidiles y mil historias se
contaron sobre su desaparición. La única verdad es que, simplemente,
no volvió. La única herencia que me dejó fue el dinero suficiente
para poder viajar a Francia y una pequeña navaja –navaya
decía él– , con incrustaciones de piedra en el mango y ajada por el
uso. Aun así, consideré aquel objeto como parte de mi pasado y siempre
lo he llevado encima, quizás aceptándolo como un amuleto tribal.
He
de admitir, sin ningún orgullo, que siempre mantuve oculto mi origen
humilde. Mi nuevo status social no admitía a aquellos que, entre vacas
y centeno, habían pasado una infancia llena de palos y piedras como únicos
juguetes. Ahora todo eso queda muy lejano y, cuanto más claras creía
tener las cosas, más difusas se me tornan. Pero, mejor… ordenemos
cronológicamente los hechos, como cualquier método científico impone.
El
método científico es la base de mi trabajo: observación, hipótesis,
formación y experimentación son las reglas del éxito. Sólo un análisis
meticuloso y, sobre todo, disciplinado, puede llevar a soluciones
concretas. Aquello que no se puede medir no existe y, por tanto,
cualquier cuestión inexistente no merece la pena ser medida, pero… ¿y
la fantasía? Aquel verano decidí, tras muchos años sin visitar España
(tantos como los trascurridos desde la muerte de mi padre), acudir al
pequeño pueblecito en el que crecí. Mis amistades entendieron que
quisiera viajar con mi hijo Eric, de 6 años que, tras el trágico
accidente de circulación que costo la vida a mi mujer, precisaba de más
atenciones que las que le había prestado hasta el momento. En realidad,
y quizás conmocionado por el mismo accidente, yo estaba empeñado en
acudir al origen de mi vida, a las razones que me hicieron abandonar mi
país, mis costumbres, mis raíces… Es, en estas circunstancias de la
vida, cuando uno se vuelve más trascendente y cree que el único modo
de completar una experiencia vital es llenar todos los vacíos que se
han quedado en el camino ¡que iluso! De todos modos, el viaje estaba
decido y ya no tenía que darle explicaciones a nadie.
Eric
era un niño risueño, si bien los últimos meses se encontraba un tanto
triste. A veces, le espiaba cuando, cabizbajo, acudía a su habitación.
Se sentaba y pasaba horas frente a la ventana, con la mirada perdida. Él
siempre había sido muy risueño, como su madre. Espigado y de complexión
atlética a pesar de su corta edad, había heredado un recuerdo materno
imborrable: una mancha en el pecho con la que nació y a la que los médicos
habían quitado importancia. Un “antojo” decían ellos. La mancha,
aunque llamativa para aquellos que no le conocía, pasaba desapercibida
tan pronto se hababa con él. Despierto y avispado, bromeaba y cabía el
foco de atención con un vocabulario poco común para su edad. Por otro
lado, dado lo oculto de mancha, tampoco le ocasionaría problemas en el
futuro y eso nos animó, a su madre y a mí, a desechar una intervención
que se la quitase.
Eric
voló cogido de mi mano. Para animarle, le hablé del sitio que íbamos
a visitar apoyándome en los cuentos de mi abuela. Se trataba de un
sitio donde el rugir del mar se funde con el silencio de la tierra y
donde los personajes fantásticos viven en los bosques y playas. Todas
las historias que le fui narrando despertaron en él la imaginación y,
lejos de mi rechazo infantil a este tipo de historias, Eric se mostró
ilusionado con cada una de las leyendas que, pese a los años
trascurridos, aun mantenía intactas en mi memoria.
Poco
a poco los recuerdos iban aflorando e incluso las sensaciones y los
olores me evocaban a mi niñez. Nada de esto podría ser medido, nada
podría ajustarse a un método científico de investigación pero, aun
así, las sensaciones eran reales. En alguna ocasión, sin saber porqué,
me sorprendí acariciando aquella vieja navaja de mi padre que llevaba
en los bolsillos.
El
vuelo duró poco más de hora y media para, por fin, tomar tierra en el
aeropuerto de Vigo. Un vehículo de alquiler, que previamente había
concertado desde Francia a través de Internet, nos esperaba en el
parking. Las llaves se encontraban en la oficina que la compañía tenía
en el aeropuerto. Tras realizar los mínimos trámites de identificación
pertinentes, acomodamos nuestro equipaje en el maletero y salimos rumbo
hacia el hotel, cerca de donde mis padres habían tenido su hogar. No
sabía si aun existiría aquella casa y tampoco en qué estado podría
estar. Así, me pareció más oportuno realizar una reserva de hotel en
previsión de lo que pudiera encontrarme.
Todo
había cambiado pero la esencia era la misma. Edificios más modernos se
elevaban donde antes sólo había adobe y cañas. Los caminos de zahorra
se habían transformado en carreteras asfaltadas de doble sentido. La
vegetación, antes libre e incontrolada, se encontraba cautiva de vallas
y verjas, delimitando posesiones que en mi niñez estaban olvidadas. Aun
así y a pesar de los cambios, el olor húmedo y profundo del mar seguía
presente. Una brisa fresca, acompañada por el murmullo de las hojas, me
arrastraba años atrás, cuando sólo era un adolescente.
A
medida que abandonábamos la zona metropolitana y nos adentrábamos en
el área rural, el paisaje se tornaba más espeso y verde y las
carreteras más angostas y estrechas. El Nordés, un viento dominante en
la costa que va desde tierra hacia el mar se dejaba sentir fresco. Eric
estaba fascinado. Con entusiasmo señalaba cada vaca que veía, cada
cabra, cada casa de piedra… No estaba habituado a este entorno y yo
tampoco le había hablado de él hasta escasas horas antes cuando nos
encontrábamos en el avión. Su actitud había cambiado y su entusiasmo
contagioso consiguió que yo también me ilusionará con cada nuevo
hallazgo. Por fin llegamos al hotel.
Tras
registrarnos y disfrutar de una tonificante ducha, decidimos salir a
pasear. Aun no le había dicho a mi hijo que sus abuelos paternos (de
los que nada sabía) habían vivido allí. Casi de modo intuitivo llegué
a los muros derruidos de lo que antaño fue mi hogar. No quedaba anda en
pie pero aún se podían adivinar las habitaciones entre las piedras caídas
y cubiertas con el musgo de los años. No sé porqué pero respiré
tranquilidad. Una bocanada de aire fresco, familiar… me traía
vivencias de mi infancia que pasaban de forma vertiginosa ante mis ojos.
Mi madre trabajando, el cobertizo donde mi padre guarda el ganado, el
sillón de mi abuela, mi habitación… todo estaba presente, tan
presente como aquellos cuentos que mi abuela me había contado y que, a
fuerza de guardarlos en lo más recóndito de mi mente, se encontraban
intactos, a falta de que ese aire les sacudiera el polvo acumulado
durante tantos años. Fue entonces cuando decidí contarle a Eric las
historias fantásticas de mi niñez. Absorto y boquiabierto ante mis
cuentos, le propuse acampar en ese mismo lugar al día siguiente. La
idea le entusiasmó y, con la promesa de volver, retornamos el camino
hacia el hotel donde la cena nos esperaba.
El
día siguiente, y todos los demás, fueron apasionantes. Eric y yo
aprendimos a conocernos y la convivencia bajo una tienda de campaña nos
unió de un modo especial. Sólo acudíamos al hotel para ducharnos y
comer pero, poco a poco, nos hicimos autosuficientes, y descubrimos
–ambos– que podíamos alimentarnos de los pequeños frutos
silvestres que encontrábamos y de algún que otro cangrejo despistado
que cogíamos junto a las rocas. Por las noches, hervíamos todo lo que
habíamos recogido durante el día y preparábamos una sopa entorno a un
fuego que nos animaba a hablar. Sierre acabábamos hablando de cuentos
de la tierra, de gnomos y de fenómenos que nadie había sido capaz de
explicar. Mentiría si dijese que el único apasionado era Eric; yo,
despojado de los prejuicios de mi edad, disfrutaba tanto como él. El
fuego de campaña, el entusiasmo contagioso, el placer de la cena hecha
por nosotros mismos… todo me trasportaba y aquella sensación me
resultaba agradable. Por otro lado, percibía como los lazos entre Eric
y yo se estrechaban. Era ahora cuando realmente era consciente de todo
lo que me había perdido. A pesar de su corta edad, sus ocurrencias eran
acertadas y su sentido de la realidad sobrepasaba a más del de algún
adulto que conocía. Sin duda Eric, era un muchacho encantador.
Una
mañana, al levantarme en nuestro particular campamento, observé algo
que me llamó la atención: la navaja que en su día me regaló mi padre
estaba clavaba justo a la salida de la tienda. Quizás en otra ubicación
hubiera pasado desapercibida para mi pero casi tropecé con ella. No
sabría explicar porqué pero me provocó un sentimiento de agresión.
Quizás por la naturaleza propia de la navaja, quizás por encontrarse
clavaba justo en la puerta de nuestro improvisado hogar. Cuando Erice
despertó –ya me había dado tiempo a volver del hotel con el desayuno
caliente– le pregunté al respecto. Dijo que él no había sido y le
creí. Eric era un niño responsable y me habría dicho la vedad. Además,
si bien me había visto jugar con la navaja esos días, jamás mostró
interés alguno por el objeto. La única explicación posible era que se
me hubiese caído con la fortuna de clavarse en el suelo. El día sucedió
tan apasionante como los demás.
A
la mañana siguiente, la luz del sol me despertó cerca de las siete de
la mañana. Como cada mañana, calculé el tiempo que quedaba para
recoger el desayuno en el hotel y me dispuse a asearme. Cuando salí de
la tienda, anduve unos pasos y, de forma casi instintiva me detuve: a
mis pies, no más allá de dos metros de donde la había encontrado el día
anterior, mi navaja se encontraba clavada en el suelo. Aun habiéndome
mentido Eric, no habría sido capaz de repetir “la travesura”.
Simplemente me limité a recogerla e intentar descubrir algún renuncio
en la actitud de mi hijo. Pero no. Eric se comportó como de un día más
y disfrutó tanto como yo con aquel pequeño pulpo que, despistado por
el oleaje, se prestó a servirnos de cena…
El
método científico de medición debe prevalecer ante cualquier tipo de
experiencia y, sin decirle nada Eric, aquella noche puse atención a la
hora de colocar la navaja dentro de los vaqueros cortados que usaba
habitualmente. Observación, hipótesis, formación y experimentación.
La situación tampoco requería de un análisis mayor y, simplemente, se
trataba de un juego de verano. No obstante, siempre es importante
determinar hasta qué punto la realidad que percibimos se corresponde
con la que sucede. Cunado se produce una desviación entre “ambas
realidades”, uno debe ser consciente y afrontar una posible perturbación
mental. Aquella noche fue larga. Llena de sensaciones que aquel paraje
nos proporcionaba a diario, de forma cíclica mi mente volvía a la estúpida
experiencia de la navaja. A la mañana, como era de prever, aquella
triste herencia de mi padre aparecería justo donde la había dejado, en
el bolsillo de mi pantalón. Esto finalizaría la fase de observación y
eliminaría la propuesta de hipótesis. Al principio me costó conciliar
el sueño y pensé en la posibilidad de pasar la noche en vela. No
obstante, deseché la idea unos minutos después: eso no sería jugar
limpio conmigo mismo y, de forma autoimpuesta, me obligué a dormir aun
cuando esto implicase una vigilia en silencio y con los ojos cerrados.
Cuando
los primeros rayos de luz rompieron el quieto azul del horizonte, no
pude mantener mi autocontrol y apresuradamente salí de la tienda
semidesnudo. Al descubrir la cremallera observé con satisfacción que
la navaja no se encontraba en la puerta y miré en dirección a donde la
había encontrado el día anterior: no, tampoco estaba. Aquello me
provocó una cierta tranquilidad y, ya de pie, de desperecé con
libertad del que acaba de librarse de un problema. Fue en ese preciso
instante en el que estiraba mis músculos cuando vi, casi sin mirar, que
aquella navaja estaba situada unos tres metros más allá de su segunda
ubicación ¡No podía ser!
Aquello
me desconcertó y, en décimas de segundo repasé todos los movimientos
realizados el día anterior recordando cada uno de mis pasos, cada
movimiento y, por supuesto, el momento en el que introduje aquella
maldita navaja en mis pantalones para posteriormente colocarlos en un
rincón de la tienda. Eric se sobresaltó cuando me vio aparecer casi a
trompicones dentro de la tienda y sólo un infantil “callacalla” se
me ocurrió para calmarle. Mi objetivo era comprobar si también los
pantalones se encontraban como los había dejado pero ¡no! Aquello me
llegó de alegría. Conforme a un estudio metodológico, nadie podría
decir que estaba loco pero ¿qué había ocurrido? Un escalofrío me
recorrió la espalda… No, no estaba loco y no precisaba de ayuda
externa para este básico dictamen pero, del mismo modo, resultaba
evidente que alguien había entrado en nuestra tienda durante tres días,
violando nuestro sueño y, sin apreciarlo, había buscado una discreta
navaja que había colocado en ubicaciones distintas indicando un
camino... ¿un camino? Camino… ¿a qué? Era el momento de formular
hipótesis pero Eric protestó reclamando su desayuno ¡lo había
olvidado! A pesar de que aquella frenética actividad mental no había
durado más de unos escasos minutos, decidí que debía descansar y
encaminarme al hotel. Aquel suceso no me abandonó durante todo el día…
Al
llegar la noche me encontraba de buen humor. Superada la duda sobre mi
cordura, aquella experiencia se vaticinaba como algo realmente
apasionante: mi estrategia para aquella noche sería esconder la navaja
y esperar resultados… simplemente eso. Este pequeño experimento me
revelaría la inteligencia –o no– de un posible jugador, termino que elegí para denominar al que había
identificado en mi hipótesis como responsable del movimiento de la
navaja.
La
noche estuvo colmada de emociones. Compartí con Eric parte de mi
experiencia aunque tuve cuidado en medir los detalles: no quería
intranquilizarle y, por otro lado, no podía olvidar lo grato que para
ambos estaba resultando aquel viaje. Echarlo a perder con argumentos
científicos hubiese sido un error imperdonable. A los dos nos costo
conciliar el sueño pero el cansancio del día cobró su justo precio.
Fue al día siguiente cuado, tras despertarme, salí a observar qué había
ocurrido con la navaja. Podría haber optado por mirar donde la escondí
pero aquello haría perder encanto a este peculiar e improvisado juego.
Simplemente me levanté y, de forma serena, miré en derredor. No pude
obviar que, a diferencia del día anterior, mi actitud hoy era la de
encontrar la navaja en una ubicación distinta a la que la había dejado
y no sorprenderme por esa posibilidad. Cualquier otra respuesta
hubiese sido desoladora. Sí, sin duda el juego estaba evolucionando.
Sumido en esa pequeña reflexión, de repente no pude evitar una
exclamación de alegría ¡la navaja! En esta ocasión, apareció
clavada unos metros más allá de donde la encontré el día anterior.
El jugador me indicaba un
camino y, sin duda, era inteligente. Eric despertó poco después pero,
para mi sorpresa, sólo se interesó por el desayuno. Había olvidado
que sólo tenía seis años y a veces le había tratado como un colega
de la Facultad más que como a un niño y me pareció inteligente no
hablar sobre el tema salvo que él me lo pidiese. Eric era un niño
encantador.
El
resto de días fueron un apasionante juego con mi contrincante. Yo
escondía en los lugares más recónditos la navaja y ésta siempre
aparecía en un sitio distinto, siempre en línea con la ubicación del
día anterior. En alguna ocasión llegué a pensar que la dificultad
para encontrar la navaja estaba en proporción directa con el lugar en
el que la había escondido. Lo cierto es que habíamos establecido unas
reglas de juego que ambos –mi misterioso contrincante y yo– seguíamos
de forma fiel.
Sólo
lo atípico de la situación –pagaba una habitación de hotel para
dormir en una mísera tienda de campaña– y quizás, alguna
reminiscencia del accidente que le costó la vida a mi mujer, fue lo que
me llevo a aceptar como normal una situación que a día de hoy se me
antoja excéntrica. Lo cierto es que me introduje en aquel extraño
juego que me absorbió para, pasada una semana, hacer plantearme lo ilógico
de mi actuación. Cualquier método debe contar con una hipótesis clara
y yo carecía de ella ¿con qué o con quién estaba jugando? Este
planteamiento me llevó a introducir elementos nuevos en nuestra
particular relación. Puse
piedras en cada punto en el que la navaja había sido clavada y mi
adversario colaboraba añadiendo nuevos guijarros en los tramos
intermedios. Eric había olvidado todo lo relativo a este extraño
suceso y eso favorecía mi concentración en el juego. No había lugar a
dudas en mi boceto de hipótesis: había un juego y, por reducción a lo
absurdo, unas reglas del mismo y dos jugadores. Lo único encrespante
era la rapidez del juego: a pocos minutos del despertar, encontraba la
nueva posición de la navaja pero el resto del día pasaba sin aliciente
intelectual alguno. Eric apreció mi cambio de ánimo y, temeroso de
perder aquel vínculo de complicidad creado, opté por entregarme más a
mi hijo. La noche y el ansiado amanecer me devolverían el nuevo
movimiento de mi adversario.
Así
pasaron los días. Una mañana, al retirar el desayuno, los siempre
amables recepcionistas del hotel, me indicaron que mi reserva llegaba a
su fin. Siempre me habían preguntado si las habitaciones no eran de mi
agrado, si no me gustaba el menú pero en ningún caso me hicieron
reproche alguno sobre mi extraño comportamiento. Quise pensar rápidamente
y sólo se me ocurrió preguntar sobre si tenían habitaciones vacías.
La invariable cara del recepcionista varió un instante ¡si casi no había
llegado a usar mi habitación! Conteniendo sus formas, casi ni se inmutó
al darme la conformidad a la nueva reserva. De forma desinteresada, saqué
del bolsillo de mi vaquero –ya raído– mi American
Express de laque no me desprendía nunca y un puñado arrugado de
euros de propina para confirmarla contratación de una semana más ¡cómo
explicar a mis amistades aquella estancia no prevista sino con una
atención esmerada del hotel que telefónicamente me disculpase en todo
momento! De cualquier modo, debía comenzar a pensar en la estrategia
que me llevase a abordar el final de esta extraña partida no prevista
en mis vacaciones. Todo tendría una explicación lógica y sólo al
final lo entendería. Mil posibilidades de justificación pasaban por mi
mente pero no quise aferrarme a ninguna a fin de no perder el encanto de
la jugada hasta el último momento. Debía ajustarme al método científico
y no quería omitir ninguna etapa.
Durante
la vuelta al campamento estuve absorto en mis pensamientos. No sabría
definir en qué pensaba concretamente pero aquel entorno natural me
desplazaba hasta el punto de haberme hecho olvidar mis compromisos de
trabajo. No obstante, aquello tenía que terminar en algún momento y lo
cierto es que la rutina del juego y su aplastante lentitud comenzaba a
provocar una cierta sensación de decepción. Analizando de un modo
coherente lo acaecido hasta el momento, todo se resumía en una
comunicación básica donde desconocía quien era el otro jugador. Hasta
el momento, sólo diferentes puntos, marcados por una navaja y unas
cuantas piedras, eran el único lenguaje usado ¿no sería que no estaba
interpretando correctamente las reglas del juego?
Al
llegar al campamento Eric aun dormía y decidí unir con una línea los
puntos en los que había hallado cada mañana la navaja. Con la ayuda de
las piedras no me resultó difícil trazar un surco en la tierra con
ayuda de una rama. La línea parecía marcar un sendero, un camino que,
partiendo de nuestra tienda, se dirigía a macizo rocoso cercano
semicubierto de vegetación. Me acerqué con cuidado, observando a mi
alrededor y poniendo especial atención sobre donde pisaba. Aquello no
era muy diferente al resto del paisaje. Las inmensas piedras formaban
una mole impresionante. Durante millones de años habían estado
cubiertas de agua –al igual que el resto de la costa– y fue hace
unos cuantos miles de años cuando emergieron por un movimiento símico
marino para alcanzar la superficie. Eso les daba un aspecto duro,
rasgando el aire y alineado en un azaroso equilibrio natural. Algunas
cavidades estaban llenas de agua y, por zonas, recubiertas de un manto
verde de musgo que orientaba el Norte. Nada distinto a cualquier otro
enfoque del paisaje. Decidí entonces mirar desde otra perspectiva y me
agaché, no sin antes echar un vistazo a la tienda donde observe que
nada había cambiado. Eric seguía durmiendo y era el momento era
propicio para analizar más en profundidad aquel lugar. De repente, una
idea fugaz pasó por mi cabeza: podría descubrir que todo aquello
hubiera sido fruto de una broma de mal gusto, quizás de alguien del
hotel… De cualquier modo, tenía que agotar las posibilidades antes de
desechar mi hipótesis.
Me
arrodillé, con cuidado, pero la mala fortuna hizo que, bajo el terreno
esponjoso de la hierba, una esquirla de la roca me magullase una
rodilla. Fue un segundo de dolor intenso que me hizo recostarme sobre la
piedra y fue en ese mismo instante cuando noté que algo se movía. Aun
todavía limpiando mi herida con un pañuelo, dirigí mi mirada a
aquella pared rocosa que había cedido ¡sí! Se trataba de una piedra
que, aun de considerables proporciones, su estructura laminada la hacía
ligera. No debía tener más de un par de centímetros de grosor y
aunque su aspecto exterior la hacía parecer más sólida. Bastaba con
un mínimo esfuerzo para moverla. La vegetación y el musgo confundían
sus límites con el resto del macizo y eso había provocado que hubiese
pasado desapercibida. De forma instintiva miré al suelo y observe unas
marcas que indicaban que había sido movida recientemente: briznas de
hierbas aun verdes aparecían arrancadas no hace mucho como consecuencia
de arrastrar esta improvisada puerta por el suelo. Pero, puerta… ¿a
qué?
Con
cuidado desplacé la roca a un lado y quedó al descubierto la entrada
de una pequeña gruta. Un pasillo oscuro y lúgubre de no más de medio
metro de alto se presentaba hacia mí. Llegados a este punto de
excentricidad, ¡qué más daba seguir un poco más! Firme en lo absurdo
de mi actitud, decidí entrar en aquel hueco que avanzaba hasta donde no
llegaba la luz. No pude evitar sentir pánico en ciertos momentos
imaginado las toneladas de piedra que había sobre mi espalda pero,
arrastras, avancé hasta que el camino dio un giro a la derecha. Al
final de este segundo pasillo, se preciaba lago de luz que,
probablemente, provenía de alguna grieta hacia el exterior. Las paredes
pulidas y húmedas, indicaban que habían sido cinceladas por el agua
del mar durante siglos. Tuve que avanzar unos cuatro metros más para,
por fin, acceder a un ensanchamiento de la gruta que me permitió
ponerme en cuclillas. Una brisa de lucidez me hizo reparar en lo absurdo
de mi actuación: había dejado a Eric dormido y me había adentrado en
una gruta donde no sabía que iba a encontrar. Si por cualquier razón
me lastimase, aquello podría terminar siendo mi nicho mortuorio ¡con
la seguridad de que nadie me encontraría jamás!
Sentí
mi pulso acelerado y decidí sentarme aprovechando la exigua luz. Mi
respiración agitada arrojaba densas nubes visibles en la humedad
extrema de aquel lugar. A pesar del frío estaba sudando y decidí
tranquilizarme; si sufría un ataque de pánico en aquel momento, tendría
serios problemas para salir.
A
los pocos minutos mis ojos se habían adaptado a la luz y, sin moverme,
realicé un reconocimiento ocular de mi estancia. Se traba de un
recoveco bastante regular y amplio, si bien no me permitía
incorporarme. Una entrada en la parte superior proporcionaba un débil
rayo de luz y aire. Bastante más tranquilo, decidí abandonar el lugar,
reprochándome lo estúpido de mi actitud. Giré sobre mí mismo para
realizar el camino inverso cuando oí un ruido a mis pies. En un
movimiento reflejo, recogí mis pierna temiendo que se tratase de algún
animal pero ¡qué animal podría encontrarse allí! Resultaba vital no
perder la tranquilidad y templar los nervios. Un golpe en aquel lugar
podría tener consecuencias imprevisibles y quizás fuera incluso mejor
afrontar la mordedura de algún roedor antes que golpearme con las
paredes fruto del pánico. Fue en ese mismo instante cuando oí una voz
que me decía:
-
“¡Espera!”
Aquello
paralizó mis sentidos. ¿Quién podría encontrarse allí? ¿Qué
estaba ocurriendo? Interno en una cueva, algo o alguien me estaba
hablando… Sin lugar a dudas mi miedo comenzaba a jugarme malas pasadas
y debía controlarlo.
-
“¡Espera, por favor!”, replicó aquella voz de nuevo.
No
podía ser. La voz era real y ahora la había oído de forma aun más
clara. Hacía años que el francés había pasado a ser mi lengua madre,
incluso para comunicarme en el hotel pero, por supuesto, entendía
perfectamente aquel castellano. Una voz ronca pero suave, con un tono
que casi suplicaba atención se dirigía a mí.
-
“¿Quién eres? ¿qué broma es esta?”, grité en una mezcla
de nervios y miedo.
La
voz, también nerviosa, volvió a dejar oírse con tono apaciguador.
-
“No, por favor, no te asustes. No es una broma. Soy quien ha
movido tu navaja durante estos días”.
Esforzaba
mis ojos intentando escudriñar el origen de la voz pero sólo alcanzaba
a ver los reflejos brillantes de las paredes lisas. Pero ¡que demonios!
Tenía lo que me merecía ¿no había entrado en aquel lugar buscando a
mi adversario? ¡Voilà! Acaba
de encontrarlo.
-
“Disculpa”, dije con la voz temblorosa, “no creí encontrar
a nadie aquí”.
Aquello
sonaba estúpido ¿A quién podría encontrar en una gruta? Sólo un estúpido
como yo podía estar allí y, de algún modo, estaba dando por sentada
mi hipótesis del juego y el adversario.
-
“Ya, lo supongo, yo tampoco te esperaba…”, dijo de forma más
relajada aquella voz.
-
“Pero ¿Quién eres?”, repiqué intentando aparentar
serenidad.
-
“Lo cierto es que mi nombre no sirve de mucho pero me llamo
Duar, que significa el que habita.
Tú, si no me equivoco –y sé que no lo hago- eres Xuan ¿verdad?”
-
“Sí” –exclamé más sorprendido aun. Hacía años que
nadie me llamaba por mi nombre familiar– “Pero ¿cómo lo sabes?”
-
“Sé muchas cosas de ti pero creo que lo interesante sería
descubrir lo que tú no sabes de mí ¿no?”.
Aquella
seguridad en la respuesta me derrumbo. Estaba acostumbrado a exponer mis
argumentos con rotundidad y algunos powerpoints,
a ser quien dirigiese las situaciones pero no estaba preparado para
aquello. Se me antojaba tan absurdo como increíble y todas mis técnicas
de dirección de grupos se mostraban inútiles.
-
“Déjame que te explique”- dijo de nuevo Duar. “Sé quien
eres, te conozco y me gustaría hablar contigo.”
-
“Bien, bien… pero no te veo y eso me pone en desventaja”
–repliqué– “¿Puedes ponerte bajo la luz? Así ambos nos
conoceremos.”
-
“¿Estas seguro de que es eso lo que quieres?”, dijo Duar en
un tono casi desafiante.
-
“Sí, por favor”, contesté sin medir las consecuencias.
Oí un
leve movimiento y, de repente, algo apareció bajo la luz. Desde la
penumbra, un ser pequeño y horrible, aunque de apariencia frágil y
delicada, se levantó para mostrarse. Con unos brazos que llegaban más
abajo de las rodillas y una abundante y enmarañada cabellera sobre la
cual se adivinaban unas orejas puntiagudas, se erguía sobre unas
piernas que parecían alambre. A pesar de su aspecto poco equilibrado,
se movió con gracia y delicadeza, de un modo tan sutil y silencioso que
hubiese hecho imperceptible su presencia si de forma intencionada no se
hubiese mostrado ante mí. Supuse que ésta era una habilidad necesaria
para moverse con sigilo y resultar prácticamente invisible en el
bosque. Su piel pálida y unos
enormes ojos almendrados daban un cierto aspecto infantil que, en su
conjunto, hacía aun más repudiable a aquel ser.
Creo
que mi miedo se vio superado por mi impresión. Pero ¿qué diablos era
aquello…? ¡Hablaba! Sin duda era inteligente ¡Debía estar perdiendo
el juicio!
-
“No te asustes”, dijo aquel ser adelantándose a mis
pensamientos, “soy un duende ¿ya no recuerdas las historias de tu
abuela? Sé que sí…”, dijo irónicamente.
He
de reconocer que, de forma autodidacta, me interesé hace años por el
tema de las criaturas fantásticas. No hay
un criterio formal en cuanto a su origen (muertos, ángeles caídos, espíritus
de la naturaleza, animales encantados…). Criaturas pequeñas, de tamaño
humano, capaces de variar su altura a voluntad… un sinfín de
posibilidades se abre: solitarias, en comunidades, malvadas y
vengativas, serviciales... Por supuesto no eran exclusivas de la Península:
a principios del siglo XX más del diez por ciento de la población
rural de Irlanda creía en hadas. En todas las culturas se precisan
seres sobre los que descargar iras ante los infortunios y aquel ser que
se presentaba ante mí probablemente fuese un elfo o un duende, no me
engañaba. Mi abuela me había hablado mucho de ellos. Podían
vivir durante cientos de años y
no son espíritus, ni ángeles, ni humanos pero tienen algo de todos
ellos y más… Simplemente, son de la Naturaleza. Y sí,
recordaba parte de todo aquello de los lejanos cuentos de mi abuela pero
¿cómo podía saberlo aquel ser?
-
“¿Qué sabes?”, grité intentando contener cualquier expresión
que indicase que mi adrenalina había alcanzado el umbral límite de la
cordura.
-
“Los duendes somos, si quieres llamarlo así, seres mágicos:
no debe sorprenderte que sepa eso y mucho más. Forma parte de nuestra
naturaleza, de nuestro castigo”.
-
“¿Castigo?”, pregunté interesado. No recordaba haber oído
o leído nada referente a los castigos de los duendes.
-
“Sí, castigo, pero esa es otra cuestión. Te he llamado y has
venido, he movido tu navaja y has acudido… Quería hablar contigo
pero, sólo, si tú quieres.”
Aquellas
últimas palabras, en un tono conciliador, me calmaron. Estaba viviendo
una experiencia única y era absurdo no exprimirla hasta el final ¿Cómo
no seguir adelante?
-
“Sí, dime, aquí estoy”, repliqué.
-
“Bien, gracias. Comencemos por el principio…”
Aquello
era absurdo: un pequeño ser fantástico me invitaba a una conversación
donde él era el ponente de excepción. Supongo que en otro entorno
resultaría difícil entender todo lo sucedido pero es, en
circunstancias excepcionales como aquella, donde uno se desprende de
cualquier armazón que no sea su esencia misma y está capacitado para
amoldarse a cualquier situación. Sólo así puede entenderse que no
huyese de una escena que me atraía del mismo que me espantaba.
Así,
me contó –siempre solícito a mis preguntas– que los duendes tienen
desarrollada la infravisión, algo que les permite moverse en la noche
por la espesura donde no entra la luz (si bien existían duendes de la
luz, la penumbra y la oscuridad). Grandes conocedores de los bosques,
sus ropas verdosas confeccionadas a partir de lo que la Naturaleza les
proporcionaba, les ayudaban a camuflarse en la frondosidad. Inicialmente
fueron herederos de una antigua cultura, amantes de la música, la danza
y las artes. Dominaron los secretos de la naturaleza y de las hierbas mágicas,
conocieron los astros… pero hace siglos que todo cambió.
-
“Lo que inicialmente era un modo de vida diferente al
vuestro”, dijo con cierto aire solemne, “cambió cuando algún
humano pretendió ser duende y, algún duende” –se le notó
apesadumbrado- “accedió a usar la magia para ser humano.”
Lo que debiera haber sido
algo natural, como lo había sido durante miles de años atrás, se tornó
en maldiciones y seres que, errantes en el cuerpo que les había tocado
vivir, cambiaron de especie sin reparar en el daño que estaban
causando. La Naturaleza, entró en cólera y determinó que nuestro
pecado sería nuestra penitencia. Ese es nuestro castigo”
-
“¿Me hablas de una nueva especie, de un cruce, de…?”
-
“No, no me has entendido. Es más simple y complejo a la vez
que todo eso… La Naturaleza asigna, de forma sabia, un alma a un
cuerpo, ya sea de humano, duende o cualquier otra criatura. Cuando
debido a la magia se altera esta asignación, el alma se encuentra
encerrada en una prisión que no le corresponde y aun contraria a la
voluntad de su ser, lucha por escapar de una vida que no es tal. A
partir de ahí, puedes entender qué es una maldición, qué es la
crueldad de un castigo.”
Aquel
razonamiento me hizo temblar. No sólo acaba de descubrir –y
constatar– que existían seres fantásticos sino que, además, descubría
con asombro que, de algún modo, se producía trasmigraciones de almas
entre cuerpos ¡Todas mis hipótesis resultaban erróneas y aquella
nueva posibilidad increíble!
-
“Vaya”, titubee, “es más de lo que podía esperar…”,
dije intentando romper el silencio.
-
“¿Crees ahora en todo lo que te he contado, en nosotros? ¿en
los duendes? ¿No es acaso ese el motivo que te hizo alejarte de tu
casa?”
Mi
asombro por el conocimiento de este ser no tenía límites. Asentí,
casi avergonzado por la cabeza.
-
“¡No te oigo” –alzó la voz Duar– “¿Has dicho que
crees? ¡Dilo otra vez!”
-
“Sí, creo”, dije tímidamente.
-
“¡No! Grítalo en tu lengua materna, así lo creeré. Es tu
movimiento en este juego en el que yo te he desvelado mis secretos ¡Grítalo!”.
De
forma inconsciente y aturdido por el imperativo de Duar, pronuncié esas
palabras en una lengua que tenía por olvidada:
-
“¡Sí, creu en trasgus,
bruxas y n´tous xentes fantastícus d´esta tierra!!”
En
aquel momento noté mi cabeza estallar. Un fuerte dolor que comenzaba en
mi cráneo descendía hacia mis mandíbulas. Las noté rígidas, pétreas
y ni tan siquiera podía gritar. Intenté concentrarme, aislarme de mi
cuerpo para evitar aquel insoportable dolor pero todo era inútil. Todos
mis miembros me dolían y aquel sufrimiento me impedía abrir los ojos
que se cubrían con mis párpados tensos. Adopté, como pude, una
postura fetal, intentando paliar cada punzada de dolor que me atravesaba
el cuerpo. Aquella angustia no tenía fin y no sería capaz de decir
cuanto duró lo que a mí me parecieron horas. Jamás, ni aun a día de
hoy, he experimentado un dolor tal.
Aturdido
y sin saber qué había ocurrido, poco a poco fui tomando consciencia de
mí mismo. De forma racional, intenté sentir cada uno de mis miembros y
de forma paulatina los moví para comprobar que me encontraba entero.
Quise tocar mi nuca para aliviar los resquicios de dolor y, sin darme
cuenta me arañé. Sorprendido y todavía conmocionado, abrí por
primera vez lo ojos tras ese horrible dolor y vi una mano con largos
dedos arqueados que terminaban en unas afiladas uñas ¡era mi mano!
Espantado dirigí mi mirada hacía mis piernas que se habían tornado
delgadas y cortas ¡habían cambiado! Presa de pánico me levanté y
comprobé que ya no me golpeaba con el techo de la gruta. ¡Me había
transformado en un duende! Huesudo y deforme, mi cuerpo había cambiado
en aquel inmenso dolor. Mis nuevas piernas se retorcían y la piel
servia de sujeción para dar forma a aquellos colgajos de carne que
terminaban en extremidades callosas.
De algún
modo, al pronunciar aquellas palabras, había desatado una trasformación
¡un conjuro! que había hecho de mí un engendro fantástico pero ¿y
Duar? Aun hoy, no puedo asegurarlo pero durante mi dolorosa transformación,
creí ver un aspecto humano en él, una mirada que me resultó familiar,
que me recordó a… ¡mi padre!
Siempre
ha de imperar un modo científico de actuar que, en definitiva, ha de
basarse en el modo más racional de interpretar la realidad. No, no
puedo decir que mis primeras horas de duende fuesen las más cuerdas: mi
nuevo estado, mi hijo acampado, mi brillante carrera profesional
destruida… Pero al final opté por la solución más coherente para
todos, aunque a alguien siempre le toca perder. Me llevó algunos días
pero, ahora desde mi despacho, sé que aquella fue la decisión
correcta. De cualquier modo, no volveré a España y enterraré, al
igual que el resto de mis orígenes, este capítulo de mi vida en el
olvido.
Hay
quien dice que sigue viendo duendes, hadas, elfos, trasgos… Hay quien
asegura realmente existen y basta con buscarlos para encontrarlos.
Incluso algunos lugareños dicen que por las noches oyen los llantos de
un nuevo duende, uno joven, al que han llegado ver huir en el bosque con
curiosa una mancha en el pecho.
José
María Martín
LUNES TORMENTOSO
Fernando García de la Rosa
No hay ninguna
duda de que el lunes es el peor invento de toda la historia de la
humanidad, y todas las semanas hay uno agazapado durante el domingo para
hacerse notar al día siguiente.
Siempre viene después de un escueto descanso donde los cuerpos se venden
al mercader de la holganza, al traficante del sexo y al terrorista del
alcohol. El ánimo no está para bochinches y circunloquios. Las caras
apesadumbradas se resignan al silencio y el mal humor reina en el tiempo
de nuestro satélite más idolatrado, la Luna. Los pies son tan pesados
como la tierra sobre los hombros del dios Atlas, y más que andar, se
arrastran babosos y desganados por el verde asfalto de la fábrica. No
hay ganas de trabajar, ni de despejar la tupida niebla que, provocada
por excesivas horas frente al televisor, cubre el cerebro, hundiéndole
en bastos campos de basura rosa. Los intentos por entablar una
conversación coherente con algún compañero son baldíos, porque no
hay nada que decir. Es lo mismo de siempre. Es el caos, es el
Apocalipsis, es lunes.
Pasan las horas, lentas y pesadas, el malestar todavía no se ha disipado
cuando a media mañana, una chica de la célula 4, ensimismada en su
trabajo y ajena a la pesadumbre generalizada, empieza a reír, primero
como un susurro, nervioso y
tartamudo. Más tarde la sonrisa acaba convirtiéndose en una carcajada
tan incontrolada que tiene que sujetarse la barriga con las manos y
doblar la espalda como una bisagra ante la sensación de que va a
estallar como una bomba. Mientras, de sus ojos empiezan a manar lágrimas,
ya de dolor. La boca abierta de par en par deja pasar toda la cantidad
posible de aire. Durante breves momentos, se da un descanso, y cuando
parece que el mar embravecido de su pecho se está calmando,
otra vez, como la furia salvaje de una tormenta, irrumpe la risa
en sus entrañas.
Alarmado por los desaforados
gritos hilarantes, se acerca, con cautela y escepticismo, el piloto de
la célula. Al verla desternillarse de forma tan exagerada y cómica no
puede hacer otra cosa sino echarse a reír él también. Como un necio
que ríe el chiste que no entiende, así empieza él a contraer sus
músculos faciales, acompañando con una insulsa risotada el
extraño comportamiento de su compañera. Se crea entre los dos un vínculo
de camaradería como si se conocieran desde antes de la guerra. Cuando
se encuentra a escasos metros de ella,
no puede reprimir un ansia emergente de demostrar la complicidad
y amistad que se ha formado entre ellos a través de un liviano hilo de
jolgorio en común. Los dos, abrazados como borrachos,
ríen sin parar. Ninguno sabe por qué.
Y al igual que le sucede al piloto, uno a uno, los demás miembros de la célula
se van uniendo a la jarana como si asistieran a un maratón de
cuentachistes, sin ninguno de ellos saber el motivo de tan incontrolable
rictus cómico. Más tarde, este carcajeo contagioso se apropia y
extiende como un líquido espeso que va conquistando terreno, y atrapa
en su viscosidad a cada uno de los trabajadores del turno.
Y así, sin saber por qué, dejan de hacer su trabajo para retorcerse por
el suelo llorando y babeando. Ríen todos, hasta el más serio.
Bueno, todos no. Juan Terrero, el más triste entre los tristes, espeso y
arisco, no ríe. Con la claridad de pensamiento que proporciona una
mente gélida y calculadora como la suya, observa cómo de la boquilla
de la inyectora del K4m+ asciende, dispersándose por toda la fábrica
como un mar de tinieblas, un hilillo de vapor denso y amarillento. Ve cómo
el turno entero se pierde en una vorágine de callejuelas, en un Londres
de humo, en un cementerio de bruma.
Enseguida se da cuenta de lo obvio, un defecto en el índice de gasificación
termoiónico de la materia prima.
Parece ser que el agujero en la capa de ozono provoca un efecto
invernadero recalentando la tierra, y siendo el causante más directo de
las elevadas temperaturas del verano, las cuales suscitan una prematura
putrefacción del plástico, que al ser fundido en el husillo, causa una
reacción química desprendiendo un gas, altamente tóxico y científicamente
probado que afecta al sistema parasimpático de las personas, produciéndole
una risa nerviosa e incontrolable.
Finalmente paran la máquina. Y los efluvios se van difuminando en el
aire, formando espectros mortuorios que se retuercen como grotescas imágenes
que intentan escapar por los aireadores del techo.
Poco a poco, el oxigeno pacificador se
abre paso hacia los pulmones de los trabajadores ahuyentando el aire
risible. La carcajada se va apagando hasta ser sólo una sonrisa que se
pierde, distraída, en la triste y resignada cara que tienen los
trabajadores cualquiera de estos lunes.
Fernando García de la Rosa
La cita
el
turiferario
Mi natural debilidad me impidió negarme, pero al acudir a la
cita iba preparado para todo ...
Lo cierto es que ella trasladó sin dificultad mi centro de
control unos palmos hacia abajo a la primera sonrisa.
Mi atención estaba fijada, y con dificultad intenté apartar la
vista de aquellos senos, evidentes, de aquellos muslos firmes y
apetitosos, por no agravar más aún una situación que empezó a
resultarme incómoda. Recuerdo, o me recuerdan, que mi boca balbucía
sin sentido, en forma ridícula; ésto último parecía satisfacerle
especialmente.
Pronto dejó de preocuparme la vista: ya no era útil a esa
distancia que tendía a la nada. Mientras, ella no paraba de hablar,
interrumpiéndose allá donde suponía respuestas, por mi lado
peregrinas, breves o inexistentes; necesariamente,
y sus ojos pícaros me lo iban radiando por etapas, ella percibía el
aumento de mi interés, primario, notorio, visible. Mis pensamientos
consistían en reconstrucciones imaginarias de aquello mismo que
presionaba y se regodeaba sobre mi sexo, aumentando mi verguenza, rodeándola,
protegida de miradas indiscretas tras aquellos dos pilares acogedores.
Mi cara, presa del ardor que bajaba desde mi frente y se
concentraba en mis pómulos, resultaba patética y chistosa; un leve
escalofrío recorrió mi espalda al imaginar la posibilidad de tener que
salir del local desprotegido, fuera de aquel refugio provisional de mis
más íntimas apetencias, ante la mirada divertida y cómplice de todo
el aforo.
Ella debió notarlo, porque durante un instante se echó hacia
atrás, provocándome un inmediato sudor frío, ante la ausencia de
calor allí donde poco antes era más intenso.
Pero sus movimientos parecían guiarse por la presunta conversación
que manteníamos, obligada a gesticular, avanzar y retorceder en un
espacio cada vez más reducido.
Entonces, dejé de escucharla, de pronto. Volví a enfocar mi
visión, tropezando cons sus ojos, divertidos y húmedos.
Me había preguntado algo que requería respuesta concreta.
- Este,... sí,... claro,...
Balbucí de nuevo.
Desde entonces, y hasta dentro de dos años, todos los meses
recuerdo la cita.
Y disfruto de una magnífica enciclopedia de cuarenta y tres
tomos, apoyada por una colección de cintas de video que atesoro en un
armario.
Y un "Cdrom" de demostración que no sé lo que
demuestra, por falta de parafernalia.
Quizá debiera averiguar algo más sobre en qué consiste la
demostración en cuestión ...
el
Turiferario
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