(...)
Una vez localizadas las referencias, no debía ser difícil
dar con la hondonada bajo la cual debía estar el arranque de la escalera que
indicaban los documentos. Su escalera, de Eugène, supongo.
Dando por bueno que aún existieran la escalera y el túnel,
porque el terreno no es propicio a excavaciones duraderas, debido a su
composición de greda y yeso y a la gran cantidad de agua que desde las
vertientes de las mesetas que lo bordean se filtra o desliza hacia el centro del
humedal, flanqueado de cañaverales, carrizo, enea, juncos.
Se trata de agua salitrosa, no apta para saciar la sed,
aunque con buenas cualidades para ciertos cultivos y sustentadora de algunas
especies acuáticas raras.
Los abundantes restos de vasijas prehistóricas en las
cercanas salinas naturales que forman las torrenteras nos hablan de la
antigüedad de la habitación de esta situación geológica.
La escalera debiera estar allí, aunque sólo se veía
carrizo.
Cercana, la construcción -presa, lago artificial-, atribuida
a uno de los famosos arquitectos de Felipe II, Juan de Herrera, que dejó por
los alrededores más señales de su industria, encargos del emperador o
extraños caprichos particulares poco justificados.
Quería suponer que pudiera existir una relación entre la
obra encargada por el emperador Felipe y la presunta escalera que debía
conducirnos al interior de la tierra, aunque ésta última aún no podía ser
situada con seguridad en el tiempo.
Pero era en realidad una suposición infundada, más bien
inspirada por mis propias deducciones sobre las intenciones últimas de Juan de
Herrera -al que yo había estudiado para documentar mis trabajos-, que habían
llamado mucho mi atención. Y por otro lado, que hubiese o no conexión, no
aportaba nada en nuestro caso. Pero me alegré de que mis elucubraciones, según
yo entendía, anduvieran cerca de una diana, aunque se tratara de un
acercamiento tan retorcido y peregrino.
Sobre el plano militar llevábamos marcado el trayecto con
absoluta claridad.
Sobre el terreno, la cosa no iba a ser tan simple: En el
plano, la ribera del embalse estaba perfectamente dibujada, pero intuía que la
realidad iba a ser muy diferente, sin embargo.
Eugène, más previsora, había al menos elegido un calzado
más adecuado que mis sandalias para la prevista excursión. Sus deportivas
blancas parecían evidentemente una buena elección. Cuando la hierba empezó a
penetrar punzante por la multitud de huecos que permitían el acceso directo a
mis pies pensé, con leve resentimiento, que podría ella habérmelo hecho ver
antes de salir. Pero estábamos en plena faena, y no hubo tiempo para el
comentario.
Dependiendo de la época del año, la cantidad de agua que
embalsaba la presa variaba bastante, y a finales de la primavera, cuando nos
acercábamos a nuestro objetivo, podría ser máxima. Esto me hizo de nuevo
pensar en mi calzado.
Pero, resignado, preferí mirar hacia arriba un momento. Las
aves migratorias que subían hacia el norte de Europa pasaron hace ya tiempo,
pero el lago tenía su propia y abundante población, lugar de nacimiento de
muchas crías que en invierno quizá viajaran hacia el sur, hacia África, pero
que luego recordarían su tierra natal y volverían.
Estas aves -con permiso de residencia provisional-, se
dedicaban, pues, a sacar adelante a su prole, sin parar de organizar escándalo,
protegidas por la ley de molestias y daños.
Acceder a nuestro destino resultó laborioso, y tuvimos que
congratularnos de haber elegido la caída de la tarde para la incursión, cuando
las aves trataban de descansar, y los humanos se preparaban para salir a
aprovechar el mínimo frescor que se avecinaba paseando por las calles de la
población.
Dejando a los murciélagos controlar el crecimiento de la
población entomológica endémica que hacía famosa a la zona, el ocaso
avanzado y una brisa mayor de la imaginada -consecuencia de la humedad-, quedó
aparcado el Golf en una cañada entrante en las lomas, cubiertas de espartales
que trepaban dispersos hacia su redondeada cima, adornada de aulaga, enfrente de
nuestro objetivo, que no se vislumbraba desde la carretera.
Y cruzada ésta a pie, descendimos hacia el inicio del valle
del regajal.
El embalse estaba artificialmente delimitado por la antigua
presa al oeste, la carretera, encima, al norte, y el trazado ferroviario al sur
-atravesando el brezal-, abierta para reciibir las aguas desde el este.
Nosotros bajamos desde la carretera y nuestro objetivo era
cruzar al otro lado, la ribera opuesta, que quedaría, según el plano, a unos
cincuenta metros de la vía férrea.
Era la zona menos transitada, por más inaccesible.
A esta hora, probablemente por miedo a los mosquitos, y por
la prevista oscuridad total que sólo paliaría levemente la luna, nadie.
Quedábamos fuera del campo de visión de la carretera, que
sí que era muy transitada a todas horas, a pesar de su descuidado trazado. Por
ese motivo habíamos ocultado el coche fuera del campo de visión de los
transeúntes.
Cruzar sobre el muro de la presa resultó la parte más
sencilla: El lugar estaba cuidado, y la construcción dejaba un pasillo amplio
sobre el muro de unos veinte metros de firme y rectilíneo piso de piedra
labrada.
Al llegar al borde opuesto encontramos que, si bien por el
lado de la carretera el inicio de la presa estaba al mismo nivel que el terreno,
no era así al otro extremo, sino que existía un desnivel vertical de unos tres
metros.
Nos paramos a estudiar la forma más razonable de salvar el
obstáculo, aunque, conociendo a Eugène, me temía lo peor.
Me paré yo sólo, en realidad.
Ella, sin comentar, flexionó las piernas, y saltó sobre lo
que desde arriba parecía una mullida capa de hierba.
La reflexión no era su especialidad, o yo me había hecho
más viejo de lo que quería pensar. Ella saltó con técnica, como quien está
entrenado para ello, cosa que yo había escuchado, pero no comprobado.
Sin embargo tengo que decir que me burlé de ella con ganas
-interiormente por supuesto y tras verificcar que no había daño-, cuando
comprobé cómo se hundió, con un sospechoso y sordo sonido, en la espesa capa
de oscuro lodo que esperaba abajo y que le salpicó de negras motas hasta la
cara.
Si no hubiera estado entrenada y flexible de osamenta, se
hubiera dislocado al menos el tobillo.
Como pudo, trató de equilibrarse, sin lograrlo, y sus manos
completaron el apoyo, quedando a gatas, pies y manos hendiendo el cieno
maloliente. De sus blancas deportivas no se veía nada. Miré con aprensión a
mis pies, casi desnudos, un momento.
Ella permaneció un instante, como un gato joven, calibrando
probablemente si existía algún daño -e imaginando mis burlas-, dándome la
espalda, y la rabadilla, sin tomar ninguna decisión táctica.
Al fin se arrodilló, resignada, rebozada en lodo, se puso de
pie, y sacó sus negras zapatillas de los agujeros que ella misma había
formado, resultando que la capa de hierba y musgo era suficientemente tupida y
profunda como para caminar sobre ella, siempre que no se la agrediera en la
forma en que ella lo había hecho.
Miró hacia arriba, hacia mí, y me hizo señas evidentes
-sus manos negras apoyadas en sus caderas,, y algunas líneas como de indio en
pie de guerra que no había podido evitar marcar sobre su cara-, de que la
siguiera.
Aunque la escasez de luz y la distancia me impedían ver su
expresión, interpreté su silencio como síntoma de enfado ¡Como si tuviera yo
la culpa de su irreflexión, o de su afición a los videojuegos de Lara Croft!.
Finalmente decidí, por una vez, actuar como jefe de grupo y
hacer valer mi presunta experiencia.
-¡Coge esto! –grité, queriendo parecer aséptico,
enviándole la linterna, que ella recogió sin dificultad. Hice lo mismo con el
plano y otros artilugios de explorador, de dudosa eficacia, y ella los recogió
con presteza, los apartó en el suelo a un lado, puso sus brazos en jarra de
nuevo, y volvió a mirar hacia arriba.
Aún no había ella pronunciado una palabra.
Esperaba sin duda a ver cuál era el resultado de mi salto,
para poder hacer los comentarios adecuados en igualdad de condiciones.
Fui a decir algo sobre lo bonita que se ponía cuando se
enfadaba, pero, por suerte, me contuve. Aparte de que eran suposiciones, por que
la visión se había reducido bastante.
Luego calculé que, por la diferencia de peso, yo me
hundiría hasta la cintura, más o menos, y decidí que las comparaciones son
odiosas, y yo podía probar un método menos violento, sin merma de mi orgullo
varonil.
Libre ya de cargas, de rodillas sobre el borde de la presa,
de espaldas al vacío, intenté lo que pretendía ser un elegante descenso
gradual.
Resultó al principio mas sencillo de lo esperado, por que el
borde era un buen apoyo, y tanteando con los pies encontré entre las piedras
talladas huecos donde colocar mis pies.
Mi descenso, lento, porque no veía nada, y por prevención,
resultó eficaz durante un buen trecho.
Pero -tarde o temprano iba a suceder-, el pie derecho no
encontró el apoyo esperado mientras que el izquierdo estaba sobre uno falso, y
las manos no me pudieron sostener, con lo que me deslicé, dolorosa, pero
velozmente, hasta el piso.
El escozor se atenuó moralmente al notar que no me había
hundido en el lodo, y ella no tendría de qué reírse, así que reprimí mis
quejas, las ahogué, y traté de poner cara de aquí no ha pasado nada, antes de
volverme, triunfalmente, sobre mis pies, erguido.
Tuve la precaución de no decir nada.
Y de ocultar las dolorosas rozaduras en manos, torso y
piernas.
Mis sandalias -Eugène no me había avisado, malvadamente, de
haberlas cambiado por otro tipo de calzado-, permanecían sin embargo indemnes,
por el momento.
Mi autoestima había subido varios puntos.
Quizá por ello dejé de mirar al suelo, y me escurrí sobre
los restos de barro que Eugène había dejado todo alrededor suyo sobre la
hierba, deslizándome un trecho, mis pies muy por delante de mi espalda, hasta
caer sobre ésta en la mullida hierba, sin daño, pero con claros síntomas de
haber penetrado bastante en el lodo.
Eugène soltó una corta carcajada, mientras acudía a
ayudarme.
Yo la había ayudado a recuperar su humor, a soltar
adrenalina, y al levantarme con dignidad y verme una parte de la espalda, supe
que la igualdad se había restablecido.
Conque por fin callamos los dos, recogimos los bártulos, y
nos dispusimos a continuar, sabiéndonos al menos a salvo de miradas
indiscretas.
Ella manejaba el plano con soltura, aunque pensé que debiera
prestar más atención al suelo que pisaba. Tengo que reconocer que el
pensamiento perverso de que ella, de pronto, se hundiera hasta la cintura, o
algo así, pasó por mi mente como una probabilidad divertida.
Esto debió estar a punto de suceder en un par de ocasiones,
aunque lo evitó a última hora, algo que desde luego ella no tenía que
agradecer a mis avisos.
Me resultaba por otro lado difícil relacionar nuestra
aventura exploradora con las limpias y nada hediondas pesquisas que solían
trufar la películas de Indiana Jones o las exploraciones selváticas de Trazan:
No se les veía a ellos echarse mano a la nariz para mitigar el hedor, como me
estaba sucediendo a mí ahora, con peligro de desequilibrarme y volver a repetir
la acrobacia, aunque sólo la pechera de mi camiseta permanecía indemne. Y
tampoco del todo, desde que opté por limpiar mis manos sobre ella, con objeto
de apreciar el calado de las desolladuras que me había hecho al resbalar sobre
el muro.
Mi cara no la veía, pero veía la de Eugène, su nariz, sus
mejillas, lo que me servía de clara referencia.
Como un pato mareado seguía la estela de Eugène que
parecía seguir el borde del agua, profunda y llena de vida, vegetal, animal,...
toda una reserva pantanosa de aguas salitrosas, verdosas y turbias a tramos,
transparente en otros.
Aunque era absurdo, pensé en cocodrilos. Y aunque
lógicamente lo deseché al instante, una vaga sensación de peligro inconcreto
permaneció rondándome. Traté de pensar en otra cosa.
Por eso me concentré en no caerme, en lugar de apreciar la
avifauna de tan rica reserva, hasta que, a unos treinta metros del borde de la
presa, a vuelo de pájaro, tropecé y caí sobre la espalda de Eugène, que se
había detenido para consultar algo en el plano.
Cayó, eso sí de frente, con lo que mi venganza se satisfizo
en parte cuando se dio la vuelta y se sentó, con las manos hundidas en el
cieno, rebozada en negro, como una croqueta hecha con bechamel de tinta de
calamar.
Ya no pude evitar reírme.
Más cuando, al tratar ella de apartar el escaso pelo de su
frente, se volvió a marcar ésta. Ahora semejaba un mahorí recién salido de
la selva.
Optó ella finalmente también por reírse para descargar la
tensión acumulada.
Buscó la linterna y miró a ver qué había quedado del
plano.
Después de un rato de descanso, en un baño de lodo -que
aseguran ser ideal para la piel aunque parecía sin más apestoso-, empezamos a
tomar medidas para continuar, porque el sol ya se había puesto y podríamos
tener dificultades para hallar nuestro objetivo en la penumbra.
El plano estaba menos dañado de lo previsto, tan solo
húmedo, y la linterna había soportado el trasiego sin ningún daño.
Buscamos, y encontramos sin dificultad, un lugar donde el
agua fuera suficientemente profunda y cristalina como para un lavado de
emergencia, al que procedimos sentados sobre la tupida vegetación de la orilla,
que de enemiga había pasado a aliada, con las piernas en remojo.
Por turnos, eliminamos el barro adherido a la piel antes de
que se secara, ayudándonos mutuamente cuando se trataba de lugares más
inaccesibles o invisibles para uno mismo, y nos apresuramos a continuar,
siguiendo la orilla, donde la capa vegetal era suficientemente espesa como para
no volver a tomar contacto con el lodo.
No había necesidad de plano por el momento, porque a unos
quince metros de donde nos lavamos se veía una acumulación espesa de
cañaverales, eneas, espadaña, la buda dichosa,... o como quiera que se
llamase, que destacaba por altura sobre el paisaje general del humedal, y que
aparentaba ser nuestro destino.
Justo a tiempo, porque el sol se ocultaba tras las cercanas
lomas que rodeaban el lago, y la luz duraría muy poco ya.
La temperatura resultaba agradable -incluso la del agua,
templada por el sol de todo el día-, y el camino se hacía por momentos más
cómodo.
Cuando llegamos al macizo de altas plantas de ribera,
verificamos su espesura, que no ofrecía resquicio visible a la invasión.
Sin meditarlo mucho -esta chica no escarmienta-, Eugène
adelantó los brazos haciendo gesto de apartar los elásticos tallos, que
cedieron flexibles. Avanzó sobre el hueco negro y desapareció. No aparentó
nervios, duda ni miedo.
Nada más desaparecer, los tallos volvieron a su posición
original, por lo que nadie hubiera sospechado tal posibilidad de avance.
Hice la misma operación, más por pundonor que por
convicción, con el resultado de aparecer sobre piso vegetal, aparentemente
sólido, aunque invisible en el avanzado ocaso.
La zona despejada inmediata era amplia, y sin embargo
resultaba casi totalmente cubierta por la espesa capa de cañas y juncos que se
vencían hacia su centro, y porque el propio claro, por llamarlo de alguna
forma, parecía descender hacia el centro, en forma de ancho cono invertido,
cuyo vértice chato ocupaba el centro geométrico aparente.
Eugène había encendido la linterna e inspeccionaba todo
alrededor, como situándose.
De noche, pensé, y aún de día, el lugar había de ser
invisible desde el exterior, y el sol sólo lo visitaría muy pocos minutos al
día, siendo impenetrable salvo por el pequeño espacio de la cúpula abierto en
su parte superior.
Su forma era casi perfectamente circular, como trazada con un
cordel que hubiera tenido unos tres metros y se hubiera tomado como radio.
El piso, cubierto de una fina capa de musgo, era sólido y
asombrosamente seco.
La disposición de las altas plantas que le servía de linde
sugerían una construcción artificial, perfectamente mimetizada con su medio.
Se trataba, sin duda, de lo que íbamos buscando.
Nos acomodamos en silencio -reclinado yo sobre el codo, a
estilo patricio romano, piernas abrazadas contra su pecho como solía Eugène- a
esperar a que saliera la luna, que sabíamos llena y tardaría como una hora o
algo menos en llegar a su zénit, sobre nuestro refugio.
No sabíamos qué iba a suceder después, pero no podíamos
hacer otra cosa que esperar.
Cada uno de nosotros pareció hundirse en silenciosas
meditaciones, plácidas o melancólicas, de particular y melancólica
intrascendencia, inspiradas por las horas crepusculares.
La noche se presentaba magnífica.
La luz de la luna se insinuaba como un resplandor difuso y
lejano.
Sapos o ranas croaban en la cercanía de la ribera, y de la
ladera del cerro llegaba el canto de los grillos.
No soplaba aire alguno, lo que ponía en evidencia que en un
radio de muchos metros alrededor nuestro no se escuchaba nada. Quizá debido a
nuestra presencia, que no podía haber pasado desapercibida para la fauna local.
Quizá porque el territorio en cuestión estaba vedado de alguna forma a la vida
animal: No parecía que vertebrados o invertebrados tuvieran su refugio cerca,
porque necesariamente se hubieran hecho notar ante nuestra irrupción.
Ello me causo extrañeza, pero no le di importancia, porque
mi capacidad de asombro había decrecido mucho en los últimos tiempos...
Según mi reloj, que parecía haber soportado el remojón sin
daño, faltaban unos cinco o diez minutos para que la luna llena se situara
sobre la vertical de nuestra posición.
Eugène permanecía también en silencio, abrazadas sus
rodillas contra su pecho, inmóvil, con la mirada baja aparentemente perdida,
aunque en realidad yo no podía verlo.
Sin embargo esa postura o estado de ánimo suyo ya me
resultaba familiar, aunque contrastaba curiosamente con la impulsividad que la
regía momentos antes.
Jugué a adivinar que fijaba su vista en un punto del suelo
liso, a unos cincuenta centímetros de su cabeza, sentada como estaba casi en el
borde del círculo, concentrada en su centro.
Un zumbido lejano rompió nuestra concentración.
La suya, supongo, en realidad, porque yo divagaba y tardé en
apreciar por qué ella había levantado bruscamente la cabeza.
Un pitido largo, aviso para un paso a nivel cercano, nos
explicó que se trataba de un tren que se aproximaba por la vía trazada a unos
cincuenta metros de donde estábamos.
El ruido rítmico aumentaba rápidamente en forma
estruendosa.
El tren pasó, pitando aún, por nuestra perpendicular,
haciendo temblar el terreno donde nos apoyábamos, en oleadas rápidas.
Sin disminución de velocidad, en un momento, el estruendo y
el pitido empezaron a alejarse, evidenciando el efecto doppler.
Sin embargo, la vibración del piso parecía mantenerse.
Al mirar hacia Eugène, noté un brillo especial sobre su
pelo, y sobre sus ojos, cuando ella levantó su cara hacia el cielo.
Sus facciones atentas se dibujaron en plata -suaves pómulos,
corta nariz-, bajo la luz de la luna llena, claramente pintada en blancos y
amarillos contra el cielo azul oscuro, cubierto de estrellas.
La luna iluminó el claro. El piso tomó un matiz ceniciento,
mate.
Leves sombras se marcaron un instante, para desaparecer de
inmediato.
Eugène fijó su vista en el centro del círculo, y yo seguí
la dirección de su mirada.
La vibración del piso, que se había confundido con la
provocada por el tren, tenía evidentemente otra causa.
Como en la corrala, reconocí aquella vibración oscilante,
modulada en baja frecuencia.
Esperaba de un momento a otro localizar el foco del proceso,
como ya nos había sucedido, y no me pareció extraño que Eugène, suavemente y
sin ruido, se hubiera aproximado a mí por la espalda, y apretara con suavidad
sus leves senos sobre mi paletilla, contacto que de inmediato produjo una
multiplicación del efecto vibratorio.
Ahora nada rompía el silencio.
La vibración insonora parecía emanar del piso que
ocupábamos, de aquella extraña moqueta de musgo, mientras que el color
ceniciento y mate del vegetal iba tomando una calidad más brillante, al ritmo
de las espasmódicas pulsaciones.
Era evidente que no se trataba del reflejo de la luna, porque
la luz provenía claramente de abajo, fuera de toda lógica.
De hecho, la sombras sobre el rostro de Eugène, antes de
desaparecer a mi espalda, se proyectaban, ahora me percaté, hacia arriba.
Casi de pronto, o al menos yo no aprecié la progresión,
advertí dibujado sobre el piso un rectángulo de luz.
Primero un borde fino.
Poco a poco, la luz del borde se iba propagando hacia su
centro, que coincidía con el centro de la circunferencia, hasta diferenciarse
claramente toda la superficie del rectángulo del resto del tapiz. Poco más de
un metro cuadrado.
He de reconocer que, dada mi experiencia previa, mi
concentración actual era más crítica, toda vez que ciertos efectos y
síntomas no me resultaban desconocidos, y por ello mi descripción puede ser,
hasta este momento, bastante equilibrada, dentro de lo absurdo.
Sin embargo no puedo igualmente responder a partir de lo que
sucedió a continuación, porque no estaba preparado para ello.
De golpe, la oscilación cesó, el brillo desapareció.
La luz de la luna permitía ver tan solo un rectángulo
completamente negro, por contraste con lo que le rodeaba, con la calidad de un
pozo o pasadizo, que emanaba humedad y anunciaba ecos lejanos de ruidos que no
había sido hechos, de palabras que no se habían pronunciado.
Justo delante nuestro, un primer escalón de piedra lisa era
lo único visible de aquella puerta o abertura.
Como con urgencia, Eugène se deshizo del abrazo a que me
venía sometiendo, y se adelantó decidida hacía la boca oscura, desapareciendo
de mi vista en breves instantes.
¡Qué muchacha más impulsiva! No la perdía el
romanticismo...
Su coronilla plateada por la luna desapareció de inmediato.
Miré a mi alrededor, buscando no sabía qué: Ni sonido ni
luz; la luna desaparecía tras las lanceadas espadañas.
Me sumergí en el pozo, resignado otra vez, comprobando que
no era dificultoso ni incómodo, a pesar de la estrechez ¡Menos mal!
El vaho fresco que venía del interior no resultaba del todo
desagradable.
Los peldaños eran lisos, pero no pulidos, lo que evitaba
resbalar, y a los lados las paredes de piedra sin junturas apreciables tenían
un tacto agradable, como si estuvieran cinceladas en roca viva con esmerada
precisión, algo que yo sabía imposible porque la geología del subsuelo del
valle negaba la existencia de tal roca.
La luz de la linterna que llevaba Eugène me precedía unos
metros.
Con esa referencia tuve conciencia de que la escalera giraba
sobre si misma en espiral amplia. Los escalones trapezoidales daban la misma
información, aunque no eran visibles para mí, que en ningún momento, por otro
lado, me sentí inseguro. Curiosa reacción en mí.
El descenso, pronunciado, debió durar varios minutos, lo que
daba a entender una profundidad apreciable.
Por fin la escalera desembocó abruptamente en el lateral de
una galería mucho más amplia que el pasadizo por el que descendimos.
Éste se dibujaba negro a nuestras espaldas en un perfecto
arco de medio punto, sin señales de piedras superpuestas, como si se tratara de
una construcción de hormigón, artificial, aunque al tacto parecía roca
desbastada, sin bordes ni ángulos.
El acceso por el que habíamos bajado se veía estilizado y
estrecho en contraste con la galería en la que nos encontrábamos ahora, que
era bastante más ancha y alta, hasta donde alcanzaba la luz de la linterna,
prolongándose en ambos sentidos sobre una recta de la que no se veía el final
en ninguno de ellos.
Eugène, sobre el centro húmedo de la galería, en
equilibrio levemente inestable, debido a la irregularidad del piso, iluminaba
alternativamente a derecha e izquierda como decidiendo qué sentido tomar.
No había nada a la vista que nos hiciera decidir, salvo la
leve inclinación del piso, que parecía presuponer un hacia arriba y un hacia
abajo.
Eugène intentó sentarse para consultar los planos, pero la
humedad del piso la disuadió.
Tácitamente acordamos el descenso, pensando que era reflejo
de lo que conocíamos de la superficie, si bien el descenso en espiral había
podido alterar nuestra posición relativa en cualquier sentido.
Pero antes de perder de vista el pasadizo, recordé que uno
de los artilugios que habíamos incluido en nuestro equipo de exploración era
una brújula. Se lo recordé a ella, que admitió con desgana mi sugerencia.
Pero tuvo que coincidir conmigo en que era buena idea verificar de esta forma
nuestra orientación.
Lo que realizó en forma rápida, volviendo a señalar el
camino que ya habíamos tomado, como reprochándome la pérdida de tiempo,
aunque yo seguía sin ver por qué tanta prisa...
Bajamos, pues, por la amplia galería.
Evidentemente aquel abovedado era construcción humana,
técnica en cualquier caso, a pesar de que ni una inspección atenta podía
detectar la mampostería, los bloques de piedra o la obra de ladrillos que
formaban el medio cañón, cubierto desde la máxima altura hasta el suelo de
musgo húmedo por las filtraciones salitrosas, porque la conservación resultaba
tan asombrosa en aquel medio que solo mediante una sólida manufactura podría
mantenerse en pie, y ello indicaba claramente su intencionada artificialidad.
Sin embargo, de forma ilógica, le empezaba a presuponer una
antigüedad mayor indudablemente a la de Felipe II, aunque sin una
justificación consciente.
Quizá me lo hizo sospechar la escalera que, aunque de acceso
secreto, me resultaba excesivamente incómoda para ser obra de Juan de Herrera,
aunque por otro lado posee éste realizaciones poco ortodoxas que escapan a la
lógica funcional; quizá echaba de menos una marca o firma que, como buen
cantero "de las arginas", no hubiera dejado de incluir.
Puede que el tiempo hubiera borrado tales marcas.
Yo me seguía inclinando por una mayor edad, pero, como la
idea me inquietaba un poco, dejé pendiente la reflexión por la acción.
Además, Eugène tiraba de mí impaciente.
Las filtraciones del acuífero habían conformado una costra,
mezcla de musgo, salitre y greda, de eterna humedad, con olor característico,
aunque no del todo desagradable, y color verde pantano, grisáceo y brillante,
que destellaba en extraños matices, cambiantes al recibir la luz artificial de
la linterna.
Me pregunté un instante qué clase de especie animal -y de
qué tamaño-, podría encontrar refugio bajo esa costra de musgo o dentro de
aquella asombrosamente amplia galería. Me acordé de los cocodrilos que había
imaginado poco antes, pero de nuevo lo deseché, por conveniencia.
Traté de pensar mejor en otra cosa.
Y no comentarlo con Eugène, aunque pareciera ella siempre
tan valiente. Recordé las presuntas ratas de la corrala, y la instintiva
reacción de Mila y Eugène, por lo que decidí prudentemente callar.
Yo portaba ahora la linterna -que me fue cedida a cambio de
la brújula y ahora me negué a devolver- que alcanzaba no más de un metro por
delante (o por detrás, aunque preferí, no sé por qué, no comprobarlo), y un
plano hipotético que el doctor había realizado, tratando de superponer a los
elementos superficiales conocidos el supuesto curso de la presunta conducción
acuática subterránea de Herrera -o de quien fuera-, y las indicaciones de la
Cámara térmica, al que pensaba añadir el cálculo aproximado del recorrido
que ya habíamos iniciado, con intención de irlo marcando, por lo que también
iba armado de una cera de color distinto a los otros trazados.
La idea era buena, aunque de difícil realización, pero
hacía lo posible por marcar, con poca fe en el resultado.
Mientras nos manteníamos en el centro de la bóveda se
podía andar erguido sin dificultad, y me fui dedicando a enfocar las paredes
con mezcla de interés morboso y leve angustia debida al fuerte olor.
Noté, sin embargo, por la humedad en los pies casi desnudos,
y después al enfocar el suelo que tenía delante, que no era buena idea avanzar
por el centro, porque el agua y el tiempo habían erosionado el piso justo por
allí (¿o era un acanalado intencionado?).
Lo que al principio era estática humedad había ido
aumentando imperceptiblemente en densidad y volumen convirtiéndose en lenta
pero apreciable corriente, haciendo peligroso avanzar en semipenumbra sobre lo
que parecía un alcantarillado que conducía el agua filtrada adelante y hacia
abajo, a una salida o depósito desconocido, formando por fin un lento torrente
delimitado por el musgo, el cieno gredoso y los restos de salitre que rebosaban.
Aunque visualmente accesible, garantizaba un resbalón caso
de elegir esa ruta. (Además, mi habitual descuido sólo alcanzó a recordar la
linterna, la brújula,... y a olvidar cambiar mis sandalias de suela plana y mi
niki de manga corta; notaba frío, los pies mojados, el bajo del pantalón
vaquero chorreando)...
Mientras reflexionaba sobre mi triste sino de explorador
dominguero, no me percaté de que la galería se había ido ampliando, aunque el
aumento del volumen del eco sordo de nuestros chapoteos debiera habérmelo
indicado.
Eugène sí lo había notado. Tomándome por el hombro, me
señalo más adelante.
Yo dejé de mirar hacia el suelo y compadecerme, y pude así
ver un resplandor apagado que procedía de lo que parecía un giro muy cerrado
de la galería hacia la derecha, que ahora se apreciaba en toda su magnitud.
Algo avergonzado de mi prudente actuación hasta el momento,
me adelanté a girar hacia delante.
De inmediato, una gruta amplísima, de la que casi no se
veía el techo, apareció ante nuestros ojos.
Estaba toda iluminada, en un tono apagado, aunque no se veía
la procedencia de la luz, que no alcanzaba, como dije, al techo.
Elevados unos metros sobre su piso como estábamos, semejaba
el salón inmenso de un castillo medieval en el que desembocaban diferentes
puertas y accesos, unas -altas, anchas, ojivales-, a ras del piso, otras -menos
amplias, como la nuestra-, elevadas del piso, pero comunicadas con éste por
anchas escalinatas de piedra, cuyos escalones crecían en semicírculos
concéntricos más amplios en cada escalón.
La forma general parecía vagamente rectangular, aunque no se
apreciaba una clara simetría, al menos desde nuestra posición.
Como el silencio era total y la iluminación sobrada,
empezamos a descender, y nos dirigimos hacia el centro del salón, que por lo
demás parecía vacío, donde una gran construcción de aspecto tecnológico en
alguna forma atraía nuestra atención como único objetivo.
El camino se hizo largo, y la inmensidad de la gruta o salón
nos hacían sentir muy pequeños e indefensos...
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