El doctor, que nos esperaba en el portal de mi apartamento,
fue introducido por Eugène con prisas y sin consideración en el ascensor.
Nada más subir los tres, Eugène -que nos precedía- se
abalanzó sobre mi ordenador mientras simulaba escuchar al doctor, que se sentó
en la única silla, reflexivo.
Menos mal.
Ambos me ignoraban, sin embargo, para no perder la costumbre.
-¡Buda!¡El oriente! –exclamaba Eugène.
-No tiene por qué ser así, por otro lado. Por ejemplo, la
capital de Hungría es la unión de dos ciudades, Buda y Pest, siendo este Buda
de origen traído de oriente a centroeuropa, que también fue musulmana, y que
sigue siendo cruce de caminos entre oriente y occidente.
-Me agradaría esta solución, porque Budapest es un bello
lugar.
-La India, en cambio, es un subcontinente inmenso, en el que
podríamos andar buscando demasiado tiempo, incluso no encontrar la pista
jamás.
-Es por eso que... –nada, ni caso-.
-Sin contar con que Buda no se limita a la India, sino que se
extiende su influjo por archipiélagos y países lejanos, incluidas zonas de la
inmensa China.
-Es la solución más complicada.
-También se puede pensar en un juego de palabras, que no ha
de ser muy complejo, con tan solo cuatro grafos en la combinatoria".
-¿Buscamos en Google?
-Pero yo no voy a ir a ninguna parte –traté de interrumpir
con firmeza su diálogo-.
-Ya –Eugène debió sonreír interiormente. Parecía seria,
sin embargo; más bien poseída. No dejó de repasar las agencias de viajes,
como si no me hubiera escuchado, apurando los megabytes de velocidad de mi
conexión a internet. La de la editorial.
-Aquí hay algo interesante –comentó el doctor, mirando a
la pantalla sobre su hombro-. Es un vuelo desde Heatrow hasta Calcuta, con
escala en El Cairo.
-Yo tengo mucho que hacer aquí –insistí enfadado, como si
hubiera alguien prestándome atención-. Además, necesito el ordenador...
¡Como si eso les fuera a cortar!
-... desde El Cairo, ha de haber algo para Jordania; y es muy
económico, porque cogemos plazas que no se van a utilizar hasta El Cairo.
Leía el doctor, sin mirarme siquiera, sobre el hombro de
Eugène, que tecleaba con energía y velocidad.
-Pero sólo hay dos plazas –se adelantó Eugène.
-Mejor, porque yo no voy –insistí.
¡Como si hablara con la pared!
-Es cierto. Mira éste. Paris Amman. Directo, desde Orly.
-Es algo caro. No importa: Mira las fechas.
-La semana que viene; perdimos el de ayer. No vale. Debemos
salir antes.
-Por mí como si os vais ya mismo –le dije, de pie, las
manos sobre la espalda, a la persiana de la ventana-.
-A ver éste. Stuttgart, Roma, El Cairo. No me gusta el
aeropuerto de Stuttgart. Habría que salir de Roma. Madrid Roma o Madrid Milan
es diario, desde Barajas.
-Yo voy a hacer mi maleta, y me voy para O Grove, que no
tiene aeropuerto, desde Chamartín –le comenté ahora a un taburete vacío.
Las pantallas seguían apareciendo en mi máquina, que sin
duda no estaba acostumbrada a tal trasiego, y quizá se molestara. Deseaba que
el ordenador estallara por el esfuerzo, o le entrara algún virus, o se colgara,
o algo de lo que me sucedía a mí tan a menudo, para que al menos se fueran a
planear sus viajes absurdos a otra parte.
Nada de eso sucedió, sin embargo: El aparato se comportaba
como si siempre hubiera funcionado de aquella forma alocada.
Pensé -una vez que la máquina me había traicionado- en
llenar mi bolsa de deportes y huir a las Rías Bajas de inmediato, como había
amenazado.
Me dirigí al armario, tratando de no escuchar.
-...en dos días estamos en El Cairo, y después a Jordania
otros dos, como máximo...
-¡Aquí hay un charter directo Madrid Amman! Si es verdad lo
que dice, puede resultar: Estaríamos en Petra en dos días. Mira a ver si hay
plazas.
No quise oír más. Me fui a paseo. ¡Era el momento de coger
el toro por los cuernos!
No parecieron percatarse.
Bajé corriendo, cabreado, y tome el camino del Pub, aun
sabiendo que a las doce de la mañana estaría cerrado.
Iba hablando conmigo mismo, pero no sé lo que me decía.
Quizá valoraba la posibilidad de separarme de Eugène ahora,
porque noté un vacío doloroso en el estómago, al entrar en el Albero...
Era un paseo de diez minutos, que me sentaría bien. Un paseillo
desafiante:
¡Que me quieren llevar ahora al quinto pino!¡Y un cuerno!
¡Cojones de pato!, como dice Gema.
¡Antes me cojo el tren, sin equipaje, y me marcho a
Pontevedra!
Además, en Amman estará prohibido el alcohol...
El paseo, por lo demás, estaba resultando agradable: La
primavera se comportaba; los almendros del huerto de las monjas de clausura
maduraban, sobre la tapia. Los pájaros andaban dando la paliza por todas
partes. Los árboles aportaban su sombra ya agradable, aunque tampoco el sol
resultaba todavía agobiante. El cielo era azul cielo, despejado. Habían
regado, el ambiente estaba fresco y el verde predominaba.
La alternativa se auguraba triunfal. El ambiente colorido.
(Ese dolor de estómago, que no se iba...)
Cuando llegara al Pub, como estaría cerrado, elegiría
cualquier terraza cercana para tomar un Martini seco. En su terreno: Este
morlaco de salida tan impulsiva al que yo había recibido a porta gayola,
precisaba ser picado. ¡Que se las entienda con un par de puyazos bien
administrados! En la terraza, leyendo el periódico que podía comprar de
camino.
Mejor un periódico deportivo, el Marca, el As, daba igual,
no me apetecía pensar en problemas. Ya tenía yo...
Efectivamente, el Pub estaba cerrado.
Y en la esquina opuesta, una concurrida terraza. La plaza
estaba repleta, hasta la bandera...
Cogí el Marca del mostrador del kiosko, miré el precio, y
le di al kioskero, que estaba comentando algo con un par de parroquianos, una
moneda. Sin mirarme, me devolvió el cambio. Y los dejé allí, solucionando los
problemas del mundo, fumando sus puros festivos, pensando mientras en mi Martini
en vaso largo. Estudiando, desde la barrera, las evoluciones del astado;
preparando la faena.
¡Petra!¿Dónde pilla eso?...
Cuando me acercaba a una mesa vacía, sonó el móvil. Me
había olvidado de olvidarlo. El bicho se encontraba ahora en ventaja, me tenía
contra las tablas.
Miré alrededor, donde incluso el camarero comprobaba si el
sonido procedía del suyo, hasta que todo el mundo acabó mirándome, porque el
pitidillo me delataba: No tendría ayuda de peones ni monosabios.
Intenté disimular, porque no quería descolgar. Pero el
trapo -la responsabilidad-, estaba en mi mano, y procedía salir con un
trincherazo, ya que era arriesgado el natural:
Sospechaba quién podía ser. Estaba seguro, vamos. De hecho
hacía poco que yo me había habituado al móvil. Y a llevarlo conectado. Desde
que conocía a Eugène, para ser exacto. Antes estaba mejor desconectado; o no
llevarlo, mejor aún.
En este momento lamentaba el cambio de hábito.
Ostensiblemente, ante la mirada de toda la terraza, saqué la
dichosa maquinita, recogí bruscamente la muleta, descolgué y colgué de
inmediato. El trincherazo, en principio, resultó efectivo.
Tomé asiento, mientras estudiaba la forma de apagar el
maldito chisme. Pretendía proteger la muleta del viento traicionero...
No me dio tiempo: Volvió a sonar. El toro me había visto.
Había despertado la curiosidad de mis vecinos de mesa,
expectantes desde la grada, en silencio respetuoso.
El camarero, que se acercaba a atenderme, se paró delante de
mí, sin preguntar por mis deseos: Toda la terraza esperaba que se resolviera el
asunto.
Decidí que era mejor descolgar. Prepararme para el
izquierdazo natural.
Hice seña al camarero de que después, pero no se movió; no
tenía ninguna otra mesa que atender, y le sobraba curiosidad. Mantenía los
trastos de matar preparados, pero no me los dio.
-Diga -¡como si no supiera quién era!- Estoy en ( y nombré
una calle al otro extremo del pueblo; me estaba habituando a mentir de un tiempo
a esta parte. No sé de quién se me habría pegado). Pero la respuesta al
engaño del trapo no había sido la prevista.
-¡No! –contesté- ¡Que no! –elevé la voz, con
intención, al tiempo que me levantaba-.
Todo el mundo estaba ya pendiente de mi accidentada
conversación. La faena pasaba por una fase crítica.
Habían escuchado mi mentira, tan evidente, mi apurada salida
por los medios.
Pero yo había encontrado el botoncillo de apagar. Necesitaba
recuperar el aliento, sacar al bicho de su terreno.
¡Hasta nunca, doctor! –pensé, tomando distancia
imaginariamente, alejándome con chulería.
Me senté, pedí con ceremonia estudiada mi Vermouth,
saludando al tendido sonriente -¡Así se torea!-, desplegué con ruidosa
energía el periódico, lo abrí de forma aleatoria, y me puse a leer
atentamente las declaraciones de un famoso futbolista que negaba toda
posibilidad de traicionar los colores de su camiseta, situadas al lado de una
información más extensa donde se explicaba con detalle cómo se había
producido la transferencia económica de aquel mismo jugador, sonriente en la
foto, haciendo piruetas con un balón sobre la punta de la bota de una conocida
marca especializada en deportivas; capotazos ventajistas que no agradan a los
entendidos, pero qué otra cosa podía hacer ante semejante res.
Mi concentración era tal, que no advertí cómo Eugène y el
doctor tomaban asiento, en silencio, detrás de mi periódico, completamente
desplegado. Me había despistado un instante, y el animal se había arrancado a
mi espalda, aprovechando el adorno poco arriesgado que pretendía dar
satisfacción a una mayoría de la grada.
Creo que algo que hizo el camarero -probablemente atender a
su llamada, un ¡Ehe! desde el tendido-, fue lo que me los hizo notar. Precisaba
una salida hacia la talanquera, recuperar la ventaja desde lugar seguro.
Hacía rato que no leía, ni pasaba la página...
¿Unos diez minutos, quince? Me amenazaba el primer aviso.
Debía apurar la faena, y me dispuse a ello.
Como fuera, allí estaban. Me parapeté tras la barrera.
Pero Eugène –a menudo los toros tiene sobrada energía
como para superar la barrera de un salto- asomó por detrás del periódico,
estrujando hacia abajo por la fuerza la parte superior del cuadernillo, que se
convirtió en una especie de churro sobre mis manos. El público murmuró,
inquieto, mientras los más cercanos a la arena optaban por integrarse en la
grada, lejos del peligro, para contemplar la resolución de la situación.
Ella le pidió al camarero, que se había acercado solícito,
un vermouth seco y un Drambuie con hielo, al tiempo que me arrancaba
definitivamente el periódico de las manos, y lo dejaba caer, sin disimulo, al
suelo. Bonita faena estaba yo haciendo, después de brindar al público:
Mis manos permanecían estúpidamente en el aire, sujetando
la nada, mi faz roja y mi ceño indudablemente fruncido, hasta casi dolerme. Sin
muleta –y sin estoque- no podía entrar a matar. La salida a la arena, ayudado
por el camarero, pero desarmado, puso en evidencia mi torpeza. Sólo podía
correr, huir; esperaba esa, mi única oportunidad. Faena de alivio y pinchazo,
recibiendo.
Ni mi enfado ni mi vergüenza eran simulados. Ni mi estupidez
tampoco.
Opté orgullosamente por bajar lentamente las manos -aunque
seguían mis puños cerrados- hasta la mesa, como defendiendo mi bebida, mi
posición. Mi sobresaliente me facilitó una nueva muleta, añadiendo hielo al
vermouth, y me abandonó a mi suerte, algo compadecido, al apreciar la bravura
del morlaco.
Con mi habitual decisión, seguía pensando qué decir, qué
hacer, con los labios apretados.
Quien habló sin embargo, una vez obtenida su copa, y
mirándola, mientras le daba vueltas lentamente, fue el doctor. El quinqueño se
había fijado en mí, en lugar de atender al trapo; sin duda me había visto, y
se olía el peligro.
Su voz era seria, pero amable.
-Juan, estábamos equivocados.
-¡Claro! –ya no aguanté mas-. ¡Pensaba,... pensabais que
yo iba a abandonar mi refugio...!
-Te debemos una disculpa. Especialmente yo –dijo el
doctor-.
Eugène permanecía silenciosa, pero sus ojos avellana, de
novilla, enfrentaban directamente los míos.
-He actuado con precipitación. Haz el favor de escuchar –
el doctor dijo esto último porque yo estaba a punto de soltar un exabrupto-. Me
he precipitado. En parte porque habéis conectado tan bien vosotros dos –sonrió
a Eugène-, se había vuelto todo tan sencillo, que me dejé llevar por el
entusiasmo.
-¡Yo no voy a ninguna parte! –quise dejar claro. Ahora
tenía a la vista la cruceta del negro zaíno, vencido, olisqueando mi muleta,
en la línea de mi estoque,... de madera. Era el momento de la suerte final.
Debía -ahora o nunca- entrar a matar.
-Nosotros tampoco –dijo por fin Eugène-.
-Ha sido un error mío –admitió levantando al fin la vista
el doctor-: Cuando apareció la clave BUDA, me apresuré a enviarla a Eugène,
sin analizar en profundidad el problema. Pero tu reacción, lógica por otro
lado, me ha abierto los ojos. No conozco en detalle la información que ella te
ha ido dando. No me preocupo de eso, porque me fío de ella.
El único poco fiable era yo, por lo visto. No valía la
disculpa. Tenía enfilado el morrillo, apuntada la espada; bastaba girar los
pies hasta colocarlos en línea y, con decisión, echarme entre los peligrosos
cuernos afilados, para acabar de una vez con aquella ridícula historia.
-El doctor detuvo mi búsqueda frenética –siguió Eugène-
al ver cómo te marchabas. Me preguntó qué habíamos estado haciendo...
Espero que ella no diera detalles. Creo que hay cuestiones
privadas que no le tienen que importar a nadie, pensé. Además, no habían
tenido tiempo...
-Le dije de dónde veníamos –Eugène me miraba seria a los
ojos-. Dónde estábamos al recibir su mensaje...
Indiscreto, parecía...
-Yo estoy convencido de una cuestión básica –interrumpió
el doctor-, que había olvidado. Y es la relación íntima que existe entre
nuestros movimientos y los tuyos; porque estamos tratando con cuestiones
personales, y la persona está por encima de los métodos o la ciencia,... con
que había llegado a una conclusión evidente: Si tú rechazabas de plano el
curso que estaba tomando,... el proyecto,...es porque yo me había equivocado en
algo. Cuando adopté este punto de vista, todo se volvió más claro.
-¡Hombre, me alegro! –quise poner una sonrisa sarcástica,
aunque sé que me sale muy mal.
-La conclusión, para mí, es que aquí, en Aranjuez, donde
estamos, donde tú quieres estar, está necesariamente el foco que buscamos.
Ahora no le entendía, pero callé porque me convenía y
porque al doctor se le notaba reflexivo, como si su cerebro estuviera trabajando
a toda máquina. Eugène también le miraba ahora.
El público, satisfecho con la bravura del toro, más que con
la faena del torero, pareció optar por el perdón. Un mar de pañuelos blancos
pedía el indulto...
-Luego la clave BUDA –ahora hablaba como pensando en voz
alta- debe necesariamente estar relacionada con Aranjuez.
Meditó un rato, en silencio. Ninguno hablaba. Tomó un sorbo
de Drambuie, sonrió y dijo:
-No voy a cometer el mismo fallo. Dadme un poco de tiempo, y
lo resolveré; pero no ahora.
Miró a su alrededor, a los que nos miraban. El bravo animal
había ganado su indulto; el presidente había hecho caso del clamor popular:
Esta tarde nadie saldría herido de la plaza...
-Bonita terraza ¿Dónde vamos a comer? -Y se arrellanó
sobre la silla de anea, mirando al cielo...
-Me ha dicho Eugène que te has interesado por la botánica.
-Bueno, no exactamente –dije, volviendo a meditar sobre
qué más le habría contado-...
-Parece una buena idea. Se me está ocurriendo –hizo amago
de levantarse, pero rectificó, y se volvió a arrellanar, contemplando el
deambular loco de los vencejos-... No. Luego. Después de comer. Buscadme algún
sitio, preferiblemente fuera de la población, en el campo.
-Eso es fácil –dijo Eugène mirándome ahora-. Hemos
explorado varios gangos de la zona, y la mayoría son muy interesantes, aunque
no tanto desde un punto de vista culinario...
-Es igual. Lo importante es el lugar. ¿De acuerdo entonces?
–me miró, y vio que yo asentía resignado.
Meditaba yo ahora sobre el trayecto que sufriríamos de
inmediato en el Golf de Eugène.
-Iremos a Ontígola, un pueblo cercano, a cinco minutos,
donde se siguen usando las cuevas como habitación. He oído que han abierto un
restaurante dentro de una de esas cuevas, fresca en verano y cálida en
invierno. El pueblo está detrás de un embalse que es muy conocido por los
entomólogos, debido a que en sus alrededores viven muchas especies endémicas
de mariposas nocturnas...
-Interesante –dijo el doctor, reflexivo.
Interesante, pensé yo. Sólo cinco minutos de rally...
La tarde había satisfecho al personal, finalmente. No hubo
orejas, y sí un silencio respetuoso; no hubo víctima, por el momento.
Mi estómago se recuperaba
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