Metapocatástasis de Civilización


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FLAVIO COCHO GIL, UN HUMANISTA CIENTÍFICO
por Raúl Gutiérrez Lombardo

Es sabido que la conducta moral tiene que ver con lo que se hace y se dice en aras de lo que es justo, y la conducta ética, muchas veces entendida como sinónimo de la primera, tiene que ver con una pretendida búsqueda del bien. En todo caso, son conceptos muy cercanos y lo más importante, son características exclusivas de la especie humana. Este comportamiento, eminentemente social, se ha estudiado desde muy diversas disciplinas del conocimiento: desde la filosofía en toda su historia, hasta la sociología, la psicología, la antropología, la biología, entre otras.

¿Pero, es realmente posible explicar la conducta moral y/o ética de los seres humanos desde una perspectiva científica?

La pregunta anterior es importante porque a partir de la obra de Charles Darwin (1857)[1] sobre el origen de las especies se sabe que tanto la biología de la especie humana como el ambiente donde vive y ha vivido han influido en su conducta y, al mismo tiempo, esta conducta, en determinados ambientes, ha influido en su biología, como sucede, por cierto, con todas las especies en la naturaleza. Por lo tanto, el viejo debate de enfrentar o separar a la especie humana del ambiente para explicar su conducta, se ha modificado por el de explicarla a través del ambiente, lo que Matt Ridley (2003)[2] llama nature via nurture.

Es un dato digno de hacer notar que la biología ha sido la única ciencia capaz de producir un conocimiento objetivo sobre lo que es la especie humana, no así la sociología, por ejemplo, que teniendo por objeto de estudio precisamente a las sociedades humanas, sólo se ha interesado en consideraciones generales sobre algunos aspectos de la naturaleza humana para tratar de explicar el contenido de la civilización o el significado de la cultura. En dicho intento figuran, ¡faltaría más! la relación entre la moral y el comportamiento, o las diferentes dimensiones del despliegue de la razón. Pero, por desgracia, señala con razón Luis Saavedra (2004)[3], la teoría social se ha deslizado hacia la tendencia a la simplificación que acecha a todo saber, y la sociología se ha ido refugiando en la técnica para huir de las complejidades de la incertidumbre con la vana ilusión de acercarse más así a una pretendida rigurosidad científica. La biología, en cambio, sobre todo a partir del nacimiento de la teoría moderna de la evolución, señala que es el comportamiento moral el que va moldeando al hombre, transformando el salvaje prehumano en ciudadano moderno, y que la diversidad de conductas humanas no es otra cosa que la respuesta a las condiciones del ambiente, tan variadas en los distintos lugares y circunstancias en donde vive y ha vivido la especie humana.

Esta explicación, contenida en el libro Descent of Man (1871)[4] de Darwin, supondría que esa universalidad de la conducta humana no podía ser solamente externa, estaría sujeta al fin y al cabo a la evolución por selección natural, es decir, a lo que ahora se conoce como selección de características producidas por mutación y deriva genética, en donde el patrimonio genético de la especie va cambiando para poder sobrevivir a las presiones del ambiente.

¿Cómo explicar entonces la naturaleza de los valores éticos de los seres humanos desde esta perspectiva?

Sabemos que estos valores tienen que ver con las preferencias de los individuos hacia determinados comportamientos, pero también que esas preferencias se “ajustan” de cierto modo al mundo real, al ambiente, e incluso “concuerdan” con éste.

Dicho ajuste se realiza de tal modo, ha dicho Gerhard Vollmer (1983)[5], que puedan ser satisfechas las necesidades existenciales de un organismo en general, y del ser humano en particular, es decir, este ajuste ha de ser adecuado para la supervivencia, y esto último no es otra cosa que un proceso adaptativo, expresado en términos de su eficacia biológica.

Las más importantes respuestas sustentadas en principios naturalistas a la pregunta sobre cómo evolucionó el comportamiento moral en los seres humanos, se desarrollaron a partir de la segunda mitad del siglo veinte apoyadas en la explicación del fenómeno del altruismo en diferentes especies de animales, el cual sucede en fenómenos llamados de adaptación en grupos.

Cela y Ayala, en su libro Senderos de la evolución humana (2001)[6] apuntan que Wynne-Edwards (1962)[7] se planteó la existencia, en algunos pájaros, de ciertos mecanismos eficaces para evitar la sobrexplotación de sus hábitats. La forma de lograrlo consistiría en una autolimitación de las capacidades reproductivas. Es decir, estos individuos, que viven en grupo y se rigen por mecanismos sociales, pueden informarse acerca de las características de su entorno y actuar en consecuencia. A esta teoría se le ha objetado porque dicha estrategia de miembros altruistas en un grupo, llamada teoría de la selección de grupo, puede ser muy eficaz para mantener saludable al grupo, pero a la larga, según Maynard Smith y Price (1973)[8] no es una estrategia evolutivamente estable, porque si en ese grupo aparece un individuo egoísta que no quiere cooperar con el grupo, con el tiempo los descendientes del egoísta serán mayoría, a menos que los individuos que cooperan se organicen para que eso no suceda.

Posteriormente, la Teoría de Hamilton (1963)[9] de la selección de genes, cambió la unidad de selección ya no por la de selección individual o la de selección de grupo sino, como su nombre lo indica, por la selección de genes, midiendo la eficacia biológica en términos de la presencia de un alelo en el pool genético de la población, como es el caso de las abejas, teoría que llamó de la selección de parentesco.

Pero estos autores se plantean la pregunta:¿se trata del mismo fenómeno del altruismo cuando hablamos de pájaros o de insectos y de seres humanos? Sobre este problema, Elliot Sober (1988)[10] ha dicho que la diferencia esencial que existe entre el altruismo vernáculo y el altruismo evolutivo o genético es que en el primero se necesita de una mente para actuar, mientras que en el segundo basta con un comportamiento instintivo.

Entonces, la verdadera cuestión, de acuerdo con Cela y Ayala, es saber si la evolución de la moral en los seres humanos ha sido doble, es decir:

1. ¿Hasta qué punto, en la conducta altruista de los seres humanos actuales cabe identificar ciertos rasgos heredados en forma de altruismo genético?, y

2. ¿En qué medida se puede identificar la presencia de una conducta altruista, más allá del altruismo genético en nuestros antecesores?

La respuesta hasta el momento, dicen estos autores, es, por necesidad, especulativa, pero desde Darwin, hasta los neodarwinistas y los etólogos como Konrad Lorenz (1963)[11], encontramos en el altruismo moral ciertos aspectos compartidos con el altruismo genético, como es el papel adaptativo de la conducta moral. Sobre este punto es importante destacar el descubrimiento de Lorenz, de que en este proceso evolutivo se crean lazos afectivos entre los integrantes de los grupos humanos para resolver el problema de superviviencia que causó la fabricación de armas muy eficaces para matar, una conducta agresiva tan alta al menos como la de cualquier primate y sobre todo, la ausencia de señales inhibidoras de la agresividad.

Cela y Ayala señalan que una combinación de habilidades manuales y un grado muy elevado de altruismo biológico, capaz de fundamentar grupos familiares basados en la división del trabajo y la conducta cooperativa, así como la fabricación de herramientas, debieron suponer una presión selectiva intensa sobre el aumento de la complejidad cerebral, que a su vez debió incluir necesariamente el control del altruismo por medio de tradiciones culturales que significarían el paso hacia una conducta ética en el sentido que toma en la actualidad.

Bruno Estañol, autor junto con Eduardo Césarman de varios trabajos sobre filosofía de las ciencias de la vida (2004)[12], como muchos otros científicos evolucionistas, recalca que el ser humano tiene una naturaleza biológica y una naturaleza cultural. Su naturaleza biológica es el producto de la evolución biológica de millones de años y es claramente visible en la conducta del hombre moderno, y que dicha naturaleza biológica está almacenada en su genoma. La naturaleza cultural es el resultado de la adquisición y almacenamiento de información extrabiológica hecha posible gracias al desarrollo de la técnica, especialmente la agricultura, al desarrollo del lenguaje y luego de la escritura, y que dicha información cultural está almacenada en los libros (y ahora en las bases de datos de los ordenadores). Sin embargo, subraya, dicho desarrollo cultural es el producto de una actividad biológica: la actividad del cerebro; por lo tanto, existe una relación dialéctica entre las naturalezas biológica y cultural de los seres humanos.

Lo anterior indica que muchas formas de comportamiento humano siguen siendo plenamente biológicas a las que la cultura ha tratado de suavizar o atenuar, como son los instintos sexuales y la agresividad, es decir, que no somos completamente biológicos ni completamente culturales.

Pero Estañol apunta y, diría yo, con razón suficiente, que uno de los problemas, si no es que el principal problema, derivado de esta relación dialéctica, es que la cultura no ha sido totalmente exitosa en la disminución o en el control de los impulsos agresivos de los seres humanos. Esto es: el hombre es todavía un animal semidomesticado o, diría yo, semicivilizado, pues seguimos siendo animales sin señales apropiadas de inhibición de nuestra agresividad innata.

Y luego afirma algo muy preocupante: Esta relación entre la biología y la cultura es una relación a la que la ciencia tiende a dar más valor al factor genético que al factor cultural. La lucha entre natura y cultura se inclina, pues, a favor de la primera. Es verdad, apunta Estañol, que el crecimiento tecnológico y científico ha sido extraordinario, pero se pregunta: ¿ha sido igualmente extraordinario el crecimiento moral del animal humano? Los logros del cerebro humano son impresionantes. Sin embargo, el principal problema del Homo sapiens sigue siendo su incapacidad para controlar su agresividad. La evolución cultural no ha llevado necesariamente a una evolución moral exitosa de los seres humanos; la cultura no ha podido contrarrestar a la agresión como un fenómeno biológico derivado de la interdependencia energética de las diversas especies y de la necesidad de matar a otros seres vivos para alimentarse. No está todavía claro si otros fenómenos biológicos incluyan a la pulsión de apoderamiento y la misma jerarquización del poder, pero la violencia, su consecuencia, siempre ha sido ejercida desde una posición de poder, sea ésta física, psicológica, económica, tecnológica, militar o política. El ser humano ha utilizado todos los recursos científicos y tecnológicos que ha logrado gracias a su evolución cultural para la guerra, la agresión y la destrucción. El Homo sapiens, pues, no ha podido convertirse en Homo ethicus o en un animal moral.

Todo lo anteriormente expuesto lo he hecho para darle un contexto teórico a lo que otro científico evolucionista de nombre Flavio Cocho Gil, físico, matemático, biólogo, antropólogo, sociólogo y politólogo, dice, entre muchas otras cosas en la segunda parte —“Lucha por el cambio de civilización”— del presente libro Metapocatástasis de civilización, que intento prologar con estas líneas. De esta vasta obra de reflexión metacientífica me interesa destacar las reflexiones que Flavio hace sobre el origen y evolución de la civilización desde un punto de vista, diría yo, humanista y científico.

Este autor fuera de serie argumenta que la realidad, que no es otra cosa que la totalidad de lo que existe, es el hecho más global y más concreto en el que la humanidad está sumergida. Y cito un fragmento de su libro (página 26) que me parece muy interesante:

La realidad posee fundamentalmente cuatro polos: nuestro yo físico y biológico, pues de no existir eso toda discusión está de más; nuestro yo psicológico, que es en donde anidan nuestras ilusiones, ideas y todo aquello que solemos llamar conciencia, sin la que la humanidad no existiría como tal, y en donde estamos todos nosotros colectivamente viviendo en relación mutua, a lo que llamamos sociedad; y ¡en fin!, la naturaleza, ahí comprendida desde lo minúsculo hasta el entero universo, aquí incluso debería recalcarse que si bien sin la naturaleza no podemos existir, ella sí que puede hacerlo sin nosotros, si la humanidad terminara suicidándose en el altar de los innumerables egoísmos que hoy la agobian.

Ahora bien, podríamos preguntarnos: ¿a qué vino todo este rollo para hablar de un solo párrafo del libro?

Respondo: porque es obvio, como apunta el autor, que esos cuatro polos de la realidad interaccionan mutuamente de formas diversas; se trata de una relación dialéctica, que en su conjunto constituye lo que llamamos civilización. La civilización, entendida así, comprende entonces muchas cosas: el cómo lo biológico de cada ser humano condiciona su estado de conciencia y es a su vez condicionado; el cómo el ser biológico o su conciencia, o incluso ambos al mismo tiempo, influyen en la sociedad y viceversa. Y, por supuesto, la cultura, al no ser algo ajeno a la civilización, también resulta parte de ella, al mismo tiempo que las diversas interacciones que pueden existir en las diferentes partes constitutivas de la realidad.

Entendida así la civilización, Flavio se pregunta: ¿qué característica estructural necesita para hacer posible su existencia y desarrollo y no su crisis y degradación? Esta característica, afirma, es la democracia. Sin embargo, existe un problema muy grande, pues la democracia tiene muchos significados.

Por analogía con la lingüística, Flavio define a la civilización como el sujeto y a la democracia como el predicado de esta oración. Es decir, la democracia es el atributo que la hace posible evitando así su extinción. Desgraciadamente, apunta, más que poner ejemplos de lo anterior, lo único que tenemos a la vista son contraejemplos, pues el predicado que hoy lleva la civilización se llama violencia y por lo mismo hay crisis de civilización. Todas las interacciones contemporáneas entre las partes que hemos dicho que constituyen la realidad son violentas.

El problema, señala, es que etimológicamente sabemos que democracia es “autoridad del pueblo”. Pero en el Diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares (1981)[13], resulta que para la palabra “pueblo” hay 87 sinónimos, mientras que la palabra “autoridad” tiene 197. Entonces, para definir democracia tenemos, al menos, 87 x 197 alternativas, que dan la cantidad de 17 139 posibilidades. Tal vez sea por eso que la demagogia puede permitirse el lujo de hablar de democracia sin que nadie la entienda o diga nada.

Como el fragmento que escogí para hablar de este libro hay otros muchos que invitan al lector a adentrarse en la reflexión de problemas filosóficos y científicos de mucha actualidad o, para ser más exacto, de los problemas filosóficos y científicos de siempre.


NOTAS

[1]. Darwin, Ch. (1857), El origen de las especies por selección natural, Serval, Madrid, 1988.

[2]. Ridley, M. (2003), Qué nos hace humanos, Taurus, Madrid, pp. 363.

[3]. Saavedra, L. (2004), “Egoísmo y altruismo en la formación de la conciencia social moderna”. Sociológica, num. 5, oct. 2004.

[4]. Darwin, Ch. (1871), The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, Edaf, Madrid, 1972.

[5]. Lorenz, K. y F. Wuketits (1983), Mesocosmos y conocimiento objetivo: sobre los problemas que resuelve la gnoseología evolutiva, citado por Ursúa, N. (1993), Cerebro y conocimiento: un enfoque evolucionista, Anthropos, Barcelona.

[6]. Cela-Conde C. y F.J. Ayala (2001), Senderos de la evolución humana, Alianza, Madrid, pp. 517-532.

[7]. Wynne-Edwards, V. (1962), Animal Dispersion in Relation to Social Behavior, Oliver and Boyd, Edimburgo.

[8]. Maynard Smith, J. y G. Price (1973), “The Logic of Animal Conglict”. Nature, 246:15-18.

[9]. Hamilton, W. (1963), “The Evolution of Altruistic Behavior”. American Naturalist, 97:354-356.

[10]. Sober, E. (1988), “What is Evolutionary Altruism?”. Canadian Journal of Philosophy Supp., 14:75-99.

[11]. Lorenz, K. (1963), Sobre la agresión. El pretendido mal, Siglo XXI, México, 1971.

[12]. Estañol, B. (2004), “The Dilema of Human Nature: The Biological and Cultural Evolution of Mankind”. Ludus Vitalis, vol. XII, n° 22, 2004.

[13]. Casares, J. (1981), Diccionario ideológico de la lengua española, G. Gili, Barcelona.



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oximoron, marzo 2008
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