Metapocatástasis de Civilización


* Metapocatástasis de Civilización

Reseñas
* Seminario de Cultura Mexicana
José Luis Gutiérrez
Libros

- La Revolución Francesa y sus Falsificaciones
- Tópicos Eclécticos
- Crítica a los Críticos
- Biografía de un Psicópata

Artículos

- La Revolución Cultural y la enseñanza e investigación en las ciencias naturales

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- Sembravientos

Presentación del libro en el Seminario de Cultura Mexicana
por José Luis Gutiérrez[*]

Ciudad de México, a 18 de agosto de 2005.

Agradezco a los organizadores la invitación a participar en esta mesa. Me es particularmente honroso compartirla, desde luego, con Flavio Cocho y con quienes eran directores de Ciencias y de Filosofía y Letras de la UNAM durante las respectivas épocas en que fui estudiante en cada una de esas beneméritas facultades. En la primera, en 1972, conocí al autor de la obra cuya presentación nos congrega en este recinto.

Metapocatástasis de civilización es un libro múltiple, heterogéneo, divertido a ratos, ameno siempre, inquietante e iconoclasta. Muchos otros adjetivos le vendrían bien y yo quiero hacer aquí un ejercicio de reseña impresionista, como la calificaría, quizá frunciendo con disgusto el adusto ceño, alguno de mis maestros de crítica literaria.

Al buscar la impresión más poderosa que la lectura del libro me produjo, recordé el juicio de José Gaos sobre el Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz: el poema, dejó escrito el insigne filósofo transterrado, pertenece “a la historia de las ideas en México” y recordé vagamente los primeros versos -la descripción bélica y astronómica de la noche en la tierra, en guerra con la luz- de la más extensa silva escrita, a imitación de Góngora, en esta margen de la mar océano:

Piramidal, funesta de la tierra
nacida sombra, al cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las estrellas;
si bien sus luces bellas
esemptas siempre, siempre rutilantes,
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimaba
la pavorosa sombra fugitiva
burlaban tan distantes,
que su atezado ceño
al superior convexo aún no llegaba
del orbe de la diosa
que tres veces hermosa
con tres hermosos rostros ser ostenta;
quedando sólo dueño
del aire que empañaba
con el aliento denso que exhalaba.

Y supuse que la extraña asociación entre esta Metapocatástasis, tan del siglo XXI mexicano y universal y la poesía de la insigne jerónima novohispana había acudido a mí no sólo por el ánimo, manifiesto en ambas obras, de plasmar una visión del mundo, una forma especial de tratar de comprenderlo en su totalidad, contemplativo para Sor Juana, transformador para Fray Flavio, perdón, para Flavio (él sabrá perdonar el lapsus).

Probablemente, el otro motivo que me ha llevado a relacionar el Sueño con esta propuesta de “reunir los pedazos de la civilización para ir más allá y recomponerla de manera mejor” tenga que ver con el emblema. Enseguida me explico.

En la interpretación de Octavio Paz, el Sueño es una alegoría de la anábasis, el desprendimiento del alma de sus ataduras terrenales para elevarse a la altura del pantócrator, de quien todo lo puede y todo lo ve y comprender no sólo el mundo sublunar en que moramos sino las esferas superiores y el universo entero como lo concebían los estudiosos del XVII.

Según Paz, la “sombra piramidal” cuyos “vanos obeliscos encaminan la punta hacia las estrellas”, es la proyección onírica de la pirámide --elemento ubicuo en los emblemas pertenecientes a la tradición del pensamiento hermético a la que eran proclives jesuitas tan insignes como Athanasius Kirchner (1601-1680), cargados de símbolos trascendentes y sobre los cuales, en particular los padres de la Compañía de Jesús, habían elaborado tan doctas como arduas disquisiciones-- que serviría al espíritu de escala y camino inicial para su ascenso.

¿Y la Metapocatástasis? Allá voy. El hombre de Vitruvio de la portada, ese famosísimo dibujo de Leonardo, puede verse como un emblema renacentista del humanismo; de esa gran corriente que enervó el pensamiento europeo tras el redescubrimiento de la Antigüedad grecorromana –a cuyas fuentes recurre Flavio una y otra vez a lo largo de su libro-- y cuyo brote poderoso en la Italia del Cuatrocento puede interpretarse como el tránsito de la civilización occidental hacia la madurez, hacia el fin de su infancia: el ser humano como medida de sí mismo y, por ello, de todas las cosas; el Hommo sapiens sapiens separado para siempre de la tutela de Dios, confiado en sus propias capacidades para conocer y transformar el mundo. Confianza sobre la cual el racionalismo produciría la Ilustración, la mecánica clásica y la Declaración de los Derechos del Hombre, atisbos esperanzadores de un futuro próspero y feliz.

Desgajado, roto, hecho añicos como lo ha dibujado Manuel Cocho Ursini en la portada del libro de su padre, el hombre de Vitruvio en pedacitos deviene emblema de la inmensa decepción de los seres humanos del siglo XX, de su pesimismo incurable, del miedo al futuro en que vivimos porque, al perderse o pervertirse el vínculo humanista, raíz y fruto de la razón, ésta, como en el capricho de Goya, se echó a dormir y produjo monstruos o, para decirlo con un término de prosapia literaria, soñó (y parió) esperpentos.

Sí. Don Ramón María del Valle-Inclán habría reconocido en los vástagos de la civilización occidental a esas creaturas dolientes, idiotas o deformes que pueblan su Tirano Banderas, su Luces de Bohemia y su Divinas Palabras y hasta es probable concluir que esas desgracias (las de ambos tipos de drama esperpéntico, el literario y el histórico) sólo podrían decirse en castellano rudo y directo, en el de los españoles que gritan desde el fondo de un pozo, el de Flavio cuando conversa con nosotros y que tan bien ha trasladado a su libro.

¿Y la estrella? Esa estrella de cinco puntas. Indudablemente idéntica a la que llevaban en el gorro de piel los soldados del Ejército Rojo y se halla -todavía y tal vez a despecho de sus actuales dirigentes-- en la bandera y el escudo de armas de la República Popular China. Esa estrella es, a su vez, el elemento reunificador, el signo de la esperanza, sobre la cual recae todo el peso de la preposición meta del primer vocablo en el título del libro. Si algo puede volver a unir e ir más allá, si algo puede superar las lacras actuales de la civilización son los valores, intrínsecamente humanistas –a despecho de sus múltiples detractores- del comunismo. Flavio lo explica así:

... Desde que el mono humano anda erguido e inventó lo que él mismo llamó civilización para justificar la avaricia respecto de los bienes materiales para apropiárselos individualmente, sin importar las mil violencias que todo ello costara –¡lágrimas y sufrimientos para los muchos!-- nada anda bien. Y los remedios son, o bien crear un mundo utópico desarrollado en donde la apropiación individual ya no exista, o bien retroceder al estado natural de origen... extremos, a la manera de un Moro o un Rousseau que, finalmente, se toman de la mano... Y sólo entonces nacería un ser humano nuevo, lleno de virtudes éticas y altos ideales existenciales, nacimiento que no puede ser hijo de “parches y reajustes morales convenientes”, sino de una ruptura con el presente que sigue siendo como el de ayer.

Y, casi a gritos, Flavio nos enfrenta con una verdad oculta u olvidada:

Lector, ¡el verdadero humanismo, desde sus orígenes renacentistas, siempre fue eso! De alguna manera se podría decir que [el humanismo] fue luchar por la felicidad de todos los seres humanos, al margen de su condición social y bienes materiales buscando la tolerancia, pero siendo intolerantes con la intolerancia.

Aunque a mí me hubiera gustado más sustituir esa noción de la tolerancia por el respeto al otro, al que no tengo que “tolerar” porque nadie debería asumirse como dispensador benevolente de permisos para los otros, no hay lugar a dudas: el comunismo, si es, es humanista: el humanismo, si ha de ser, será comunista. La claridad de Flavio es meridiana (y valiente, si se la ve enmedio de una derecha ensoberbecida y tantos comunistas arrepentidos) y Manuel, su hijo, lo ha interpretado perfecta y puntualmente.

Además del respeto al otro, a los otros, a sus saberes y cosmovisiones, el humanismo de la metapocatástasis de civilización implica cuidar la casa, plantar cara a la devastación imperial del mundo, evitar el sentirnos ajenos a la naturaleza –como si los seres humanos no estuviésemos hechos del mismo polvo de estrellas que el resto de los seres vivos en el planeta-- y hacernos responsables los unos de los otros porque, lejos del individualismo rampante, de la codicia, la rapiña y la ganancia financiera... hoy, en el mundo, no habrá salvación si no es con todos.

Por eso importa, además, atender al programa para la ciencia de nuestros días, delineado por Flavio e indispensable para la metapocatástasis y, asimismo, importa tender bien los puentes, trazar correctamente los canales donde la savia del humanismo fluya entre las múltiples culturas de quienes asuman la tarea de reconstituir, con ánimo plenamente renovador, la civilización rota.

He aquí otra de mis impresiones: no he podido, durante la lectura del libro de Flavio, dejar de pensar en los místicos del primer Siglo de Oro. Ha de ser, me he dicho, por su castellano rotundo y sobrio como aquél, un tanto desaliñado, con el que la Santa de Ávila adoctrinaba a sus pupilas.

Pero no, el motivo es más profundo: en la Metapocatástasis hay (aunque parezca oxímoron) una mística revolucionaria y marxista, un fondo que recuerda las epopeyas con las que nuestros padres educaron a muchos en la esperanza de un mundo más justo y más feliz. Hay, en el libro, reminiscencias de ¡Ay Carmela!, de Comandante Líster, de Larga Marcha, Batalla de Stalingrado y Asalto al Cuartel Moncada. Un fondo, digo, de compromiso y de lucha. De comunismo en el buen sentido de la palabra. Por eso, sobre todo, es agradecible este libro. Por eso, además de todos los adjetivos que ya le he adjudicado, puedo llamarlo pródigo y generoso.

Conocí a Flavio una luminosa mañana de la primavera de 1972. Buscaba yo a un maestro que compartía con él y con otros profesores de carrera de la Facultad de Ciencias, un galerón lleno de escritorios y de cajas, encima de la biblioteca del viejo edificio que simulaba a Quetzalcóatl a la mitad del campus de la Ciudad Universitaria. Habitaba ahí un grupo de aguerridos y heroicos biólogos con una imponente colección de víboras. Esa mañana, algunas serpientes se habían escapado de sus jaulas y Flavio estaba, nuevo Simeón el Estilita, trepado de pie en una silla para evitar cualquier contacto con los ejemplares del herpetario. “Busca a los biólogos para que encierren a esos reptiles inmundos”, me dijo. Desde entonces, Flavio no ha dejado de sorprenderme. Muchas gracias.

NOTA

[*]Profesor de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y de la Facultad de Ciencias de la UNAM


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oximoron, marzo 2008
seminario autónomo
[teoría de redes y sistemas complejos]

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