Sabes lo que siento por ti, Augusta. Nunca hemos hablado mucho de sentimientos. Te amo muchísimo y tu me amas, por lo que has de saber la verdad. Está en esta carta. La verdad
es que esta es la más horrenda de las luchas en una situación desesperada. Miseria, hambre, frío, renuncia, duda, desesperación y una muerte horrible. No te diré más. Tampoco te hablé de ello en mi despedida y no hay nada más sobre esto en mis cartas. Cuando estábamos juntos (y también me refiero a mis cartas) eramos marido y mujer, y la desagradable guerra, de cualquier modo necesaria, era una fea compañía de nuestras vidas. Pero la verdad es la certeza de que lo que he escrito más arriba no es una queja ni un lamento sino una relacíon objetiva de los hechos.

No puedo renunciar a mi parte de culpa en todo esto. Pero es en una proporción de 1 a 70 millones. La proporción es pequeña, pero está ahí.
Nunca pensaría en evadir mi responsabilidad, me digo a mi mismo que entregando mi vida he pagado mi deuda. Las cuestiones de honor no admiten discusión..

Augusta, en la hora en que has de ser fuerte, también has de hacer esto: Ni te enfades ni sufras demasiado por mi ausencia. No estoy asustado, únicamente triste por no poder sacar mayor provecho de mi valor que morir por esta causa inútil, por no decir criminal. Ya conoces el lema familiar de los Von H's: "Culpa reconocida, culpa expiada". No me olvides demasiado deprisa.

 

En Estalingrado, cuestionarse a Dios significa renunciar a Él. Querido padre, debo decírselo, y estoy doblemente arrepentido por ello. Usted me sacó adelante, no tuve madre, y siempre mantuvo a Dios ante mis ojos y mi corazón. Y yo reitero doblemente mis palabras, pues van a ser las últimas. Después de ellas no voy a poder pronunciar otras que puedan remediarlas o disculparlas. Usted es sacerdote, padre. En la última carta que uno escribe, únicamente dice la verdad o lo que cree que es la verdad. He buscado a Dios en cada crater de obús, en cada casa destruida, en cada esquina, entre mis camaradas cuando estoy en mi trinchera, y en el cielo. Dios no se mostró cuando mi corazón le gritaba. Las casas fueron destruidas. Mis camaradas fueron tan valientes o cobardes como yo. La ira y el asesinato estaban en la tierra. Bombas y fuego caían del cielo. Pero Dios no estaba ahí. No, padre, Dios no existe. Se lo escribo otra vez, y sé que es terrible, y que no puedo remediarlo. Y si después de todo hubiera un Dios, sólo estaría con usted, en los libros de himnos y oraciones, en los consejos piadosos de sacerdotes y pastores, en el tañir de las campanas y en el olor a incienso. Pero no en Estalingrado.

arriba

 

Portada

Carta 1

Carta 2

Carta 3

Carta 4

Carta 5

Historia

Hosted by www.Geocities.ws

1