música y textos

 

 

Textos

 

*   Efecto Coriolis y otros poemas acróbatas

Poemas escritos entre
1994 y 2000

 

La Razón en Carnada canciones y otros textículos (selección)

Poemas y textos escritos entre
1990 y 1997

 

*   Otros:

hombre y tabaco

Postal desde la tierra prometida

La pluma y el ábaco

Requiem por un Beatle

Presentación de “Yanasacha – La pared norte” de Alfredo Noriega.

Hold On, John! 25 años son nada

Trazom, superstar

Del amor, los campos de fresas para siempre y los verdaderos cuatro fantásticos

¿Y cómo entender este rollo del jazz?

 


hombre y tabaco

 

Uno aspira y aspira; se infla; luego suelta el bocanazo y el humo no se eleva, sino se sostiene náufrago en el aire; se enremolina; baja; se cuela por entre las piernas de las mujeres; se bifurca; una rama cruza el túnel en busca de nuevas empresas, la otra escala a profundidades inimaginables. Pero las mujeres no son tontas, condición evidente en su empecinado esfuerzo por querer parecerlo: han venido preparadas como bien se debe, con medias nylon reforzadas a causa y a pesar del General Invierno que ya lanza sus guiñitos, que se cuelga trapecista de los oídos y, disimulado alquimista, los convierte en helados repollos de vidrio y cartón.  Ni bien terminas de pensar en ello, ocurre el total acabóse:  te alcanza un zumbido que te perfora la calavera, ha nacido de las grietas que parcelan la plaza, te ha escalado entero.  Ya lo demás es previsible:  al saberte presa de la disgregación -cuántas veces la esperaste-, compruebas que es inútil resistirse; tus moléculas se excitan como pezones de quinceañera y casi quieren perderse y separarse con una euforia que desquiciaría a los mismos físicos, más aún, a los músicos; vibras.  Entonces, llega el turno de las metamorfosis:  convertirte en humo, en estela abriendo los brazos; besar en las mejillas a un niño que corre perseguido por su sombra y su bufanda; cantar una nota aguda al oído de una muchacha concentrada en dibujar una catedral, descentrarla; compartir el vuelo de las palomas, confeti militar a contrapelo -¿cómo es que no se estrellan, cómo?-; mirarte reflejado y de cabeza en la cuchara junto a un tipo de piedra y arrugado; ser olor, entrar a golpes por las fosas, resbalar por la pituitaria y escapar entre los dientes de una dama encopetada; curiosear; intentar traspasar la funda plástica, tesoro secreto, del viejo vagabundo que frente al Hôtel de Ville; barrer el lomo de un león verde; disgregarte un poco más; tomar altura; superar la tropósfera con la esperanza de llegar al otro lado del océano, a una recámara donde una mujer relee cartas mientras ríe y llora al mismo tiempo y desliza una mano por la cabellera y las mejillas de fuego zanahoria.  Del olor, pasar a ser calor, pelo y rabo de cometa, remolino huidizo; dividirte en partículas cada vez más diminutas, por única ocasión complacerte en existir en más un espacio simultáneamente, como algunos dioses hindúes; atravesar los límites del tiempo, ese otro tabaco; acariciar la última succión mientras contemplas la plaza por última vez: una multitud que se apiña en torno a tus ropas caídas y vacías, a las cenizas sobre una banca de madera, a un libro desplomado, letra inerte con una fotografía en medio -belleza de funda plástica-, a la hojarasca que con el viento, gritos y desorden y estupor y gente chocando.  Escuchar, por fin, la aspiración de tu último fragmento hacia el incomprensible pulmón del cielo, del cosmos roncando panza arriba.

Luxemburgo, diciembre de 1997.


Postal desde la tierra prometida

Bastaría darte cuenta que estas fotos de Quito nunca fueron tomadas en Quito para viajar como este auditorio castizo y darte de bruces contra el suelo al descubrir que eres tu propio antípoda.

Bastaría cortarte la cabeza en el momento oportuno para que Tim Burton te haga en seguida un filme y Francis Ford Coppola gane beneficios y sin siquiera pisar el set: tiene los derechos sobre el guión.  Ya no se es paredro ni de uno mismo.  La geografía, definitavemente, no ayuda.

De un lado, el internet regala nomadismo al sedentario; el teléfono móvil, sedentarismo al nómada.  Luego, sólo el apocalipsis, hacer una parrillada con la oveja Dolly, reinventar los bestiarios, incinerar las postales.  Y acentuar los pactos de silencio.

Como en líneas de un libreto, de vez en cuando pausa y mirar todos al mismo tiempo, al mismo objetivo, lo mismo da si atentado etarra o brotes xenófobos o Conde Lecchio en TV, si cenizas en Quito o cinco presidentes en un día y más cirios a Mariana de Jesús.  Break is over.

Celebraciones, sí.  A vuelo de pájaro, aniversarios de Magritte, Brecht, Borges, Hemingway, Humphrey Bogart, Dalí, Buñuel, Sartre, Nietszche, cada año nueva lista ("À maquiller la démone, elle pâlit", Éluard ataca siempre de madrugada).  Papel, a la imprenta; afiches, a la calle; más afiches, sobre los anteriores; trovadores, a la plaza; los quince minutos de fama, lo siento, demasiado tiempo, dejémoslos en cinco; Almodóvar, al Oscar; Maradona, a Cuba; Pauline, tu lugar es la playa.  Haga click y cuélguese.

"El sistema puede caer", Chiapas, Tomo IV, páginas 209 y 210 en Espasa.  ¿O en Larousse?  Da igual, toda la información a su alcance.  Sí, Conrad sólo bebía agua.  Luego, la Tercera Vía, olvídese de Marx y, si no puede, mejor visite Tréveris.  Y córtese la barba y rápese la cabeza.  Las cejas, todavía no.  Tatuajes y piercing, facultativos.  Como las negociaciones de paz.

Declaraciones, claro.  La cerveza: "Il n'y a que ça de vrai!"; el tabaco: "por el 0,7% de la deuda de los países pobres"; una socióloga chicana: "maid in the U.S.A."

El mundo se globaliza, florecen los localismos.  A edificar el siglo XXI sobre pastiches y muletillas, la filosofía de coctel, exorcismos de dos por tres, terrorismo light, buensamaritanismo de ocasión.  Mucha demagogia, como ésta.  Y alemanes en Mallorca y negros acosados sexualmente en Estocolmo.

Todo está visto, escrito, pintado, pensado.  No se esfuerce.  Modern times, Metropolis, A Clockwork Orange, 1984 y Brand New World, juegos de niños, consolidamos la prehistoria del futuro.  El rock ha envejecido, Mafalda ha envejecido.  Y el postmodernismo, Sabina y Louise Bourgeois.  Y los mapas, los códigos de barras, el Papa, el AZT, el MTV y el efecto 2000.  Y los productos que reducen arrugas y líneas de expresión en elevados porcentajes, etcétera.  Consuma y no estorbe.

Bono, de U2, escribe para Le Monde, haría tambalear a Regis Debray en ranking de lectores.  Seis chicos exhiben sus vidas en hereandnow.net.  Casi no interesa.  Otros lo hacen en Big Brother en diversas cadenas televisivas europeas.  Eso sí interesa.  Ser voyeurs-acróbatas, legado de Buster Keaton.  Ser aves migratorias.  "Nos divertimos en primavera y en invierno nos queremos morir", Charly dixit.

La factory de Warhol se expone y no fabrica.  El arte no imita nada.  La vida, menos.  Requiem por los grandes nombres.  Y por los pequeños.

Del otro lado, la esperanza de viuda, el temor de silla coja, la alegría de sonámbulo, jugar de visitante en tu propio campo, infinitos doppelgänger.

De ambos lados, las mudanzas, la aquiescencia del agua tibia, un eterno Velázquez pintado por Van Gogh.

Las bisagras mienten una vez de cada dos.

 

Madrid, febrero de 2000.

 


La pluma y el ábaco


"Poseen el arte de la imprenta, como los chinos,
desde tiempo inmemorial, pero sus bibliotecas
no son muy grandes. La del rey, considerada
como la mayor, no sobrepasa los mil volúmenes(...)"
JONATHAN SWIFT, Los Viajes de Gulliver

¡Lectores y escritores del mundo: temblad en vuestras madrigueras!

Corolario de un coloquio sobre la industria editorial: cada mes, España atiborra las vitrinas que ofrecen papel impreso con 6500 grosso modo títulos en cuanto a literatura *.  ¡78000 títulos anuales!  Se excluyen guías, catálogos y todo material que diste lo bastante de lo que se acepta como ficción, poesía, ensayo y teatro (fuente: registro del ISBN, se resta el último número del de hace un mes, tan simple como leer el contador de agua o de luz).

Tras semejante revelación no puedo evitar caer en la tentación de los cálculos: supongamos un común mortal que se permita el lujo de adquirir y devorar un libro por semana.  Al año, este individuo habrá leído 52 libros.  Redondeemos a 50, aún siendo optimistas.  Obtendremos una cifra de unos 500 libros por década, lo que de los 20 a los 60 años (definamos un intervalo de vida lectora activa y provechosa) da como resultado unos 2000 libros leídos.  ¡Ni la tercera parte de lo que se llega a publicar en un mes!

Antes de caer en una depresión considerable, pues constato que en la vida no he llegado a leer como Dios manda ni dos centenas de libros (fotocopiados, inclus), intento encontrar fallos en este sofisma:  por un lado, el dato refiere a reediciones y reimpresiones, además que abarca desde cuentos infantiles hasta best-sellers inconmesurables pasando por el policial de bolsillo** ; por el otro, y en defensa de mi imaginario consumidor de libros, tendemos al hábito de releer textos predilectos y, en el mejor de los casos, a no pasar del primer capítulo en muchos otros.  Se me dirá que se lee distinto novela que relatos que poesía que teatro y eso afectará en la fluctuación del número de obras leídas en un determinado intervalo temporal.  Aún así, por más sobrehumano esfuerzo que invierta, la cifra de libros que olímpicamente leeré hasta el final de mi vida rondará por esos 2000, más o menos.

Por un minuto envidio a más no poder a esos príncipes renacentistas cuya biblioteca más extensa no superaba los 100 volúmenes.  Y que seguramente ejercían el mismo rol que muchas bibliotecas, pianos de cola y cuadros de Christo o Arman en las salas de los aristócratas de nuestro tiempo:  mera decoración y posibilidad de impresionar a las visitas.  Así que esas vastas bibliotecas de las películas de ambiente gótico, pues nones.  Así que las bibliotecas eternas de Borges, pues bien ubicadas allí, en el dominio de la ficción.  De súbito, recuerdo que nuestra cultura occidental moderna se basa en un puñado de obras (p.e. la tragedia, tan sólo en 28 obras que sobrevivieron a la cultura griega antigua) y que los concursos de libro leído se siguen basando en los mismos títulos recomendados por las enciclopedias.

La Biblioteca de Alejandría ardió, la Inquisición ganó por puntos a Gutemberg y éste, por obra y gracia del mercado, al tiempo.  Ahora se proponen los libros electrónicos, sin necesidad siquiera de papel y tinta (pero dirigidos a quién, se globaliza el recurso, no el consumo; mucho menos, el interés o la inicativa a la lectura).  Pero los hábitos de lectura son un verdadero misterio, el ámbito de lectura de unos puede yuxtaponerse al de otros.  Alivio.  Tal vez no es tan malo que se publique tanto.  Me veo forzado a escoger.

"De estos 6500 títulos, llegan a reseñarse en algún medio, local o nacional, hasta 600", reza otro corolario de la charla.  Es decir, cada mes, 600 obras (cifra ilusioriamente más manejable) entran con ventaja a la carrera por la distribución y venta.  En unos casos, por mérito o concurso; en otros, por apadrinazgo o campaña publicitaria; en algunos, se cuelan sin razón aparente y como resultado de fuerzas esotéricas que llegan a definir la moda, los gustos y las costumbres.  Y al mes siguiente, serán otros 600 los elegidos cuyos nombres empapelarán las paredes citadinas o saldrán en televisión o serán por lo menos mencionados en algún periódico o revista.  Unos enriquecerán a distribuidores y engordarán capitales extranjeros.  Otros causarán la ruina de algún editor, de algún librero de esquina y de algún autor que caerán en cumplimiento del deber y dedicarán sus esfuerzos por sobrevivir dentro de otras ramas del mercado laboral.  Neodarwinismo neoliberal:  el mercado es para los peces grandes***.  Quedan atrás esos tiempos en que Henri Michaux o Pablo Neruda, antes de ser célebres, se permitían el lujo de imprimir ediciones de 10 ó 20 ejemplares para afectuosamente repartirlos entre sus acólitos, sin crítico ni editor de bandera, sin pensar si tenían o no lectores potenciales o en posible cheque al final de proyecto.  Ahora que han muerto, esas mismas obras son best-sellers y un original se revaloriza como verdadera pieza de coleccionista (de exquisitez y distinción, en términos de Bourdieu).

Preguntas de examen:  ¿cuánto creo en los críticos?, ¿hasta qué punto son responsables del éxito o fracaso de un escritor, o de que opte por un libro?  No lo sé.  A estas alturas del artículo y de la vida, leo y desleo la crítica pendularmente y sin darle mucho mérito.  Prefiero recordar que hubo un Rimbaud, que hubo un Kafka.  Nuevo alivio.

Último alivio de la tarde:  terminada la sesión, me reintegro al caos hormingueante de la ciudad.  Me detengo a escuchar a un cuentacuentos callejero y recibo más placer que si leyera toda la Biblioteca del Congreso Americano.  La literatura sobrevive, no importa cuál es su soporte o si sólo la oferta y la demanda.  Tenemos tradición oral y las recomendaciones de los amigos, aún hay espacio para las iniciaciones, para la necesidad de lentitud entre tanta fugacidad.

Levanto la mirada:  en frente, una estatua de Cibeles.  Cibeles, las tierras fértiles, la vida pródiga.  La lectura es un azar y un acto de fe.  Como la escritura.

Al diablo los cálculos, las madrigueras.

 

Madrid, febrero de 2000.

*El mercado editorial hispanoamericano, a cargo esencialmente de México y Argentina, no llega a tanto, lanza a los cuatro vientos 10000 titulares al año. Se excluyen las reimpresiones de obras españolas y las traducciones. (Fuente: GARCÍA CANCLINI, NÉSTOR. La Globalización Imaginada. Barcelona, Paidós, 1999, p151.)

**Aún así, el número de literatura virgen que se gesta en la industria editorial española rodea los 5000 títulos mensuales. (Fuente: Íbid.)

*** Vale recordar que los grupos editoriales latinoamericanos importantes han sido absorbidos por grupos editoriales nortemericanos, canadienses o españoles y, en el común de los casos, con el fin de distribuir sus productos más que con el de promover las publicaciones nativas. A su vez, los grupos editoriales españoles han sido absorbidos por oligopolios ingleses, franceses y alemanes. En este segundo caso, por lo menos aún hay una relación de dos vías. Dos vías que tarde o temprano convergen en una al dirigir la mirada hacia los mercados extra-primermundistas. (Fuente: Op.cit, p152ss.)


Requiem por un Beatle


Cuando el segundo de un grupo de cuatro muere, y cuando ese grupo de cuatro constituye el giro más grande de la cultura de un siglo, más de una generación sentimos la imperdonable desazón del tiempo, quisiéramos que la frase idealista de Miguel Ríos ,"los viejos rockeros nunca mueren", fuera más que una frase, que el flower power no haya conocido su otoño sin dejar nueva simiente, que París '68, Dylan, Woodstock, Charly, Chiapas no se conviertan en pasado cuando surgieron tan cargados de futuro.

Olvidaremos de momento tu vocación de dandy, el juicio por plagio por tu más conocido hit solista, la poco convincente espiritualidad hindú que pregonabas y los enredos rosa con Patty (pobre muchacha, no entendió el misterio que describías en Something) y, mucho más interesante, tu relación de amistad-odio-hermandad con Eric, el slowhand, al fin y al cabo los unía y separaba algo más que la pasión por las seis cuerdas, después de todo él era zurdo y tú diestro y algo tendría que ver.

Recordaremos, mejor, el sampling en Taxman, la frescura de If I needed someone (canción por la que entré al Beatles subterráneo, sino anunciado en las noches en la Cavern, a ese Beatles larva incontrolable y lírico tras derruír su primordial yeyé), la guitarra precursoramente radical en Old Brown Shoe, el trance en Within You Withou You o The Inner Light, la presentación en sociedad de Ravi Shankar (con sitar, tablas y vedas incluídos) a través tuyo, las causas por Bangladesh y más preocupantes menesteres, que cuando te escuchamos en Only a Northern Song sabemos que Kurt Cobain sólo te plagiaba inconscientemente (habrías pagado tu karma de darte cuenta), el magistral concierto en Japón, lleno de esperanza y renacer y solísimos de guitarras y teclados. Ahora debes reír un poco, irónicamente, con lo de Afganistán y etcétera.

Personalmente te agradezco, sobre todo, Electronic Sound, cuando aún eras beatle y sin embargo tan Varèsse o Stockhausen, tan presagio del mejor Hendrix o de King Crimson, más adelantado que el más ultramoderno de los post-postmodernos; ese disco (que dura solamente casi una hora y solamente con dos piezas, por aquello de cuánto soporta un acetato), una clase magistral de comunión sonora y arquitectura del silencio. Ni John Cage, palabra (pero ¿eso es música?, se preguntan anodina e insulsamente los amantes del corsé, del 2+2 es 4, de esas otras tablas, las de salvación).

Así lo vivimos y te sabíamos próximo, while your guitar gently weeped, George.

Entra al cielo por esa puerta que viste al anunciarnos pletórico Here comes the sun, en medio de polirritmias para dummies (los dummies éramos o seguimos siendo nosotros), aún recuerdo el asombro que causó leer la primera partitura digna de tu tema y así descubrir que los 4/4 pueden convivir con los 3/4 y los 7/8 sin siquiera enterarnos y que la polirritmia pedante de los profesores de música puede ser tan asimilable como lo ha sido desde siempre en los cantos más antiguos de esta humanidad.

Por ahora, espéranos, que también iremos a ver cómo vas, si no uno de estos días, en 20 o en 40 o en 60 años. Por ahora, seguro que John te recibe con los brazos abiertos y el sarcasmo relumbrante, como diciéndote: "Llevo casi veintiún años esperando un punteo preciso y alguien que me haga los coros."

Madrid, 30 de noviembre de 2001.

N.B. de 2005:  Jorge Espinosa, gran artista y amigo, gran fan de Harrison y, encima, su tocayo, me ha hecho caer en cuenta un despiste en el texto anterior y es que Clapton no es zurdo, no sé por qué tenía en mente que así lo fuera.  En todo caso he decidido dejar el error en el texto, por su funcionalidad, antes que por su veracidad, no sin antes reconocer la involuntaria equivocación.  Gracias Jorge y gracias George.

 


Presentación de “Yanasacha – La pared norte” de Alfredo Noriega.
Alianza Francesa, 20 de octubre de 2005

 

El poeta pela la piel del mundo, la acaricia entre los dedos, siente el soplo dentro de sí, siente el llamado de la Palabra, se entrega.  El poema nace.

He aquí, amigos míos, que a Alfredo Noriega le han nacido hijos, regocijaos, ¡evohé, evohé!

He aquí, amigos míos, que el olor de tinta impresa nos convoca, nos ceremonia.

He aquí, amigos míos, que volvemos a hablar de poesía.  Y hablar de poesía, como hablar de cualquier otra de las actividades verdaderamente valiosas en nuestras efímeras y vanidosas existencias, es hablar de dignidad.  En este caso, de la dignidad de merecer la Palabra.  No en vano, Noriega es conocido como “Alfa”, algo de predestinación hubo desde siempre en su nombre.

 

(...) Si hablaría, sería de la literatura común, un sustituto, un por defecto, una excusa.  Cómo me sucede que haya empleado la palabra “terrible”, cuando no se me ha puesto la carne de gallina.   Cómo he empleado la expresión “morir de hambre”, cuando no he llegado a robar de las alacenas.  Cómo hablé de locura, antes de haber intentado mirar el infinito a través del ojo de la cerradura.  Cómo hablé de muerte, antes de haber sentido en mi lengua el sabor salado de lo irreparable.  Cómo algunos hablan de pureza, y siempre se han considerado como superiores al cerdo doméstico.  Cómo algunos hablan de libertad, y adoran y entrelazan sus cadenas.  Cómo algunos hablan de amor, y no aman más que la sombra de sí mismos.  O de sacrificio, y no se cortarían por nada el más pequeño dedo.  O de conocimiento, y se disfrazan a sus propios ojos (...).

(René Daumal, La Guerre Sainte.)

 

Dignidad, decía.  Difícil tarea de la de armar mosaicos con esas teselas aparentemente inofensivas que son las palabras.  Porque el objetivo poético de ellas no es el conocimiento, sino la reminiscencia.  Y ésta requiere el salto, sin red por supuesto, a la experiencia vital.

 

Noriega inicia su texto afirmándose a partir de lo otro (hay tanta noche en esta noche dice Noriega en Encuentro y hay mucho Borges en esta sopa, en las venas de estos textos), de eso que Daumal llamaba el Contra-mundo y emprende la búsqueda, en consecuencia, de su Contra-cielo.  Define, o intenta definir su identidad.  Pero en sí, ¿lo quiere lograr, interesa el éxito o el fracaso de esta empresa?, ¿importa el objetivo per se?, ¿o basta buscar al menos una posición, una situación, la definición, más bien, de las topografías?  Para el exilado, y Alfredo Noriega lo es por voluntad propia, este proceso de parralaje dotará de un signo particular no solamente a su obra, sino a su existencia.  Existo, ya no en cuanto mis huesos, mis nervios, mi carné de identidad; existo en cuanto soy agente y actor, afecto y me afectan los espacios, los tiempos, las gentes y sus acciones, ya no solamente al nivel doméstico de la vida prosaica y consuetudinaria del lugar de origen, sino ante ese repollo en constante apertura que constituye el mundo ancho (y ajeno, completa el gusanito de las referencias), plagado de esos bichitos coloridos que somos sus habitantes.  Esta disposición determinará los constantes procesos de arraigo y desarraigo, a ambos lados del mar, de las vidas paralelas y yuxtapuestas:  aujord’hui il faut parler français, mañana, castellano, subíndice ecuatoriano.  No hace falta ser Pessoa para saberse fragmentado (me ha venido Pessoa a la cabeza, y pessoa en castellano es persona y persona, etimológicamente quiere decir máscara).  El vaivén espacial me determina como un constatador, un enumerador, un encargado de inventarios y bitácoras.  Si no hubieran mis ojos,/Las palabras serían un ejercicio sentencia Noriega en Una travesía.

En el otro eje, se ubica la variable del tiempo:  se vuelven recurrentes la nostalgia de la Edad de Oro personal, los tesoros de la infancia, la casa en la calle Río Frío (cuyo nombre se vuelve un signo vital), las vacaciones en Playas, las primeras iniciaciones, la mitología local llena de sus Césares Francos, Guayasamines y Xavieres Andrades, etc., el quiebre del exilio, la iconografía de ultramar, llena de afectos anónimos, de encuentros y desencuentros anónimos, ajenos a nuestro marco referencial (y está bien, por eso del derecho al intimismo), de otra cotidianidad que adquiere relevancia a ojos del cronista foráneo, ergo, los viajes (las exploraciones), las referencias cosmopolitas y cosmogónicas (de Pasolini, Artaud y Arrabal –patafísica­ forever!- a las sabidurías precolombinas, bereberes, de Medio Oriente), finalmente, la constante del sentido de hogar, de tantearlo en estos universos y, sin embargo, la casa, los hijos.

Otra variable fundamental, es la del misterio de la creación, el Noriega-demiurgo, escritor de cuentos, novelas y poemas.  Eso que Cortázar definía como ser el naipe y la mano que lo reparte.  La dualidad de unas palabras que parten de ser vida (sustancia) a ser imaginario (accidente) y se entrelazan en una filigrana cada vez más inseparable.  Y, querida hormiguita sin antenas, ahí te quiero ver.

 

(...)Miro mis manos, tienen marcadas

El dolor de las nieves eternas,

Las huellas de Dios, su tacto cruzando.

(Alfredo Noriega, Yanasacha)

 

Yanasacha, refiero.  El texto que da nombre al conjunto.  A estas alturas del partido, sabemos que no es gratuita la opción.  Yanasacha, una pared en el volcán nevado.  Y la imagen del hombre frente a la montaña nos devuelve a una olvidada humildad, nos invita a una espeluznante consciencia.  Y sacamos otra imagen de debajo de la manga:  la que nos da el I-Ching en el hexagrama 33, la montaña debajo del Cielo.  Siempre el zoom eterno, los fractales que se cuelan hasta en las medias.  Pues sí, Las huellas de Dios, su tacto cruzando.

Yanasacha Cotopaxi, Yanasacha Olimpo, Yanasacha Sinaí, Yanasacha Himalayas, Yanasacha Kilimanjaro, Yanasacha Monte Fuji.  El Hombre (esta vez con mayúsculas), frente a la montaña iniciática, el canal místico que une lo terrenal y lo celeste.  Sobre la influencia de este elemento en los estados poéticos se han referido ya bastante Eliade, Daumal (de nuevo) y Noriega (el otro, Ramiro).

Yanasacha, la pared norte del Cotopaxi, la que aún mantiene su hielo, su agua.  Como si escapara del desierto que se come a la otra.  Pero el misterio de la vida de los glaciares, de su constante regeneración.

 

No pretendo alabar ni criticar estos poemas.  Ya son textos grandes, creciditos, que sabrán defenderse solos.  Emitir juicios, si así lo quieren, les corresponde a ustedes, señores.  Y señoras, por supuesto.  Una cosa es cacarear y otra poner el huevo, nos recuerda el iluminado Girondo, y tanta sabiduría inspira, por lo menos, respeto.  Y ya que estamos con referencias granjeras y avícolas, quisiera recordar esa imagen del gallo que creía que el sol se levantaba gracias al poder de su canto (Daumal, Poèsie noire, poèsie blanche).  El poeta real es un bípedo de otra naturaleza.

 

La poesía es sabor, no, saber, dicen los que saben (paradoja).  Noriega se deja oír con una voz renovadora en la tradición lírica (tal vez demasiado lírica) de nuestro país.  Es una voz abierta, que ha recorrido kilometraje y ha adquirido voltaje.  Frente al tono cronista, algo crudo y desesperanzado de su texto anterior De que nada se sabe, en La pared norte, seguimos conservando ese estado de incertidumbre, pero desde una perspectiva más íntima, donde las palabras se desgranan a ritmo dulce, cadencioso, casi formando letanías que te llevan de la mano a través de los textos, donde se dejan escanciar, dan vueltas por el paladar, por la mente, donde de vez en cuando se agarran de alguna vértebra en el espinazo.

La pelota del poema cae en nuestro lado del campo, c’est à nous, alors!  Como invitaba al principio de estas líneas, un poeta pela la piel del mundo, al igual que la de una naranja, se expone y se entrega, el poema nace, ¡regocijémonos, que a Alfredo Noriega le han nacido hijos!

 

Por lo demás, Alfredo Noriega, La pared norte – Yanasacha, Black Ryder, a su alcance por un puñado de dólares, los dejo con el autor, que es un ser mucho más simpático que el fabricador de discursos inútiles a cargo de este proemio, sí, imagino que luego habrá coctel, vete cuervo a fecundar tu cuerva, esas cositas.

Quito, octubre de 2005.


Hold On, John! 25 años son nada

Y ahí llegó Lennon hablando de amor,
Qué pasa en la Tierra que el Cielo cada vez es más chico.

Fito Páez, Del 63

 

De dónde viniste así, navegante celestial
De dónde te vino eso, suicida espiritual,
Hasta dónde alcanzarás, sembrador de soledad

Hugo Idrovo, Recuerda a Lennon

 

 Imagino una carpa de gitanos, donde una bruja de las de feria elucubra su esfera de cristal, frente a un muchacho apático y despreocupado, con un rostro desdeñoso e indolente.  Digamos que este chico es John Winston Lennon, huérfano, estudiante de arte, tiene fama de borracho, insolente, buscapleitos, apasionado por esa música enloquecedora que dan en llamar rock’n’roll y por las faldas, no es el tipo de chico que quisiéramos por yerno, más bien se acerca a lo que no dudaríamos en llamar un imbécil cualquiera.  Imagino que esta bruja creería que seguramente su bola vaticinadora ha decidido volverse loca, pocos años después habría pensado en una interferencia de telecomunicaciones o algo así (estamos situando esta escena en Liverpool, 1956, el Sputnik no se había lanzado, siquiera), pero, lo que es seguro, es que tras ver el futuro del gamberro que tiene al frente se plantearía de nuevo su carrera, cerraría el quiosco, abandonaría la fe (o, en el peor de los casos, adquiriría alguna), le daría unos peniques al chico y le diría “por qué no te quedas más bien quietecito, cómprate alguna golosina y no hables con nadie, menos si se llama Paul, Brian o Yoko”.  Porque lo más seguro es que si se decide a contar la vorágine de hechos que ha visto para su vida y su destino, el muchacho largaría una carcajada de incredulidad, robaría algún artefacto del bazar y se iría a recorrer las calles portuarias o a pasar la tarde en el cementerio de Strawberry Fields, olvidando, sobre todo, la parte de “quédate quietecito”.

No seremos lo bastante ingenuos como para aclarar que este episodio nunca sucedió, aunque habría sido bonito si (nunca se sabe, aún hay gente que cree todo lo que lee en las revistas o lo que ve en diosa televisión).  Ya se hablado y escrito demasiado sobre la historia, casi leyenda, de Lennon: Liverpool, la tía Mimi, los Quarrymen, Tony Sheridan, por fin, los Beatles, noches de locura en Hamburgo, Brian Epstein, Londres, Ringo por Best, George Martin, yeah-yeah-yeah, flequillos y botas de cuero, Rubber Soul, Revolver, las giras por el estudio de grabación, Cynthia Lennon (ergo, Julian Lennon), la India, LSD y pelo largo, Sgt. Pepper’s, Yoko Ono (ergo, chao Cynthia), Apple y concierto en el tejado de Abbey Road, chao Beatles, Imagine all the people, Give peace a chance, refugio en New York, causas pacifistas y terapias de primal scream, fin de semana (de año y medio) perdido en California, Phil Spector, Sean Lennon, persecución de la CIA y el FBI, Dakota Building, Mark Chapman, 8 de diciembre del ’80, una generación entera llorando más triste que Vallejo cuando escribió “ese no puede ser sido”.

El Lennon que nos interesa, a quienes nos interesa, es siempre el Lennon personal, de bolsillo, el que nos ha seducido y fascinado, el que odiamos y amamos por turnos, el rebelde, el contradictorio, el exhibicionista, el intimista, el vanguardista, el clásico.  En fin, el Lennon misterio, el Lennon enigma, sencillo y complejo como las verdades básicas, como el instinto.

Como toda buena relación amorosa, la pasión por Lennon empezó, más bien, por animadversión.  Odiaba la primera época de los Beatles.  Me chocaba el espíritu ye-yé.  Estudiaba música, en un extremo Bach, en el otro, Stravinsky y los Beatles de la época de la serie animada de la BBC me parecían, sencillamente, insufribles, no pertenecían al universo serio de la música.  Mucho tiempo después, y no frente al pelotón de fusilamiento, la relectura de esa música y el colocarla en contexto me abrirían los poros hacia la gigantesca estatura que tenía (y tiene). Entender que discos como Abbey Road o Revolver son geniales es, relativamente, fácil.  Lo difícil era ver que habían sido desarrollados a partir de esas primeras sencillas canciones (¿sencillas?  en la época, cualquier cosa que no sonara a Cole Porter o, siendo modernísimos, a Elvis Presley, era ciencia ficción), mediante un aceleradísimo proceso creativo, prolífico y valiente, realizado por músicos cuya intuición, experimentación y voluntad pudieron más que el escepticismo y el pesimismo del orden mundial tras la Segunda Guerra.  Luego, mejor abrir la ventana a la alegría.

El idilio con Lennon pasó a su segunda etapa:  en principio te cae mal por su descarado vitalismo, por atreverse a divertirse con lo que hace, sin mayor profundidad ni pretensión que disfrutar de los gritos de las gruppies y sentirse idolatrado; luego, te detienes un poco, porque a este frívolo se le ocurre decirte, de pronto, cosas que te rompen el alma y, al igual que en las relaciones amorosas, caes ante el encanto de sus particulares lisonjas.  Hablo de la época del disco Help!, en adelante.  Canciones como Help!, Nowhere man, Tomorrow never knows, I’m the walrus, Because, por mostrar diferentes registros del espectro, te hermanan con este tipo como uno, solo en medio de todos, ya no todo es tan ye-yé y es el inicióse de la avalancha.  Al igual que con la influencia de la música de Elvis para reinventarla en su propia obra, Lennon supo aprovechar el encuentro y las palabras de ese muchacho irreverente y hermosamente poético que conoció en New York, un tal Bob Dylan que, aparte de dejarle el gusto por la marihuana, supo inyectarle el gusanito de la conciencia:  si vas a hablar, por lo menos di cosas que valgan la pena.  De ahí, a llegar a canciones como God o Working Class Hero, falta aún tiempo y vida y madurez, pero, después de todo, antes de los 30 años, Lennon ya dejó una huella que define nuevas posturas sociales, culturales y, no es superficial decirlo, filosóficas.

Luego de las palabras, los hechos: te enteras que era un tipo radical, que se encara a las mentiras que exige el comportamiento políticamente correcto y las instituciones (“los de las primeras filas sacudan sus joyas, los demás pueden aplaudir”, devolver la condecoración del Imperio Británico, “somos más populares que Cristo”), que se viste como se viste, lleva el pelo como lleva, escribe lo que escribe, utiliza su condición de celebridad para algo más que hacer dinero y ganar publicidad, hace de su vida su vida y, encima, está orgulloso de todo eso y le importa un bledo lo que piensen los demás al respecto...  Un tipo así es el héroe de cualquiera.  Alguien que te toca en donde no sabes que te pueden tocar, que se atreve a cambiarte la vida, a sembrar, gana el combate por puntos.  Sin contar, si nos ponemos técnicos, con los hallazgos conceptuales a nivel musical, de sonido, de experimentación rítmica y melódica, en fin, que el muchacho nunca se quedó quietecito.  Después de haber peleado un buen tiempo contra el canto de sirenas de la obra lennoniana, tuve que admitirlo:  lo amaba (como pueden ver, sucede igual que en nuestras telenovelas cotidianas).

Odiaba amarlo, porque John Lennon no era un santo ni una lumbrera, no cantaba bien ni tocaba excepcionalmente, su vida doméstica tuvo muchos bemoles (contrariamente a sus armonías) y tenía un carácter de perros.  Probabilísticamente, tenía todas las de perder, no entendía por qué la fascinación, por qué la trascendencia que tuvo / tiene.  Lennon, ahora, tendría que haber sido gringo, por lo menos, para lograr un mínimo de lo que logró.  ¿De dónde, entonces, su éxito y su permanencia?  De que, sencillamente, mostraba que era humano, demasiado humano, que es lo que las personas esperamos ver reflejado en nuestros artistas, nuestros mitos, nuestros guías e incluso, a veces, frente al espejo.  Estuvo en el momento justo, en los lugares justos, con los medios justos, supo decir eso que siempre quisimos decir y no pudimos o no sabíamos cómo y, finalmente, se murió (lo mataron) a tiempo.

Simplemente, sin Lennon no tendríamos lo que nos dejan Yes o Genesis o Rubén Blades o Charly García o Pat Metheny o Hugo Idrovo, por mencionar poquísimos.  Sin Lennon, no existiría Mafalda.  Sin Lennon, no tendría vínculo con la mayoría de amigos y colegas actuales, en muchos tiempos y muchas geografías.  Sin Lennon, habría sucumbido al así sea del 95% de la música basura que circula en el ambiente (la estadística no es mía, cito a Sting, otro fan de Lennon,  en una entrevista reciente), no llevaría el cabello largo (no connotaría una actitud) ni sentiría esa complicidad amistosa que se da al ver a alguien usando quevedos y como cantando en la mente “I don’t wanna be a soldier, mamma, I don’t wanna die”.  Sin Lennon, estaría quietecito.  Y sin embargo, en 1970, él ya había constatado: “Todo sigue igual, salvo que algunos chicos llevan el pelo largo”. El idealista sabía que el entorno no cambia así como así, pero que se puede afectar la conciencia individual si así se quiere.  Sobre estos tiempos en que cualquier canción de Lennon sigue vigente (la mujer sigue siendo el nigger del mundo, la guerra puede acabar si queremos, nadie te quiere si estás abajo y afuera, seguimos imaginando un mundo más decente, seguimos jugando guerrillas mentales, esperando el karma  instantáneo, seguimos mirando pasar las ruedas), igualmente, vaticinó:  “es igual, pero diferente”.

Lennon nos recuerda constantemente la fuerza del amor (del real love, that is all you need).  Gracias a él, y a otros como él, aún puedo creer que la buena voluntad y la bondad tienen más poder que la farsa y la fantochería de las miserias y entelequias cotidianas.  Aun, escribiendo estas líneas en Quito y nuevo siglo.  La sombra de Lennon todavía se extiende, afortunadamente, gracias y a pesar de esa nueva forma de inmortalidad que dan los medios.  Al fin y al cabo, 25 años, incluso 65, fueron ayer, tan sólo, y no todo el mundo se da el lujo de cambiar la Historia alguna vez en la vida.  O, por lo menos, una vida alguna vez en la Historia.

 

Quito, diciembre de 2005.


Trazom, superstar

 

“¿Qué es la felicidad?”, le preguntaron una vez a Albert Einstein, a lo que el físico respondió:  “Es lo que siento tras escuchar Mozart durante algún tiempo seguido”.  Por otra parte, el pianista Arthur Schabel afirmaba que las piezas de Mozart “son tan sencillas para los niños y tan complicadas para los artistas”.  Con lo que se parecen, horrorosamente, a la felicidad.

El imaginario colectivo siempre asociará al compositor austríaco con la sardónica carcajada de Tom Hulce en el filme Amadeus de Milos Forman, después de todo, vivimos en una sociedad iconográfica; mejor, leer el libro en que se basó, Mozart y Salieri, de Aleksandr Pushkin, y que dio lugar a la obra homónima de Einstein (¿Albert?, no; esta vez, Alfred, primo del anterior y, quizás, el mejor estudioso de Mozart de todos los tiempos).  La imagen exageradamente extravagante y pueril de Mozart, en el filme evocado, chirría un poco.  Tampoco le veo como el artista patético encerrado en su estudio confrontando su fatum.  Fue eso y más, los seres humanos tenemos la tendencia a ser múltiples.  Le imagino como un hombre del mundo cuando hay que estar en él (vivió como cortesano y, luego, de su oficio de músico por encargo, dando conciertos y clases) y de sí mismo cuando cierra la puerta de calle e intenta encontrarse a sí mismo en la música y en la mística.  Me da la sensación de que era un hombre triste, pero alegre.

El Mozart niño prodigio, oído absoluto, atracción de feria, en las giras organizadas por su padre Leopold, me parte el alma.  Leopold, que era un gran músico, tuvo que sufrir la humillación de verse superado con creces por el talento de su propio hijo.  Colloredo, príncipe y arzobispo de Salzburgo, tuvo que tragarse el orgullo ante el desdén y los desaires de su protegido favorito.  Constanze, mujer del compositor, debió haber llevado una vida doméstica tirada de los pelos: el matrimonio fue arreglado a conveniencia, ella se encargaba de la economía del hogar, trabajaba como cantante para su marido, cuidaba los dos hijos sobrevivientes de los seis que tuvieron y no le debía ser nada fácil convivir con alguien a quien, simplemente, no podía comprender, al punto que tras el deceso de su marido hizo trizas su máscara mortuoria, para no tener que volver a ver ese rostro.  Y, sin embargo, todos los protagonistas de la vida de Mozart le perdonaron todo, por lo que de su talento emanaba:  felicidad.  Y, sin embargo, cuenta la leyenda, el gran músico murió solo, enfermo y abandonado, fue enterrado en una fosa común, con dos amigos y un perro como únicos asistentes.

Johannes Chrysostomus Wolfgang Gottlieb Mozart.  El cura que le bautizó cambió el Gottlieb por Teophilus.  Wolfgang, aún niño, cambió el Teophilus por Amadeus.  Después de todo, Gottlieb, Teophilus y Amadeus son tres maneras distintas de decir lo mismo:  el que ama a Dios.  Un nombre tan largo para una vida tan corta, duró tan sólo 35 años.  Una vida tan corta para tanta música.  Mozart empezó a componer a los cinco años y no paró nunca.  Un cálculo promedio nos llevaría a la conclusión de que cada mes de su vida como compositor produjo casi dos obras completas (no piezas musicales, sino obras completas, con todos sus movimientos).  Vertiginoso ritmo de trabajo.  Si nos propusiéramos escuchar religiosamente una obra de Mozart cada día, nos tomaría casi dos años antes de repetir alguna.  Nunca sabremos qué habría pasado si Mozart hubiese vivido más, habría tenido que asistir a y, en cierto modo, competir con la ascensión de Beethoven al podio de la gloria musical vienesa, observaría la Europa napoleónica y quién se imagina qué música produciría ante tal contexto.  Cuando pienso en un compositor longevo y cuya obra evolucionó al son de los tiempos, viene siempre a mi mente Camille Saint-Säens, quien, en más de noventa años de existencia, hizo un verdadero paseo por todos los estilos y tendencias musicales del siglo XIX.  Definitivamente, no me imagino un venerable Mozart nonagenario, como Saint-Säens; la obra de Mozart se efectuó de manera contraria:  pertenecía a su tiempo, a un mismo estilo (nunca salió de lo clásico, antes que revolucionaria, a nivel conceptual, era absolutamente canónica), y se generaba como respuesta al transcurrir implacable del tiempo y a la inminencia de la muerte, a la que estaba acostumbrado a burlar.  Es una obra súbita, tanta música en su cabeza debía salir ahora o nunca.

Prefiero el Mozart de los anagramas en las cartas, de la combinatoria y sus misterios, el que arropa bajo una misma palabra un lugar, un personaje del Seraglio y una mujer amados.  El de las logias masónicas, donde encuentra cómplices y compañeros como Stadler, con quien comparte inquietudes musicales, o Esterházy, de cuya influencia económica y social se beneficia.  El que pide a Casanova consejos para la vida galante.  El que, a la distancia, admira a y es admirado por Goethe.  Me gusta el Mozart que desmitifica a y bromea con Haydn, el maestro a quien, cariñosamente, llama “papá”.  Es célebre la siguiente anécdota:  Mozart recibe la visita de Haydn en Viena, borronea una partitura y se la pasa; luego, apuesta una botella de champagne a que Haydn no la puede tocar en el clave; éste acepta el desafío, empieza a tocar y descubre que, al final, tiene un acorde imposible, ambas manos están demasiado a los extremos del teclado como para ejecutar simultáneamente una nota central; se da cuenta de la trampa e impreca a Mozart, le pide que él lo resuelva si es tan virtuoso;  Mozart se pone frente al teclado, ejecuta la pieza y al llegar al acorde imposible, deja caer las manos a los extremos y su nariz en el centro del clave; misterio resuelto, carcajadas generales y a la taberna de la esquina a beber unas copas, por cuenta de Haydn, claro.

Mozart entró en mi vida a 33 1/3 revoluciones por minuto.  Y a 22 minutos por lado del vinilo.  Es decir, como entró la mayoría de la música que he escuchado.  En ese entonces, era un niño al que no le interesaba la música y me llamó la atención encontrar una grabación de música clásica en casa, en cuya discoteca abundaba de todo, salvo clásico, rock y jazz.  No recuerdo ni el director ni la orquesta ni el sello del fonograma.  Era un LP viejísimo, algo deteriorado, que dejaba escuchar una versión en monoaural de la Sinfonía Júpiter.  El primer movimiento tiró de mi espíritu como un caballo desbocado de una carroza: era puro ímpetu.  El que atrapó mi fascinación fue el cuarto, no me cansaba (canso) de escucharlo, su fuga mostraba (muestra) un equilibrio justo de genialidad y belleza.  Y no hubo marcha atrás.  Había despertado el gusanito de la música sinfónica.  Personalmente, prefiero otros compositores, Mozart es demasiado perfecto, melódica y armónicamente, para mi gusto.  Pero fue la puerta y eso no se olvida.  Hace pocos años estuve a cargo del montaje de un concierto de la London Philarmonia Orchestra, bajo la batuta de Lorin Maazel, en una localidad de España.  Más que el concierto en sí mismo, me es memorable su ensayo.  Para la veintena de personas del equipo técnico, literalmente, se nos detuvo el tiempo:  un centenar de músicos llenos de entusiasmo, pasión y alegría arrancaron las notas del primer movimiento de la Sinfonía 41, el ocaso estival cubría todo con una película ocre, naranja y rosa el teatro romano donde estábamos, fue un fiat lux, un momento místico, de verdadera felicidad.  La música lo llenaba todo, era la protagonista, no los músicos ni el compositor ni el director (ausente en la prueba, la orquesta estaba a cargo del concertino) ni los pocos y espontáneos espectadores.  El amor subyacente en esa música era el agente de conexión.  Son contadas las ocasiones en que se manifiestan esos momentos musicales.  Ese instante, recordé el episodio del hallazgo del disco de la Júpiter cuando niño y la frase de Einstein que inicia estas líneas.  Comprendí por qué Mahler, gran devoto de Beethoven, en su lecho de muerte sólo atinó a decir una palabra, “Mozart”.  Igualmente, por qué Richard Wagner opinaba que Mozart era un gran compositor, pero un mal operístico:  no ponía la música al servicio del drama; el protagonismo de las óperas de Mozart se lo lleva la música, no el texto ni los personajes.  Para Mozart, siempre estuvo primero la música:  la música como pretexto para la vida y no lo contrario.

El Mozart superstar será siempre el de Eine Kleine Nachtmusik, las Sinfonías 35, 40 y 41, la Sonata Facile, la Fantasia en Re menor, la Marcha alla Turca, el Concierto para Clarinete en La, la Obertura de Don Giovanni, el Lacrimosa del Requiem, de esas melodías que todo bienpensante que se precie tiene que escuchar e identificar alguna vez en la vida.  Austria se puede sentir orgullosa de que su himno nacional sea obra de Mozart.  Cuando algún niño me pregunta si ha escuchado Mozart, le recuerdo que sí, que está ahí cada vez que, en el televisor, Piolín se columpia en su jaulita antes del acecho de Silvestre, o, cuando en la escuela o con Plaza Sésamo canta “Estrellita, cómo estás” (Twinkle, twinkle, little star).  Mucha gente, al pensar en música clásica, evoca, si no el tema del primer movimiento de la de Beethoven, el que abre Eine Kleine Nachtmusik.  Los greatest hits son un hecho.  Y no me opongo, son puertas.  Muchas veces me he hallado en conversaciones con roqueros, ejecutantes histriónicos por excelencia, recordando que Mozart fue el gran showman de su época, su irreverencia era actitud roquera de hoy (fue el primer artista indie de la historia)  y su legado está impreso en las melodías de los Beatles y de Tony Banks o en la performance escénica de Keith Emerson.  De la misma manera que al escuchar las armonías de Thelonious Monk uno piensa en Ravel, al escuchar el fraseo de Charlie Parker o de cualquier jazzista clásico, se vuelve inevitablemente a los arpegios, los acercamientos cromáticos y las cadencias del que, a veces, firmaba Trazom.  Pasar por alto la innegable e irreversible influencia de Mozart en la música occidental actual sería un acto de estupidez.  Insulso, como el oportunismo comercial que se nos avecina a partir del aniversario 250.  Si los ejecutivos de marketing de las editoras y las tiendas musicales revisaran el catálogo de Köcher...  Si uno mismo...  Por el precio de un CD Deutsch Gramoffon o Philips o Decca, de los que abundarán por la conmemoración, que compile los highlights de lo más trillado de Mozart, en nuestro país, podríamos conseguir, paradojas del mercado, 40 horas de su música en versión mp3.  La piratería ha democratizado la música en el tercer mundo, pero para su consumidor medio, a menos que sea parte de la moda, la música clásica es, sencillamente, aburrida (melómanos del mundo, lloremos).

Mozart murió componiendo el Requiem.  Pero su gran mensaje al género humano antes de la partida definitiva se manifiesta en otra obra.  El sentido de La Flauta Mágica se me hace análogo al de la 9ª Sinfonía de Beethoven o al de El Arte de la Fuga de Bach.  Éste murió componiéndolo, imprimiendo su nombre en uno de los temas (B,A,C,H, cada letra es una nota, era un fundirse con la música) y su canto de cisne no era para la Humanidad, era para el Ser Supremo.  Beethoven escribe su carta al mundo rescatando versos de Schiller para que un coro cante “les abrazo, millones, este beso es para todo el mundo”.  Él escogió al Hombre.  La opción de Mozart fue menos absoluta:  toma los ritos masónicos, los infiltra en una ópera con trama de leyenda arquetípica (un príncipe extranjero se enamora de una princesa cautiva por un villano, tras algunas situaciones equívocas que prueban su fe y voluntad, la rescata y, para que ambos puedan ser felices, deben superar pruebas iniciáticas, de silencio, de fuego y de agua, no sin ayuda de elementos mágicos, para, finalmente, llegar a un Templo del Sol, atravesando las puertas de la Naturaleza, el Raciocinio y la Sabiduría) y no elige ni Dios ni los hombres, sino el puente entre ellos, el camino, la travesía, sus iniciaciones y rigores.  En fin, la Vida.

Quito, enero de 2006.

Nota Bene:  Al terminar este texto, me percato que, temáticamente, sigue el esquema de una sonata o una sinfonía clásica estructurada de esta manera:  I. Allegro:  párrafos 1-2; II. Adagio:  párrafos 3-4;  III. Scherzo:  párrafo 5; IV. Presto-Fuga:  párrafos 6-7 y párrafo 8.   Trampantojos del subconsciente.


Del amor, los campos de fresas para siempre y los verdaderos cuatro fantásticos

 

Will you still feed me, will you still need me when I’m 64?,  cantaba Paul McCartney en 1967.  Ahora que, en efecto, el músico de Liverpool tiene ya 64 años y han empezado en todo el mundo las celebraciones del 50° aniversario de The Beatles, la respuesta a ambas preguntas es afirmativa:  los necesitamos y... los alimentamos.

Levantamos velas y dejamos escapar suspiros a las memorias de Lennon y Harrison, inmortales mortales que siguen sorprendiéndonos constantemente, para eso están los legados.  Hace poco McCartney estrenó matrimonio y divorcio y lifes goes on, proyectos no le faltan.  Ni charme ni libras esterlinas.  Ringo sigue girando su All Starr Band, tiene más anillos y menos cabello, pero ahí va.  El Cirque du Soleil presenta su espectáculo Love, con remixes de The Beatles, con producción musical asesorada por el mismísimo George Martin.

De Love Me Do a Let It Be hay ocho años de distancia.  Por lo menos, en registro.  Los ocho años de mayor y vertiginosa creatividad en la música pop.  El gran acierto de The Beatles en su momento fue crecer de la mano con su público.  Maduraron juntos.  El gran acierto posterior fue haber dejadas establecidas las bases de las nuevas catedrales del rock (un disco como Revolver muestra en cada corte los estilos que vendrían a copar la escena pop a partir de los 70’s), de hacer de él, por así decirlo, algo más que un montón de melenudos a los que se les pasará pronto el cuarto de hora.

La clave del boom de The Beatles...  ¿su carisma?, ¿su humor?, ¿las telenovelas personales?, ¿el genio comercial de Brian Epstein?, ¿la producción de George Martin?, o, simplemente, ¿hacer buenas canciones y estar abiertos a todo y a todos?  Digamos que todas las anteriores, en alguna dosis.  Más trabajo, talento, visión, tenacidad, oportunidad y suerte.  Casi nada.  ¡Quién dijo que el camino del rock’n’roll es fácil, muchachos!

La leyenda nos lleva a 1956, en Liverpool, donde un encuentro fortuito desencadenaría un antes y un después en la música y cultura populares.  John Winston Lennon, dieciséis años, estudiante de arte enloquecido por el rock’n’roll fue presentado a un tal James Paul McCartney, un par de años más joven y también interesado en la música moderna. Junto a Lennon, un chicuelo que le idolatra y sigue a todos lados y que también daría que hablar y escuchar en el futuro:  George Harrison.  McCartney no podía creer que el gamberro al frente suyo liderara una banda, Johnny and the Moondogs.  Lennon no podía creer que McCartney supiera afinar una guitarra[1].  El resto es amor-odio a primera vista y catorce años de colaboración conjunta.

C’mon babe... retuércete y grita.  El auge del rock’n’roll es consecuencia directa de la postguerra mundial.  Consolidó un signo de identificación de la nueva juventud (de hace 50 y 60 años) y de rebelión al status quo social: si los jóvenes de los 20’s se lanzaron a bailar foxtrot y charleston, los de los 50’s se lanzan en picado al rock’n’roll y al bebop.  Importaba sacudirse del cuerpo el desasosiego y depresión por saber que sí, estamos en capacidad de exterminarnos.  Entonces, retuércete y grita.  Las caderas de Elvis serán aclamadas antes que la lírica de Dylan; la idea de conjugar letras, música y posición de influencia quedarán para los 60’s, la explotación de los mass media y el flower power.

La primera mitad de la producción beatlera fue marcada por mucho más que los trajes, las botas, las melenas, dos filmes de Dick Lester, los ooh’s y los yeah yeah’s.  Significó el establecimiento de un claro estilo inglés en el rock, arrebatándole la hegemonía a los Estados Unidos.  Significó la conquista comercial de éstos (¡quién dejó la puerta abierta!) y la beatlemania.  Significó el período de influencia de Brian Epstein, quien tomó en sus manos a unos chicos que querían ser sombras de The Shadows y les convenció que debían ser The Beatles.  Brian Epstein pulió la imagen del grupo, profesionalizó sus relaciones comerciales, realizó las primeras grabaciones de la banda (que vendió en su propia tienda de discos), llamó a las radios para crear demanda y hits, consiguió la producción en estudio de George Martín (de paso, cambiando su vida para siempre) y diseñó el marketing de los discos:  mitad covers, mitad temas originales (a partir de aquí, el rock es un deporte de cantautores, además), los singles no aparecen en los álbumes (hay que vender ambos productos) y nunca una recopilación.  Sembró.  Y cosechó con creces.  A punto de perder su fortuna familiar al invertir en The Beatles, ya en 1964 era el titular del rubro de exportación más importante del Imperio Británico.  Ese año, sus Escarabajos eran condecorados por la mismísima Reina.  La primera era de The Beatles acaba con la muerte de Brian Epstein, en 1966.

Las letras de las canciones de esta época conmueven, en una primera y superficial lectura, en el registro en que lo hacen Bécquer o Corín Tellado.  El gran paso a una sensibilidad lírica vendrá paulatinamente.  Pero la música...  ah, es otra cosa; desconfíen, por favor, de temas aparentemente inofensivos, se encuentran cargados de un vocabulario tan rompedor, variado e inventivo que no envidia los hallazgos de los músicos “serios” que miraban esta propuesta (y muchos aún la miran) por encima del hombro.[2]  El desarrollo de nuevos riffs, la búsqueda de secuencias armónicas y melodías inusitadas en el lenguaje rock, la experimentación de sonoridades[3], el pulcro juego vocal y una definición casi sinfónica en el arreglo y estructura de las canciones nos muestran a, nunca mejor dicho, un gran cuarteto:  cada uno sabe qué va a hacer y cuándo, no cabe la improvisación gratuita... todavía.

El tándem Lennon-McCartney se consolida como una máquina de hacer éxitos.  Sin embargo, quizás las más sensibles y emotivas canciones de esta época las haya escrito Harrison:  I want to tell you, I need you, If I needed someone.  ¿Por qué no publicó más en el marco del grupo, cuando como solista fue realmente pródigo?  Él mismo nos lo cuenta:  no puedes competir si tienes a Lennon y McCartney en el mismo grupo[4].  Ringo canta un tema por disco y proyecta una imagen de ser algo así como la mascota del grupo; sin embargo él será el encargado de enardecer adolescentes al ritmo básico, animal, de I wanna be your man, no cantándolo, rugiéndolo a la vez que azota los cuerpos de su batería Ludwig.  Esta canción tendrá un destino privilegiado en la historia del rock:  será el primer éxito de The Rolling Stones.

Después de todo, la juventud de los 60’s era como un gran Robinson lanzado a los mares de un orden mundial incierto y tenía que reinventarlo todo, construyendo su isla, bailando su danza macabra (comamos y bebamos que mañana moriremos), edificando sus mitos, adorando sus ídolos y, por fin, asumiendo que cada fiesta tiene su resaca, su recogimiento, su reflexión.  Rock (roca) implica dinamismo y solidez, naturaleza primigenia y contundencia.  Pero cada roca también lleva a Sísifo consigo.

En The Beatles, el primero en mostrar síntomas de inconformismo hacia la misma banda, su parafernalia y hacia sí mismo es Lennon.  I’m a loser, canta en Beatles for sale (1964).  El mismo título del álbum es una broma auto-referencial.  Humor, revelador de los grandes pesimistas, nunca abandonarás al pequeño John.  Es hora de pedir ayuda (Help! I need somebody...).  El hombre de aquí y ahora (now-here man) devendrá en el hombre de ninguna parte (Nowhere man).  El Lennon de Dou you want to know a secret o de I should have known better muda de piel: da paso a Ticket to ride, Norwegian wood o You’ve got to hide your love away, el calor de los amores juveniles se troca por el sentimiento de soledad y la vida que se escapa rápidamente de las manos.  La metamorfosis de Lennon nos llevará a canciones como She said she said o Tomorrow never knows, donde la inquietud por la muerte deja de ser una latencia.

Del otro lado de la moneda, McCartney manifiesta o quiere manifestar un optimismo algo artificial (We can work it out, Day tripper) e infalibles baladas capaces de enternecer y enamorar los más rígidos espíritus (And I love her, Michelle, Here there and everywhere); su respuesta es expansiva y mucho más práctica, terrenal, al fin y al cabo, mantiene una imagen de to know him is to love him que no da más con ella, él es siempre el beatle guapo, bienpensante, políticamente correcto.  Y le encanta el éxito, a pesar de su Can’t buy me love.  Sus canciones son como él:  joviales y encantadoras, todo en su justo sitio, redondas, formalmente perfectas con un toquecito de ruptura, apenas despeinadas por el viento.  Pero el gusano del cambio se manifiesta ya en las letras de Yesterday y Eleanor Rigby, otra vez la soledad y la muerte que rondan.  El cascarón de McCartney está casi en su punto de quiebre para dar paso a ese constante proceso de reinvención que mantiene hasta ahora.

Ringo...  sigue siendo Ringo.  Una cruel broma en el mundillo de los músicos sentencia que “el baterista es el mejor amigo del músico”.  Es sólo broma, sabemos que tocar bien la batería requiere de tanta o mayor habilidad que los instrumentos temperados.  Esto lo menciono porque uno de los mitos más desafortunados es aquél que nos quiere convencer que Ringo no es un buen baterista.  Que no le veamos haciendo florituras, no quiere decir que no sea capaz (ya lo oiremos un poco más tarde en el final de Strawberry Fields Forever y en su solo triunfal, coronando The End).  La música se toca con la cabeza y el corazón, antes que con las manos.  Ringo, el mayor de The Beatles, aportaba con su paciencia y humor a la cohesión del grupo.  Al haber sido el más experimentado en cuanto a tablas (fue el primero en haber actuado profesionalmente como músico, aun antes de entrar a The Beatles) transmitió a sus colegas ese principio de disciplina que regiría toda la labor del grupo:  hasta para hacer ruido, hay que saber hacerlo bien.  No en vano, grandes bateristas como Phil Collins, Vinnie Colaiuta, Bill Bruford, Mike Portnoy, más cercano, Oscar Moro, o cerquísima, Pepe German, han reconocido en Richard Starkey a un gran iniciador y a una inagotable fuente de inspiración.  Así, Ringo no solamente lleva el ritmo con firmeza de metrónomo, sino que cada redoble es minuciosamente estudiado, estructurado y ejecutado.  No acompaña a la banda, es parte de la banda, introduce un concepto melódico a un instrumento que por tradición no lo es (esto lo vemos desde Please please me a Ticket to ride), inventa patrones rítmicos originales para cada tema y, finalmente, en Drive my car decide olvidarse de los tresillos de corchea en el hi hat para convertirlos en corcheas simples y llanas que marquen un ritmo más sólido, pesado.  En estos tiempos de loops y samples, olvidamos que un día de 1966, el más discreto de The Beatles inventó el steady rock; hasta entonces el rock, en la batería, era una moderna variación de swing.  Al fin de esta etapa, Ringo encuentra otra de sus vocaciones en The Beatles, la de ser el cantante para las nuevas generaciones de seguidores del grupo:  Yellow Submarine será la primera de las canciones sencillas y divertidas por las que los niños entrarán al mundo beatle.  Ya habrá lugar más tarde para Don’t pass me by, With a little help of my friends y la fantástica Octopus’s Garden.  Eso es lo que hoy llamaríamos invertir a futuro.

A Harrison le dejamos hace un momento con su puñado de canciones, con su austeridad compositiva.  Para el fin de esta etapa (seguimos en 1966), rescatamos lo que dejó impreso:  un sentido impecable del gusto en el momento de definir sus participaciones en el universo sonoro de The Beatles.  Sus solos y arreglos nos dejan ver un espíritu sobrio, disciplinado, con voz propia.  Opacado por los siempre brillantes John y Paul, George será el real outsider de The Beatles, más que Ringo, inclusive.  El éxito le convierte en un dandy, pero la futilidad del mismo, sobre todo en el plano material, revela su necesidad de espiritualidad.  Encuentra su tabla de salvación en las filosofías orientales, sobre todo en la meditación trascendental.  Una de las colaboraciones de Harrison para Revolver  cae como una bomba.  Love you to, con instrumentos y rítmica hindúes, es una declaración de principios sin precedente en el inconforme e iracundo mundo rockero:  refleja una mística, una necesidad de dar otra vuelta de tuerca y, hablando claramente, de asumir la existencia desde lo individual.  Y, cómo no, la Señora Muerte también se pasea por esos versos, musitándonos al oído: carpe diem.  El ratón se desmelena y ruge: Harrison toma por los pelos a sus compañeros y les convence de ir a la India  para realizar un oportuno abc espiritual.  Es en la India donde The Beatles sabrán de la muerte de su protector, Epstein.

1966, un año terremoto para The Beatles.  Los chicos han crecido, sus personalidades se enfrentan.  Tenemos para todos gustos:  ¿intereses existenciales o políticos?, siga a Lennon; ¿esteticistas, prácticos, buena onda?, McCartney es su beatle; ¿espirituales, cósmicos, de vuelta a las raíces?, Harrison es para usted; ¿es descomplicado o niño o solamente ama rocanrolear?, pruebe el modelo Starr.  No se equivocó en absoluto Lennon, cuando afirmó que eran más populares que Cristo.  Cubren todas las cuotas del mercado.  You still feed us, we still feed you, Fab Four.

1966.  La banda ya no toca más en vivo.  ¿Qué dirección tomar sin Epstein?  Son ricos y derrochadores, todo el mundo a su alrededor come del pastel llamado Beatles.  Y está la experimentación con drogas y la psicodelia (Happiness is a warm gun, canta Lennon a la heroína; Lucy in the sky with diamonds no necesita presentación).  Y la aparición de una mujer menuda y exótica que interferirá en una ya no tan tranquila familia de cuatro:  Yoko Ono.  Pero ésa es otra historia.  Todo a su tiempo.  Después del intermedio en la India, aquí comienza la segunda parte de la leyenda de The Beatles.

La amalgama en el trabajo de la banda lo constituirá el quinto beatle oculto tras bastidores, o mejor dicho, tras una mesa de mezclas: George Martin.  Sin tener que realizar conciertos, la obra del grupo será de creación en estudio.  Serán, de paso, los primeros DJ’s de la historia (Taxman, Tomorrow never knows, I’m the walrus, Revolution 9), la tecnología ya permite (¡a cuatro y ocho pistas!) realizar sobregrabaciones y correcciones en la cinta, premezclas y la explotación de nuevos y misteriosos instrumentos como el mellotron (Strawberry Fields Forever, I’m the walrus) y el moog (Here comes the sun, Maxwell Silver Hammer, Because), el uso del fuzz y el overdrive en la guitarra (basta escuchar Old brown shoe o Revolution para tener la idea de un Harrison y un Lennon heavies; de hecho, McCartney inventará el hard rock, en Helter Skelter) o la inclusión, si se quiere, de una orquesta sinfónica sin tener que tocar simultáneamente.  La cumbre de tanta sofisticación vendrá con la aparición del álbum Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, en 1967 y su punto culminante en esa joya, quizás la última real cooperación Lennon-McCartney, que se llama A day in the life.  Ante este mundo lleno de posibilidades, John, Paul y George saltan en una pata.  Ante en este mundo ausente del contacto orgánico con el público y donde se vuelve prescindible para el grupo, Ringo se quiere morir.

La estancia en la India sirvió, ante todo, para oxigenar la relación entre los integrantes de The Beatles.  Estaban juntos y ya no tan revueltos.  Hora de empezar de nuevo.  El resultado fue el material que conformaría un disco doble.  La portada, blanca, inmaculada.  Un disco sin título, sólo se escriben dos palabras: “The Beatles”.  Al abrirlo, abundante material gráfico que retrata al grupo en trabajo o en situaciones informales.  Y magníficos retratos de cada beatle...  por separado.  Al escucharlo, encontramos los mismos retratos.  Sin embargo, este álbum tiene todos los ingredientes para volverse un hito.  Recupera un espíritu abierto en el que todo tipo de canciones e inquietudes se recogen, se ejecutan, se experimentan, se inventan.  Y en esta aventura creativa, The Beatles toman a su público de la mano y le exige ser más exigente y superarse a sí mismo. En Revolution 1, Lennon lanza sus pullas contra la gente que los idolatra.  Escéptico ante todo, les exige el mismo escepticismo.  Viven un contexto de constante cambio y vale más preocuparse de la propia conciencia y un ethos coherente que si están de moda las drogas, el love & peace dientes para afuera y la sicodelia.  A fin de cuentas, The Beatles no son gurúes ni mesías, son solamente, parafraseando una canción de Fito Páez, unos chicos pobres, de allá, del interior.

El disco blanco marcó la explosión de un McCartney más brillante que nunca.  Toma las riendas de la producción a ritmo vertiginoso, con un lenguaje vigoroso y arbitrariamente diverso (de Ob la di ob la da a Helter Skelter, pasando por Mother Nature’s son, Back in the USSR o Why don’t we do it on the road); ya no solamente lo vemos tras su bajo, sino que casi todo el tiempo está sentado al piano o rasgando la guitarra acústica (Blackbird será un emblema a partir de) o tocando... la batería y percusión.  Siguiente escena:  Lennon paseando por Londres con Ringo, convenciéndole que no se deprima; como consuelo Starr cantará junto a una orquesta sinfónica el cierre del disco:  Good night.  Mientras tanto, Harrison, al margen, se dedica a lo suyo, evita tensiones y frecuenta nuevas compañías.  Invita a su mejor amigo a participar en el disco, un guitarrista joven y talentoso, un tal Eric Clapton.  A ver si así se calma el ambiente del grupo.  Resulta.  Repetirá la fórmula tiempo después, invitando a otro de sus amigos a departir con The Beatles: el tecladista Billy Preston, por quien levantaremos otra vela, a dos años de su fallecimiento. Su participación marcó definitivamente el sonido de The Beatles a puertas de los 70’s y a la vez de vuelta a los orígenes, al blues y al rock’n’roll.  A Billy Preston le agradeceremos más tarde el pasaje de órgano en Let it Be, quizás el mejor momento del tema, el magistral hammond de I want you, los magníficos rhodes de Revolution, Don’t let me down y su performance cumbre, el solo de Get Back.

Pero volvamos a esta época en que se gesta el disco blanco para ocuparnos del siempre caso aparte Lennon.  Le teníamos cuestionado sobre la soledad, la fugacidad de la vida y la muerte.  La estancia en la India no le convenció de nada, no cree que entrar a una religión sea la respuesta, de hecho regresa a Inglaterra antes que sus colegas, sigue buscando respuestas y no las encuentra.  Se da cuenta que su vida familiar es un desastre:  con The Beatles a cuestas, nunca ha tenido tiempo para su mujer y su hijo.  A este hijo, Julian, McCartney dedicará una canción que es uno de los dos himnos que dejaron los Beatles:  Hey Jude[5].  Cada día, John es más neurótico y su adicción a las drogas lo convierte en un verdadero tiro al aire.  Es el momento propicio para la aparición en escena de la siempre polémica Yoko Ono.

Lennon siempre había buscado mecanismos para expresarse alternativamente a la escritura y composición de canciones, después de todo estudió para pintor, dibujaba todo el tiempo, ya había publicado un libro de poemas de tono surrealista y, a la época, regresaba de España después de haber actuado en el filme How I won the war de Lester; en fin, como el Guido de Fellini 8 ½, necesitaba siempre decir algo, aunque no supiera qué.  Es así que un buen día entra a una exposición de arte conceptual en una galería de salones blancos, encuentra una escalera, al final de la escalera cuelga del techo una lupa; pintada en el techo, pequeñísima, una sola palabra a leerse usando la lupa.  Tres letras que renovarán el espíritu de Lennon: Yes.  La autora de la instalación, pues sí, Yoko Ono.  Es el inicio de una relación turbulenta y tierna, constructiva y devastadora en tiempos pendulares, de una lucha de titanes.

Yoko Ono, japonesa, artista conceptual, buscaba abrirse paso en la escena occidental y tenía predilección por el mundillo de la música.  Había trabajado con David Tudor y John Cage (que no es poco decir), estaba casada con el director de orquesta Tony Cox y le había echado el ojo a John Lennon, un boleto ideal para encontrar popularidad.   Sobre Yoko ha caído el sambenito de ser la causante de la separación de The Beatles.  Es hora de desmitificarlo.  La ruptura del grupo se dio como parte del desgaste natural del mismo, catalizada por el cada vez más autocrático carácter de McCartney.  De hecho, él mismo es quien decide abandonar la banda.  El sensacionalismo mediático encontró en Ono a la mejor cortina de humo; ella no tiene, de lejos, el carisma del siempre popular Paul.  A Yoko le interesaba Lennon.   Logró exprimir de él su verdadero genio, el talento no basta, a veces.  Mujer intelectualmente estimulante y de armas tomar, llegó a ser parte de The Beatles, porque simplemente ella estaba en Lennon y éste en la banda.  John y Yoko tuvieron una relación netamente simbiótica.  Sin Yoko, Lennon no llegaba nunca a Revolution 9 o a editar Two Virgins o a las acciones político-artísticas del Hair Peace, el Bed Peace y el Bagism en una habitación holandesa o canadiense.  El chico simpático e irreverente de hace pocos años se gradúa de Artista, con mayúscula.  Quedan lejanos los días en que cantaba I want to hold your hand.  El cínico y escéptico observador-partícipe-constructor de cambios sociales en los 60’s llena su vacío existencial en esa convivencia:  I just believe in me, Yoko and me, cantará en God de la Plastic Ono Band.

A partir del disco blanco y a través de los subsiguientes álbumes de The Beatles asistimos sin duda a una obra de alcances estratosféricos en cuanto a madurez en la elaboración de música pop, a la construcción de una torre de Babel cuya cúspide será sin duda Abbey Road, cuyas ruinas tras la caída conformarán el mosaico de Let it be.  En 1970, a regañadientes, la juventud es obligada a despertar del sueño de The Beatles, los ideales revolucionarios de los 60’s se institucionalizaron, las utopías, nunca mejor dicho, ya no tienen lugar.  Lennon sentencia:  “Todo sigue igual, sólo que algunos chicos llevan el pelo largo”[6].  The Beatles nacieron, crecieron y, ahora, envejecieron como grupo.  La debacle es inminente.  En sus propias palabras, en sus propias canciones:

Lennon:  nothing’s gonna change my world.

McCartney:  there will be an answer, let it be.

Harrison:  all things must pass away.

Ringo: I’d ask my friends to come and see an octopus’s garden with me.

Ringo esperará en vano.  El filme Let It Be muestra la construcción de un concierto y la destrucción de una banda.  Memento mori: después de todo, eran humanos.  Mick Jagger no se cansa de recordárnoslo:  “The Rolling Stones nunca nos separamos”.

Pero ese ser efímeros de The Beatles, paradójicamente, les hace atemporales, permite que se les recuerde constantemente, ritualmente, les vuelve signo.  Y cuando algo o alguien se hace signo, la cosa es seria, les jeux sont faits.  Es satisfactorio y hermoso comprobar que cuatro muchachos revelaron que en el fondo la gente solamente quería paz y amor, sentirse cómplice, prójimo, que ya en el siglo XXI, a cincuenta años de haber nacido como idea, el cuarteto de Liverpool son una memoria constante y cotidiana de la alegría, de la creatividad, de la sencillez.  Uno de los sentimientos de mayor asombro ante la influencia de The Beatles lo viví en la extremeña ciudad de Mérida, cuyo destino se cumple en recordar que fue gloria romana, Emérita Augusta, donde todas las calles son tan Trajano, Adriano y Loba Capitolina, donde sólo hay una calle disonante, aquélla donde la gente vive la fiesta cada noche, donde cada casa alberga un bar con Dionisos que nos espera sonriente: la calle John Lennon.  Una suerte de victoria de la música sobre el poder.   Aquí, en Quito, pasar un rato en el bar Strawberry Fields Forever en La Mariscal te obliga a pensar en cosas como estas, te devuelve a la ciudad un poco más ligero.

And in the end... El mensaje de The Beatles fue sencillo y claro:  amor.  Al último que lo planteó así, en voz alta, le crucificamos.  Con medio siglo a cuestas, el cuarteto de Liverpool sigue recordándonos que podemos ser eternamente jóvenes, si así lo queremos.  Si empecé este texto con When I’m 64, mejor cerrarlo recordando un pasaje de Because:

“ love is old, love is new

 love is all, love is you”.



[1]   Anécdota referida en el filme The Compleat Beatles de Patrick Montgomery y David Silver.  MGM.  1984.

[2]   El mismo George Martin, en su primer encuentro con The Beatles, consideraba poco pertinente grabar a la banda, que le sonaba poco profesional, incluso sugirió contratar músicos de estudio.  Pasado el tiempo, aprovecharía el impacto del grupo para satisfacer sus intereses en la orquestación y la publicación de sus propias ideas musicales.  Yellow Submarine (el álbum) es el mejor ejemplo.

 [3]   Un ejemplo clásico se da en la canción I feel fine:  el feedback de guitarra del principio inspirará el sonido de Jimi Hendrix y el riff del tema marcará las pautas del trabajo de Jimmy Page.

 [4]   The Beatles Anthology:  in their own words.  Chronicle Books.  2000.  Cada aporte de Harrison en The Beatles es una verdadera joya:  Piggies, While my guitar gentil sweeps, Old brown shoe, Taxman, The inner light, Here comes the sun, Something, I me mine, entre otras, demuestran que la balanza cantidad vs calidad siempre desviará su fiel hacia esta última.

[5]  El otro himno será All you need is love, tema de Lennon popularizado por haber sido escogido para la primera transmisión televisada vía satélite a nivel mundial.  Y si por himnos vamos, el último ligado a la saga de los chicos de Liverpool vendrá apenas separados éstos.  Solamente Lennon superó a Lennon.  Imagine adquirió una carga simbólica que sobrevive y se renueva por generaciones.

 [6]  Cita referida por Albert Goldman en The Lives of John Lennon.  Bantam Books.  1988

Quito, agosto de 2007.


¿Y cómo entender este rollo del jazz?

 

Man, if you have to ask what it (jazz) is, you'll never know.
Louis Armstrong

 

I'll play it first and tell you what it is later.
Miles Davis

 

¿Qué es el jazz?  ¿Cómo definirlo o explicarlo?  La respuesta no puede venir desde el marco teórico, muchas veces incluso ni siquiera desde la audición de esta música.  Pat Metheny, aclamado guitarrista norteamericano, con una buena dosis de humor negro, ironiza:  “El jazz no es... Kenny G”.  Así que, contra una arraigada creencia popular, el jazz comprende mucho más que la música de ascensor o de vestíbulo de hotel.  Poco a poco deduciremos (o no, improvisaremos) cómo y por qué.  Pero no resulta tan mala idea el ir desmitificando ciertos tópicos, lugares comunes que, al derribarlos, nos permitan hacer de este género musical una materia más cercana y amable.

El músico vive la música, sea cual sea el género que practique:  culta, flamenco, rock, salsa, tarantela.  El jazzman vive el jazz.  El auditor de jazz disfruta, se transporta, aprecia, degusta, critica, valora, descalifica, selecciona, se apasiona con la música propuesta por los jazzmen.  A unos les lleva el fútbol, a otros la política, a otros la música.  Este elemento de compromiso viene dado por una fuerza cohesiva indiscutible:  la del juego.  El jazz basa mucho de su atractivo en ello, en que es juego mismo.  Juego que, en contrapartida, atemoriza y ahuyenta al público amante de la seguridad, del dos por dos es cuatro, del Carreño a la usanza, del corsé y de la gomina.  El jazz es transgresor.  E imprevisible.  Inútil e insondable, como todo arte.

Para entender el jazz, uno tiene que saber dónde y cuándo nació un tal Charlie Parker, por qué Chet Baker se arrojó desde la habitación de un hotel holandés y argumentar claramente qué diferencia un bop de un blues.  Bromeo.  Después de todo el jazz, como juego, requiere humor, debe ser divertido.  Hablar de jazz es, sobre todo, hablar de improvisación.  Y de síncopa.  De swing (de tenerlo, antes que del estilo).  Vamos con lo primero, el rollo de la improvisación.

¿Cómo es posible que haya una música improvisada?  ¿Es eso realmente música, no es acaso una tomadura de pelo?  No pocas veces he escuchado a gente bienpensante, culta y educada como el que más, jactarse de abominar el jazz, argumentando que “cómo puede ser música algo improvisado, amorfo, que no se entiende, tocar cualquier cosa” y en seguida viene la sorna fácil,  tararean un par de frases desarticuladas, echan un par de carcajadas y concluyen:  “¿ya ves?, todos pueden hacer jazz”.  Así que en ese punto uno cambia de tema, porque Varèse, Stockhausen y Cage ni mencionarlos, mejor ponerlos a buen recaudo y llenar un par de horas hablando de música que-se-entiende, cuya melodía se-puede-silbar-fácilmente, cuya armonía se-resuelve-perfectamente y todos tan contentos.  Y ni tanto, porque sucede que no todos pueden hacer jazz.  Ilustremos, un poco prosaicamente, esta situación:  Si se nos pide improvisar unas palabras, el resultado no va a ser “casa perro sayonara sorites track track de saber que vendrías and nevermore efjaristó polí”.  Bueno, a menos que juguemos a ser poetas surrealistas o estemos al borde del delirium tremens o de la idiotez.  Trataríamos, de alguna manera, articular un discurso coherente y su eficiencia dependerá de la destreza con que manejemos un código hecho de palabras, entendidas éstas ampliamente, con su semántica, su fonética, sus entonaciones e intenciones, con su carácter.  A lo mejor el discurso del ejemplo se resuelve más o menos diciendo “y ahora quiero proponer un brindis por Fulano de Tal, amable y apreciado compañero”, etcétera, levantando el brazo y enfatizando alguna sílaba, a lo mejor dejando pausas entre algunas palabras.  Es decir, echaríamos mano de nuestra labia y de alguno que otro recurso histriónico.  Que, a fin de cuentas, transportado al fraseo en el jazz, es lo que hacen los músicos que se dedican a él, sólo que en lugar de usar códigos idiomáticos, utilizan los sonidos que el timbre y la tesitura de sus instrumentos se los permiten.  Y por suerte para ellos, un fa sostenido es un fa sostenido igual en Rusia que en México que en Australia y no se depende de un idioma, sino más bien de un lenguaje.  El improvisador en el jazz es un orador de música.  Un mejor improvisador refleja su dominio del código:  de la música, a priori, del jazz y del estilo, luego.  Toma un tema como pretexto para desarrollar variaciones y estimular una creatividad y sensibilidad espontáneas, para crear en real time.  Si uno declama un texto, digamos el monólogo de Hamlet, no altera el texto original.  Se le puede imprimir un carácter personal, pero el texto literario original se mantiene, son las mismas palabras, cambia la dramaturgia según el actor o recitante de turno.  Los intérpretes de jazz interpretan el texto original y van más allá:  en el momento de improvisar alteran la pieza musical entera.  Round Midnight, por ejemplo,  interpretado por Thelonious Monk (compositor de la célebre melodía), por Bobby McFerrin, por Chick Corea o por Hermeto Pascoal son, a fin de cuentas, el mismo tema, pero son diferentes piezas musicales.  Escuchar esas voces e intenciones individuales, eso que Miles Davis llamaba el sonido personal, se despierta poco a poco, con un poco de apertura y entrenamiento.  A fin de cuentas, al principio toda música en un género dado nos suena a lo mismo, con el tiempo distinguimos Mozart de Brahms, Led Zeppelín de los Rolling Stones, Oscar Peterson de Bill Evans.  Para cerrar este párrafo, solamente recordemos que toda música y todo discurso nacen de la improvisación, dejar su forma abierta o cerrada es secundario, y que el jazz es una de tantos géneros de música basados en la libertad de la improvisación:  la mayoría de músicas folclóricas del mundo es tradicional e instantánea a la vez; los pregones del son y la salsa, el flamenco y las músicas orientales se basan casi exclusivamente en la improvisación; las bases de la música occidental moderna exigían improvisación (el canto gregoriano, la música renacentista, el bajo cifrado barroco, las cadenzas clásicas y románticas), y ahora, en pleno siglo XXI, un rave contemporáneo es una experiencia de improvisación colectiva que abarca músicos, DJ’s y público, inclusive.

Decía que el otro elemento indispensable para acercarnos al jazz viene impreso en el concepto de tener swing.  Una efectiva interpretación jazzística requiere de swing, de mood, de feeling, de duende, como se quiera llamarle.  En fin, de alma.  Cortázar bromeaba alguna vez diciendo que si en lugar de Dios hubiera estado Louis Armstrong para insuflar el espíritu en Adán, el hombre habría resultado mucho mejor.  Y no le contradigo.  El asunto ahora es que la música es mística, también.  El jazzman, al igual que los actores clásicos de la Antigua Grecia y la Antigua India tienen algo de shamanes, son, en palabra de Rimbaud, voyants, médiums.  La experiencia de asistir a una buena session de jazz se vuelve inolvidable gracias a y por culpa del espíritu del puñado de músicos que llegan a conectarse consigo mismos, con el público y con un nivel de vibración definitivamente superior y colectivo.  Esa sensación sencillamente no se puede explicar.  Ni garantizar.  Si bien hay grabaciones que pueden emocionar hasta las lágrimas, nada se compara a la música en vivo, porque sencillamente está viva y presente y su desvanecimiento instantáneo es parte de su fascinación.  Son experiencias irrepetibles, únicas.  Pero, ¿qué diferencia al felling del jazz del que acusan otras músicas?  Volvemos a la idea de la que surge la palabra swing (en castellano, columpio), que define una cierta manera de tocar y llevar el compás basada en células ternarias y con acentos sincopados, es decir en los tiempos débiles del patrón rítmico.  Pero hablar de tecnicismos es lo más lejano de la intención de estas líneas.  Conformémonos con entender esta cadencia en el movimiento de dedos chasqueando o de la punta del pie que surge espontáneamente durante muchas ocasiones que escuchamos jazz:  es como subirlos al columpio, un pequeño empujón y las leyes de Newton se ocupan del resto.

Un último comentario al respecto del feeling:  Bach sentenciaba que tocar música era relativamente fácil,  era cuestión de tocar la nota correcta en el tiempo correcto y ya entonces el instrumento se encargaría de colocar la música allí.  ¡No tan rápido, Johann Sebastian!  Ahora mismo, por ejemplo, toco una transcripción de un solo de un pianista de jazz famoso, Red Garland, acólito de Miles Davis, nota por nota, suena la mar de bonito, pero, muy a mi pesar, disto mucho de estar tocando jazz o música, a secas.  Mi ejercicio es similar al de una secretaria tomando notas.  En una computadora o en una máquina de escribir, las teclas y las letras son correctas, pero el mensaje es ajeno.  En mi estudio de piano, las teclas y las notas son correctas, pero no se puede copiar un alma.  Queda en ejercicio técnico, que al final también sirve.

Un célebre ensayo del poeta estadounidense Amiri Baraka, antes LeRoi Jones[1], rompió un prejuicio enclavado en el imaginario colectivo:  que el jazz es música negra.  ¿Cómo?, nos extrañaremos todos.  Si el jazz se ha constituido como la forma de expresión relevante de la música afroamericana de finales del siglo XIX, del XX y contando.  Baraka, que ejerce la música y el activismo, además, aclara:  sí, la materia prima de esta revolución cultural es eminentemente afroamericana, pero todas sus formas y explotación son blancas:  se toman prestados ritmos, escalas, armonías de la tradición blanca para, de manera intuitiva, revelar una sensibilidad propiamente afroamericana.  A fin de cuentas, el invento del jazz como tal supone, para este señor, la creación de un entretenimiento blanco efectuado por negros, patrocinado por blancos para disfrute de blancos.  Finalmente, reivindica una consciencia social del jazz recién a fines de los años 60, con la llegada del free-jazz (salido del esteticismo de los estilos anteriores de jazz, occidentales y nada africanistas), los derechos civiles y el Black is beautiful.  Este tipo de declaración causó y no deja de causar considerable conmoción, pero conduce nuestra atención hacia otra característica típica del fenómeno jazz:  es eminentemente norteamericano.  Otras formas de músicas afroamericanas (caribeñas, brasileñas, mestizas)  se encasillarán en otros movimientos o tocarán tangencial o coyunturalmente al jazz.   El jazz europeo, desarrollado a partir de la segunda mitad del siglo XX, abandona sus significaciones sociológica, política y antropológica para situarse, por sobre todo, en el ámbito meramente (y no por ello carente de profundidad y significación) musical.

Pero vamos poco a poco,  tratemos de entender la lógica de la historia del jazz.  Nuestro imaginario nos lleva a lo largo del Misisipí, mediados del siglo XIX, visualizamos cultivos de algodón y trabajadores entonando sus spirituals, sus gospels, sus blues.  Cantos espirituales, evangelios, nostalgias, la población afroamericana alivia su opresión identificándose con los esclavos hebreos bíblicos y esperando sus propios mesías.  Son cantos de trabajo, de liturgia y de burdel.  Estas músicas se adaptan al sistema diatónico y temperado occidental, se hace “blanca”; se congrega en Nueva Orléans, donde recibe influencia de la música francesa, además.  Nace un nuevo estilo que marca el inicio del jazz:  el ragtime, cuyos nombres más célebres serán Scott Joplin y Jelly Roll Morton, pianistas ambos.  El primero publicará su famoso Maple Leaf Rag en Saint Louis, en 1896;  el segundo se autoproclamará “el inventor del jazz”.  Sin embargo, será mucho más tarde que la gran audiencia los recordará, gracias a las ventajas mediáticas del cine:  el repertorio de Joplin se utilizó en el famoso filme The Sting de los años 70; mucho más recientemente, el director italiano Giusseppe Tornatore ha rescatado el personaje y la música de Jelly Roll Morton en su filme Novecento.

La música naciente en Nueva Orléans toma formas diversas y agrupaciones variadas para interpretarla, se crea el dixieland (literalmente, de la “tierra de los dixies”, en los billetes de diez dólares se imprimía la denominación en inglés y francés:  ten y dix), caracterizado por una banda de vientos, batería, bajo y banjo o piano, con improvisaciones simultáneas en contrapunto (sin solistas, todos a la vez); es el estilo con que relacionamos el Mardi Gras.  En 1917 se clausura el Storyville, barrio que cobijaba los bajos fondos de la ciudad.  El jazz emigra y empieza su expansión hacia Chicago y New York.  Descuella ya la figura casi mítica del gran Louis “Satchmo” Armstrong, icono indiscutible del jazz.  Es su época dorada, de sus solos de trompeta y vocales más penetrantes, emotivos y bien logrados; años más tarde decepcionará a gran parte de sus seguidores al volverse una estrella del stablishment.  Surgen las big bands de Duke Ellington y Count Basie.  El terreno se prepara para la llegada de un nuevo estilo, el swing.  Durante los años 20 y 30, este estilo establece lo que se llamará el mainstream, el jazz tradicional por excelencia.  Aparecen las big bands de Benny Goodman y Glenn Miller (¡blancos!), música que constituye la banda sonora de los primeros años de la Segunda Guerra Mundial.  Asimismo es la era de Bessie Smith, según los entendidos, la mejor cantante de blues de la historia.

En los años 40 surge la mayor constelación de jazzmen de la historia:  nombre imprescindible en esta historia, el saxofonista alto Charlie Parker, el Bird, marca un antes y un después en el jazz al inventar el bebop, junto al trompetista Dizzy Gillespie.  Charlie Parker fue una leyenda viviente y es uno de los personajes más apasionantes de la historia del jazz.  A él dedicó Cortázar su cuento El Perseguidor y Clint Eastwood su filme Bird (1986), donde ambos nos recuerdan cuánta música cupo en una vida tan joven (Parker murió a los 35 años).  El bebop aporta un lenguaje enérgico, recreado, de una abstracción casi matemática, es hot (caliente) y será el paradigma establecido para la generación de músicos de la segunda mitad del siglo XX.  A la par, otros dos nombres imprescindibles:  un pianista inclasificable, sorprendente como nadie, transgresor, artista en estado puro, el señor Thelonious Monk; por otro lado, un músico que en sí mismo es un tratado de jazz, vanguardista por esencia, naturaleza de ave fénix, no dejó de sorprendernos hasta su muerte acaecida en 1991, hablamos, por supuesto, del trompetista Miles Davis.  Es la época del gran jazz vocal, de Ella Fitzgerald, Sara Vaughan y de Billie Holiday.

Pasada la ebullición del explosivo bebop, el péndulo vuelve a dirigirse a nivelar las fuerzas, en los 50 nace un estilo más reposado y melódico, el cool jazz, en el que destacan Chet Baker, Gil Evans y, cómo no, Miles Davis.  La estructura armónica se rompe, investigándose soluciones modales y no tonales, Stan Getz importa las armonías y la bossa nova del brasileño Tom Jobim.  Gillespie emigra al sur, a Miami y a Cuba, prepara la entrada del latin jazz.  Al final de esta década, el jazz convivirá con un nuevo ritmo, el rock’n’roll.  A la par cobra fuerza el rhythm’n’blues (Ray Charles) y el soul (James Brown).  En los 60 la música toma mano de la electrónica y es otra vez Davis quien lleva al jazz a un derrotero más moderno, desarrollando las posibilidades de instrumentos electrónicos.  Será el padre espiritual de una generación de músicos que dará que hablar en los 60, 70 y 80, entre ellos John Coltrane (saxo), Herbie Hancock (pianista), Chick Corea (pianista), Marcus Miller.(bajista) y que llevarán al jazz al funky y al latin.  Llegamos al convulso fin de los 60, el free jazz (Ornette Coleman, saxo; Charles Mingus, contrabajo) tiene su auge, el jazz ha llegado a su cúspide más pura y abstracta.  Emprendamos el descenso a territorios más asequibles.

Los 70 y 80 se caracterizan por el uso y abuso de un término:  fussion (fusión).  Músicas e instrumentistas espectaculares aparecen (Return to Forever, Weather Report, John McLaughlin y, destinado a consolidar la world music, el guitarra Pat Metheny), el jazz se sistematiza, se enseña en conservatorios y universidades, se populariza (de nuevo, empezó como la música de una minoría popular, ahora aprovecha las ventajas de la sociedad de la información; sin embargo, aún se le tacha de elitista).  A esta época debemos las composiciones y arreglos más finamente elaborados y mejor registrados.  Desde los 90, antes que establecer una clara dirección novedosa, el jazz ha vivido revivals de estilos anteriores, adaptándolos a nuevas tecnologías; igualmente coquetea con estilos populares en boga (rap, electrónica, rock).  Lastimosamente, desde los 80, vivimos los tiempos en que los grandes del jazz nos van dejando.  Al escribir estas líneas me entero de la muerte del trompeta Freddie Hubbard, hace poco más de un año me conmocionó la del pianista canadiense Oscar Peterson, y así, en los últimos años.  Nos quedan sus registros.  Nos quedan los que vendrán.

Jazz.  ¿Qué oír, por dónde empezar?  Pues ensayo y error, poco a poco, curiosear algunos músicos y sus interpretaciones y/o composiciones.  Por lo menos hoy, con Google y YouTube es mucho más fácil encontrar nuestras afinidades selectivas en este campo.  En todo caso, ahora que vivimos en plena moda de mil y un libros que hay que leer antes de morir, mil y un lugares..., mil y un discos..., y que nos encantan los listas de Top10 y Top100, comparto este link en el que el redactor de The New Yorker David Remnick propone su selección de los cien mejores discos de jazz de la historia, o al menos hasta mayo de 2008, que es cuando la publicó:  <http://www.newyorker.com/online/2008/05/19/080519on_onlineonly_remnick?currentPage=all>.  Hay decenas de estas listas, personalmente considero que esta selección es asaz acertada, completa y variada.  Sugieren más de un viaje y aventuras sonoras apasionantes.  La pelota queda, una vez más, en nuestro campo.

 



[1] JONES, LeRoi (BARAKA, Amiri).  Blues People, Negro Music in White America.  Perennial.  Harper Collins Publishers.  New York.  1963.

Quito, marzo de 2009.

 

 

 

 

 


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