Primer
amor
Yanis
Kondilakis
No
tendría más de cinco años de edad, y ya cierto tipo de mujer me gustaba
extremadamente.
Sin embargo, algunas de ellas eran tan especiales para mi gusto, era tanta la
emoción que sentía cuando se acercaban a hablarme o a acariciarme, que ahora
siento que mi amor por ellas era algo más común: un amor simple. Al principio,
este amor era toda una sensación, sobre todo al tacto. ¿Por qué me gustaban
las blancas y regordetas de forma preferente? Tal vez era aquella sensación de
conjunto, la armoniosa expresión que no ubiqué al comienzo por ser muy débil
o diferente.
Entre
las mujeres que me gustaban, mi preferencia había ido cayendo en las muchachas,
y, de estas, en las más grandes de más de quince o dieciséis años de edad,
ese era el sentido de "chicas" en forma perfecta. A ellas, incluso a
las inmaduras, no sólo no les gustaba, sino que lo tenían por algo
desagradable.
La
revolución de 1866, obligó a huir a todo un pueblo de montaña, como el
nuestro, a refugiarse de los turcos. Allí fuimos recibidos algún tiempo por un
sacerdote, el padre Singelos y estábamos felices porque nos daba miel y nueces;
pero todavía más, porque me gustaban sus dos hijas, unas chicas blancas y
suaves.
Mi
amor no era personal, sino inconsciente. En general, buscaba chicas que fueran
del tipo de mi agrado. Cuando por fin mi preferencia peculiar logró plantarse
en una sola, cambiando mi carácter y también mi sentimiento. ¡Mi amor se hizo
del alma!
Se
llegó el día en que sentí que me gustaba y más, cuando supe que solo a ella
amaba. Su nombre era Evangelina aunque era forastera entre nosotros. Y no
pertenecía al tipo hasta entonces era de mi gusto. Era en cambio, morena, flaca
y mayor de dieciocho años, quizá hasta más de veinte.
Yo
estaba en ese momento en que valoraba más la expresión del alma, que la
blancura inanimada de la carne. En resumidas cuentas, Evangelina tenía mucho de
extranjera, su postura, movimiento, la voz y la mirada, su risa; pero era un
alma dulce y noble. En sus negros ojos veía a Dios Santo y algo de la mirada de
la Virgen María. Su voz era tan dulce que si decía algo insignificante, música
era lo que allegaba a las profundidades de mi alma, como suave ternura al corazón.
Cuantas veces me mirara, solo me daba alegría y felicidad. Su sonrisa era bálsamo
para cada lamento mío. Y cuando me tocaba con sus delicadas manos, o me rozaba
con sus labios, fluía por mis venas una poción calmante que derretía y
desalojaba cualquier pena. A menudo, me gustaba dormir bajo el influjo de sus
caricias, en aquella sensación dulce y lueñe, como de no querer despertarme
nunca. Tantas veces me dormí con tal felicidad en su regazo, que por la noche
volvía a casa para rememorarla.
Mi
familia no tardó en notar mi enamoramiento con Evangelina. Y empezaron a
tratarla con dureza, como un castigo para que me dejara quieto, al cascarrabias
de mí. Su casa no quedaba cerca de la mía, pero yo aprendí que amaba a los
extranjeros, que eran mi debilidad y eso influía en mi amor temprano.
–¿Qué
te pasa, Giorgio? –Me preguntaban. Y siempre yo con la misma respuesta: Evangelina.
Pero
había otras con tal nombre en el pueblo, determinaron: Deben
ser las matronas tías de Evangelina.
En
mi casa vieron la amenaza. Bueno, –decían: ¡Evangelina, no ama la dicha! Y cuando le pase el capricho, vendrán lágrimas
por travesuras.
Un
día, jugaba con unos niños y me caí, haciéndome en la frente una gran herida.
La sangre corría y se oían grandes voces. Las mujeres llegaban corriendo y se
acercaban a tratar de detenerme la sangre con cataplasmas. Pero, únicamente,
cuando Evangelina me tocó la mano y logré oír su voz, logré recuperarme. A
mi encuentro con ella, la araña de la herida y la sangre cesaron. Luego de
alzarme en sus brazos, se fue a su casa. ¡Qué felicidad y que dulce maldición
esa caída!
Al
irse, me besó y dijo:
–¿Me
quieres todavía Giorgio? ¿No me quieres? Eh... Pero me quieres, lo suficiente
como para besarme. Con debido gozo, ¿me amas a satisfacción?
–¡Mucho,
mucho de verdad!, –y ponía ojos de felicidad.
–¡Yo
también soy feliz!
Así
iniciamos una nueva amistad.
Si
me enfermaba, Evangelina era el mejor médico. Cuando veía que con su mano
tocaba mi frente, aunque estuviera pesado y débil, una sonrisa subía a mis
labios. Su presencia tenía mayor poder de curación que nada. Los fármacos más
amargos y desagradables los tomaba, aun gratamente, si procedían de sus manos.
Mi
mayor felicidad era estar entre sus brazos. Y como había estado jugando abajo y
me lesioné la espalda, me hallaba en el cielo.
Otras
chicas comenzaron a sonreírse conmigo, tal vez para apartar a Evangelina. Y me
trataban con caricias y regalos, mostrándome su amor. Pero yo permanecía firme.
Y al ver a Evangelina, me oían decirles que sólo a ella amaba, a ella
solamente, que la separaba de las otras chicas que tan solo querían “tirarme
un beso”, y luego corría tras ella, realmente emocionado, para agarrarme
entusiasmado de sus brazos. Hasta una serenata me aprendí:
Yo te quiero, yo te amo, si Dios me lo permite,
El juego y tu risa para pasar mi tiempo.
Pero
en el jardín de mi felicidad creció una espina venenosa, eso que llaman celos.
Y fue que un día me enteré, al escuchar a unas mujeres comentar, que Yanis
Raftogiorgios, un apuesto y fuerte muchacho de unos veinte años, amaba y quería
a Evangelina.
Yo
estaba jugando cerca, cuando oí a cuentagotas la charla.
–Pero…
¿Qué, Evangelina no ama a Giorgio?
–¡Bah,
la muy zorrilla! –dijo mi madre que estaba con las demás mujeres.
–¡Ella
no te ama! –dijo mi primo. ¡No eres más que un tonto con ganas de amar!
Me
acerqué furioso y golpeando contra su puño, uno al otro, le respondí:
–Sí,
la quiero. A ti no te gusta, pero ella a mí, sí. Dime, ¿por qué dices lo que
no quiero escuchar?
–¡Cara
de tonto! –repetía mi primo.
–Mejor,
si soy suyo.
–¡Tonto,
eso es lo que te digo, ella no te ama!
–¡Óyelo,
sí me ama!
Mi
primo se reía:
–¿Yo
no quiero estar así.
A
partir de ese día, los celos irritantes carcomían cada pedazo de mi vida, ante
la idea de que Evangelina no me quisiera, y por ser yo mucho más joven que ella.
¡Cuánto lloré! Enojado, lanzaba piedras a cualquier basura que me encontrara.
Lo
peor de todo es que ella no se enteraba del mal que me hacía, jugando juegos
como aquel de decirme:
–Entonces,
ya no te amo. Me voy adonde Yanis.
Si
pudiera decir cuanto me preocupaba su nombre, me gustaba pronunciarlo, lo decía
siempre.
–De
la caricia que me da tu nombre, entiende que no me eres indiferente, que mi amor
por ti no es juego.
Cuando
me hallaba cerca de los demás, me molestaban, diciendo cosas sobre ella y Yanis,
venían hacia mi diciendo:
–¡Tonto,
ese hombre y esa mujer se quieren!
–No
has crecido mucho, –me dijo un día.
–Cuando
crezca, me quedaré con Evangelina.
¿Debía
huir de la ira y de mi sentido de debilidad? De haber podido, hubiera querido
matar a mi rival, pero no podía;
tenía que doblegarme a su supremacía tiránica, pues era más fuerte y grande
que yo. Un día dije a mi madre:
–Madre,
¿no me puedes hacer más grande?
Se
echó a reír.
–Todo
el mundo, mi Giorgio, nace pequeño y así, pacientemente debe crecer. E igual tú
que hasta tendrás barba a tu tiempo, te gustarán las barbas grandes.
–Pero,
¿podré crecer antes que Yanis se lleve a Evangelina?
Mi
madre me tomó en sus brazos y acariciándome, trató de consolarme.
–¿No
te ha dicho Evangelina que tú le encantas?
–Sí,
pero Yanis creció ya, él la tomará para sí.
–Cuando
crezcas, habrá otras chicas, buenas para ti. La verás como adulto, y hasta
vendrán mejores.
–Pero
yo solo quiero a Evangelina, a ninguna otra.
En
algún momento se efectuó el matrimonio de mi primo. Evangelina estuvo de
invitada y Yanis también estaba allí, también. En el baile, ver a Yanis fue
suficiente para reforzar mis celos con Evangelina. Todo el mundo sabía de mi
amor y me miraban con curiosidad maliciosa. Uno de ellos, al bailar, recitó una
copla maliciosa:
El chico buscaba la talla de ella,
por ver el margen de su dolor,
Y con ganas de amarla estaba,
en su insolvente humanidad.
–Apolosu
me susurró a mi lado. Y, poco a poco, me dictó una respuesta:
La ausencia de la tierra,
no se muestra en corazones
que se marchitan.
Mi
terquedad superó al valor de decir la copla, medio cantando, medio en recitación.
Pero Evangelina vino en mi ayuda y con dulce voz, cantó:
Se podría pensar que soy
a quien duele el corazón?
Que llevo el gran ardor
en mis entrañas.
Y
cuando nos vimos arrastrados por el baile, pasó cerca de mí, se inclinó un
momento y me besó. Yanis me miró sonriendo burlonamente, como si le llamara la
atención. Yo comencé a llorar tercamente por mi debilidad. Evangelina se apartó
un poco del baile, trajo un poco de vino y se sentó cerca de mí. Después, me
puso en sus rodillas diciendo:
–¡Giorgio
llora como poseído!, ¿qué no te gusta?
–¿Amas
a Yanis? –dije sollozando.
Si
no hubiera sido tan pequeño, podría haber podido distinguir una débil
vacilación en su voz, cuando me dijo:
–Yo
no lo amo... en absoluto.
Evangelina
mintió, porque sí amaba a Yanis. Pero él no la amaba realmente, ya que cambió
de opinión luego de un tiempo, comprometiéndose con otra. Fue así que pude
ver el llanto de ella y sentir su pena por la traición de amor que le hizo,
extrañamente
esto hizo que simpatizara más el odiado Yanis.
B
Pasaron
los años, Evangelina no se marchó; y de este modo, seguí con mi amor. Tendría
ocho años y por fin arribé a los diez. Se dio la necesidad de mudarme a una
escuela de alto nivel en la ciudad; quedaba a un día o más camino de nuestro
pueblo. Yo no quería ir. Ni por ambición de aprender más, ni por el interés
de conocer nuevas amistades. En el pueblo donde estaba vivían Evangelina, mi
familia y mis amigos. Y era suficiente para mi felicidad. Mas, ¿qué podía
hacer? Todo cuanto hacía era llorar. Y lloré mucho. Mi único consuelo era
pensar que aprendería de grandes y altas letras, que disfrutaría del aire del
campo, y sería más digno ante mis favoritos.
Estuve
algunos dos o quizás tres años, en la ciudad. Por vacaciones, iba al pueblo y
justo cuando iba llegando, venía a mi mente Evangelina. Mi madre y mi hermana
comenzaron a burlarse de mi afición. Les agarraba algún tipo de celos.
–¿Pero,
y este pobre chico? –solía decir mi madre,
¿busca miel de todos modos en esa chica?
Yo
sabía lo que originaba aquella miel o empezaba a sentirlo quizás, pues para
entonces, mi amor sentía muchas emociones sin cambiar que ahora empezaban a
quemarme y a hacer brotar en mí un fuego que no se debía dejar pasar por alto.
Pero
a este descubrimiento, Evangelina me ayudó mucho. Ya estaría entre los trece o
los catorce cuando, en vacaciones de Pascua, volví a la aldea. En nuestra casa,
estaba Evangelina; y yo pensé que había venido a propósito, que me esperaba.
Pero cuando salí de los brazos de mi madre para ir donde ella, me encontré en
una situación desconocida hasta entonces. Me hallaba paralizado y temblando.
–¡Estás
hecho todo un hombre! –dijo. Ahora quiero mi
beso primero.
Sus
palabras me complacieron, pero tenían su revés. Me quedé perplejo. Y sentí
miedo. Fui llengo sin prisa y, como antes, la tuve entre mis brazos, pero solo
para acercarme. En un minuto superé mis dudas; Evangelina me abrazó y me besó.
Pero ahora parecía que me besaba de otra forma. Sus besos eran menos, pero más
duraderos y en la boca. Parecía que me quemaba; sentía mis mejillas encendidas.
Evangelina dio media vuelta y dijo riendo a mi madre:
–Giorgio
me queda distante, apenas puedo llegarle, a menos que me encorve. ¡Lo que hace
la dicha de la amistad!
Mi
madre no dijo nada, ni se echó a reír. No me atreví a pedirle explicaciones,
aunque una que dio a Evangelina era fácil de entender: ¡El silencio vale más
que muchas preguntas! Algo me cayó a su vez en mi pensamiento: ¿Por qué ahora
no me atrevía a mirar a Evangelina a los ojos? ¿Por qué estaba avergonzado,
como si estuviera viéndola por primera vez? ¿Qué decirle ahora, que ya crecí
y no sentía deseos de besarla? Y yo, afirmaba, “¿no está la luna igual de
impaciente por crecer?” “Podría ser pero ahora veo que crece por accidente.”
Tras el frío silencio de mi madre, me di cuenta incluso con más fuerza, que
Evangelina creía que a mi edad, ya no cabían más besos y caricias. Hoy pienso
que Evangelina tramó todo esto por ver la impresión y opinión de mi madre,
todo porque que mi madre había entendido bien el propósito de los silencios. Y
el silencio, dijo, era para evitar decirle cosas desagradables.
Por
la tarde llegó mi tía y yo escuché a mi madre diciéndole:
–Vino
Evangelina y le dio besos a Giorgio. ¡Quería besarla para ver cómo se hacía!
¡Quería chuparle la sangre a la chica!
Mi
tía pensó un poco y después dijo:
–Se
casará con esa chica. Por tener esa nostalgia y ese anhelo que le llega como
parte del enamoramiento.
–¿Y
así es como a mi hijo se le desinfla el apego?
–La
fogosidad es de…,
–Pero cambiaron las palabras de mi tía y ambas bajaron la voz.
No
logré escuché el resto, porque mi madre se marchó. Cierta vez, me llegó el
rumor de una palabra dicha por mi madre, y ocurrió algo inaudito semejante a la
misteriosa palabra de mi tía. Y por la forma en que la dijo a mi madre, la
palabra de ella "muerto", me di cuenta que era abusiva y maligna. A
partir de entonces, avanzó el peligro hacia mi amor por lo que empecé a
preocuparme y hasta sentirme arrepentido.
Evangelina
no visitó nuestra casa en varios días. Era una gran semana y pude verla en la
iglesia. El viernes Santo, las muchachas del pueblo, se dispersaban por los
huertos y por las laderas floridas, recogiendo felices, flores para el epitafio.
Cada una tenía que ir con un ramo a su parroquia y hasta había un premio para
quien compusiera el mejor y allí se juntaban en corro. El premio por cada ramo,
se daría a quien agarrara el ramo, aunque fueran dos o tres concursantes,
porque se hacía una especie de batalla. Tan cerca del sentimiento religioso, y
para mí la sensación era otra: la que se inicia con el pensamiento puesto en
las chicas.
Varias
muchachas me llevaron de vuelta. Entre estas estaba Evangelina. Las chicas
preguntaron cómo lo había pasado fuera, en el país.
–¿No
extrañaste el pueblo –me dijo alguna.
Con
la cabeza asentí, pero mis ojos se volvieron hacia Evangelina. Tal movida me
delató ante ellas:
–¡Muy
mal! ¿Han visto la nostalgia que tiene, y por quién es?
Se
rieron.
–
Y que se vaya de vuelta –dijo a mi hermana.
–Oyeron
la sugerencia. así es mejor, pues no
sentirás la ausencia de tu madre y Evangelina o de todos modos. ¿Nos extrañarás?
–Giainta
me pone celosa, ¿acaso no soy su hermana? Debe cuidarse de los golpes a
distancia de Evangelina.
–¿Pero
crees que no lo hace a propósito? –Dijo la otra
chica con ironía. ¿Que tal desdén es lo que no le gustaría?
Vean
ahora, yo solo era un niño.
En
esto murmuraron algo sobre Evangelina que apenas escuché, pero cuanto adivinaba
resultaba desagradable. Después me hallé cerca de un saúco con los religiosos
recogiendo flores blancas para encaje. Si bien me quedaba alto, para agarrar la
flor que quería, dije:
–La
puse en medio pero me da vueltas y
vueltas y no la puedo tomar de entre las otras.
Aunque
más parecía ocultar el bochorno que se había derramado en su rostro, pasó a
otra cosa.
–Eres
sólo un niño –dijo Evangelina:
–¿Has
visto cómo ha cambiado la voz de Giorgio?
–¿Qué
dices? –dijo Evangelina. Se había dado cuenta
del cambio, pero fingía no saber.
–Le
ha cambiado su voz ya habla con voz
ronca.
–Ronquera
de mozo –explicó mi hermana. Y a mi
madre oí decir que era el desarrollo.
Me
había dado cuenta de aquel cambio. Andaba meditabundo por Evangelina, y
mientras los demás cantaban himnos de epitafio, yo seguía silencioso. En un
momento, sentí como si percibiera su mirada, di vuelta hacia ella y nuestros
ojos se encontraron. Me veía triste, porque sentía la agitación del corazón
que, incluso en los propios niños, se da tal sufrimiento. Además porque en mi
alma daba la tormenta más grande, me sentía débil, lanzado por el destino, y
comenzaba a anticipar los problemas que me esperaban por delante. Como un imán,
siempre andaba cerca de ella. En un momento en que estábamos aparte de los
otros, cantamos una canción popular que sólo escuché:
Hay
dolor en el dolor,
dolor
que mata,
igual
que el amor oculto.
Me
miró entonces y con sus ojos me dijo:
–Te
entiendo, pobre niño, pero ¿cómo podrías tú entenderme?
Y
la seriedad de su rostro, acabó con una melancólica sonrisa.
Las
chicas hablaban de unos y otros, de cómo saber su nombre, aunque entre burlas
de otra de ellas, bromearon más sobre un chico al que calificaron de duro y feo.
Le atribuyeron categoría de tonto a un tal Travlos que era tartamudo y de estúpido
a otro llamado Demetrio, y así fueron seleccionando a unos más o menos, en son
de burla.
–Eugenia
–dijo una vez, ¿le vas a poner tu rosario? ¿Y
qué hay de Kardamulides?
–¿Kardamulides?
–respondió la otra.
–Porque
me encanta Demetrio.
–¿Y,
Kardamulides, te gusta?
–No
como el otro.
Eugenia
se enojó.
–Él
me ama, perra, ¿no es así¿ Es mejor que lo consiga.
No
había reservado el ramo por estar Evangelina y yo juntos.
–No
olvides poner abajo el rosario, pero no dejes que Giorgio lo obtenga.
Evangelina
se rió, pero después parecía no tener apetito. A pesar de que cuanto querían
era perjudicarme, por ser “solo un niño”, logré agarrar el ramo de Evangelina. Pero si esto fue para mí un triunfo,
me temo que hoy sé bien que Evangelina sintió un gran dolor oculto, pues no
tuvo a nadie nuevo que obtuviera su ramo, resultaba reservado a un niño de
catorce años.
En
la fiesta de la resurrección, fuera de la iglesia estaba Evangelina y pasó
ante el Cristo resucitado con su madre y su hermana. Vino donde mí, pero solo
rozó sus labios por mi frente sin mayor gracia.
Estuve
una semana. La Pascua se celebrábase en el pueblo: pero en todos aquellos días,
solo una vez vino Evangelina a casa, y yo solamente fui una a la suya. Cuando
llegó, portaba yo los huevos pintados de rojo junto a los panecillos. Aun así,
no me besó. Estiró su mano y me tocó en el pelo; después de movida, ya no
tenía coraje. Mientras el conversaba con mi madre, me acerqué hasta la sala y
asumí actitud quejumbrosa. Tenía sed de besos. Lo entendió y su mano
preferida se extendió de nuevo sobre mi cabeza. Me dio coraje y me arrojé a
sus brazos, pero con la misma mano, me empujó suavemente.
–Oye,
Giorgio, no hagas eso. No pienses que sea fácil, porque aunque ya tú estés
grande, no tendrás la dicha de mis besos.
–Bien
lo dices, –dijo llena de ira mi madre. ¡No va a
encontrar consuelo en ti!, mucho menos quedarse en casa con una mujer de fácil
novia. ¡No te da vergüenza!
XXX
Pensé
huir, pero no lo hice, y cuando salió Evangelina, la vi llorar esa tarde bajo
un árbol. En cuanto a lo que de mi madre temía, se plantó en la puerta y
acababa de lanzarme una mirada de molestia, marchándose sin decir palabra.
Luego
vino adonde lloraba y me dijo con voz tocada por la risa:
–¡Giorgi!,
llorando y no te avergüenzas. ¡Ya eres un hombre! Y no me digas “madre, yo
también lloro”, porque no lo quiero oír. He dejado para el bebé, las
caricias. Mira, tonto, en otro tiempo tomabas de mano a la chica del delantal.
Ella no está a tu misma altura. ¡Y tú, eres un insensato! ¿A que seguir
jugando "a la chica, con su bebé”, para que te diga te quiero y ver cuándo
llegarás a grande? Vergüenza debías tener. ¡Ya sabes de letras, tienes
escuela! ¿Vas a jugar a papá y mamá con ella? Pero Evangelina no es inocente.
Sabe usar su tiempo, sí. Si se casara, ¿tendrá hijos como tú? Y si la madre
de ellos se cayera, la muy tonta, te sentarías a decirle que la amas y a
explicarles a ellos cómo le saldrán los dientes. Para arreglarlo tienes tiempo,
esto va a ser asunto de líneas, arrugas y gordura. Eventualmente envejecerá.
Yo vi a un hombre, cierta vez, conseguirse una mujer tonta y mayor que él. Y tú
dices que amas a esta solterona cuando estás ausente.
Quince
años pasaron.
Estas
palabras, en lugar de conseguir el resultado que mi madre quería, lograron más
bien lo contrario. Y si no odiaba a mi madre por la maldad de sus palabras, me
pasaba furioso por ello. No puedo decir, que con arrojar lodo a todo aquello, se
quedaría sin distorsionarse la imagen que había en mi corazón. Porque sentí
la primer vez el profundo dolor de saber que a mi amada le esperaba la miseria,
y que envejecería soltera.
Yo
estaba dispuesto a hacer cuanto sacrificio fuera posible por su frustrante
miseria. Quería ir a consolarla, sobre todo. Decirle cuan amargo y triste todo
aquello, porque el tiempo pasaba y no se casaba Pero, ¿por qué me habría de
tener en cuenta, si todavía era pequeño (aunque no podía estar seguro de si aún
era grande o pequeño.) Pero yo crecería y entonces podría llevármela conmigo.
¡Genial! ¡Mi amor siempre era el mismo! Pero, ¿cómo decirle todas aquellas
cosas, que de solo pensarlas, ya iba sintiendo una vergüenza inmensa?
El
final de mi licencia para volver a la ciudad se acercaba, y yo andaba muy triste.
Dos semanas hacía que había llegado a la aldea, y había estado tan feliz y
con muchas esperanzas. Ahora la desesperación habitaba mi alma. La melancolía
parecía ser mi forma habitual. Por capricho e ignorancia, decía mi madre de
todo aquello, y lo usaba de pretexto contra Evangelina. Mi madre, con aquellas
primeras ideas que escribió en mi cabeza, sacudió la tranquilidad de mi alma
infantil, e instaló pensamientos impropios para mi edad.
Me
quedaba la impresión de por qué lo hacía y de cuanto había sufrido por
Evangelina, casualmente ya en los últimos días, nos encontramos bajo unos
olivos. Estábamos en una carretera poco transitada cubierta de grandes
aceitunos.
–¡Mamita,
Giorgio te adora!, –le dije. Me haces mucha
falta en ausencia.
–¿Por
qué no vienes a nuestra casa ... y no temes?...
–Amor,
¿qué quieres decir? Quiero que tú misma lo digas. Quiero oírlo de tu boca de
oro.
–Me
temo que no amas la dicha.
Algo
cayó sobre mí como una tormenta, y comencé ávidamente a besarla sin parar
por su boca, sus mejillas y su pelo. Me agarró los brazos, le hacía daño si
dejaba que mi felicidad le hiciera sentir dolor. Actuaba como un loco en cada
beso Me dijo una frase ardiente. Era el momento de la verdad, besándola, cuando
sentí en mis labios como un ligero bocado.
–Yo
no te amo, corazón; mi corazón, enciendes mi alma. Yo pereceré, ¿quieres que
perezca por ti? ¡Ah! bendito seas, por abrir mi corazón. Pero, ¿me entiendes?
... Yo, Giorgio… tú no me gustas…
Su
cabeza cayó sobre mi hombro, por unos cuantos minutos. Su respiración era
violenta, aunque muy cansada, el corazón le latía con fuerza. Entonces empezó
a llorar y sus lágrimas caían sobre mi rostro. Me dijo
con voz triste:
–Yo
no quiero que mi chiquillo me ame.
–¿Por
qué?
En
lugar de mi respuesta, preguntó:
–¿Me
amas?
–Sí.
–¿Para
siempre?
–Para
siempre.
–Ellos
no quieren, no lo quieren.
–Ellos
quieren y no quieren.
No
era difícil darse cuenta de que mi madre no quería que la amara. Quizás ella
aún no lo sabía. Mi amor maternal era mi amor, y mi amor por Evangelina
quedaba atrapado en aquel momento de lucha terrible. Se oyeron pasos y voces.
Evangelina se puso nerviosa y me dijo en voz baja, rápidamente:
–No
te he visto, desaparece.
Y
me sacó al pueblo, que era hacia abajo. Yo estaba muy emocionado y me sentía
como una persona diferente. Era la manifestación del fogoso amor femenino, ya
maduro. Y tal como la mariposa emerge de su capullo, me encontré en un nuevo
mundo, en una nueva luz en que me veía a mí mismo y a mi amor. Pensé a la vez
como niño y como hombre; a los ojos de mi alma se abrieron misterios. Y el
furor erótico, no me ayudaba en este pequeño cambio y a los disturbios que se
me mostraron y revelaron, al momento en que junto a Evangelina, se oyeron pasos
y me pidió que no nos vieran juntos. Temía, me dijo, que yo estaba ya lo
suficientemente grande como para ofender a todos por tener en un lugar
despoblado a una chica. Y cuando los jóvenes varones ya tienen bigotes, en esa
ocasión temió exponerse como una niña. Mi mano se acercó al borde de mi boca
a tocar mi bigote incipiente, e inexistente. Sin más, pero yo todavía no era
así, antes del medio tiempo. En mi carne de niño intranquilo, la carne
comenzaba a convulsionar volcanes hirvientes. Recordaba la hembra Korfos, tocándome
e iluminado mi sangre, y en mi imaginación estaban los secretos de mi inicio a
la vida, que hasta tiempo pasado sólo sospechaba e incluso suponía como algo
oscuro y misterioso.
El
lunes fui a la ciudad. Esta vez, mi dolor fue mayor que la primer vez de mi
partida. Evangelina no vino a despedirse ahora cuando la necesitaba más. Pero
ya un poco lejos de la aldea, me pareció ver la casa de su tía matrona, en la
parte superior de la aldea, una casa de dos plantas encaladas, con macetas en
las altas ventanas y un gran árbol de naranja en el patio trasero. Parecía
estar en una ventana elevada, Evangelina. Había ido allí a esperar la hora de
verme pasar por la carretera. Para despedirme, fui a casa de mi amada, un sueño
de llanto entre flores y mi corazón contando a través de las palabras de pena.
Pero cuando la lejanía de la carretera y una colina escondieron al pueblo, me
parecía que la montaña Caine aplastaba mi alma.
Lloré
mucho por el camino y al llegar a la ciudad, todo me parecía negro. ¿Cómo
puedo tener la paciencia de quedarme en Mainán, todos esos meses, incluso hasta
las vacaciones de verano, y cómo habré de tener la mente clara para el estudio
o continuar las tareas? Tomé un libro al azar y abrí sus páginas; me llamó
la atención una cara triste de ojos negros que escuchaba a su amada y cuya voz
decía: Ellos no lo quieren, pero tú ¿me
amas?
Así
pasé las páginas en abstracto, como si fueran papel en blanco. Mis maestros me
agradaban entonces y pensé en lo mejor de mi clase. En un momento posterior, me
encontré con un conocido que preguntó:
–¿Qué
te pasa, mi hijo, el pueblo aún sigue en tu mente?
Con
él fue con quien fui a la ciudad, en su mula, un aldeano nuestro de nombre
Dracogiorgis.
–He
decidido volver al pueblo, –dije.
–Y
será mi ruta insatisfactoria, Giorgio, ¿haremos la vuelta al pueblo? ¿No
saludarás a Canena?
–A
todos, –dije.
–¿Y
tu alma? –Preguntó de nuevo con una sonrisa de
complicidad.
Respondí
con la ira que se alzaba en mi garganta. Me pareció que este patán ponía sus
gruesas y sucias manos en mi corazón y me profanaba el santo de los santos. Me
opuse, por ejemplo, a lo que pedía.
–¿A
quién amas? ¿Quieres ahora ocultar ese amor en lo más profundo de tu corazón?
–En
Kiamos –dije bruscamente.
–Bueno,
da testimonio del mismo; que Evangelina, (que es de tu mismo barrio) te diga,
Giorgio, si le tienes que dirigir el saludo por separado al pueblo.
Cuando
planteó la cuestión, me contuve y dije que no, con un levantamiento rápido de
la cabeza.
Dracogiorgis
rió.
–¡Aguzado!
Calladito te lo tienes, ¿eh? La carroza se convirtió en calabaza, pero por
poco te rompe el cuello.
Me
agarró esta preocupación: temía que Dracogiorgis se lo dijera a Evangelina,
porque sabía, que este gustaba de hacer bromas, y que le diría cuánto la
amaba, y de este modo, robarme el secreto. Pensé escribirle a ella una carta:
pero me arrepentí inmediatamente. Como sabía las pobres letras, pensaba ¿cómo
la ha de leer y de que esta forma, cómo he de confiar en quien pueda leérsela?
Me
senté y escribí la carta. De esto el atestiguan mi amor y mi tristeza, que no
dije adiós al salir. Pero por esto, que me daba temor, nadie iría a decirle la
mentira de que había dejado de amarla. A ella explicaba lo ocurrido con
Dracogiorgis; le decía que tuviera cuidado de no decir nada a los conductores y
que se riera, además.
Yo
sabía que por entonces se celebraban las efemérides de invierno, donde lee un
cantante recitando. Yo lo conocía y también las partes cantadas de la danza.
Pero él me prestó el libro y pude leerlo en su totalidad. Fue así como
encontré mi dolor en la letra de despedida así que lloré mientras hacía la
lectura. Se me ocurrió la idea de un tipo de obra, como un poema que
describiera mi amor y sus sufrimientos. Sin embargo, las letras de mi asunto no
lograban ir muy lejos. Pero me reservé las letras. Casi todos los días escribía
una carta, según mi disposición mental. Y seguía pensando en que se las leería
a Evangelina enseguida que estuviéramos juntos, en verano. Me entusiasmaba la
idea de volver nuevamente a la aldea.
Después
de un tiempo, volví con los arrieros, de la ciudad. Pero esta vez no hicieron
bromas sobre Evangelina. Me esperaban malas noticias.
–La
pobre Evangelina, no puede venir.
–¿No
viene?–
pregunté con preocupación.
Mi
madre quería verme a los ojos sin decir palabras fuertes a la pobre chica. ¿Por
qué que no podía entender? No abrí la boca. Nunca le oí a ella decir mal de
mi madre. Como se dice, que siempre van por lo correcto, pero buscan lo torcido;
yo no quería saber sobre mi madre pero me obsesionaba con ella. No debió decir
eso: ¿pero que le dijera “pescado congelado”? Siempre la suegra y las
escamas. Evangelina sintió ganas de reír, cuando se lo conté. Tú me saludas
a mí y yo te doy un saludo a ti. Y me entregó un gran cabujón de galletitas,
diciendo que acelerara para ir a la escuela, que así la debía recordar.
Entonces, me dijo que si reunía los requisitos y había aprendido de los demás,
en cuanto a lo que mi madre decía, “¿cómo es que de todos modos no la oyes,
cuanto ella te dice es que no desea mal para ti.
Evangelina
conocía mi alma y se dio cuenta que no estaba satisfecho cuando me enteré de
que mi madre era injusta y mezquina. “Patán, malicioso, –me
había dicho, tal vez de modo inconsciente. Y de mala forma, como me había enseñado,
le volví el rostro. Lo intolerable para mí y de aquellos que lo veían como yo,
me produjo vergüenza y pena juntas al descubrir que ella, con la bondad de María,
era injusta y cruel con una chica como Evangelina.
El
pesar y la indignación me desinflaron como podrían, me sentía fracasado y en
una carta le hice saber que no quería ir. A estas cartas debo muchas gracias,
ya que con el consuelo y el alivio que me daban me permitieron capear aquellas
tempestades adolescentes. Calmaron mi corazón, me apoyaron y me ayudaron a
pasar el tiempo hasta los exámenes; después vinieron las vacaciones de verano.
Fui incapaz, aun con los cursos de ayuda, de pasar bien el año escolar, pero,
con alguna dificultad, logré terminar.
C
¡Con
qué sentimientos revueltos volví a la aldea! ¡Cuánto deseaba ver de nuevo a
Evangelina! Sobre todo, por los ensueños construidos desde nuestra última
reunión. Pero otra vez temía por mi nueva felicidad. Empezaba a sentir el amor
de una mujer estrellándose contra la oposición de mi madre. Y en esto, las
ansias y los temores, se enredaban en mis vacilaciones. Comencé a comprender
que, verdaderamente, mi edad no aparejaba con la de Evangelina;
ni la suya con la mía. Las palabras de mi madre, aunque no quedaron sin dar
fruto también se hicieron más fuertes, en mi experiencia de vida. Algunos
amigos que tuve brevemente en la escuela secundaria, narraban que tenían novias
y así me percaté de que a todas las chicas, les encanta la igualdad de edades.
Me preguntaron si había tenido una novia, pero les revelé mi amor. Por ver sus
reacciones, les narré la historia de un niño en nuestra aldea que amaba a una
chica de cierta cantidad de años.
–¿De
cuántos?
–Más
de doce, tal vez catorce años.
–Y,
¿qué edad es esa?
–Catorce.
El
grupo respondió:
–¡Le
sirve de mamá, estúpido! Tiene que
crecer. Va a estar muy fea, si la deja por mucho tiempo.
–No
estará fea, –me apresuré a decir.
Sentí
tanta vergüenza haberme expuesto de ese modo al decirles que era yo el quien
estaba enamorado.
El
último mes de mi estadía en la ciudad, algo perturbó mis pensamientos. Frente
a mi casa vino una chica regordeta y rubia, como de quince o dieciséis años,
que me dio una mirada provocativa, eso pensaba yo al menos. En ocasiones, me ponía
a pensar en la chica, pero el amor que me esperaba encontró fuerza suficiente
para desterrar mi tentación bien lejos.
Llegué
tarde al pueblo, aunque por tiempo parecía dispuesto a posponer el regreso. Mi
madre me dijo con enojo y queja:
–La
hierba se corta apartada, sólo impulsos te unen a esa Evangelina. Nosotros, ya
nos aburrimos.
–¿Quién
te lo dijo, cómo para decirlo con tanta seguridad?
–Creo
que solo ahí puedo verlo en tu mente.
Mis
labios se abrieron con una insolencia:
–Será
donde sea, pero no de letras únicamente.
–Yo
no me avergüenzo, saben. –Dijo
mi madre. Apenas llegas para ver y saludar tu madre y tu hermana y ya buscas
sacudir el barrio. ¿Qué diría cualquiera? Kontzias, mi marido, te llamaría
tonto. Incluso si fueras un bebé a gatas no habría excusas. Todos en el barrio
lo comentan.
Aunque
avergonzado, me reí.
–¿Te
ríes? –Dijo mi madre. Pero yo no me voy a reír
si el mundo te considera un necio, ¿cómo no te avergüenzas? ¿Qué quieres de
ti, te tropiezas niño enamorado de una que querría hombres de su tierra.
Solterona se quedará. Pobre chica, en tu ausencia sientes nostalgia. Pero, ¿por
qué no encuentra un hombre?. Es buena, en palabras de su tía. Pero no, vamos
al capricho de mi niño y a los rumores intolerables del pueblo. Debido tiempo
pasó, qué debe desde entonces expresarse, que no sea dibujar esa mano de
ausencias con que mi hijo deja el pueblo. Lamento decir que terminó por no
funcionar, el hombre logra la manzana de sus manos, pero no se avergüenza en
absoluto.
Me
fui por no oír las duras palabras de mi madre.
La
mujer de Dracogiorgis me informó que Evangelina seguía enferma, que todo iba
peor. La piel se le había pegado a los huesos. Desde que dije a mi madre que
ningún hombre puede coger la manzana de oro de sus manos, más lo que me dijera
la esposa de Dracogiorgis, Evangelina permanecía en mi imaginación en patética
situación. La veía amarilla, debilitada, arrugada; la verdadera edad, como
llaman, es el molde del mundo, una rosa marchita, tirada de tal modo que no se
transforma al mirarla. Y, así es como lo creemos. Pero, a mi pesar, ya no la
amaba más. Tanto anhelo en buscarla, y ahora temía verla. Incluso, sentí un
poco de rabia encender mi egoísmo, porque la enfermedad cambiaba la forma de
mis sueños en otros distintos a aquellos con los que llegué a la aldea.
A
pesar de que tuve intensión de desobedecer a mi madre, al día siguiente me fui
a visitar la casa de mi tía matrona, algo anoréxica. Por el camino, vi a
Evangelina y bajé la canasta hasta el codo. Se podría pensar que me había
visto, pero siguió derecho para evitar el pueblo tomando una calle lateral. Di
la vuelta, y salí rápidamente de la aldea. Para saber por dónde iba y en qué
ruta seguía ella, me adelanté, pero entré por un camino equivocado que no era
el que esperaba. De repente apareció, y cuando me vio en la distancia, mostró
mucha emoción, o más bien, temor de verse conmigo.
La
idea de que su condición no era excesiva, se esfumó. Estaba irreconocible. Se
veía imposible, cadavérica; sus ojos negros que fulguraban grandes, parecían
los de un pájaro herido en agonía. Pero eran esos mismos ojos los que amé,
tan pronto la vi. El frío de mi corazón se fue y este comenzó a bombear
fuertemente en mi pecho.
Y
cuando se acercó a mí y oí su voz, no esperaré a que la enfermedad la
distorsionara más. Sus ojos y su voz me parecieron los de Evangelina, la
mujer que anhelaba con todo mi amor encendido. Corrí a abrazarla
primero, y ella entonces me besó, con locura lo hizo y me dijo, sin que me
apartara de sus brazos:
–Giorgio
me sostiene, cómo prenda que le ha pertenecido. Sin embargo, no se acordó de mí
cuando se fue a Santo Tomás. Fui, en tu ausencia, a la ventana, a ver lo que
parecía ser tú. ¿Ves?
–Todas
las ventanas me hacen recordarte, ¿no ves que mis ojos se vuelven borrosos por
las lágrimas?
Evangelina
estaba emocionada.
–¡Qué
dices! Querido hijo.
–Que
fue una larga caminata.
–¿Por
motivo de nuestra separación?
–Sí.
Por nuestra separación, me pareció necesario y propio.
–¿Cómo
pudiste… ¡y yo...! ¡No nos abandona la aflicción!
Le
recité dos o tres versos del "Libro del amor" que recordaba, y ella
emocionada los escuchaba de mi boca, diciendo:
–Me
gusta cómo lo dices, ¡es tan dulce!
Entonces,
también, de improviso la besé por primera vez.
Y
Evangelina dijo:
–¡Sí,
es insatisfactorio que sea tan fácil, chico! ¿Y por qué si son mis besos
dulces, estuviste en Canacari sin mí?
Miré
antes, para ver que el cambio que había recibido por la edad, en el momento no
lo encontraba. Y murmuré, cual si conmigo mismo hablara:
–Es
más, mucho más grande.
Luego,
me dijo:
–¿Por
qué nunca entraste? Debiste aparecer,
aunque pienso que ella no lo aprobaría... ¿Por qué no dejan que vengas? No
estamos en los predios universitarios...
En
lugar de responder a su pregunta, me pregunté a mí mismo: ¿He
de reprobar mis clases, dices madre?
–¿Qué
has dicho?
–Fui
con los campesinos, con Dracogiorgi tu
vecino.
–Yo,
mi hijo, no me trato con ellos –dijo con
amargura. Se peleó conmigo, porque, según dice, solo tengo en mi mente,
ausencia.
Y
después de algo de silencio:
–Pero
se dice que la derecha se junta con la izquierda. Quizás el desengaño te
lastime. Eso es que dice alma...
No
terminó la frase.
–Dime,
Giorgio, ¿me necesitas cuando estás por el país y sientes nostalgia?
–Día
y noche.
–Qué
de disparos das en mis sueños. ¿Has tomado fotografías allá?
–Muchas
fotos.
Su
rostro adquirió una expresión extraña:
–Y
te he visto con algo felpudo en mi sueño.
–Un
ratón de campo.
–No,
espera.
Al
parecer, la respuesta confirmatoria le hizo algo de impresión. Luego, estuvo
pensativa unos instantes.
–Y
aquí que yo me acuesto a la hora que lo hacen campesinas, ¿esperabas
mi saludo?
–Sí
y las galletas.
–Con
el fermento todavía en mis manos,
para decirte el amor que te tengo, Giorgio.
–Te
seguiré escribiendo cartas.
–Esas
cartas son una grata sorpresa. De inmediato volvió a su preocupación: ¿Y quién
me entregará esas cartas? Quien me la trajo, no era de mi confianza.. ¿Será
acaso tu hermana o tu madre...?
–Han
sido varias, la última era la quinta.
–¿Por
qué no las he podido leer?
–Cayeron
en manos extrañas que las abrieron.
Pensé:
pobre Evangelina.
–Es
una pena. La fuerza también se enferma. –dijo.
Pero me estaban haciendo mucho bien.
–Lo
sé, con todo. ¿No te enfadas?
–¿Pero,
por qué las tienes? Yo no le he dicho a mi médico que son las cartas de un
chico para mí, de su puño y letra.
–Las
tengo todas.
–¡Lástima
que no sea la quinta! Yo, sin ellas,
entiendo por qué me dicen nombres. A ustedes les dan los besos y a mí me dicen
monja. Giorgio, así me dicen. Y enferma, que sólo el olor me lleva. ¡Vergüenza,
vergüenza! La voluntad es el mejor remedio para sanarme.
–Te
las traeré y te las voy a leer todas.
E igualmente sanarás.
–¿Me
escuchas? –Dijo pensativa. Pero, ¿dónde? ¿No
te dije que no me quieren por sus predios? Y
machete para ver y aprender que tu madre no será una corona en mi
pueblo... para venir a nuestra casa, –dijo en
breve.
Pero
pronto se lamentó.
–Ya,
no quiero palabras de letras, solo quiero alcanzar lo que he escuchado.
Y
comenzó a llorar y sus lágrimas caían sobre su delantal. Entonces me dijo:
–Aida,
Giorgio, me las puede llevar. Yo no quiero que Masy las vea. Y tampoco voy a
decir de dónde vienen esas cartas.
Pero
antes de seguir, suspiró y dijo:
–¡Que
se queden con las cartas...!
Mientras
estaba con Evangelina, mi amor era tan ardiente, que no veía el cambio que la
enfermedad le había hecho. Ya solo, me agarró una decepción marcada. Sentí
que mi nuevo amor encontraba muchos obstáculos, algunos que parecían
imposibles. Y no me fortalecía oír hablar a mi madre y otras personas cosas
desagradables. Y sin ella, sin decirle “Te quiero”, mi imaginación empezó
una comparación entre Evangelina y la vecina rubia de la ciudad. Allá, estaba
la agradable chica de dieciséis años, de ojos azules, con una trenza en la
espalda. Y Evangelina ya no era tan nueva, o al menos avanzaba rápidamente en
edad y era, además solo un conjunto de huesos marchitos y débiles.
Era
extraño, que una vez fuera de la aldea, el amor que le tenía crecía tanto en
poder que se apoderaba de mí. De vuelta ocurría lo contrario. Cuando antes
estaba cerca, el amor aumentaba tal vez incluso más. Pero una vez que me iba
lejos de ella, se debilitaba y se aguantaba para luego invadirme hostilmente. La
embriaguez que significan sus besos, lo eran para mí sus ojos y su voz querida,
se desvanecían lejos sin que dejara de recordar los detalles desagradables.
Recordaba incluso su enflaquecimiento. Y de comparación, la chica rubia me era
inevitable.
Mi
nuevo amor, se iba de vigilia junto a mi deseo carnal. Era el viejo amorío; y
mis razonamientos débiles los que alimentaban sus endebles encantos. A sus
suaves curvaturas, les hacía las cortesías de las que se hacen y disfrutan los
ricos jóvenes a la chica rubia. Ahora, con ese nuevo abrazo, Evangelina me
resultaba un poco seca, aparte del estremecimiento de sentir sus huesos. Y
recordando en el vecino pueblo, me imaginaba qué de tesoros a pleno pecho había
en la que la pensaba como mi hija adolescente entre mis brazos.
XXXX
Pero
una vez cruzaron por mi mente aquellos pensamientos increíbles, me sobrecogía
el remordimiento, y me daba un impulso de aplastar mi cabeza contra la pared. E
igual me ocurría al ver a todo el mundo junto a Evangelina en mis reflexiones,
pues con amarga vergüenza me creía un sinvergüenza que ni la gente ni Dios
perdonaría.
Es
cierto que mi amor estaba de pie y a sus pies. Pero cuando le pregunté una
solución de compromiso, para mi vergüenza me dijo que: ¿Podía amarla tanto?
La capacidad de mi corazón fallaba ahora en algo, pues parecía que podía
encajar a más de dos.
Una
noche tuve ansiedad, después de varios días, me reuní con Evangelina frente a
la iglesia San Jorge. La plaza de la iglesia estaba desierta y ella se puso de
pie, diciendo:
–Vamos
este martes por la tarde a la “Regla derviche”, y allí me lees tus cartas.
Quiero tener un tiempo que me pertenece.
Y
luego dobló a la izquierda y se perdió por la esquina de la iglesia.
El
martes por la tarde me fui. La “Regla derviche” era una gran roca, a cierta
distancia de la aldea. La roca, por un lado, estaba partida abruptamente y
formaba un acantilado impresionante. En lo más profundo, tenía un pequeño río
entre árboles, mirtos y zarzas, y en un lugar particular con espuma, el rugido
de una cascada esplendorosa. Como parte de la roca quedaba bajando, era fácil
subir y pasar a la parte superior.
En
una grieta bajo la roca, había brotado un árbol de algarrobo con muchas
ramificaciones y cubría mucho terreno. Me senté bajo el árbol, a fin de
ocultarme con las ramas.
La
idea de que vendría Evangelina a verme, disipaba la infidelidad de mis
pensamientos y la esperaba con emoción, pese a que no tenía nada de firme mi
roca de amor. Mas no esperé mucho. Evangelina pronto apareció. Caminó cuesta
arriba y en poco tiempo estuvo de pie respirando fuerte. Sentí pena porque
imaginaba su fatiga. La celebré como en la fiesta de la canasta, pues se veía
radiante como una flor en un huerto propio, incluso más que eso.
Salí
de las ramas del algarrobo para que me viera. Mi corazón estaba verdaderamente
eufórico, como si quisiera correr a saludarla. Cuando subía por la parte
inferior de la roca, delicadamente se sentó y observé que su pecho reventaba
de ansiedad.
Permaneció
algún tiempo en la misma posición y luego subió lentamente a una pequeña
parte de la roca para llegar al árbol.
–No
puedo, mi hijo, me dijo con una voz tan fina y entrecortada. No estoy
disfrutando la dicha de la vida. Muchas veces creí que se me salía el alma.
Estiró
la mano debilitada y la agarré.
–¿Cómo
que quema, no es cierto?
Pasaron
unos minutos antes de que encontrara fuerzas para hablar
conmigo otra vez.
–Si
falleciera, Giorgio, ¿me llorarías?
–Si
fallecieras, pero chulita, tú no has fallecido y yo no te quiero ver difunta...
–Dije con honda tristeza…
–¿Por
qué? –preguntó Evangelina, guardando después
silencio.
Luego
se inclinó un poco y me miró a los ojos, los suyos grandes, resplandecientes
de fiebre.
Le
dije:
–¡Pues
porqué me gustas y por qué eses hermosa!
–¡Me
encanta lo que dices!
Acomodó
el delantal y se sentó sobre sus rodillas, igual que cuando era un niño pequeño,
y la besé. La frente de su cara, tenía las mejillas ardiendo del incendio que
la abrasaba.
Nueva
pausa y de inmediato dijo:
–Ven,
léeme esas cartas.
Me
levanté y saqué el paquete de mi pecho. Pude ordenar las cartas en orden
cronológico, aunque todas tenían el típico preámbulo sobre su salud. Como en
la mayoría estaba, hice esfuerzos por leer saltando alguna parte, palabra o
frase sobre libros que había leído. Empecé con la primera que escribí.
“Mi
Evangelina, la preferida: En primer lugar pido para ti felicidad y salud. Sí
por el amor y por mí, que no he hecho más que llorar y llorar, cuanto salí de
la aldea. ¿Y quién me puede consolar cuando aquí soy un extraño en el
extranjero? Llanto y todo tu nombre es lo que tengo en mi mente y en mi boca.
“Ámame
y recuerda que, mi mente despierta para tenerte en mis sueños, para
contemplarte y tenerte abrazada.
“Sí,
tú eres el motivo por el que mi mundo parece oscuro y sufro. Debo ponerme a
leer y no puedo esclarecer mi mente. Mi alma es como agua corriente que hacia ti
corre... mi Evangelina.”
Dejé
de leer, ella me dijo:
–¡Tantas
palabras hermosas en ausencia, eso está
mal! ¿Y cómo encaja el deber de tus estudios en todo esto!
–Cómo
que gasto tanto tiempo de ese, en lugar de ir a verte. Mis días parecen
instantes. Creo que lo haré un día de estos. Renunciaré a los profesores,
dejaré las cartas y me voy ya de una vez para la aldea. ¡Oh, cuánto te
necesito!
–Es
insatisfactorio –dijo
Evangelina. Si escribes esas cartas, con ellas puedes consolarte, no se te
ocurra dejar la escuela, sería demasiado malo para ti.
Las
otras no decían cosas muy diferentes, pero Evangelina, escuchaba con gran
seriedad sin perder palabra. En una carta le decía que, como estaba siempre en
mi mente, usaba un poco de su imagen para pensar que estaba entre la lectura, y
así encontrar apetito para leer.
–¿Dónde
está escrito eso –dijo con gran viveza.
Le
mostré el lugar, ella tomó la carta y la besó varias veces.
En
otra explicaba que me había enterado de su enfermedad; escribí que sentía que
no estaba cerca de ser el "doctor aparente en el dolor" como las
palabras de la copla. Evangelina suspiró y me respondió con otra:
–Mi
dolor no es incurable, pero sí una pierna cae por encima de la otra, un día me
verás difunta.
Entonces
se puso a llorar y sus lágrimas no pararon hasta que terminé las cartas.
–Si
las cartas acaban, entonces dijo: ¿Por qué no he de escribir a mi pajarillo?
¡Cuántas cosas no dices mejor con la pluma!
El
rugido de la cascada fluía a la par que tranquilizaba. Y Evangelina alzó después
los ojos y dijo:
–Vamos
a ver el río, y el acantilado.
Subimos
y llegamos a la cima de la roca. A través de la vista amplia de la grieta en
caos la respiración se apaga con la sed del río. Evangelina se arrastraba de
nuevo por miedo al movimiento:
–¡Madre
mía! ¡Si alguien cayera de aquí no lo encontrarían!
Cuando
bajamos, caminamos un poco a gachas y Evangelina me extendió su mano diciéndome:
–Tómala
de nuevo para que veas cómo me quemo.
Nos
quemamos la mano aún más y sus mejillas estaban encendidas.
Caminamos
un poco bajo los olivos en silencio y pensativos. Medité algo con un
resentimiento oculto; Evangelina lloraba mucho y sus lágrimas no la embellecían.
Pero en general su llanto me gustaba, me acordaba a los niños mocosos. Una
mujer llorando me simpatizaba, mirándola me parecía que, al agacharse, se veía
tímida como los animales pequeños e indefensos.
Frente
a nosotros, junto a los olivos, miré hacia el otro lado y vi una profunda
grieta abierta en la montaña. La apertura parecía negra, pero la parte
superior del río se parecía un poco al mar lejano.
–¿Alguna
vez te has acercado a este desfiladero, Evangelina.
–Me
he acercado, pero no es lo mismo que estar muy cerca.
–Esa
profundidad es como tu ausencia. Y al
fondo corre el agua de arriba hacia abajo, paralizante, y te crees que el cañón
chupa de esa agua y que esa es su forma de tragar.
–He
oído que las hadas tienen de haber estado ahí.
–No
sé, es un decir... ¿Te
desconciertas?
–No,
en verdad –le dije.
–Me
mareo, creo que me voy a caer, tal vez me mate este día. ¿Por qué gusto
contemplarlo?
De
repente, añadió:
–Déjame,
Giorgio, te digo, reconozco que tu madre de todas formas es quien tiene razón,
la ausencia te dice que no, pero debes obedecer a lo que tu madre dice. No la
desobedezcas, ya que te dio a luz, mi hijo. ¡Es una lástima!
Había
permanecido a la sombra de un olivo y apoyaba su mano en una rama baja. Un rayo
de sol se formó, como una estrella en su frente. Su rostro estaba pálido, casi
como la cera y tenía la gravedad de una paz santa. Nunca había visto algo
semejante.
–No
le hace... no persistas en esa forma de amarme... ya eres grande, ten cuidado.
Yo estoy bien... soy madura... me hago vieja. Y ya tienes esa barba de hombre
justo...
Se
anegó su pecho de sollozos, lo que permitió interrumpir la conversación. Pero
con la última palabra, no pudo limitar la tempestad de su alma, y se echó
completamente a llorar.
A
pesar de que no entendía mucho de aquellos lloriqueos, ya empezaba a aburrirme
porque, como he dicho, no me gustaba. Quería que me encantara, no que se
lamentase.
En
su llanto había una tos fuerte. Ya tranquilizada, me dijo:
–¿Me
oyes, Giorgio, te digo que en Caméis está la mejor forma de hacer la paz con
tu madre. Con sus buenos deseos y mi buena voluntad, es más que cualquiera
otra.
–¿Y
de lo que dijiste?
–De
mí, –dijo
con decisión Evangelina. ¿No te he dicho que mi amor no puede bueno para ti?
–¿Y
dime, por qué no amarte es mi dicha?
Me
miró unos segundos, los ojos borrosos con lágrimas nuevas.
–Yo,
querido, yo no quiero que me gustes... No puedo vivir sin... ¡Oh!…
¡La
pobre chica, me echó fuego!
Entre
sollozos con voz ahogada, luchó para decirme:
–Oye,
hijo de mi amor, me has amado primero, como a una segunda madre, como una
hermana mayor. Pero eso no prueba nada. Ámame en tu corazón. Te pido otra
cosa. Ven para besarte, porque temo que será para siempre.
Y
como si hubiera desaparecido la pasión, luego me besó como para purificarse en
el dolor de su amor y retornó a su primera inocencia. Me dejó una calma con
aquel beso maternal en la frente. Entonces extendió su mano por mi pelo, y
aquel gesto fue más bien una bendición que se otorga a una mascota.
Levanté
la mirada y la vi. Parecía más alta y la luz del sol le rodeó la cara con un
halo sagrado.
–Un
alma que ama no importa a donde vaya, siempre encontrará una semejante.
Sus
últimas palabras temblaron; ahora su rostro parecía perfectamente muerto. Sólo
en sus ojos vivía la vida con valor todavía. En un instante pensé que me iba
a caer mientras ella se apoyaba confiada en el árbol. Dijo luego, con resonante
voz:
–Voy
a volver a nuestra aldea. Puedes bajar.
Tirado
hacia abajo, no respondí. Pero a medida que di unos pasos y volviéndome la miré
fijándome que todavía estaba en igual posición, aunque hubiera podido
continuar. Se levantó lentamente con un poco de tos seca. Los árboles la
ocultaban y no pude volver a verla ya más, pero escuchaba su tos dondequiera.
En
esos últimos momentos, estaba de pie a la sombra de mi árbol, y sentía una
profunda emoción, como una sensación de carácter religioso. El viento me
susurraba: ¡Evangelina!
Pero en ese momento, barajaba la chica con la floración de la primavera y su
trenza de oro y luchaba por desterrarla de mi imaginación, pero todo inútil.
La veía desalojada de su risa juguetona, como si jugara a las escondidas. A
medida que pasaba Evangelina, vi dos trenzas debajo de su pañuelo, débiles
como este. ¿Qué cosa más patética su cabello bruno, en comparación con el
otro de oro trenzado, la chica que jugaba como serpiente para manipular a uno.
Yo no quería hacer la comparación, pero me era imposible evitarla. En casa podía
cerrar la puerta a visitantes molestos, pero no en mi mente. Y la tentación
rubia tenía una tenacidad infernal.
Por
otro lado, mi madre estaba inquieta; parecía que día y noche ocupaba su mente
en hallar la forma de borrarme a Evangelina para siempre. Sus palabras no le
parecían bastante. Un día me dijo:
–Tus
primos están en Amal. Y si no vas a
pasar unos días a Maquita, ve a ver cómo usan el plomo los pastores. En par de
días irás con tu primo Basilio. Yo le dije que estuviera contigo todo ese
tiempo y me oyó con mucha alegría. Lo
encontraré, me dijo, y con Triguero
le voy a enseñar a cazar. Y al rey se
lo he oído, tiene bigotes de buen cazador. Nunca regresa sin una liebre.
La
idea de mi madre pegó con entusiasmo. El rifle y la caza estaban entre mis más
grandes antojos.
–¿Quieres
ir a preguntarle?
–Te
voy a dar un rifle a su debido tiempo. Lleva muchos
días en el Centro de Excelencia de Amal, ese rifle va a ser tuyo.
Para
poner mi mente no solo en lo de siempre. El rey iba a venir a decirme cómo
apuntar y qué comprar, en Canacari tendría rifle para ir de caza, todo el
tiempo que quisiera.
Basilio
vio a mi madre esa tarde y fui testigo de las palabras de ella. A la luz de dos
cañones, que me "siga todos los días” que permaneceríamos en Amal.
–¿Y
cuándo vamos?
–En
dos días; el sábado que viene.
Me
gustaría ir, cuanto menos un día más pronto, pero el rey no actúa tan rápidamente.
Los
dos días que pasé fueron una fiebre de expectación, quiero decir, casi me
olvido de mí completamente. No podía esperar a tener mi rifle mano y soñaba
con la caza que iba a hacer.
Luego
de tres días, fuimos a Amal. Basilio era varios años mayor que yo, un joven
hecho y derecho. Cuando llegó el amanecer a buscarme, me fijé que sólo traía
un rifle y se echó a reír.
–¿Y
mi rifle? Me dijiste que tendría un
rifle. Pero solo tienes uno.
–Se
encuentra en el depósito de chatarra.
Tengo nostalgia de otro ratón de campo que dejé olvidado en Amal, a diez
mediocres días.
–Te
ríes con malicia, –dije con incredulidad,
cuando lo verá rey, cuando mi madre.
–Tu
madre está en espera –dijo
el rey. ¿Irá a Amal? Si no quiere, no llega. Pero igual que el rifle quiero
cargar el mío.
–¿Puedo
cargarlo?
–Es
pesado y te aburrirías, pero como lo deseas, llévalo a lo largo de paseo.
–Yo
no me canso.
Una
cosa así que se desea, puede ser problemática.
–A
la subida, me dijo, probarás y tendrás
tu primer rifle.
Y
lo necesitaba aun más, para detener mis erróneas creencias y mis dudas. El
camino era cuesta arriba, de unas tres horas, y el rifle, pesado para mi edad.
En algún momento, comenzó a dolerme, pero sin expresar queja. Tiré a un pájaro
en la carretera, pero no acerté. El rey me aseguró que pensaba que sí, que le
había dado de lado con algunos perdigones y que había visto plumas de alas
huyendo en el aire. Así, mi primer tiro, resultó un éxito a medias.
El
pueblo de Amal es una meseta a gran altura. Por un lado, el sur, las colinas de
cierre con árboles de roble, grandes y fuertes árboles de la parte norte que
reinan en Madara, desnudo y reseco. Entre los robles que eran muchos, desde
todos los lados resonaban anillos y martillos.
Abajo,
al borde de una llanura está un río caudaloso. Desde su santuario de agua,
fluye interminable. El llano está cubierto por hierba espesa; pero, como he oído
decir a uno de los pastores, que deja el pastoreo de ovejas en la parte líquida,
debido a que la hierba tiene sanguijuelas.
Cuando
llegamos, oí gritos extraños de aves y Basilio me explicó que eran los
“koliakos”. Los vi pasar volando en bandadas por el aire y Basilio dijo:
–¿Quieres
tirarles ahora?
–¿Se
pueden comer?
–No
se comen, porque como dicen, causan acidez. Pero te servirán de práctica; yo
te instruiré para que aprendas.
Me
enseñó cómo apuntar y, una vez estuve a buena distancia, tiré. No puedo
describir la emoción y la alegría cuando vi uno de aquellos pájaros agitarse
en el aire y caer.
–¡Qué
vida absurda la que tienes, Giorgio!
Pero tendrás las barbas de un gran cazador. Toda ausencia en tu partida se
recompone. ¡Es tu primer éxito
anotado!
Corrí
y me dieron el pájaro. El triunfo se estaba convirtiendo en una mayor idea con
el pájaro muerto.
Llegué
de vuelta, con mi presa en triunfante celebración, y cuando el viejo quesero
supo allí al enterarse, que yo había matado al “koliakouda” por el ala, y
que ese era mi primer disparo de rifle, mostró una gran admiración. Me inflé
de orgullo más que en ninguna otra ocasión, y tuve la sensación de que ya era
un hombre.
Por
eso, me di cuenta de que el rey me trataba con gran exaltación, como a un hijo.
Él me había dicho que el de dos cañones estaría en el patio, pero allí no
estaba. Me dijo que como había conseguido un solo pastor que faltaba, se lo habían
dejado, dado a que hubo una confusión sobre mi cuenta. Pero el rey encontró
manera de satisfacerme.
–Hijo,
¿no quieres tener un buen rifle? ¿Cuántos días nos esforzamos en Amal? Mi
rifle va a ser tuyo. Participamos juntos en la caza, cargaste el rifle de
acuerdo con el consejo. A mi me quieren y me han asignado la caza del pájaro
“kianenous”. ¿No te gusta la idea?
Tenía
tanta locura por la caza, que acepté todo compromiso, mientras se tratara de
cazar. Así que, me retuve para que el rey me instruyera. Estaba embriagado por
mi primer éxito; pronto me di cuenta de que este trabajo tenía su arte, y yo
no lo conocía. Cargué mi rifle para seguir mi nueva afición.
Al
día siguiente me llevé tremenda decepción. Disparé quince cartuchos, sin
darle a nada, mientras tanto el rey mató tres perdices. Busqué alguna
oracioncilla para repetirla y calmarme, pero no me reconfortaba. Esto, me
dijeron, le sucede al mejor cazador. La caza y los cazadores tienen sus días.
De hecho, al siguiente maté a dos *paseriformes. Salí y una perdiz pasó
frente de mí, pero como hubo un ruido, se huyó mientras apuntaba tratando de
mantener mi firmeza. Había ido demasiado lejos. Lo mismo me pasó con una
liebre. La agarró el perro de mi primo.
–¿Quieres
tirar? –me dijo Basilio dándome el rifle. Le
apuntas primero y luego dispara.
Yo
estaba listo, pero cuando la liebre pasó cerca de mí, me olvidé de lo sabido.
A pesar de que se acercaba a mí, temí que se metiera por mis pies. Y el perro
tampoco no logró capturarla.
Una
vez más Basilio halló forma de consolarme:
–Bueno,
ya no dispares más, porque puedes matar de miedo al perro. Tiras de demasiado
cerca.
Mis
errores, en lugar de debilitarla, fortalecían mi nueva pasión de caza. Cada
noche dormía con la esperanza de que al día siguiente vendría cargado del
producto de mi cacería.
Pero
a pesar de que nunca cacé nada, aquellas aventuras las agradecí mucho, así
que no me sentí tan decepcionado que mis esfuerzos fueran infructuosos.
Los
quince días pasados en Amal fueron de los más agradables de mi vida. Mi
apetito era enorme y comía como lobo. Por la noche, encendimos fuego porque hacía
frío en mitad del verano. Y si bien de día no cazaba nada, de noche en mis sueños,
lo hacía. A veces, incluso soñé con bestias terribles que sólo se conocen en
la historia natural o quizás en los cuentos de hadas.
Los
pastores fueron muy agradable compañía, con su actitud simplista y sin malicia
del mundo. Si acaso, iban tres veces al año, de la aldea a la ciudad. La mayoría
eran taciturnos, acostumbrados a vivir con animales salvajes. Pero el viejo
quesero sabía muchas cosas. En su labor, cantaba canciones y contaba historias
diversas, adivinanzas tradicionales o juegos verbales. Me dijo una. No la digo;
me reí porque se trataba de un trabalenguas. Sus episodios recordados y anécdotas
de las revoluciones las contaba de forma agradable.
Mis
excursiones de caza no eran sólo aventuras de caza, también resultaban
exploraciones de lugares desconocidos y hermosos. Conocí todos los sitios de la
zona rural de Amal. Vasili a menudo iba de cacería allí, y me servía de guía.
Pues no debía ir nunca solo, decía, por temor a que algo pasara. Él sabía dónde
conseguir agua de una fuente o conservar nieve en verano.
Otro
placer estaba a la vista para mí: la sensación de altura. Cuando llegué hasta
allí pude ver cuán abajo se encontraban la tierra y el mar. Pensé que estaba
volando, como el hombre en la luna. Alzaba los brazos y me parecía que mis
miembros eran más ligeros. Más tarde, cuando recordaba aquellos sentimientos,
me explicaba la psicología de la montaña, y me sentía, eso sí, muy orgulloso
de sus pastos. Es lo característico, se dice, al oeste de Creta. Un día se
sentó un buen número de exploradores al pico y observaban las llanuras. Uno de
ellos dijo:
–¿Somos
tontos, o esas tierras bajas tienen alma?
Un
día llegamos a un lugar llamado Alazán, en el otro valle. Día que se hizo difícil
y que resultó un atrevimiento la subida junto al Maestro. El pico Madara es el
más alto y más central de la región de Dicte; también porque su altura
excede a todas las montañas de sus alrededores, el espectáculo que se presentó
ante nosotros era máximo. Creta aparecía en su mayor extensión longitudinal
entre dos mares, el de Creta y el de Libia. En el centro, destacaba el volumen cónico
de Siloriti, que no obstaculiza nuestras nubes, desde donde veíamos las Montañas
Blancas hacia el oeste. La llanura del río Mesara se extiende entre el monte
Ida y el espacio; de Dicte a la curvilínea playa al norte como una mancha
blanquecina, más la ciudad de Heraclión frente a la isla de Zeus. Y en medio
de una sucesión de montañas y valles, que luego termina en Creta, y sitia otra
vez los mares que allí son con sus dos islas: Caso y Cárpatos.
Por
encima de todo, este espectáculo dejaba una impresión vívida en mí.
Considerable es la gran meseta de Lasiti, donde bajamos del lado norte con el
Maestro. La meseta de Lasiti de todas formas es una gran gloria en la historia
de Creta aunque menor. Amal, es mucho más grande y habitado. Una llanura
ovalada, excluidas todas sus partes de montañas, es suave como el papel, con
rayas transversales de numerosas zanjas y pueblos a los alrededores, de marco
verde y blanquecino va formado de enredaderas y árboles. En invierno, el lago
del valle a la montaña sería mayor si no tuviera el borde occidental de los
Chonos, un estanque que ingiere las acequias que conduce el agua.
Yo
había oído hablar de los animales atados a nuestras montañas, una especie de
cabras salvajes grandes que de día, corren y saltan sobre baches terribles,
pero las vi. Entonces era así todavía, ahora se ha reducido también, por la
gran persecución que les han dado los cazadores. Yo no había visto ninguna y
había perdido toda esperanza. Pero el último día en Amal, mientras cambiaba
de impresiones con Vasili, oí poco antes el ruido y vi pasar al lado opuesto
una cabra montesa.
–¡Cuidado,
Giorgio! –me dijo en voz baja primo.
Parece
que al escuchar su voz, la cabra se detuvo un momento y logré ver sus enormes
cuernos, doblados hacia atrás. Luego huyó, desapareciendo entre los árboles
de roble y las rocas.
–Si
le dispararas, –me dijo el rey, no acertarías
el tiro?
–No
voy a llegar, por lo difícil del alcance, aun mirando por lo transparente, no
se ven bien las cosas. La cabra no quiere caer.
La
caza no me dio más éxitos después de la primera y eran pocos y pequeños; sin
embargo, volví al pueblo con el deseo y la perseverancia de seguir cazando.
Encendido con mayor furia de cazar. ¿Y qué había de mí? Mi madre parecía
feliz, pero no me dijo que le había dado dinero para el rifle de dos cañones.
Quería, como me dijo, que comprara una escopeta milanesa negra, aunque porque
estaba a pie en el pueblo, me pidió que lo llevara fuera de la ciudad. No
obstante puso a mi disposición su rifle marca Claus. El rey de los cazadores,
mi primo y yo, muchas veces íbamos de caza, yo me quedaría con mi rifle y él
tomaría prestado uno –dijo. Así tendría yo el
mío.
Era
la primera vez que volvía a la aldea, luego de cierta ausencia, sin que
mostrara impaciencia por ver a Evangelina; mi madre había escondido su gran
alegría y a la par, había evitado decirme nada.
Sólo
vivía para la caza y no hablaba de nada más. La pasión por la caza parecía
sustituir el frío en que estaba tirado mi amor. Y yo pensaba que ella me había
aconsejado no conocer y hasta evitar, el tipo de trabajo que hacía. Busqué una
excusa para encontramos; me miro enojada y, ofendida, alzó su causa. Es tu
culpa que quieras contemplarme. Dilo a tu alma.
Pero
incluso llegó a decir algo que entendí sobre la malicia y el chisme de la
aldea que habían tomado camino hacia nosotros. Una mujer, famosa por el peor
lenguaje del pueblo, susurró en otras mujeres, una noche que pasaba: ¡El
novio! ¡Ahí va el novio! En otra me enteré que se burlaban de la enfermedad y
la tristeza de Evangelina, porque no la quería su suegra. ¡Qué lástima que
no le falte un hombre a una mujer de accesorio! Las otras mujeres, familias de
mi compañero me dijeron una palabra incomprensible, palabra que llegó a oídos
de mi madre y, a pesar de eso no entendía, así que supuso que era “pobre”.
De este modo empecé a sentir lo que me había dicho mi madre, que sería el
estigma del pueblo. Pero el chisme más seguido, ponía a Evangelina como víctima
a quien a criticar más. Me gustaba saber por qué era tan desafortunado aquel
miedo a la lengua de todos. Mas, lugar de saber como ella se sentía, encontré
un nuevo pretexto para aislarme.
La
caza me dejó mi mente fuera de cuidado, nada más. Todo el día estaba fuera de
la aldea y de noche llegaba cansado
y dormía un sueño sin sueños. Fui con el rey a la costa y pasé varios días.
Hubo mucha caza y cuando regresé, me gustaba lo oscuro del sol.
De
Evangelina escuché que estaba siempre enferma. Mi madre no me dijo nada, mi
hermana había cesado la hostilidad, y parece que le simpatizaba un poco, porque
me dijo que su estado era sumamente grave. La fiebre y la tos no la abandonaban
ni de día ni noche. Y la iglesia, a la que rara vez iban de feligreses, ahora
la visitaban. Pero en una, se agravó y debieron irse en medio de la misa. Muy
pocos fueron a verla a su casa.
Sentí
algo de dolor, pero mi pensamiento estaba ubicado entre Evangelina y su triste
enfermedad. ¡Ay! , ¿Qué era toda esa enfermedad? ¿Qué podía hacer yo con
su tos y los lloriqueos suyos? Maldita enfermedad, que había hecho tal obstáculo
para mis nuevos sueños. Mi mente comenzó a puntear mis nervios.
En
aquel estado mental, la mujer querida parecía remota y la que vivía con su
nombre resultaba una desconocida. En situación irreconocible y patética: la
vieja Evangelina. ¿Qué relación tuvimos con lo desconocido, para que la
miseria se erigiera de pie como un obstáculo en el camino de mis sueños
adolescentes?
Mi
madre celebraba haber logrado sacarme de Evangelina y meterme en la pasión de
la caza, –poder que fuera de su padre, donde
encontró un buen aliado. No obstante, para bien o para mal, acaso para poner a
prueba el grado de su éxito, pensé irme por un tiempo de la aldea. Así
dedicaría más tiempo a mis vacaciones y a pasear por la ciudad. Cierto día me
sugirió que fuéramos juntos a San Tomás, un pueblo lejano, donde se había
casado su hermana mayor.
La
propuesta me gustó porque había oído que San Tomás era uno de los pueblos más
bellos. También me había quedado una vez allí, con dos de mis amigos de
escuela secundaria. Esto satisfaría la viva curiosidad de mi edad, por ciertos
lugares nuevos. No cesaba de decirme que ya había estado en San. Tomás, con
dos primos cazadores que todavía practican la caza. Pero la mayor motivación
para el viaje, era algo que le dije: Que yo era devoto de la Virgen de
Caliviani, y que estaba esperanzado en que, para que me fuera bien, visitaría
aquel santuario, reconocido por hacer maravillas. Entre otras cosas, porque me
había hecho bien y estaba cerca de nuestro pueblo.
Cuando
niño mi imaginación exagerada se agitaba por lo que escuchaba acerca de las
maravillas de Caliviani. Tenía gran curiosidad y suficiente celo religioso para
ver y adorar la imagen de lo milagroso.
El
viaje no tardó. Para ir a Santo Tomás, pasé gran parte de la llanura de
Mesara en pésimos transportes. Santo Tomás no parecía inferior a su reputación.
Era un pueblo grande, hermoso, con agua y huertas funcionando. Mis tíos eran
ricos y su casa rebosante de toda mercadería. Mis primos eran lo nuevo e
importante, y además, tenían dos hermanas menores. Todas mis grandes alegrías
placenteras se daban sin saber yo cómo. En realidad no, mis primos eran
cazadores que gustaban oír cuanto disfrutaba de la caza, me dijeron también
que había buenos perros y hasta un rifle adecuado para mí, para acompañarlos.
Tuve
un día de descanso y luego fui a Caliviani. Lamentablemente, no parecía un
tiempo oportuno para milagros. Los peregrinos y enfermos eran pocos. Oí muchas
historias de milagros, pero no es de extrañar lo que allí viera. Un nuevo loco
enfermo o endemoniado como decían los sacerdotes. En el receso, tras la hermosa
puerta eclesial, todos veneraron a la santa; el cura se puso de pie. El loco
gritó enseguida cuando el sacerdote dijo que el demonio era quien atormentaba a
los enfermos: Espíritu inmundo ¿qué
derecho tienes a obligar al hombre a ir al Tártaro y al infierno, morada que es
tuya? El paciente estaba respondiendo, en lugar del demonio. ¿A
dónde iré? Sus dedos de anzuelo me agarran, no me llamen malo.
Luego,
el enfermó reía con verdadera risa malvada, diciendo:
–Allí
irá Sin ninguna molestia, porque nos
pertenece.
Y
yo pensé que el demonio hablaba; sentí escalofríos en el cuerpo. Este diálogo
se repitió muchas veces y el demonio lo que hizo fue burlarse a su salida. Eran
espíritus malvados, según los sacerdotes. Y puesto que el bien no se obedece,
se luchaba por obligarlo a la cruz. Y así golpeaban al pobre loco, creyendo
derrotar al demonio.
Yo
creía en lo que oía; sin embargo, me preguntaba, ¿qué placer disfrutaban
aquellos demonios que, con mucha perseverancia, querrían residir en el vientre
de un hombre, en lugar tan estrecho que encima no estaba limpio. Si por lo menos
el enfermo fuera una chica hermosa, se comprende. Y, sin llegar a ninguna
conclusión, pensaba en la infidelidad; solo de tontos parecía la conducta del
diablo: pero si no era tonto, ¿cómo emplea extranjeros para manifestarse?
Ya
en Santo Tomás, estaba constantemente en un círculo amoroso. Mi tía no
encontraba qué ofrecerme para darme las gracias, aunque por deber, mis primos
me mostraban amor y dedicación. Todo el mundo me miraba y me hablaba. Que no me
perdiera nada, ni me avergonzara de nada. Mi primo mayor dijo:
–Es
una pena, si el primo Giorgio se las pierde. ¿Por qué, si todo se puede
mejorar?
Pero
aunque no teníamos mucha afinidad, estuve de acuerdo con sus gustos pero para
mi primo no era suficiente. Incluso mi madre cambió el tema.
–Hubo
aquí, sí, cazadores mayores alguna
vez, pero no se quedaban por la tierra siempre buscando sombra.
Cuando
no iba a cazar con mis primos, practicaba varios deportes con amigos de la
localidad. Allí aprendí a atrapar la liebre y durante la noche maté una; así
mi caza se dio con mayor éxito.
A
Mesara fue suficiente verla a caballo, lucía muy rara como nuestro pueblo de
montaña. No es igual, incluso es mayor, el placer de la caza a caballo. Y mi tío,
buen jinete de cabalgata en Coraca, había luchado los últimos tres años de la
revolución, y además tenía buenos equinos. Con mis primos aprendí a montar
juntos y recorrimos toda Mesara. Nos fuimos a Santa Diez y llegamos hasta
Timpaqui. Pero con el trote de los caballos de Creta, la equitación no
resultaba muy difícil.
Mi
tía y los demás querían quedarse hasta agosto, para la fiesta de Caliviani.
Pero mi madre no quería retenerme más. Después de haber dejado pasar algún
tiempo, el suficiente, mi madre informó a sus familiares que vinieran a pasar
algún tiempo a nuestro pueblo. La tía y los otros querían quedarse un poco más.
Pero mi madre, insistió en que me fuera con ella. Temía que pudiera pasarme
algo. Debíamos pasar por Turcochori. Entonces accedí, no tenía otra cosa que
hacer, así que decidí leer un poco.
Mi
tío y mi primo nos acompañaron, el primero dijo alegremente a mi madre:
–Pasaremos
por pueblos turcos, pero con estos dos muchachos valientes que se gasta no tiene
nada que temer. Y con mucha confianza, porque nadie mejor que Giorgio que se ganó
un rifle al meterse a cazador.
Así
se hizo el viaje de regreso: armado, con un ligero rifle de un cañón, el mío.
Pero mi alegría era inmensa.
D
El
camino no fue nada particular, mas llegados al pueblo, nos enteramos de cosas
muy tristes sobre Evangelina.
En
nuestra ausencia, había llegado al pueblo un médico de provincia. La madre de
ella lo invitó a examinar a su hija, y después de un examen, dijo que la
enfermedad estaba muy avanzada y que no le quedaba mucho tiempo de vida. Lo
supimos por mi hermana, pero mi madre, al parecer ahora, lo sentía “por la
joven señora desventurada”, y dijo algunas cosas más. Evangelina tenía
tuberculosis, enfermedad de la que no se salva nadie. La fiebre la derretía de
día y de noche, la tos y el ahogo le consumían la sangre, que encima se le
aloja en el pecho.
–Me
dijo mi madre, tú eres un conocido puedes ir a verla, pero el mal que tiene, mi
hijo, es pegajoso y me da miedo. Quisiera ir pero no puedo. Ya está en las últimas.
–¿Y
que yo muera? –Dije para mí, pensativo, sobre el
misterio de la muerte. Era la primera vez que veía tan cerca su terrible e
implacable poder.
Mi
madre fue a verla eventualmente, pero parece que la tía de ella la recibió de
mala gana, porque regresó, negra de rabia y obstinada, como si quisiera golpear
a cualquiera con la sartén. Y cuando le preguntamos por la enferma, le dio un
arrebato de ira.
–En
las escrituras dice que Dios hace y deshace, y que a cada uno da según sus
obras y allá cada cual con su alma. A mí Dios me dio posesiones, me premió
con bienes y con comodidad. El hombre logra. Pero toda madre tiene sus
obligaciones como tal y debe velar como cuando llega el otoño. No es su culpa
su desgracia, pues me opuse al error y me reafirmo, aunque la gente diga que
solo siento pena por el alma del hombre.
Entonces,
como si se tratara de una enfermedad vergonzosa, nos dio una visión aterradora
del estado de la paciente. Ya no tenía aliento, en lugar de toser. Y en las dos
veces de tos asfixiante, estaba herida y asustada de cómo terminaría. El
agotamiento y la palidez eran tan grandes que si no tosía, la daban por muerta.
Sólo falta ver la cera de su boca. Dado que la enfermedad ya estaba avanzada,
sus ojos y sus mejillas se habían hundido, dándole el viso de una anciana de
sesenta años. ¡Ni un perro maldeciría tal situación! Y lo peor es que pone
en peligro a otros, con su enfermedad, a los que fueron y se acercaron, porque
su enfermedad, Dios no lo quiera, es pegajosa como el fuego. El médico dijo que
no se permitiera niños cerca y que al morir, quemase su ropa y aquella con que
duerme. Algunas mujeres salieron a ver, pero fue como si se hubieran enterado de
lo dicho por el doctor. Debía evitarse la contaminación o el peligro de una
epidemia.
–Se
ha de morir –murmuró pensativa.
–Qué
es lo que en realidad dicen –pregunté
a mi madre.
–Cosas.
Esa
noche vi en sueños a Evangelina. Se hacía pasar por mi madre y me llevaba en
su regazo, y sentía que su cuerpo, debajo de sus vestidos, era un único
esqueleto descarnado. Su cara tenía el color de la muerte. El horror me retenía
y quería irme lejos de ella, pero no tenía fuerzas. Sus manos, igual que las
membranas secas y arrugadas, me sostenían como el hierro al calendario. Me
agarré de sus brazos y los huesos le crujían. Besé sus labios fríos, pero su
aliento olía a incienso. Entonces, sentí su terrible tos y su respiración, y
me cayó esputo sobre el rostro. Pronto la vi toser la sangre que brotaba de su
pecho apasionado y pintaba de rojo sus labios. Y con aquella boca ensangrentada,
mostraba una espantosa sonrisa.
Empleé
toda mi fuerza en salirme de sus brazos, pero la enferma me apretaba bien
fuerte, tanto que incliné mi cuerpo hacia atrás. Me le acerqué, y me dijo con
su horrible sonrisa:
–Me
odias, ¿no me odias?
Apretó
su boca ensangrentada con la mía. Pero me resistía; la solté sumergiéndome
en un placer que no sentía hasta entonces. Mi sueño se interrumpió en el
paradójico placer con ella.
Después
de aquel sueño, caí en una situación extraña. Era una necesidad de cambiar
algo en mi alma, como si me hubiera convertido en otro hombre. La pasión por la
caza se atemperó y varias otras cosas por las que empezaba a preocuparse,
dejaron de ser de mi interés. Evangelina volvió a entrar en mi corazón,
enferma y cual si agonizara, toda horrible esa era la imagen que veía en mi
amor de nuevo. Pero, por nuevo era diferente mi amor. Un amor de dolor. Yo la
quise, y ahora ya que sufre, marchita su juventud y su belleza, en poco tiempo
moriría. Gracias a mi madre, y a mí mismo. Mi madre con su prejuicio, el
desprecio, su crueldad odiosa, pues en cuanto abre su boca, nunca habla bien de
ella. Pero al menos trajo a la muerte mi indiferencia. Renuncié a la caza,
renuncié que me amara. Por primera vez, puse en el alma, un sentido claro de
honor masculino, y me sentía avergonzado como un cobarde, por aquella mujer. ¡Qué
egoísta, cobarde y cruel! ¡Lo sacrificado por mí parecía pequeño y todo
ello perdido por mi culpa!
Yo
había pensado que la enfermedad de Evangelina terminaría, después de uno o
dos meses, hasta su muerte. Mi corazón era una esfinge de desesperación. No
estaba muerta y yo no creía que ya la amaba, ¿Cómo es que los enfermos pueden
llegar a odiarse, tal vez? ¿No era mejor que yo muriera con ella?
Un
cuerpo con matriz y no haber procreado en este mundo... Pero yo estaba seguro,
que era una muerte inevitable. La idea terrible formada por lo invencible de la
muerte. Ahogada en el dolor y ambas reunidas en mi corazón, en la idea de
recrear mi amor; el nuevo amor de nueva vida en el alma. El misterio de la
muerte, ocupaba mi mente ahora, quitaba la programación de la razón e
instalaba el sentimiento. Y caí en un romance donde el objeto de mi amor era un
ser casi intangible, sin carne.
Al
final me sojuzgó una alta melancolía persistente. Estaba tranquilo y estaba
solo en mi casa, irritado y enojado, como ahora me conocían. Me fui de caza
nuevamente, sólo para vivir aún más en soledad. ¡Hasta olvidé mi rifle en
ese estado! En la ciudad, había aprendido algunas tristes canciones de la época,
y una que alude “al desierto que sigue al canturreo.” Pero todo correspondía
a mi estado de ánimo mental. Escuchaba a Solomos que cuando canta, siempre las
lágrimas se asoman a mis ojos. Evangelina, como la chica de su canción, se iría
para siempre...
Una
noche fui a la calle de los reyes,. En lugar de volver a mi casa, partí para la
parte alta del pueblo y pronto me encontré cerca de la suya. Me quedé con la
decisión de ver a la enferma y de hablar con ella, de quedarme con ella. Estuve
así en mi necesidad de verla, sin entender los temores que me había infundido
mi madre. Era solo un momento en que tenía dudas, porque miedo no tenía. No de
contagiarme al menos, sino de la dureza de su tía que estaba enojada con mi
madre.
Estaba
en esta duda, cuando la oí toser y me di cuenta de que tenían a la enferma en
el patio. Al acercarme, vi en la oscuridad que alguien se hallaba sentado bajo
el naranjo. La noche estaba muy caliente y la enferma había ido a refrescarse
afuera. Me acerqué y lentamente dije su nombre:
–¡Evangelina!
¡Evangelina!
El
bulto negro bajo el naranjo, se movió ligero:
–¿Giorgio?
Estás aquí, oh, ven, Giorgio –dijo la voz–.
Me
moví adentro y quise caer en su regazo. Pero sus manos temblorosas me atajaron
a distancia; me hizo sentarme en un taburete, a su lado. Dijo:
–Cariño,
mi hijo, viniste a fin de encontrarme y a otra gente que sufre?
–Temo
que no querría encarar a otra gente. ¿Crees que vengan?
Dudó
en responder; hizo un esfuerzo para decir:
–No,
no... ven.
Su
voz cortó la tos. Luego dijo:
–Dame
esta alegría, que quiero... Bueno, ves Giorgio, yo también he venido. Aunque
has llegado muy de noche, pero así no puedes ver bien en qué me he convertido.
Se
quedó en silencio y me di cuenta.
–No
podía dejar de venir. Mi corazón anhelaba verte.
–Temías
que hubiera muerto… No quiero, al
dejarte pensé en que…
Estuviera
muerta y me arrojé de nuevo a
abrazarla, pero de nuevo me apartó.
–¡No
quiero morir! –Dijo en un suspiro profundo, pero
mi destino ya se decidió en este mundo, ¡que no fuera feliz! El médico estuvo
conmigo: no tengo mucho de vida. No me lo manifestó, pero lo entiendo, mis
hojas de vida están ya parpadeantes, como una lámpara a la que se acaba el
aceite. ¿Y qué será de mí cuando haya fallecido? Habrá caído el
significado de las hojas de mi árbol. Como a esas hojas marchitas, que cuando
caen, se las lleva alguna ráfaga de viento.
–¿Pero
no te he dicho de Caliviani, donde es posible el milagro, que sanarías? Al
final está mi oración, no importa el argumento que traigas. Pero, ¿por qué
no vamos pronto, no es lo mismo aquí que en Caliviani, la distancia hace
grandes milagros.
–No
puedo, mi hijo... La debilidad que tengo, si me fuera de caminante terminaría
difunta.
–La
verdad es que resulta demasiado lejos; las llanuras forman como un gran plato.
–Podría
ir al monasterio, que no es tan lejos.
Para que Dios haga allí lo que quiera. Pero dime, cuando vas?
–A
principios de septiembre.
–En
septiembre… –murmuró. Cuando caen las
hojas... Escucha, quiero salir, quiero ver.
–Yo
siempre puedo llevarte por el pueblo
para que contemples cuanto quieras.
–¿Y
no tienes miedo a tu madre?
–Estoy
que me muero de puro miedo. Yo sé quien soy, sé muy bien qué hacer y es lo
que quiero.
–He
oído decir que vas de caza, –dijo casi feliz
Evangelina.
–He
ido, pero no me gusta esa dicha.
–¿Querido?
–Que
no me gusta.
–Escucha,
Giorgio, dijo, Te agradezco tu bondadosa oferta. Pero no vengas más. Yo no
saldré y por tu bien no vengas. No te digo esto, porque temo a tu madre y al
mundo sus palabras. En cuanto a eso, no temo.
Y
bajó la voz, hasta decir lo siguiente:
–¡Yo
ya no tengo dicha en este mundo!
–Pero
me temo que sigo en pecado. Es pecado lo que cargo en ausencia. Tengo que
informar adonde voy. Temo por ti mucho más, no entenderían porque te apegas a
mí. Que te permitan cerca de mí, es como si quisieran hacerte daño. Y yo no
quiero hacerte daño. Mis grandes pecados, que no quisiera llevar, son mi
destino (y comenzó a llorar) con esa ausencia tan mala; sí, la muerte es para
mí y para los que amo, ¡y yo te amo! Debes evitar estar conmigo, debes tener
todo el miedo posible, incluso por tu madre que te dio a luz, si te mueres, la
dejarías tirada en un desierto.
–¡Yo
no tengo miedo! –le dije.
Y
era honesto.
–Creo
que es mayor el mío, no debo amarte. No deseo encontrarme con que seas tú el
enfermo. Dios no lo quiera, mejor sería para mí fallecer diez muertes. Y esto
es todo, no he de encontrar nunca la paz. Quiero, mi hijo, que vivas y que
tengas los buenos momentos de tu vida. Sólo entonces voy a estar muy feliz en
el otro mundo. Yo quiero una cosa de ti, ¡acuérdate de mí! Recuerda a esta
chica torpe, que te ama y que solo conseguirá el amor en el otro mundo. Por
este mismo amor, yo no quiero que permanezcas junto a mí. De vez en cuando,
contémplame de muy lejos, los días que vayas a estar aquí hasta el desenlace
final.
Junto
a la última frase, quedó en la oscuridad como el triste conjunto que parecía
cuando la vi sentada.
–Tengo
que irme. –Dijo. Mi madre duerme. Con mis
problemas no la dejo descansar ni de día y ni de noche. Ahora encuentra cómo
conciliar el sueño para dormirse. No quiero despertarla y verla enojada y
molesta. Claro, caramba, Giorgio, me encanta que hayas venido, ya te lo he
dicho.
Su
mano me tocó en la cabeza y antes de que pudiera agarrarla, se retiró sin
volver el rostro. Y cuando vine a darme cuenta, estaba tirando en casa, mis ojos
borrosos por las lágrimas. En la transparencia de la noche de verano, había
regresado a pie.
Lo
que distinguía de la faz de Evangelina, tan pronto me acostumbré a la
oscuridad del patio, es que parecía triste, pero no repulsiva. De hecho,
aquella forma de cera, le daba un atractivo de belleza. Y con esta atracción mórbida,
casi irrelevante, me hundí en el ensueño.
Esa
noche no pude dormir. Estaba sacudido en mi cabeza como si mi cuerpo cediera a
la agonía del insomnio. Y a partir de pensamientos que no me dejaban dormir, el
más persistente era que, en lugar de querer evitar la enfermedad de Evangelina,
buscaba evitar que nos encontráramos juntos. Ahora la miraba con la
indiferencia más monstruosa, la que había demostrado últimamente, y me
satisfacía. Tuvo ella que sufrir, y aún no se había muerto, para que viera yo
mi insensibilidad ingrata.
Pero
¿por qué? ¡Morir! ¿Por qué estaba tan seguro que iba a morir de su
enfermedad? ¿Cuántas otras personas que se enferman ya están otra vez bien,
¿e iba ella a morir? ¿Qué pasaría si el médico dijera que Dios tiene el
poder de levantarla, dado que él resucita a los muertos? Mis ideas religiosas
de entonces, buscaban los milagros como una fortaleza. No quería ver la
justicia de Dios y la infinita bondad de María convertidos en una gran
injusticia. ¿Así que, los malos viven y una chica que nunca hizo nada malo,
está condenada a morir?
Más
tarde cuántas veces tuve oportunidad de hacer Su voluntad con este
razonamiento, hasta llegar a la nada de la justicia superior, sin pararme a
pensar en el más alto valor de la caridad.
Estos
pensamientos me hicieron tomar una decisión. ¿Se salvaría la enferma? Con la
fe que tenía yo entonces, nada me parecía imposible. A partir de los libros
sagrados, yo creía que, no sólo habría podido ser curada, sino también que
los muertos regresaban a la vida. Y para estos milagros, solo era suficiente la
fe. ¿Por qué no podía llegar a ser así con Evangelina? Creía tener conmigo
ese poder.
En
mi decisión, me sacrificaría para salvar a los enfermos; actuaría sin dudarlo
para convertirme en un monje o en un ermitaño, día y noche, orando por la vida
de Evangelina. Pero, en nuestra provincia, no había monasterio. Había una
capilla abandonada de la Virgen, en un remoto lugar, aunque no tan lejos del
pueblo. Rara vez obré, pero sabía que la clave estaba en el dintel donde nadie
podía entrar y adorar. Lo consideré apropiado a mi propósito. Así que, cada
día, con el pretexto de la caza, tiraba para el lugar y pasaba cerca de una
hora más o menos. Y al hacer cruces y genuflexiones, mis labios susurraban las
oraciones más cálidas por la salud de mi amada. Yo imploraba a la Virgen como
madre benevolente y misericordiosa, la que sabía del sufrimiento humano. Tanto
y tan honestamente rogué, que llegué a sentir la presencia de la Virgen María,
mientras mis lágrimas corrían.
En
la caza, tenía excusa para irme de oración a la capilla. Me parecía demasiado
absurdo que me yo deleitara cuanto ella sufría. En tal estado de éxtasis,
llegaba ante el icono de la Virgen, y pensaba que por un momento, movía sus
labios y que las promesas de sus bienes me llegaban vertidas en la sonrisa de la
santa persona.
Ya
creía que la promesa se había dado y fui a ver a Evangelina. A pesar de
percatarme de que en lo profundo de su casa que no conocía bien, no podía
verla, me enteré de su presencia por la temible tos. De su madre supe que iba
de mal en peor. Incluso no omitió detalle al decirme que no quería que
volviera por su casa, ni oír nada más de su terrible experiencia.
Mi
madre comenzó a preocuparse por mí de nuevo. Por mis visitas a la enferma, se
enteró de mi cambio de parecer. Cada vez que mis amigos me llamaban a la caza,
me mostraba sin ánimo de ir. Y no sólo era mi mirada melancólica, también me
veía más delgado y hasta perdí el color.
Un
día, ella dice:
–Giorgio,
hijo, ¿no te enojes que vayas a estallar, pero ¿no te dije que no visitases más
a Evangelina? Bueno, le diré a tu hermana que vaya –mencionó
descaradamente.
–Te
digo que voy y tal vez entre a su
hogar.
–¿Vas
a pasar indiferente y sin problemas para entrar? –dijo
desafiante.
Mi
madre me miró con asombro, pero no mostró enojo.
–¿Dónde
aprendiste las sutilezas del idioma ¿Estás diciendo que lo que yo te digo no
cuenta y que vas a ir a visitar de todas formas a Evangelina? Yo, mi hijo, –dijo
indiferente, no te dije acerca de su mal pero ¿a quién más le gustaría mejor
que yo, que sé donde he nacido y tengo la confianza para decirte que no la
frecuentes. Te contagiarás, porque de todas formas está mal ese apego, la pasión
y la indiferencia que tienes. –Dios te vea, que
te quemas a pesar de tu madre. Y ¿crees que quiero hacerte daño? Y no me digas
que lo haces frente a mí por terquedad.
Me
acordé de las palabras de Evangelina, que era pecado desobedecer a mi madre.
Pero por el bien de la enferma, sentí una rebelde decisión retenida. Mi madre,
de la manera más dulce, me desarmó totalmente.
–Una
vez la vi, me dijo, que ella no me impediría llegar; me habló de su mala
estrella, me indicó su deseo de que no vuelvas ya más, y que te fueras al país.
–¿Y
ya?
–Fue
decisiva.
–Por
piedad no me digas que vas.
–No
digas nada, porque me voy a ir. No puedo dejar de ir.
La
ira enrojeció la cara de mi madre. Pero, me detuve de nuevo y entonces me dijo
con voz muy tranquila:
–¿Has
de perseverar en visitar enfermos,
independientemente de si te quieren o no?
–Me
muero, cómo se me muere Evangelina.
Yo falleceré también.
–Y
esto sin considerar a tu madre; sin pensar en el vacío que quedaría al tener
su único vástago y perderlo sin razón.
¿No lo sientes por tu hermana y por los otros? Ten piedad, compadécete de tu
juventud y de tu vida, ¿vas a permitir que pierda?
–Una
cosa que no va a pasar es que Evangelina me haga morir. No quiero morir, y menos
porque ella se muera.
–Es
decir, si no está ya muerta, ¿por qué eres capaz de insistir?
–¿Y
de qué otra manera se puede entender lo que se entiende por morir?
–El
médico lo dijo. Es tan obvio puesto que tiene tuberculosis y de esta pasión no
salva el hombre.
–Pero,
¿y si Dios quiere lo contrario?
–Yo
te digo, si quisiera el Todopoderoso...
–Bueno,
yo me digo a mí mismo, que Dios no quiere dejar morir a Evangelina.
Y
dije para mí.
–¿Quién
te lo dijo?
–¡Soy
yo quien me lo digo!–respondí
en voz alta.
–Yo
no digo que no se pueda…
Dudé
un poco, luego dije:
–Bueno,
tú quieres saber, ¡la Virgen me lo dijo! En mi sueño anterior, me dijo que si
yo tuviera fe, Evangelina sanaría. Y he de tener mucha fe, para que Dios me la
sane.
Un
sueño que no había sido, pero para no decir enteramente una mentira, sobre
todo después de mi promesa y la sonrisa de la Virgen.
Mi
respuesta le dio vergüenza a mi madre que, como todas las mujeres, creía en
los sueños.
–¿Has
visto hacerse realidad ese sueño?
–Se
dará, –dije yo.
–Pero
has dicho que de continuo ruegas a la María por Evangelina, y esto sin temer a
que a te caiga su maldición? ¿Qué me respondes?
–Ya
me lo has dicho.
–Pero
yo te digo que es debido a ese temor. No veo fácil que se cure esa pobre chica.
Dios está inactivo. Pero no quiero que te caiga su culpa, no quiero que la
culpa de ella te queme, mi hijo. A eso se debe el miedo, Giorgio mío.
–No
tengo miedo.
–No
digas eso, Giorgio, ¿por qué no se ha detenido? ¿Quieres que en tus barbas
Evangelina, amarillenta ya, derretida como la cera, tosa y te vomite sangre? No
puedes arrastrar los pies por esa debilidad, por el temor a que la gente diga
que al final ha muerto sin regocijo del mundo.
Mi
ánimo no estaba preparado para hacer frente a la causa tal como se presentaba
en aquella terrible imagen de mi madre. Para entonces, mi mente iba a decir
mucho más sobre afirmar que yo no tenía miedo de seguir al lado de la
enfermedad de Evangelina y hasta morir de igual muerte. Pero ya había visto la
terrible realidad y sentía temor de que me pasara. Con esta viva impresión,
empecé a toser, lo que dio a mi madre una gran preocupación.
–A
mi hijo preguntó: ¿Tienes anhelos?
–No
anhelo el dolor.
Mi
temor no duró mucho; mi terquedad regresó junto a mi insolencia. Afirmé:
–No
me digas que no vaya. Lo que quieres no es bueno y yo persistiré en decirte una
vez más, voy a hacer diaria compañía a la enferma.
–Compañerismo...
¡Virgen María! ¿Es una locura, que sanas y ahora me dices todo lo contrario?
Como un extraño, como un estúpido tirano, tratas a tu madre?
–Ningún
extraño. ¿Con tanto amor como el que tengo, puedo parecerte extraño? Ella me
ama y yo la amo, y por eso me atrevo.
En
el entusiasmo por mi propio valor, sentí la inspiración de un pensamiento típico
de mi edad:
–Yo
la amo, no sólo porque me gusta, sino también porque, con su alma angelical,
me enseñó caricias mejores.
Esta
vez, la ira de mi madre explotó:
–¡Es
culpa tuya y es también tu pecado que ofendas a tu madre a la misma vez con
este... capricho! Todo esto, deja claro que no hay biberón para pacificar al
bebé, al niño inocente a merced de su ignorancia; eso Dios lo reprende. No
entiende por qué son las cosas así; pero crece, un día entenderás y recordarás
las palabras de tu madre.
–Mientras
más la deshonren y humillen, más
amor tengo yo para ella. Lamento que debido a esto tenga la mancha de que se le
acusa.
–¡Detente
niño cachorro! Y ¿cómo entender el
infierno que padece esa mujer perversa?
–Creo
que esto dice mal de nosotros, el mal que haces con tu lengua a otros
–¡Esto
me ofende, tonto!, ¿con qué has de callar estas palabras?
–Sí,
cien veces. De todos modos, el panadero ha ido frecuentemente a su casa y me ha
dicho lo que creo que deberé hacer.
–¡El
panadero dices! Este necio me dice –¿me
oyes? – ¡Y que el panadero! Tomas todas sus
opiniones, pero no las de quienes te aman, ¡olvídate de mí! Con asiduidad te
dijo tal cosa el panadero, que irías por aguas más fáciles. De ingenuo, lo ha
dicho o tiene alma angelical, pero el demonio de todas formas lo tiene dentro de
sí. No es satisfactorio ver la maldición del infierno estropearte y morirá la
enferma para reunirse contigo en el infierno. Esa alma tiene ángel por lo mucho
que la amas, de todos modos. Esa también me hará el mayor mal que puede haber,
y se cumplirá porque cómo ha vivido su vida... (Mi madre empezó a llorar). ¡Hijo
insensato!, fácil presa tú, ingrato con tu madre. Pero no dejaré que la
endemoniada prenda fuego a mi casa. Estoy feliz de ir para abrirte los ojos. ¡Sabe
que iré a su casa, para hacérselo saber! ¡Será un lío de cuentas, para que
se entere el mundo! Vas en lugar de mí?
–Un
ratón de campo, no me dijo que me fuera al país? Y así, a medida que sane...
–Ella
no sanará. ¿No ves?
–Si
Dios, resucita a los muertos, como no
ha de querer curarlos. Y el cura lo ha dicho.
Mi
madre me miró estupefacta. Entonces, me dijo con la ira que en su voz temblaba:
–¡Puedo
entender lo que te dijo en mi ausencia! Este estúpido patán. En cualquier
ausencia a todos alienta al demonio dentro de sí. Escucha, te digo. ¡Como no
hay remedio, como no te importan mis argumentos, te voy a echar mi maldición!
–Que
te sea sin provecho, cuando allá
entres. ¡Lo lamento!
Mi
madre una vez más se puso a llorar y quejarse de que Dios que le reservara una
viudez con un hijo ingrato. Sabía lo que yo necesitaba, pero por razones de su
edad, a esto se había reducido. Tenía esperanza de que el padre cura trajera
mi remedio. Pero con él tuve mala suerte: Dios
es el que decide al final.
–No
quería que el mundo supiera nuestra vergüenza, y a mí me tratas de la misma
forma, diría que mis tíos me llevaron al conocimiento de Dios. Me gustaría ir
donde el Obispo y a Mountiri, sin embargo, "para de súplica arrancarles la
ropa."
–Como
si quisieras ir a ver a un ratón de campo. Salgo mucho, le dije, y le hablo al
Obispo y a Montiri y a Dios en Magara. Dejarme buscarlos y no maldigas, porque
entonces no habría motivos para mí por el camino.
Una
vez vio que continuaba, no cambió su lenguaje:
–¡Haz
lo que quieras! Como una no siente, mi niño, madre y su hermana, sin piedad las
despojas de tu juventud. Recógete a una ausencia más bella y nueva. ¿Y las
letras que aprendiste sin condiciones? Encontrarías en otra parte consuelo y
hasta tener una mejor amiga, con quien tendrías una vida feliz, y solo buscas
sumergirse en el fuego para quemarte. ¿Si no es lo correcto, por qué la gente
lo dice, como si supieran tus palabras y los planes tuyos? Todos sienten dolor
por la pobre chica, y su madre tiene el orgullo escondido. ¡Y con lo que
poseen! Apenas ves el riesgo, y el temor, que me produce tu obstinación! ¡Me
consuela la patética crueldad de que vas a tener una buena y hermosa novia con
quien coronar de alegría mi vejez! Mi opinión es que todo cuanto quieres, nada
más, es morirte de tuberculosis y que yo me calle. ¡Ah! Ingrato hijo, ¡cómo
has amargado mi vejez!
Con
todas estas cosas, tocó todas las cuerdas de mi sensibilidad. Eran sus palabras
caricias añadidas. Pero después, supo que no tendría mucho éxito en su causa
para desviarme de mi compromiso con mi amada.
–Bueno,
mi hijo, ve a decirle adiós, que a ti te llama con la mente. No comas cosas de
sus manos y no permitas que te bese...
–¿No
te dije que no he reservado cita y que me ordenó no regresar para despedirme?
–Mi
hijo Giorgio, no es sólo tu vida, sino el miedo de cómo ella te va a tener en
su mente para morirse. No lo impidas. Sólo recuerda no sentarte muy cerca.
Estuvimos
de acuerdo, pero el otro día me dijo de repente:
–Sé
precavido si quieres volver a San Tomás.
Mucho
trabajo es mejor que gastarme en ausencia como un ratón de campo. Iré a
Kontefgei y la Asunción, en gracia para
pedir por...
Mientras
yo estuviera en el pueblo, temía que mantuviera relación con la enferma, eso
pensaba mi madre, y para mayor seguridad o bien para tener la cabeza tranquila,
me enviaba a Mesara. Lo que iba contra la reunión de despedida, porque el
objeto oculto era ir desde San Tomás a la ciudad, sin tener que pasar por
nuestra aldea.
A
partir de esta propuesta, la más atractiva, era que quería ir a la feria de
Caliviani a ver los milagros a rogar, pues probablemente, uno de ellos curaría
a Evangelina. Con todo corazón iba a pedirle a la Virgen María, que de seguro
había escuchado.
Mi
madre me preguntó:
–¿Por
qué hablas quedo?
–Me
voy, –dije. Vas a venir conmigo por esta razón?
–Oye,
hijo mío, no puedo ni debo. Sería un gran fastidio para mí. ¿Por qué
insistes? ¿No tienes a tu tía, a tu tío y los primos? Que Vasili te diga qué
es suficiente para lograrlo.
Yo
sospechaba algún plan oculto de mi madre:
–Y
vuelves de nuevo a la primera aldea a la que fuiste en septiembre antes de irme
del país. ¿Eh?
–Sí,
hijo mío. ¿No te lo dije?
Decidió
irse luego de tres días. Y por la tarde, cómo para mantenerme fuera, dijo que
Evangelina iba a Caliviani porque yo se lo pedía y que era yo quien realmente
creía en el milagro. Debo reiterar que su miedo a la enfermedad no podía
abrumarme. Yo no podía creer que fuera de verdad todo ese enredo, porque no se
sentía, me olvidaba de ello por completo.
Una
vez encontré la enferma de noche bajo el palo de naranja de la parte posterior.
Ella
se levantó y me vio, –de inmediato me dijo con
preocupación:
–¡Has
vuelto! ¿Ya no te vas del país?
–No,
voy a subir hasta San Tomás, he
venido a decírtelo. Pero volveré otra vez al pueblo. Ten valor.
–Entonces,
¿para qué sigues con el viaje a San Tomás?, –dijo
Evangelina, pensé que no te gustaba el viaje, porque entendías que era un plan
de tu madre.
Pero
una vez más, no dije nada sobre mi madre.
–Si
lo fuera, ya le dije que se fuera sola a San Tomás que yo no iría. Sólo voy a
ir a Caliviani, a reverenciar lo suficiente a la Virgen para pedirle por tu
salud.
Había
abierto sus brazos para abrazarme, pero pronto se retractó.
–Oye,
no, no, –me susurró.
Luego
dijo:
–De
ti, Giorgio, yo sé que lo he pedido con alma sincera y pura, su gracia lo oye.
–Creo
que, Evangelina, debe ser lo que tengo Y es fe. El evangelio dice que si
tuvieras fe como un granito de mostaza, podemos mover montañas. Y yo, no tengo
la fe como una semilla de mostaza, sino como una montaña. ¿Y pensaste que iba
a ir ante la Madonna a pedir un milagro sin más?
–¡Ten
misericordia de mí!, –dijo
con un suspiro enfermo. Una vez más quieres sanar con las manos escondidas,
para aliviar mis sufrimientos.
–Tu
mal cesará. La Virgen me dará la
salud que conduce a ti. ¡Y la vendrá alegría!
–¿Y
cuánto tiempo estarán en Mesara?
–Mi
madre querría que me quedara para tener más días para ir por el país, que me
saltara el santuario de la Virgen. Pero yo puedo ir más tarde, y tú tendrás
tu salud.
El
último corte de mi voz, susurró mi temor por Evangelina.
–¡Ah
Caray!
Una
voz de mujer, ronca de rabia, había gritado desde la calle:
–¡Giorgio!
–Di,
–respondió la voz–,
ya besaste la enferma antes de entregarle la manzana.
Y
cuando me di la vuelta para responder distinguí la cabeza de mi madre en el
patio inferior.
–¡Tonto
fácil!, –volvió
a decir la voz de mi madre, más furiosa aún.
–No
tengas miedo, Evangelina, ¡mierda!, –dije
lentamente a la enferma.
Entonces
salí corriendo y me encontré en la calle, delante de mi madre. Algo empezó a
decir, pero apreté fuerte la mano y dije firmemente:
–¡Silencio!
–no digo mal, porque el paseo es de corte
circular, por Dios que yo no caeré hacia abajo. Cerca de la casa de la señorita,
está una roca alta con hiedra que la oscuridad hace parecer enorme y negra. Y
me mostró que estaba lista para ir descender desde allí arriba.
–Oye,
tu hijo no volverá a decir mierda, –le dije a
la voz amenazante de mi madre. Sólo llégate a casa.
La
seguí y, mientras nos íbamos, me pareció oír la tos de la enferma, como
llorando y tosiendo juntos. Nunca la tos mortal que ahora escuchaba hizo un
impacto más desgarrador sobre mi alma.
Yo
estaba en gran agitación nerviosa y el dolor de cabeza se mantuvo desde el
principio, y crecía más fuerte.
–Creo
que da a la tierra que queda a la
derecha –me dijo mi
madre cuando llegamos a casa. ¿No lo dijo?
–Deja
que yo te lo diga, –a ella le cortaron la voz,
con ira e insolencia. Haga lo que haga.
–Bueno,
mi hijo, –dijo mi madre con resignación.
La
noche era cálida, pero sentía el calor extremo y el dolor, y al dormir, el
infame calor de aquella feroz fiebre, me hizo dormir toda la noche metido en una
pesadilla horrible. Mi madre pasó la noche en vela junto a mi almohada, poniéndome
paños húmedos sobre la frente y aplicándome remedios. En un vértigo que
tuve, la vi llorar por un momento.
La
fiebre de la noche, me dejó con tremendo agotamiento y a la siguiente noche
estuve igual de nuevo.
Nuestro
pueblo, aunque montañoso, estaba libre del mal de la malaria, aunque no de la
enfermedad de Evangelina. El alma de mi madre temblaba, por la
fiebre común y me insistiría en los tratamientos habituales para la fiebre. Me
llamó, por ejemplo, a escribir luego de leer, el "Me escriben
temblando", un hechizo de papel para colgar al cuello como detente. Tal vez
se derritió el papel con el sortilegio o se desintegró en la poción para
beber. Como medicina, me dijo, conllevaba cocción con ajenjo y otras hierbas
consideradas antipiréticas, finalmente usaría la quinina, que no estaba aun
tan ampliamente utilizada y difundida. Si la fiebre persistía, mi madre me iba
a atar temblando en Agios, con Iannis Rigologos. Ellos creían tener poder para
espantar la fiebre allá, en San Juan Bautista. En mi ausencia, se dirigió al
templo y fue atando hilos a los candelabros para mis sienes.
Pero
a ambos, nos había poseído el espíritu del temor a la enfermedad de
Evangelina, así que no creo que me reservara nada de todo de lo que fuera más
informal y probable. El miedo de
unos a otros, a esta enfermedad, se debía a que poco tiempo antes yo había
estado cerca de la tísica.
En
las provincias de Creta, no había médicos, sino adivinos y curanderos. En las
ciudades, entonces, incluso los médicos científicos eran escasos. Y en su gran
mayoría, eran santiguadores; es decir, magos y médicos todo a una vez.
Buscaban para diagnosticar la enfermedad, en los síntomas y en la condición
general del paciente; en el llamado de causa espiritual como especie de terapéutica
enredada con magia.
Mi
madre llamó a uno de esos para que me examinase. Y apareció con un grueso
manuscrito, de esquinas desgastadas y manchadas de vejez con sus páginas
dobladas. Me miró como a un enfermo. Ni pulso tenía, y ni mi lengua parecía
saludable. Mi madre le dijo que tenía mucho calor, que sudaba de noche. Pero
era innecesario escucharlo decir de su conocimiento y de su arte. Sólo pedía
en qué mes y día había nacido. Abrió entonces el libro, mientras pasaba las
páginas que mostraban pentagramas y círculos y muchas otras figuras mágicas.
En una letanía estuvo, y deteniéndose me pidió que pusiera el dedo al azar en
un solo lugar de la página. Se inició una ronda de lectura sin que hablara o
moviera los labios. En cuestión de minutos, tuvo su diagnóstico. Se trataba de
un ataque de los malos espíritus, por la sinergia que parte de la razón
humana. El documento no desenrollaba limpio.
–¿Sana?
–dijo mi madre.
–Tal
vez sí, tal vez no. ¿No le he dicho que no está claro? Pero pasaré, a lo que
dices.
Desde
la valija en que guardaba la hechicería, sacó una tira de papel escrito
preparado, y le dijo a mi madre:
–Este
detente ya está preparado para envolverlo con cintas y coserlo, debe colgarlo
en su cuello y mantenerlo junto a la piel.
Le
indicó que emitía algunas funciones ocultas, que debía recoger varias hojas
verdes, conseguir agua de un grifo, llevarla al punto de ebullición, echarlas y
dejarlas después de una noche sin agitar, solo bajo la influencia de los
astros, y por la mañana, dármelas a beber en ayunas.
Mi
madre me parecía que tenía algo más que decirle al curandero, pero no quería
que yo lo escuchara. Y cuando se iba, ella lo siguió y le dijo:
–Dígame,
profesor, por qué esa mujer no aparece en las cartas cerca de mi hijo?
–Yo
no quería decirle, doña, pero ya que lo pregunta, le diré la verdad crasa.
Cerca de la suerte de su hijo he visto una mujer, larga y débil.
El
adivino como todos los aldeanos, sabía un poco de cómo engatusar a mi madre.
Se dio cuenta de que se cumplía bien su rol y aprovechó la oportunidad que le
daba su éxito adivinatorio.
–¿Pudo
encontrar lo que pidió, madre?
–Estaba
en mi faena, pero ¿ vio si era morena?
–Así
parecía.
–¡So
perra! –dijo en un sordo bufido mi madre. ¡Perra,
y apegada a mi hijo!
E
Cuando
llegó a casa, mi madre estaba loca de ansiedad e indignación. Pero a mí, sin
embargo, no me reveló nada para evitarme el malestar y que empeorara mi condición.
Los hechizos y remedios del maestro de suertes, me beneficiarían, que no quedó
ninguno que no probara. La fiebre fue una gestión diaria. Me levanté, fui un
rato afuera, pero estaba terriblemente débil, sin apetito y todo me parecía
con mal gusto.
Así
que el viaje San Tomás y a Caliviani estuvo en peligro de ser abortado. La
fiesta de la Virgen se acercaba, y la pobre Evangelina estaba esperanzada por
recobrar su salud. Yo, en lugar de mejorar su estado de salud, había perdido la
mía.
Todas
las mujeres, extranjeros y rezadores, venían a verme, y, por lo menos, tenía
un médico que recomendaron a mi madre. Yo, obedientemente, bebía y comía todo
tipo de cocimientos, emplastos y mierdas para llegar a estar bien, en cuanto
pudiera viajar a Caliviani.
Encontré,
sin embargo, que las mujeres veían, en el frenesí de la fiebre, la certeza de
que había contraído el terrible mal, especialmente por mi temblor. Mi madre se
inclinaba a creer, pero no quería ni podía admitirlo. La terrible sospecha,
sin embargo, de que el mal se me hubiera pegado, se le había clavado en la
cabeza. Tal vez, ante esta circunstancia, se le iba desapareciendo su odio por
los enfermos. Si quería, dejaba ver el coraje sin que me incriminara y de esta
manera justificar su odio. Y sin embargo, no era que temblaba por satisfacer a
aquellos a los que insistía había que temer.
Junto
con los demás, mi madre se puso a leer el Cipriano, un libro religioso y de
magia a la vez. Llamó al encantador Rones Turquí, quien le enseñó todo lo
referente a distintos hechizos. Pero mi situación era cada vez peor. Tratar de
curarme la fiebre con aceitunas, me dejó medio hastiado. Así, llegó la
conclusión de los de Asunción, y esto me amargó más que la propia
enfermedad.
Por
otro lado, estaba sufriendo y andaba no menos debilitado que mi madre. Evité
revelarlo a hora de comer. Pero sólo me puse en sospechas horribles. Así que
estaba enfermo y con fiebre, mal nacido del miedo a que se me pegara la
enfermedad que derrite y que hace que las personas vivan como cadáveres antes
de estar muertas. Este miedo comenzó a manifestarse en mí y en mi madre, que
me oía en el silencio de la noche, y tomaba las palabras de la boca como
verdades o revelaciones del alma. ¡A este infeliz loco de miedo y desesperación!
A
la peste blanca, en el pueblo, se le conocía sólo por dos nombres: maldición
y plaga, sin más ejemplos, el más antiguo era el último y quizás el más
dudoso. A nosotros, sin embargo, que habíamos vivido en la ciudad, habíamos
logrado sobre esta enfermedad un mayor conocimiento. Y junto a otros, se mencionó
que una característica de la tisis era que los débiles tenían el furor de
impartir a otros la enfermedad, porque daban de beber o comer de sus sobras.
Esto
era terrible revelación para mi madre: Aquella chica frágil, tirada cerca de
su hijo para cumplir con la furia del mal de su enfermedad, y sin embargo, para
vengarse a su vez de los insultos que le había hecho ella. Casi no tuvo más
tiempo de duda, mi madre, que ella me había contaminado con el letal microbio,
adrede. ¿Acaso no la vio el mago de pie, cerca de la suerte de su niño? Y el
hijo ya enfermo por la noche, ¿no estaba allí?
Aquellas
reflexiones llevaron a la desesperación frenética a mi madre. Hasta ahora,
ella temía expresar la sospecha grave, pronto comenzó a decirlo abiertamente
que la enferma había trasmitido su enfermedad a su hijo a fin de quemarlo.
También a sus propósitos prejuiciados tuvo que ubicarme entre los débiles en
el gran odio que tenía contra ellos. ¿Por qué no dejar en la depravación a
su hijo?
Después,
comenzó a estar diciendo lo mismo a los extraños. Aun al más irritante. Y un
día se fue a donde los enfermos y os malhechores, y dijo con el alma negra,
que, después de haber luchado contra la enfermedad mental de su hijo, ahora la
enfermedad se había manifestado en su físico, como algo incurable, y su hijo
ahora era presa de la Muerte. Sobre este argumento decía ¿por qué no
pincharla a ella, de una vez al corazón, con un cuchillo junto aunque a la vez
matara de una a su niño inocente.
La
enferma estaba sola en su casa, en una cama reclinada. Asemejaba una cabecita
muerta y sus ojos estaban llenos de tristeza y de miedo.
–Lo
que es mi suerte, –dije, ¿no es tanto mal
suficiente? ¿Qué más puede pasar?
–No
es tu destino, –mi madre afirmó, es su maldad.
Ella es mala y perversa y por tu obra con ella, ahora se refleja en ti. ¿No fue
perverso, estrechar a un niño menor de edad y ponerlo listo para atraer la
muerte? Se diría que es una perra. A Dios le será presentado este gran pecado.
Tanto peso. ¿Cómo va a soportarlo su alma que ya se va?
La
enferma se incorporó de la cama y vi a mi madre, con una expresión de miedo y
dolor. Sus ojos preguntaban con preocupación y tristeza infinita: ¿Es verdad que está
enfermo y grave Giorgio? Pero su voz dijo otra cosa:
–En
el momento de la verdad mi alma se rendirá ante Dios, les digo, y yo creo que
es cada vez menos y la razón del mal invade mi mente. Dios es testigo, que en
ausencia me juzgue, ¿cómo juzgar que lo que mí sucede, si jamás he buscado
el fuego para su hijo.
–Dices
verdad al querer buscar la salvación.
No la tendrás, perra, que acercaste la muerte a mi niño. Eres quien derramó
el fuego sobre mi casa y el gran mal que mi Dios no te quite. En este mundo,
llegaste a encontrar el otro mundo. Que Dios te dé todo el gran mal injusto que
para mí buscaste.
Sus
ojos estaban llenos de lágrimas de enferma.
–Y
la razón por la que yo temía miedo, era porque la tía dijo a mi
madre el mucho mal que a mí me hace lo que estaba diciendo. Pero a ella, no la
escuchó mi madre que abrió la puerta y volvió a lanzar la maldición:
–¡Dios
te dé en el alma, el gran mal que yo sufro!
Tampoco
se volvió a oír la terrible razón de la enferma cuando llegó a la puerta de
su cama frágil.
–¡No
digas nada tía, sus palabras son de ignorancia!
Pero
incluso, desde el patio, regresó la maldición de mi madre:
–¡Que
en tu alma encuentres el gran mal que
me hiciste!
Evangelina
quiso restar importancia a aquella situación, pero después de la escena
anterior cayó en una crisis que parecía no llegar a su fin. Por algunos días,
no pudo levantarse de la cama. En este espacio, a menudo preguntó acerca de mi
madre, acerca de mi situación, pero nunca dijo nada sobre la escena que le
hiciera mi madre. Un día, sin embargo, mostró una mejoría inesperada. Al
menos podía salir y sentarse en el patio.
Mi
madre había salido y al dar la vuelta y verla a Evangelina, me pareció que había
resucitado.
–Bueno,
hoy sería fácil ir a Canacaria. –afirmó.
–Yo
también estoy algo mejor –dije
yo con la voz un tanto ronca, de enfermo sometido.
–¡Ese
es mi sueño!
–dijo.
–¿Y,
por qué sueño? He aquí, una noche en mi sueño veo comisarios con sus ojos
inyectados en sangre. Y a ti muy parecido a Choi en sus mejores momentos, cuando
tuvo salud. El que se consideraba un alto gobernante. Me pidió avanzar y me dio
muestras de que estaba feliz. Se mostró muchas veces alegre. Sin embargo,
cortaba amenazante, cada vez más hasta que, en algún momento, le salieron alas
como a un pájaro. Y en verdad tenía alas; así estaba cuando tropezó con este
inteligente...
–¿Y
por qué están diciendo que es un sueño, ¿te habló de los enfermos?
–El
gobernante tenía poder sí, y alas y lanzaba vítores y encantos rojos; sí. Es
por eso que el sueño es confuso en general y se enreda. Su interpretación es
insatisfactoria pero fortalece y permite saber que encontraré la salud y mis
encantos, como antes.
La
enferma estaba con una sonrisa débil y enigmática, la madre dijo que estaba
bien.
–Sí,
eso dijo mi madre que me proyectaría por generaciones. Pero creo que van a ser
mejor generaciones las tuyas que de ese que se apareció en mi sueño.
–¿Cómo?
–Para
volar y no dar hacia atrás. ¿Qué iría a hacer en este mundo? Dicen que no se
explica mejor el otro.
–Es
mejor, hija mía, pero para ir y venir del tiempo. No digas esas palabras, ¿por
qué morir.
–A
mi madre le conté del sueño, –y
trató de reír. No hagas caso. Haz lo que dijiste, que el sueño hará que se
prolongue por generaciones.
–¿Cómo
es que un sueño muestra sus tácticas de rabo a cabo?
–¿Pero
no te dije que sana y mejora? Yo creo que voy a ser capaz de ir e igualar a
Livadia? Pero más intereso ir a ver el santuario en Cavalari.
–Hay
muchos más y estoy cansada, mi hijo.
–Pero
yo no estoy diciendo que lo haga hoy. Me siento más fortalecido.
Pensó
durante unos minutos, y preguntó:
–Dime,
¿Has oído?, Giorgio está mejor.
–He
oído que es lo mismo. ¿Por qué te quiero, mi hijo, y te alejes de esta chica?
No pocos problemas se consiguen si te pega el microbio.
–Yo
no temo a la dicha aunque se mezcle con la muerte, supongo que no busco la dicha
en este mundo y no cuento decir qué sea mala la tierra, la tierra es buena,
dicen. Hoy en día podría ir al techo más alto y gritar al pueblo mi vergüenza
y situación, porque no tengo motivos para sentirme avergonzado. Tengo un amor,
que no me encaja. Es un gran placer, a pesar de mi grande e incurable pena en la
vida. El mundo debe lamentarse. No cejaré. Pero como con un réprobo, no moriré
de miedo, sino de vergüenza. Si a Dios no le gusta, Él considera lo que el
hombre realiza, y así me juzgará. Yo encuentro que mi corazón está limpio.
Ella
oyó sin comprender gran parte de lo que yo había dicho, pero entendió bien
que no había de qué preocuparse. Y dijo:
–Pero
dices eso, mi hijo ¿y vas a arruinar la alegría de que mi chico esté conmigo?
–Tienes
razón, madre, no diré otra vez esas cosas. Y desde el más allá, lucharé
para darte las gracias.
Al
otro día me dijo que estaba bien de nuevo y se levantó, aunque la mejora en
salud le duró unos pocos días. Con sumo cuidado, porque la alegría no era la
de su madre, que la fuerza física era producto del mismo agotamiento, al que sólo
con un esfuerzo mental sobrehumano, ella se aferraba a los pies de su cuerpo
medio muerto y, ocasionalmente, abría sus labios anémicos para sonreír. A
partir de estos fenómenos externos, mostraba tanto entusiasmo, Déspina, así
creía que su hija empezaba a engordar, y que la tos era menos, que toda su vida
renacía.
Pero
el poder mental de la enferma llegó a ser físico. Un día llegué a la casa y
se había ido a Agia Pelagia, un montículo que queda en la parte alta del
pueblo, no muy lejos de casa. En el camino encontré mujeres y hombres y todos
me recibieron felices, pero también con cierto temor porque me había acercado
a la enfermedad. Como unos y otros dijeron que la vieron y también Gligoris
afirmó a su tiempo con la ayuda de Dios.
La
señora se mantuvo, sin duda más que su hija, aunque tuvieron el coraje de ir y
salir de la aldea para ver el paisaje durante tanto tiempo, dado que la cura de
la enfermedad de su hija había fracasado por completo. Y cada vez que se detenía
en algún lugar, allí se le parecía a nuestra casa. Esperaba verme desde
lejos. Todavía estaba enferma y padeciendo el terrible agotamiento. Salía un
poco, pero nunca iba cerca de nuestra casa.
Un
día, en el área, encontró a una vecina nuestra, una chica muy joven, y le
preguntó por mí.
–Ya
no lo visito – dijo la chica. Además
esta muy débil.
–¿Y
por qué lo dicen?
–La
maldición. He oído decir que la tiene.
–¡Maldita
sea! –suspiro suspirando por los enfermos. ¡Y
sin embargo estoy viva!
Es
necesario volver a nuestra casa –dijo:
–¡Oh,
vamos hay que considerar!
Al
día siguiente, por la tarde Dracogiorgis excavaba en uno de sus predios en el
Cavalari. En una interrupción de su trabajo, su mirada se posó más bajo del
“Gobernante derviche”, la gran roca donde yo le había leído hace tiempo unas
cartas a Evangelina. Cerca de la roca, vio a una mujer y porque no le quedaba a
gran distancia, fue donde ella. Se sentía extraño, por que no creía a sus
ojos. ¿Sería posible esto, que estando ella tan mal, como dicen, que todo lo
que va a morir, se allega allá arriba? Sin embargo, ¿lo había visto con toda
claridad? En aquel momento, ella se había sentado bajo del árbol de olivo y
apoyó la cabeza en sus manos. En esta actitud, se mantuvo por bastante tiempo.
La carretera tendía a empeorar la situación miserable en que se encontraba. ¿Y
cuánto tiempo se tarda uno en llegar desde el pueblo hasta allí? Dracogiorgis
imaginaba la angustia acongojada de su seno.
Ambos
siguieron trabajando, pero aún la enferma se mantenía allí, sin embargo, pensó
en allegarse al lugar. Entonces la vio levantarse de la piedra y sentarse
nuevamente; luego hizo un movimiento de mano y lloró.
La
enferma comenzó a trepar por la roca, y Dracogiorgis se preguntaba:
–¿Lo
hará? Hay que subir bien arriba,
entretanto, debo ir para ver.
Pero
el pensar astuto se dio contra la curiosidad más fuerte. Porque él sabía de
su amor hacia mí y lo que mi madre solía decir, así que pensó que, tal vez
yo la veía en secreto; se levantó al parecer para ver si, con impaciencia, había
llegado el pequeño amante.
Muchas
veces se sentaba como dónde llegar arriba y sobre la roca. Allí se sentó y se
apoyó con una pose de agotamiento.
–¿Llora
otra vez? –Murmuró Dracogiorgi. ¿Por qué?, ¿son
ellos? ¿Debo ir?, quiero ir a ver.
Pero
una vez se había abierto paso por abajo, vio a la enferma levantarse. Y como
estaba flaca y vestida de negro sobre la roca blanca, representaba la forma de
un ciprés fúnebre.
Dracogiorgis
se detuvo de nuevo y la enferma parecía como si mirara a su alrededor para ver
a su amado. Luego hizo un gran gesto hacia el pueblo, como un adiós. Y en un
momento el campesino gritó de espanto:
–¡Mierda!
¡Mierda!
Ella
se había apoyado contra el acantilado cayendo al abismo. Su sangre se congeló
en el espacio y tanto su cuerpo paralizado del susto, como la que corría por
sus piernas, no le hicieron caso. En su mente esbozó un pensamiento como
trabalenguas:
–¿Pero
es Evangelina o es otra?
Era
Evangelina, tal como la había visto de lejos. Al llegar al río, vio con horror
en las piedras de la orilla del río, un cuerpo destrozado, hecho añicos, casi
derretido, todo ensangrentado.
–¡Ah
Caray!, –dijo el campesino, temblando ante el
horrible espectáculo.
Y
con una mirada de medir la altura, vio el pañuelo de saludar los muertos,
colgado en medio del acantilado. En el otoño, el pañuelo resbaló y quedó
atrapado en la salvaje figura. Y se movía con un movimiento lento y triste, tan
triste como bandera de la trágica reliquia.
A
pesar de que era el cuerpo quedó desfigurado, Dracogiorgis reconoció a
Evangelina. Y como para purificar su alma del miedo y del misterio de la muerte,
como de los sentimientos ruines, sintió un amargo remordimiento de haber
murmurado sobre la infeliz poco antes, en lo que había pasado por su mente en
su astuta reflexión.
Su
cabeza estaba apoyada con dignidad y el rugido de la cascada lanzaba palabras de
emoción:
–Dios
te reprenda, chica torpe, porque sólo el sufrimiento y la desdicha caben en
este mundo injusto. ¡Dios te perdone!
Mi
madre trató de no saber de la muerte de Evangelina. La tarde que la enterraron,
me encerré con fiebre y mareos. Y por varios días mantuve el secreto.
Al
principio no lo creía, y cuando me aseguré de que era cierto, lloré. Con
tristeza me enteré y cerré mi alma en el pecho obligándola a permanecer allí
durante el resto de mi vida. Entonces, la muerte era tan algo tan grande y
serio. No haría salir mis lágrimas, lágrimas que hasta entonces contenía y
que sólo eran una pequeña e insignificante parte de lo que había llorado.
Sólo
por una razón lo que mencioné a mi madre:
–¡Ya
todo se ha consumado!
Mi
madre no dijo palabra.
Estuve
unos días con fiebre y mejoré, no de milagro, sino por la quinina. Ni un
cristiano, ni un médico ni un mago, me dijeron que con varios gramos de quinina
al día me sanaba.
Como
me hizo bien y vi que mi madre había temido innecesariamente por mi enfermedad,
me reveló su sospecha de que la torturaba y que pareciera tan difícil entender
por qué estuviera yo enfermo. Luego dijo con franqueza:
–¡Gran
pesar llevo en mi alma, hijo, pero
Dios te perdone, porque ante todo yo soy tu madre!