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No sé dónde estoy, no sé cuánto tiempo llevo aquí y no tengo ni la más remota idea de cómo salir de este lugar. En el cielo las nubes marchan unas detrás de otra con un ritmo cansino y repetitivo, como los conejitos de madera en una caseta de tiro, tengo la sensación de que son las mismas desde el primer momento que las miré y que tan sólo tratan de llenar el espacio como un decorado en una película barata.

Por lo demás el terreno en el que me encuentro parece ser una especie de valle, a los lados tan sólo puedo divisar unas colinas deformadas como la joroba de un camello anciano, a mi espalda el horizonte se pierde en la nada y al frente, muy lejos de donde estoy sentado, algo semejante a una pirámide extraña descansa ajena a todo, guardando tal vez en sus cámaras funerarias los secretos de este lugar.

Todo el valle parece estar compuesto de una arcilla negruzca, como el barro que se forma tras una lluvia ácida o el tono que adquiere una venda que cubre una herida cangrenada, las montañas son del mismo color y un olor molesto flota en el ambiente como un espectro recurrente en una casa abandonada y acostumbrada a los fantasmas. Además un zumbido persiste sin apagarse a todas horas, es el ruido que realizarían los abejorros muertos en el otro mundo, el sonido del silencio radiofónico si algún día sintonizaras, no del todo bien, una de las sesenta y seis emisoras del infierno.

No debería estar aquí, deberían haberme escuchado. Se lo dije bien claro a esa vieja loca de París, para comprender del todo la situación sólo había que leer las líneas de la mano de gloria, cualquier quiromante beodo sería capaz de hacerlo, les dije bien claro que la mano pertenecía al hijo del demiurgo encarnado en cuerpo mortal, pero no, no podían hacerme caso. No debería estar aquí, donde quiera que me encuentre.

 

Eso no es lo más raro, lo peor es la bomba. Cada treinta y tres minutos exactos una bomba, a falta de una definición mejor, cae del cielo y me mata. Cada treinta y tres minutos o cada treinta tres pasos que yo de en cualquier dirección de este maldito valle. Luego, milagrosamente vuelvo a aparecer en el mismo punto. Treinta tres. Nunca tomé la numerología muy en serio desde que conocí al payaso de Crowley en ese Púb de Newcastle, si no llega a ser porque iba con Robert Plant le hubiera hecho tragarse su quinto martini por impresentable. Ahora, sin embargo, siento que la numerología podía serme útil.

Veamos, treinta y tres, la edad a la que murió Cristo y de la que no pasan ciertas estrellas del rock. En numerología corresponde al número seis, que a su vez es la carta del tarot de los enamorados. Vale, tenía que tocarme la carta más pastel de la toda la puta baraja, teniendo las cartas chulas como el diablo, la torre o la emperatriz va y me sale los enamorados, y yo sin mi insulina.

He perdido la cuenta de las veces que he muerto y renacido en este lugar. La muerte duele bastante, pero lo peor es saber en el último momento que volverá a repetirse, es como los pinchazos en la cabeza tras una resaca o como, según me han contado, las contracciones de un parto.

No debería estar aquí, no deberían haberme encontrado y no deberían haberme enviado a donde quiera que esté. Tengo que salir rápido o al menos intentar enviar una señal a mi célula si es que no han muerto ya. Si tan sólo pudiera llegar hasta la extraña pirámide del fondo.

De pronto me doy cuenta de lo estúpido que he sido, el viaje astral es lo primero que aprendes una vez entras en el mundillo de lo oculto, bueno, miento, lo segundo, lo primero son los rituales tántricos, pero eso ahora no me sirve de nada. Eso sí, he de hacerlo tras mi resurrección para contar con los treinta y tres minutos. Cae la bomba. Muero. Resucito.

Saco mi foco para la magia, los dos huesos de los dedos índices de Mozart, los encontré tras dar con la fosa común en la que le enterraron, no me costó mucho dar con ella, sólo tuve que atar a una chimenea el espíritu del envidioso de Salieri y enseguida me contó todo lo que quería saber. Los huesos ya se encuentran desgastados por el uso, pero todavía sirven. Los golpeo rítmicamente contra la punta de acero de mis botas en algo que se asemejaría, para un disléxico musical, al réquiem del bueno de Wolfgang. Salgo de mi cuerpo rápidamente, para ver a los lados una sucesión de valles y montañas idénticos a los de la zona en la que he dejado mi cuerpo. Al fondo la pirámide va acercándose a mi línea de visión muy lentamente, haciéndose esperar, aun sabiendo que al final voy a dar con ella.

Resulta una visión impresionante, un cono metálico y brillante con ciertas muescas por su superficie, algunas de ellas parecen ojos o escamas y se parece a una estatua a tamaño real de la gran raza de Yith tal y como la describió ese misógino folla gatos de Providence. Poco más puedo ver, la bomba vuelve a caer.

He intentado marcar en las paredes de mi montaña las veces que muero, pero lo he dejado al deprimirme cuando iba ya por la ciento quince. Veamos, seamos operativos, utilicemos todos los datos a nuestro alcance: Valles y montañas, olor extraño, color negro, cono metálico, el número treinta y tres y la bomba... ¿qué tienen en común todos estos elementos?. ¿dónde pueden haberme metido los bastardos de la otra iglesia?, ¿qué tipo de dimensión de bolsillo puede ser esta?.

Entonces caigo en la cuenta, es tan retorcido y extraño que ha de ser verdad, no sabía que en el otro bando tuvieran sentido del humor perverso, creía que la risa era un anatema para los arcontes. Estoy en un maldito surco de un maldito vinilo de treinta tres revoluciones.

 

El olor (a vinilo), el color negro (vinilo), las montañas y los valles, incluso la pirámide... y la bomba no es otra cosa que la aguja pasando una y otra vez por el surco, horadando la orografía artificial del disco con la calma y la tenacidad de las lluvias en las montañas.

Si estoy dentro de un disco han de haber atado aquí mi espíritu, mi cuerpo lo deben tener ellos todavía, entonces el viaje astral lo realicé porque no sabía que no tenía cuerpo, menos mal que tardé en darme cuenta, si no, no lo hubiera podido llegar a hacer. Debo de estar en un tocadiscos real, en cualquier espacio o tiempo, pero en uno real. La manera de escapar es fácil, debo proyectar mi mente hacia la persona más cercana al aparato, entonces realizaré el truco de la consciencia compartida y con mi nuevo cuerpo, una vez que lo domine bien, trataré de avisar a mi célula y encontrar mi cuerpo u otro que me sirva. Pan comido.

Abro los ojos, mi nuevo cuerpo está tumbado en el suelo, es de una mujer y está desnuda. Una canción que suena, pero que no logro reconocer surge del el tocadiscos en una mesa a mi derecha.

 

Well do you, don´t you want me to make you

Todavía no puedo moverme bien, no controlo del todo el cuerpo, no puedo girar la cabeza a mi izquierda, pero escuchó a gente en ese lado, y la canción sigue sonando.

 

I´m coming down fast but don´t let me break you

La gente se ríe, deben de ser más de cinco y hacen continuas referencias una persona importante. ¿En que maldito tocadiscos me habían metido?, ¿por qué he tenido que ser tan impulsivo?.

 

Tell me tell me tell me the answer

Estoy a punto de acordarme de la canción, giro la cabeza, esta gente está escribiendo algo en las paredes ¿Piggies?, ¿dónde narices estoy?.

 

You may be a lover but you ain´t no dancer.

Acabo de acordarme de la canción, de las pintadas en la pared y ya tengo una idea de en qué tocadiscos me habían metido.

 

Helter skelter, helter skelter, helter skelter, helter skelter.

No era una broma de la otra iglesia, sabían donde me metían y habían adivinado que iba a hacer si descubría donde me habían metido. Puedo mover algo más la cabeza y contemplo por primera y última vez el cuerpo desnudo de Sharon Tate, mi nuevo cuerpo, Charles Manson se acerca sonriendo hacia mí mientras su familia hace un corro, cierro los ojos aunque sé que me va a dar igual, es el final y va a dolerme. En el tocadiscos continúa sonando el segundo disco del white Album de los Beatles...

 

Look out helter skelter, she´s coming down fast, yes she is, yes she is...


© ARTURO

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