Algo
primordial es adaptar los términos y las construcciones gramaticales que
vamos a usar a la personalidad que queremos definir por medio de ese diálogo.
Un individuo iletrado, de escaso nivel cultural, no usará los cultismos y
las construcciones subordinadas que puede utilizar un especialista en
literatura germánica medieval.
Si
estamos escribiendo un relato en el que los personajes son navajeros del más
miserable suburbio de Barazagor, el olvidado planeta por allá a la
izquierda, tendremos que hacerles hablar de acuerdo con su papel. Utilizarán
frases más bien cortas o en todo caso unidas por conjunciones. Pocas veces
usarán oraciones subordinadas, tenderán a servirse exclusivamente del
indicativo, e incluso es posible que trabuquen algunos tiempos verbales, que
digan "si no habrías venido" en lugar de "si no hubieras
venido", por ejemplo. Su vocabulario será más bien limitado, y con
cierta frecuencia se servirrán de muletillas e interjecciones varias que
insertarán en mitad de una frase. Usarán determinadas palabras propias de
su jerga.
Por
el contrario, si estamos describiendo la investigación de un grupo de
sesudos físicos que tratan de desentrañar el último misterio del
universo, tendrán que hablar de forma completamente distinta. Su habla será
algo más ampulosa, pero al mismo tiempo más precisa. Usarán,
evidentemente, términos como "vector" o "gradiente de
velocidad". En general hablarán igual que un individuo de cultura más
o menos media con la jerga propia de su profesión.
Ese
tema, el de la jerga es muy importante. En dos aspectos. Cada profesión,
cada forma de vida, tiene su vocabulario propio, y si pretendes describir a
un médico, tienes que estar bien enterado de qué terminos usan los médicos.
No digo que llegues al nivel de documentación de Gabriel Bermúdez, que
para Salud mortal se devoró tomos y tomos de divulgación médica,
pero sí que estés lo suficientemente enterado como para no cometer gazapos
y caracterizarles mínimamente bien.
El
otro aspecto de las jergas, el de las hablas marginales, es más peliagudo.
Decía Raymond Chandler que solo hay dos tipos de jergas aceptables para el
escritor: "el slang que se ha establecido en el lenguaje, y el slang
que uno mismo inventa. Todo lo demás está propenso a ponerse fuera de moda
antes de alcanzar la imprenta" [1]. Un ejemplo perfecto de jerga
inventada puede ser La naranja mecánica [2], donde el autor,
partiendo del vocabulario ruso crea el nadsat, la lengua juvenil que hablan
los pandilleros de la novela. Burgess introduce tan bien el nadsat en su
novela, de una forma tan paulatina, y con un contexto tan esclarecedor que
uno apenas necesita mirar el glosario que incluyen algunas ediciones del
libro para comprender su significado. En nuestro país podríamos citar el
caso de Ahogos y palpitaciones [3], novela olvidable en casi todos
sus aspectos, pero que resulta interesante por la deformación a que el
autor somete el idioma. Nos describe una sociedad que vive por y para el
placer, donde el sufrimiento es algo inconcebible y obsceno: de esa forma,
el lenguaje se deforma hasta el extremo de que palabras como
"sangre" y "muerte" son auténticas procacidades y los más
prosaicos aspectos fisiológicos humanos son descritos en tonos poéticos y
alegóricos.
Por
otro lado, el diálogo debe ser fluido, ha de tener un ritmo propio y en ese
aspecto quizá nos pudiera servir de ayuda la poesía, especialmente la clásica,
férreamente estructurada en torno a grupos acentuales muy concretos. Un
soneto de Gracilazo o de Quevedo puede ser de mucha ayuda para ayudarnos a
ir cogiendo ese ritmo. Volviendo a citar a Raymond Chandler: "Es
probable que comenzara con la poesía; casi todo comienza en ella."[4]
Pero
todo lo dicho no basta para que un diálogo suene natural. Uno puede haber
cumplido todo lo que acabo de exponer y aun así encontrarse con que acaba
de escribir una conversación forzada y anquilosada. ¿Dónde está entonces
la naturalidad? Ahí es donde interviene el oido del escritor, su intuición
y sus años de oficio.
En
primer lugar, en una conversación real, los interlocutores no sueltan un
ladrillo de discurso respondido a su vez por otro ladrillo de discurso. La
gente, cuando habla, se interrumpen unos a otros, se producen lapsos de
silencio, un personaje inicia un chiste y aquel con el que está hablando se
lo termina... No hay nada que cause peor efecto que Pepe diciendo: "Yo
creo que..." y soltando una parrafada a la que Manolo responde
"Pues yo pienso..." y suelta una nueva parrafada solo para que,
cuando acabe llegue Juan y diga "Quizá, pero a mí me parece..."
para embarcarse en nuevo discurso. Eso no es un diálogo, sino tres monólogos
sobre el mismo tema.
Cuando
dos o más personas hablan, las circunstancias mandan en muchas ocasiones
sobre ellos. Se puede empezar hablando de fútbol y, a medida que la
conversación va derivando, se termina poniendo a parir al gobierno sin que
nadie lo haya planeado así. En el mundo "real" las conversaciones
no son, no suelen ser, algo preparado. En la literatura, sin embargo, deben
serlo. Si transcribimos un diálogo es porque hay determinada información
que queremos transmitir a través de él, algo que queremos contar usando
esa conversación. Por tanto, hemos de ceñirnos al tema que queremos
exponer, pero al mismo tiempo, hemos de ser consecuentes con la
caracterización de nuestros personajes. Si hemos diseñado uno de ellos de
tal forma que tenga tendencia a divagar, tendremos que hacer que, en
determinados momentos, el tema de la conversación se aparte de nuestro propósito,
aunque luego la hagamos volver a él.
También
hay que tener en cuenta que, si el diálogo lleva una gran carga emocional,
es más que probable que alguno de los personajes que intervienen en él, en
un momento dado, suelte un taco para aliviar su propia tensión o recalcar
una idea. ¿Por qué no? No hay que tener miedo a los tacos, la gente los
usa cuando habla y, aunque el escritor no debe abusar de ellos, resulta peor
aun que prescinda totalmente de su uso. Nada resulta más ridículo que un
individuo que, supuestamente está furioso, diciendo: "¡Córcholis!
Menuda faena me habéis hecho!". Si está furioso de verdad, no dirá
"córcholis" o "cáscaras"; soltará un exabrupto. No
hace falta ser terriblemente vulgares, pero uno o dos tacos insertados en
una conversación de forma natural ayudan a hacerla más creíble, siempre
que no nos pasemos.
Y
cuando ya tenemos el dialogo ¿cómo sabemos que este es válido?
Una
solución puede ser coger lo que uno acaba de escribir e intentar leerlo en
voz alta. Eso nos salvará en más de un momento de perpetrar diálogos que
nos parecían maravillosos en la página escrita y que al ser oidos se nos
revelan cursis, artificiales o torpes. Sin embargo tampoco esa es la solución
definitiva. A García Márquez le preguntaron en una ocasión por qué daba
tan poca importancia al diálogo en sus libros. Respondió que para él:
"el diálogo en lengua castellana resulta falso. [...] En este idioma
existe una gran distancia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo
que en castellano es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las
novelas. Por eso lo trabajo tan poco" [5]. A primera vista puede
parecer que el escritor colombiano está en uno de sus habituales desbarres,
pero si nos paramos a pensarlo un poco veremos que no deja de tener razón,
en cierto sentido. Al contrario de lo que nos ocurría antes un diálogo
puede sonar perfecto al oirlo y luego, en la página, resultar completamente
inadecuado. No olvidemos que la literatura es, en el fondo, un artificio, un
fingimiento. Un diálogo escrito debe parecer que es igual que uno hablado,
pero en realidad no lo será.
¿Qué
hacer, entonces?
Mi
primer consejo sigue siendo, creo yo, útil pese a todo. Lee el diálogo en
voz alta y, si no resulta, tíralo a la papelera. En cuanto a cómo
solucionar la segunda cuestión, eso es algo que va dando el tiempo, la
experiencia y, sobre todo, el haber escrito mucho. El genio sigue siendo un
20% de inspiración y un 80% de transpiración. O, en las inmortales
palabras de Sherlock Holmes: "Watson, el genio solo es la capacidad de
esforzarse".
Rodolfo
Martínez
Rodolfo
Martínez es una de las jóvenes
realidades de la ciencia ficción española. Ha publicado novelas como La
sonrisa del gato (ganadora del Premio Ignotus 1996 a mejor novela de
ciencia ficción), Tierra de nadie: Jormungand y La sabiduría de
los muertos (Premio Dolores Medio) y la antología Las brujas y el
sobrino del cazador. También es conocido como autor de cuentos con los
que ha ganado en dos ocasiones el Premio Ignotus.
Notas:
-
Chandler,
Raymond. Cartas y
escritores inéditos,
Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1976.
-
Burgess, Anthony. La naranja mecánica, Minotauro, Barcelona,
1976.
-
Martín,
Andreu: Ahogos y palpitaciones, Ultramar, Barcelona,
1987.
-
Chandler,
Raymond. El simple arte de matar, Bruguera,
Barcelona, 1980.
-
Mendoza, Plinio Apuleyo. El olor de la guayaba, Bruguera,
Barcelona, 1982.
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