Dice
Umberto Eco que, cuando se puso a escribir El nombre de la rosa:
"las conversaciones me planteaban muchas dificultades. [...] Hay un
tema muy poco tratado en las teorías de la narrativa: [...] los artificios
de los que se vale el narrador para ceder la palabra al personaje".
Como no hay nada mejor que un ejemplo véase el siguiente, que es el mismo
que Eco propone en su libro: dos personajes se encuentran y uno le pregunta
al otro que cómo está. El otro responde que no se queja y pregunta su vez
qué tal está el primero. Como veremos enseguida, hay muchas formas en las
que puede ser presentada esta conversación, y no todas son iguales:
A:
-¿Cómo estás?
-No
me quejo, ¿y tú?
B:
-¿Cómo estás? -dijo Juan.
-No
me quejo, ¿y tú? -dijo Pedro.
C:
-¿Cómo estás? -se apresuró a decir Juan.
-No
me quejo, ¿y tú? -respondió Pedro en tono de burla.
D:
Dijo Juan:
-¿Cómo
estás?
-No
me quejo -respondió Pedro con voz neutra. Luego, con una sonrisa
indefinible-: ¿Y tú?
Umberto
Eco propone un par de ejemplos más, pero estos cuatro son suficientes. A y
B son prácticamente idénticos, pero C y D son muy distintos a estos y, a
la vez, muy diferentes entre sí. Como vemos, la mano de un narrador se mete
en mitad de la conversación y altera completamente el efecto que nos
produce ésta. En C y D vemos unas connotaciones en la respuesta de Pedro
que están completamente ausentes de A y B.
¿Cuál
es la solución más adecuada? Tema difícil, y no creo que se pueda hablar
en este caso de una solución más adecuada que otra. Cada autor tendrá sus
gustos al respecto, sus propias ideas, y estas se reflejarán en la forma de
presentar los diálogos. Hemingway, por ejemplo, apenas utilizaba
acotaciones, nos decía muy poco sobre la voz, o el estado de ánimo del que
hablaba, se limitaba a transcribirnos sus palabras, para así preservar las
posibles ambigüedades que pudieran surgir al interpretar el lector la
conversación.
Esto
está bien, si uno realmente quiere que las ambigüedades que surjan queden
ahí. Si no, la intervención del narrador es obligada. Al fin y al cabo,
para eso está, para decirnos que Pedro sonreía maliciosamente cuando decía
que estaba bien, o que Juan hablaba de forma agitada cuando preguntaba.
Mi
opción personal es prescindir de las acotaciones, salvo de las más
elementales en una primera escritura. Luego, cuando llega el momento de
corregir el texto vas viendo si son necesarias más, si te interesa recalcar
que Juan jadeaba cuando Pedro tocó determinado tema, o si prefieres no
poner sobre aviso al lector sobre las reacciones del personaje. Depende.
Como ya he dicho, es una opción personal.
Lo
que sí debemos tener bien claro es qué nos proponemos con un diálogo. ¿Queremos
simplemente intrigar al lector, engancharle a los acontecimientos pero
seguir dejándole en la ignorancia o incluso en la confusión en algunas
partes? Entonces no seremos demasiado prolijos. Por el contrario, si no
deseamos que el lector llegue a una conclusión errónea sobre el diálogo
que acaba de leer utilizaremos las acotaciones para romper las posibles
ambigüedades que surjan en la conversación.
Entroncado
con esto, me gustaría comentar muy brevemente otro defecto de los
escritores primerizos: utilizar demasiados interlocutores en el mismo diálogo.
Una conversación a dos bandas ya tiene sus propias dificultades, pero si
metemos a tres o incluso cuatro participando en ella, la dificultad se
multiplica. Los dos fallos que se suelen producir más a menudo son los
siguientes:
-
Cada personaje suelta su parrafada de información y convierte el diálogo
en un número variable de monólogos.
-
Llega un momento en que el escritor se pierde y no sabe realmente quién
está hablando. O, si lo sabe, no es capaz de hacérselo claro al lector y
es éste entonces el que se pierde.
Mi
consejo es empezar con cierta modestia y precaución: dos interlocutores,
tres a lo sumo. Ya es bastante difícil de por sí como para complicarnos más
todavía.
Si,
por razones estructurales, necesitamos que en determinada conversación haya
presentes cuatro o cinco personajes, existe un truco para ello. Diseñar el
diálogo como si se desarrollase solo entre dos interlocutores. Y luego,
coger la parte del diálogo de uno de ellos y dividirla a su vez entre otros
dos o tres personajes. Si se hace con el suficiente cuidado, el lector tendrá
la impresión de que todos hablan, y la dificultad para el escritor no habrá
aumentado en exceso.
Rodolfo
Martínez
Rodolfo
Martínez es una de las jóvenes
realidades de la ciencia ficción española. Ha publicado novelas como La
sonrisa del gato (ganadora del Premio Ignotus 1996 a mejor novela de
ciencia ficción), Tierra de nadie: Jormungand y La sabiduría de
los muertos (Premio Dolores Medio) y la antología Las brujas y el
sobrino del cazador. También es conocido como autor de cuentos con los
que ha ganado en dos ocasiones el Premio Ignotus
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