Como
cualquier otra parte de un relato, un diálogo cumple una función. Y esta,
creo yo, es básicamente la de aportar información de una forma más rápida,
directa y agradable al lector de la que lo puede hacer un fragmento
narrativo [1].
Un
recurso muy usado por determinados escritores del pasado es, en lugar de
mostrarnos la acción, situarnos ante dos personajes: uno asiste a ella, el
otro no. El primero le cuenta al segundo lo que ocurre. Era algo muy usado
por Shakespeare; claro que él no lo hacía por gusto: no podía poner en
escena a dos ejércitos de quince mil hombres dándose de bofetadas, así
que tenía que limitarse a situar sobre el escenario a un criado que, desde
lo alto de una torre le cuenta a su señor lo que ocurre en el campo de
batalla.
Pero
es algo que se sigue utilizando hoy en día y no es un mal método. La
narración de la acción por parte de un testigo a un tercero puede ser
mucho más colorista, emocionante y vital que una descripción directa de
esa acción. Sobre todo, si lo que estamos narrando es de importancia
secundaria para el relato y no queremos perder demasiado tiempo en su
descripción, el truco del testigo siempre es útil.
Un
recurso similar es el de utilizar un diálogo para que el lector se entere
de acontecimientos que han ocurrido antes de que se inicie el relato, para
situarle en el escenario, en el universo donde se desarrolla la historia.
Esto no es peligroso cuando uno de los interlocutores de la conversación
ignora lo que el otro le está contando. El que lo sabe se limita a poner en
antecedentes a su amigo y punto. El problema viene cuando ambos saben lo que
ha pasado y el único que lo ignora es el pobre lector.
Este
es un defecto del que no escapan ni escritores experimentados. Del que, de
hecho, es difícil escapar. ¿Cómo te las apañas para poner en
antecedentes al lector sobre algo que todos los personajes de la novela
saben ya perfectamente y que es imprescindible que el lector sepa para que
comprenda perfectamente la situación?
La
solución del escritor inexperto es la que yo llamo la de la intervención
parlamentaria. Aquello de "Señores diputados, no les voy a
decir..." y acto seguido se lo dice. No es difícil encontrar en un
cuento primerizo una conversación que empieza más o menos así:
-Todos
sabéis que ayer por la tarde hubo una reunión en la que se decidió...
Si
todos lo saben ¿para qué lo cuenta? Lo lógico es dar esos acontecimientos
por sabidos y seguir a partir de ahí. Pero el lector los ignora y hay que
contárselos de alguna manera.
Pero
no de esa. Eso crea una impresión de pobreza y falsedad en el diálogo. La
gente no habla de cosas que ya saben para que un ente misterioso ajeno a su
universo se entere de lo que les ha pasado (Groucho Marx lo hacía, pero a
Groucho se le podía perdonar casi todo).
La
solución es, quizá, dar la información poco a poco, a pequeños retazos.
Siempre que uno tenga espacio suficiente, por supuesto. Se puede intentar
otra cosa, si los acontecimientos en cuestión son lo suficientemente
importantes como para haber sido tenidos en cuenta por los historiadores:
insertar, en mitad del relato un fragmento de un supuesto libro donde se
comenten esos hechos, como hacía Asimov en su serie de las Fundaciones con
las citas de la Enciclopedia Galáctica. O, como hábilmente hace Gabriel
Bermúdez en Salud mortal, conseguir que el personaje central asista
a una conferencia de carácter histórico-político.
Al
final, si uno es lo suficientemente hábil, puede incluso utilizar la solución
de la intervención parlamentaria y hacer que el lector no se de cuenta de
que las normas de la verosimilitud acaban de ser transgredidas. Pero pocos
escritores pueden permitirse eso impunemente.
Rodolfo
Martínez
Rodolfo
Martínez es una de las jóvenes
realidades de la ciencia ficción española. Ha publicado novelas como La
sonrisa del gato (ganadora del Premio Ignotus 1996 a mejor novela de
ciencia ficción), Tierra de nadie: Jormungand y La sabiduría de
los muertos (Premio Dolores Medio) y la antología Las brujas y el
sobrino del cazador. También es conocido como autor de cuentos con los
que ha ganado en dos ocasiones el Premio Ignotus.
Notas:
-
Claro que Frank Herbert y Robert Heinlein quizá no estuvieran muy de
acuerdo conmigo, visto como les encantaba poner a varios personajes hablando
durante algunos cientos de páginas sin que dijeran absolutamente nada. Eso
sí, haciéndolo de una forma muy entretenida (la apostilla no es mía, sino
de Juan Parera).
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