Dénes Martos - Los Deicidas
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Prefacio

«¡Relatar cosas dignas de ser escritas
y escribir cosas dignas de ser leídas!»
Plinio El Joven (61-113 DC)

 

Este libro no pretende ser una obra de Historia. No tiene la intención de ser ni una biografía, ni un tratado – y sería otro más – sobre la Vida de Jesús. Lo que pretende ser es apenas un relato. Una historia, así con minúsculas. Una historia de la Historia, aunque parezca redundante.

No me he propuesto historiar la vida de ese ser de quien dan testimonio los Evangelios. No me he propuesto hacer otro análisis, sumado a los muchos que ya se han hecho, sobre la historicidad de su figura ni, mucho menos, sobre el significado metafísico y el contenido teológico de sus enseñanzas.

Todo eso está fuera de mi ámbito. Simplemente quisiera relatarles la historia de Jesús de Nazareth; al menos tal como yo la entendí y la percibí; con todo lo que se me fue ocurriendo mientras la iba desarrollando.

Esto es un relato. Un cuento si ustedes quieren; siempre y cuando podamos convenir en que me acepten que yo crea en la historicidad esencial del relato – como algo opuesto a la mera ficción – siendo que me he documentado con la mayor prolijidad que me ha sido posible, aunque nunca con la ambición de lograr la precisión puntillosa de los eruditos.

Relato esta historia porque creí que, después de Los Espartanos y de Los Atenienses, faltaba aún otra gesta que, de algún modo, cerrara el gran tema de los seres excepcionales destruidos por el peso inanimado de una masa de mediocres. Después de Leónidas el guerrero y después de Sócrates el sabio faltaba un tercer paradigma. Después de muchas idas y vueltas tratando de esquivarle el bulto al tema, tuve que aceptar la rendición ante lo obvio: la historia tenía que ser ésta y sólo ésta podía ser la historia final.

Me costó mucho decidirme a relatarla. Como que también me costó mucho escribirla. A decir verdad, éste ha sido el más difícil de todos los libros que he tenido la osadía de cometer. Pero, aún así, espero haber seguido el sabio consejo del buen Plinio. Estoy absolutamente seguro de haber relatado algo digno de ser escrito. Desearía tan sólo haber conseguido escribir algo digno de ser leído. Pero, en definitiva, eso es lo que les tocará a ustedes juzgar.

Por último, también debo decir que éste es casi un "libro por encargo", escrito en memoria de una buena persona que en su búsqueda encontró a Dios pero no llegó a tener la oportunidad de comunicárselo a los demás tal como él lo hubiera querido.

Es un intento – de seguro muy imperfecto - de hablar por él y de tratar de decir lo que quizás, y sólo quizás, él hubiera querido decir. Sé que el estilo, el contexto y los argumentos no hubieran sido los mismos. Teníamos estilos y enfoques bastante diferentes. Pero quisiera creer que he logrado transmitir el mismo mensaje en lo esencial.

Y, si no lo he logrado, seguramente tendré que seguir intentándolo.

Dénes Martos

Febrero, 2005

 

 


El Nazareno

 

La luz se dispersaba por la nave de la iglesia con la timidez que crea esa semipenumbra propia de todas las iglesias, mezcla de misterio, recogimiento, solemnidad, soledad e intimidad. Filtrándose a través de los cristales, adquiriendo un color diferente aquí y allá, concentrándose en un haz en alguna parte para dejar ver las partículas de polvo flotando en el aire, la claridad impregnaba el ambiente de un modo discreto, dejando ver sólo lo esencial y ocultando con piedad lo innecesario.

En medio del silencio interrumpido tan sólo en forma esporádica por algún ruido indeterminable y elevándose por sobre unos pocos cirios encendidos, el Nazareno lo miraba todo desde su cruz de madera. La frente sangrando por su corona de espinas, la cabeza inclinada en un gesto casi anatómicamente imposible, los brazos extendidos y anclados a la madera por espantosos clavos, soportado casi por milagro sobre unas piernas increíblemente delgadas y también clavadas en su sitio, parecía comprenderlo todo desde las alturas de su sufrimiento.

A escasos metros de distancia el hombre, de rodillas, como aplastado por el inmenso peso de su desgracia, doblado sobre si mismo en su dolor, en su angustia y en su tristeza, con las manos unidas en plegaria como apretándose el corazón para detener su sangrado, hurgaba en su memoria para encontrar las palabras que alguna vez alguien le enseñara de niño: “...Padre nuestro que estás en los cielos...”

El hombre sabía que estaba a punto de pasar algo atroz. Algo inexplicable. Algo que ni él, que ya había casi olvidado las palabras de la oración, podía llegar a entender. Una de esas cosas tan irracionales, monstruosas y hasta perfectamente inútiles que aún viéndolas cuesta trabajo creerlas porque, incluso para un aguerrido combatiente no precisamente inclinado a sentimentalismos y sensiblerías, resulta difícil admitir que el ser humano pueda llegar a caer en profundidades tan insondables. Una de esas cosas que nos hacen dudar de nuestra inveterada tendencia al optimismo y nos fuerzan a admitir que el Mal existe.

O que, por lo menos, existe una especial clase de estupidez que se le aproxima bastante.

Afuera de la iglesia rugía una guerra. Una de esas guerras que siempre es la peor, la más sanguinaria y la más inmisericorde de todas las guerras: una guerra entre hermanos. Una guerra que, por esas ironías casi increíbles del lenguaje, los historiadores y los políticos insisten en llamar “guerra civil” a pesar de que diez mil años de Historia demuestran que es justamente la clase de guerra que carece por completo de hasta el menor asomo de civilidad y muchas veces hasta del civismo más básico.

Cuando Caín y Abel se enfrentan, el mundo siempre retrocede milenios y regresa hasta el origen mismo del drama bíblico, que bien podría ser una de las grandes tragedias ancestrales de la especie humana. Somos, probablemente, los únicos animales sobre el planeta capaces de transmutar la lucha elemental por el territorio en una pelea mezquina alimentada por venganzas, codicias, avaricias, revanchismos, orgullos, soberbias, ambiciones y a veces hasta simples caprichos.

Y decididamente, desde hace algunos siglos a esta parte, somos los únicos capaces de matar en nombre de eso que llamamos “ideales”. Tomamos alguna construcción mental abstracta, que en muchos casos no es sino una nebulosa fantástica nacida en la imaginación desbocada de algún resentido, la convertimos en un dogma de fe, la simplificamos en una ideología apta para el consumo de las masas y después le ponemos un nombre histórico rimbombante al incendio que produce la mediocridad de la muchedumbre cuando resulta endiosada y glorificada por la enfermiza utopía de los profetas de lo inviable.

Mientras a lo lejos se escuchaban algunos disparos aislados, el hombre abandonó su intento de rezar y su vista se detuvo en la imagen del Crucificado.

Hacía mucho que no la miraba.

Nunca había sido alguien de una gran fe. Mucho menos de ir asiduamente a misa y comulgar y confesarse. Incluso durante mucho tiempo se había preguntado cómo, durante algo así como veinte siglos, millones de personas pudieron venerar esa imagen de dolor y sufrimiento. Es que en su infancia y en su adolescencia lo habían educado para ser un guerrero; para pelear, para apretar los dientes, no hacer muchas preguntas, poner todo el empeño en vencer obstáculos y soportar lo que viniese en silencio y sin quejarse.

Había aprendido eso bastante bien. Pero en algún rincón de su mente, de alguna forma, también habían quedado implantadas aquellas palabras que, siendo él muy pequeño, el cura del pueblo, el anciano Padre Juan, le había dicho en alguna oportunidad.

“Él” – había dicho el sacerdote señalando al Crucificado sobre el altar – “Él nos enseñó a ser buenos.”

Más adelante, durante bastantes años y con el sarcasmo que da la soberbia de la juventud llegó a pensar en que, a juzgar por la imagen y considerando que había enseñado algo tan noble, evidentemente sus contemporáneos lo trataron bastante mal. Pero después, al ir madurando y juntando callos en el alma; y sobre todo al ir conociendo y padeciendo en carne propia el comportamiento de los seres humanos en general, poco a poco fue cambiando el enfoque y terminó llegando a la conclusión que muy probablemente, a pesar de esa enseñanza, los alumnos habían terminado por ser tan obtusos que al final no habían aprendido gran cosa.

O, lo que era todavía peor: algunos ni siquiera habían querido aprender gran cosa.

Aún así: ¿qué había querido decir exactamente el Padre Juan con eso de “ser buenos”? ¿Qué había enseñado exactamente ese Cristo que estaba allí, clavado en su cruz? Y, en absoluto ¿por qué había terminado clavado en esa cruz?

El hombre comenzó a hurgar en su memoria buscando los jirones sueltos de una tradición que había recibido en la infancia y que luego la vida, las lecturas, los combates, las preocupaciones, las desgracias y los imprevistos del duro oficio de sobrevivir habían esparcido y desordenado en su cerebro.

Si mal no recordaba, todo había empezado en Roma. En esa Roma de las águilas, las legiones, los Hombres del Lacio, los grandes emperadores... Aunque no. Había sido en el Imperio, sí; pero en realidad había empezado en una provincia bastante lejos de Roma.

En un lugar llamado Belén.

En un pesebre.

Mejor dicho, ni siquiera tanto en un pesebre sino más bien en un establo.

En un establo y con una estrella.

 

 


La natividad

 

«La pintura es una poesía silenciosa
y una obra escrita es una pintura que habla».
Plutarco

“Los milagros no se producen en contradicción con la naturaleza,
sino sólo en contradicción con lo que conocemos de la naturaleza.”
San Agustín

 

A lo largo del devenir de nuestra especie, lo mágico presenta un problema bastante serio. Quizás este problema se hace tan espinoso por la frecuencia con la que muchas veces se confunde lo mágico con lo religioso. En realidad, como debería ser obvio, magia y religión son cosas muy distintas.

La magia es, probablemente, el intento de manipular lo natural con el auxilio de lo desconocido. Es una operación tendiente a lograr un resultado apelando a algo que, aún estando por su esencia dentro del ámbito de la Naturaleza – es decir: dentro de la esfera de lo existente y al menos en principio cognoscible – se encuentra, al menos por el momento, fuera de la esfera de nuestro saber. Es, por ejemplo, la situación del primitivo hechicero honesto que conoce la propiedad curativa de determinada hierba, que sabe que sirve para calmar la fiebre de un enfermo, pero que no tiene la menor idea de su composición química, no tiene la más pálida noción de lo que es un ácido acetilsalicílico, y adscribe los efectos terapéuticos de dicha hierba a un misterioso “poder sobrenatural”.

Poniéndolo en términos simples y bastante superficiales, uno estaría tentado a decir que la magia no es sino ciencia más ignorancia en dónde la parte de ignorancia se expresa a veces mediante una explicación mística. Sin embargo, es muy posible que esta pseudo definición adolezca del insanable defecto de un exceso de arrogancia y de soberbia.

Es muy cierto que lo mágico viene muchas veces y muy fácilmente de la mano de la charlatanería. El taumaturgo es, con harta frecuencia, un simple farsante sin más habilidades reales que el prestidigitador que saca conejos de una galera; con la importante diferencia que el prestidigitador no pretende poseer poderes sobrenaturales. Pero ya el caso de, por ejemplo, un Houdini – quien en su búsqueda incursionó mucho más allá de los trucos de su oficio y llegó hasta el espiritismo – nos indica que la frontera entre el “mago de salón” y el taumaturgo no es siempre tan fácil de trazar como algunas veces se supone. Un pícaro siciliano como Giuseppe Balsamo, que hacia 1785 se hizo admirar por toda la alta sociedad de París como Conde de Cagliostro produciendo elixires de la eterna juventud, prometiendo curas milagrosas e invocando a los espíritus, seguramente no fue más que un hábil farsante. Pero hay una enorme diferencia entre un Houdini y un Cagliostro: Houdini era absolutamente sincero en su búsqueda y nunca pretendió realmente engañar a sus espectadores con sus trucos de prestidigitador, más allá, por supuesto, del “engaño” necesario para el entretenimiento y el espectáculo.

Con todo, no es necesariamente cierto que todo taumaturgo resulta ser siempre un estafador.  Sabemos de grandes magos y tenemos leyendas de grandes magos a los que no sería lícito tachar de embaucadores. El gran Merlín es un ejemplo. Más allá de lo fantasioso e impreciso de su leyenda, su figura es, en cierto modo, casi el arquetipo del viejo mago sabio y esa figura – la del viejo mago sabio – es todo un personaje recurrente a lo largo de nuestra Historia.

Y vayamos al caso: Jesús al nacer fue adorado por tres magos.

Los reyes magos (Velázquez)

Si uno se pone a investigar un poco, muy pronto resulta que hay cosas bastante interesantes en relación con estos Reyes Magos. En primer lugar, en el Nuevo Testamento canónico, el único que los menciona es Mateo y no solamente no indica sus nombres, no solamente no dice que eran reyes, sino que ni siquiera afirma que eran tres:  Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalem unos magos diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle.” (Mateo 2: 1-2) ¿De dónde hemos sacado lo de los tres Reyes Magos llamados Melchor, Gaspar y Baltasar?

Pues, para empezar, la palabra “mago” es una palabra persa. Viene de “magu” – en latín magus, plural magi, o bien magoi en griego – que significa algo así como vidente, profeta, brujo o hechicero – sin el sabor despectivo que hoy tienen estas palabras. Entre los antiguos Medos y Persas estos magi eran miembros de una casta sacerdotal, depositaria muy probablemente – como en el antiguo Egipto – de los conocimientos científicos más avanzados disponibles en su época; entre ellos, la astrología que, en esencia, no es sino ciencia astronómica interpretada según criterios místicos, y la onirología, que es la interpretación de los sueños mediante criterios con los cuales hasta un Freud no hubiera estado demasiado en desacuerdo.

Es bastante obvio pero acaso sea necesario aclararlo: de lo que estoy hablando aquí es de la astrología sumeria, caldea y babilónica; no de esos esperpentos periodísticos que en el suplemento dominical le vaticinan dificultades en el amor y algunos éxitos económicos (o viceversa) a toda esa parte de la humanidad que casualmente nació en Virgo. Y estoy hablando, también, de la onirología en el sentido en el que la entendían los muy antiguos, hallándose ésta muy extendida entre quienes le dieron a los sueños una interpretación directamente divina o teologal como lo demuestra toda una multitud de pasajes de la Biblia.

En el Antiguo Testamento encontramos algún rastro de estos magos. Por ejemplo, en Jeremías 39:3 y 39:13 se menciona a un tal Nergal-sarezer o Nergal Sharezar como el “Rab-Mag” entre los príncipes del Rey de Babilonia  – un título cuyo significado se interpreta como “Rabí Mago”, “Jefe de los Magos” o, si se quiere, “Sumo Pontífice de los Magos”.

Después de la caída de los imperios asirio y babilónico, el poder de los magi declinó en Persia. Ciro y Cambises reprimieron la casta sacerdotal. Pero la reacción no se hizo esperar; los magi se sublevaron y consiguieron imponer como rey de Persia, bajo el nombre de Smerdis, a su líder Gaumata – un nombre que no deja de tener un curioso parecido con el de Gautama. Pero Smerdis murió asesinado hacia el 521 AC – aunque, otra vez curiosamente, bastante cerca de la época en que nacía Siddharta Gautama a quien conocemos como Buddha, o Buda, y cuyo nacimiento se sitúa alrededor del 566 AC. Sea como fuere, aunque según Heródoto la caída de los magi fue festejada como un feriado nacional por los persas, hay testimonios bastante sólidos que indican que la orden no solamente sobrevivió a las dinastías aqueménidas sino que, por la época del nacimiento de Cristo, había reconquistado buena parte de su antigua influencia. Al menos, Estrabón nos cuenta que los sacerdotes magos constituían uno de los dos Consejos en el Imperio de los Partos.

De modo y manera que los magos no son en absoluto personajes legendarios ni fantasiosos. Fueron sacerdotes fundamentalmente zoroastristas y, siendo que Zoroastro había prohibido expresamente las prácticas de hechicería, resultaría por lo menos forzado interpretar su astrología y su onirología como actividades esencial o aun primariamente “mágicas” en el sentido vulgar de la palabra.

Ahora bien, ¿de dónde sacamos que los Reyes Magos fueron tres? Quizás el número tres se induce de alguna forma de los regalos que presentaron – oro, incienso y mirra según Mateo 2:11 – pero la cantidad varía mucho hasta en el primitivo arte cristiano, desde dos en una pintura del cementerio de San Pedro y San Marcelino hasta ocho en un jarrón del Museo Kircher.

Algo muy similar sucede con sus nombres. La tradición latina, bien que recién a partir de los Siglos VI o VII DC, es bastante consistente en los de Gaspar, Melchor y Baltasar. Es posible que el origen de esto se encuentre en el llamado Evangelio Armenio de la Infancia, un apócrifo tardío, aproximadamente del Siglo V DC, dónde puede leerse: “El primero era Melkon, rey de los persas; el segundo, Gaspar, rey de los indios; y el tercero, Baltasar, rey de los árabes.” [[1]]Pero los sirios, por ejemplo, mencionan a Larvandad, Hormisdas y a Gushnasaf mientras que los propios armenios nos hablan también de Kagba, Badadilma y Badadakharida.

Sobre su procedencia, sólo sabemos con cierta certeza que vinieron del oriente. San Máximo los hace venir de Babilonia, Clemente de Alejandría dice que vinieron de Persia, San Justino y Tertuliano afirman que procedían de Arabia.

Y en cuanto a que eran reyes, hay bastante consenso en esto pero, así y todo, deberíamos tener en cuenta varias cosas. La primera de ellas es que el concepto de “rey” de aquella época no poseía exactamente el mismo significado que el que le adjudicamos hoy, siendo que se lo empleaba con frecuencia más en un sentido de status social que en su actual significado estrictamente político. Por otra parte, incluso en el apócrifo armenio mencionado, si se lee con atención, se verá que se  habla de “reyes de los magos” es decir: de unos primus inter pares, o Sumos Sacerdotes, entre los magi y no necesariamente de Jefes de Estado propiamente dichos. Y esto explicaría bastante bien una cita, de otro modo algo extraña, de Marción que nos dice que eran “casi” reyes (fere reges). En realidad, podría ser que buena parte de la realeza convencional que tradicionalmente se le adjudica a los magos esté basada en un pasaje del Antiguo Testamento [[2]] en dónde se menciona que los reyes de Tarsis, Saba y Seba traerán presentes al hijo del rey.

Lo más curioso, sin embargo, es que lo más “mágico” en toda la historia de los Reyes Magos no tiene mucho que ver directamente con los personajes mismos. El hecho claramente “mágico” de la historia está en otro lado: en la Estrella de Belén.

Según Mateo (2:9) los Reyes Magos después de hablar con Herodes, “... se fueron; y he aquí la estrella que habían visto en oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre dónde estaba el niño”. Nuevamente es inútil que busquemos más detalles del fenómeno en los otros evangelios canónicos porque no los encontraremos. Pero en un evangelio apócrifo -  el llamado Protoevangelio de Santiago – se repite la historia con casi exactamente las mismas palabras:  Y los magos salieron. Y he aquí que la estrella que habían visto en Oriente los precedió hasta que llegaron a la gruta, y se detuvo por encima de la entrada de ésta. Y los magos vieron al niño con su madre María, y sacaron de sus bagajes presentes de oro, de incienso y de mirra”. [[3]].

Sobre la Estrella de Belén se ha escrito, se ha investigado y hasta se ha inventado bastante. Hay versiones para todos los gustos imaginables: desde un cometa, pasando por una supernova, hasta una nave espacial extraterrestre; pueden ustedes elegir. El menú de opciones es amplio. Sin embargo, quitando las especulaciones puras, es posible clasificar las teorías existentes en tres categorías diferentes: la de quienes afirman que nunca existió, la de quienes aceptan el fenómeno como un milagro de origen divino y la de quienes lo consideran un fenómeno natural.

Negar el hecho de plano es bastante arriesgado. Con gran probabilidad, el texto de Mateo fue escrito entre los años 60 y 80 después de Cristo, con lo que es harto probable que el recuerdo del fenómeno estuviese aún bastante vivo entre algunos de sus contemporáneos. La circunstancia que los otros tres evangelistas canónicos no lo mencionen llama, por cierto, la atención. Pero una prueba negativa no deja de ser una prueba muy endeble porque, como varias veces se ha señalado, la ausencia de prueba no es prueba de ausencia.

Además, hay unos cuantos evangelios apócrifos que confirman el testimonio de Mateo y, por último, que yo sepa, ni siquiera en la literatura judía apareció jamás alguien que lo desmintiese sobre este punto. Con todo, en honor a la verdad tampoco podemos dejar de mencionar que en aquellos tiempos era bastante frecuente relacionar – en una forma más o menos poética o “libre” - el nacimiento o la muerte de una persona importante con extraños fenómenos naturales. Por ejemplo, según la leyenda, cuando Julio César nació apareció una estrella y cuando murió, se vio un cometa.

La tesis del milagro no es opinable. Los milagros son algo en lo que uno cree o no cree. Frente a un milagro la única alternativa posible es la de guardar silencio. Si Dios puso una estrella para guiar a los Reyes Magos, no hay nada que decir al respecto, más allá de lo que cualquiera de nosotros opine o deje de opinar. Si la puso, pues la habrá puesto aún cuando nosotros cometamos la arrogancia de no creer en ello. Y si no la puso, pues no existió aunque hagamos de ello un dogma de fe y hagamos arder en la hoguera al que afirme lo contrario.

Belén en la actualidad. Al fondo, las montañas de Moav

Sin embargo, aún así, creo que deberíamos reflexionar un poco más sobre eso que llamamos “milagro”. En principio, el milagro no tiene por qué violentar las leyes de la naturaleza. Dios puede manifestarse tanto a favor como a contramano de dichas leyes y una piedra dejada caer por la mano de Dios no dejará de ser un milagro – en el sentido estricto del término – por el hecho de que la piedra caiga exactamente con la aceleración prevista por la ley de gravedad. La presunción de que el milagro debe, forzosamente, ser algo sobre- o incluso anti-“natural” es una presunción estrictamente humana y no necesariamente lícita. De lo que nos estamos olvidando con esa presunción es de un pequeño pero no precisamente intrascendente detalle: si el Universo tiene un Dios Creador, las que llamamos “leyes naturales” también son obra del Creador de este mundo. Y, si Dios tiene la potestad de superarlas o ignorarlas produciendo hechos sobre-naturales, yo me pregunto por qué no habría de tener igualmente la potestad de producir hechos dentro de la normatividad que Él mismo ha creado desde el principio. De modo que si tan sólo convenimos en llamar milagros a las cosas que Dios hace, no veo muy bien por qué desde la patética ridiculez de nuestra increíble soberbia nos arrogamos el derecho de exigirle que, para hacerlas, se tenga que tomar siempre la molestia de maravillarnos violentando las leyes naturales que Él mismo ha impuesto en el Universo.

Creo que ya lo he dicho en otra parte (y varias veces) pero no me avergüenza repetirlo otra vez aquí: honestamente pienso que no es cierto que Dios ha dejado de hacer milagros; lo más probable es que nos hayamos vuelto tan ciegos que ya no los vemos. Tenemos la peregrina idea de que el milagro tiene que ser necesariamente algo apto para merecer grandes titulares y nos olvidamos que los grandes titulares están generalmente reservados al escándalo. Yo no creo que el milagro tenga que ser forzosamente algo sensacional y sobrenatural. No lo creo en absoluto. Quizás Dios ha dejado de hacer determinada clase de milagros precisamente porque hemos caído tan bajo que, seguramente, los convertiríamos en escándalos sensacionalistas para ganar lectores, espectadores o puntos de rating.

Con lo cual, creo que la Estrella de Belén bien pudo haber sido un fenómeno natural – aún cuando convengamos que lo suficientemente excepcional como para merecer algún buen titular hasta hoy día.  Pero no por ello tiene que dejar de ser, ineludiblemente, un acto de Dios; es decir: un verdadero milagro. Y hay bases bastante sólidas para interpretar el fenómeno de esta manera.

Lo único que tenemos que hacer para intentar formarnos un cuadro plausiblemente claro de lo que pudo haber sucedido es poner las cosas dentro de su contexto. No es sencillo; pero creo que es posible.

Por de pronto no perdamos de vista algo básico: los magi eran astrólogos. De la interpretación astrológica de los fenómenos astronómicos podemos tener la opinión que nos plazca. Podemos creer que los astros determinan nuestro destino, que sólo indican tendencias que impulsan pero que no obligan, que representan simbólicamente determinadas fuerzas cósmicas que ejercen cierta influencia sobre nosotros, que son únicamente un pretexto para poner en juego poderes parapsicológicos o extrasensoriales, que no son más que supercherías de charlatanes sin más asidero que una fantasía desbocada tratando de tapar los enormes huecos de su propia ignorancia, o que constituyen una estafa mediante la cual algunos atorrantes consiguen sacarle plata a un montón de ingenuos enfermos de credulidad. Elijan ustedes la opinión que más les guste y, si quieren, por mí hasta pueden cambiar de opinión cuando les dé la gana. El punto aquí no es la astrología en sí, ni tampoco la evaluación que nosotros podamos hacer de ella. El punto es: ¿en qué creían los magi? No es nuestra opinión ni nuestro criterio lo que importa. Lo relevante aquí es la opinión de ellos y la visión que ellos tenían, o podían tener, del cosmos.

Aclarado eso, la segunda cuestión previa a esclarecer es la fecha probable del nacimiento de Jesús. Y lo primero que cabría decir al respecto es que Jesús, con total certeza, no nació el 25 de Diciembre del año 0 como vulgarmente se cree. El 25 de Diciembre lo comenzaron a celebrar algunos cristianos algo así como 350 años después del hecho, muy probablemente con la idea de superponerle una efemérides cristiana a la celebración pagana del solsticio de invierno en el hemisferio Norte, siendo que la costumbre de suplantar fiestas paganas por cristianas fue siempre una práctica muy habitual en la Iglesia. 

El año del nacimiento de Jesús que hoy admitimos en forma convencional fue estimado, allá por el año 723 DC, por el monje romano Dionisio el Exiguo.  Pero repasando los cálculos de Dionisio es relativamente fácil detectar que el buen hombre cometió toda una serie de errores. Por un lado, se olvidó de contemplar justamente el año cero y, por el otro, tampoco consideró – en la cuenta que hizo de los años de gobierno de los emperadores romanos – aquellos cuatro años durante los cuales Octavio gobernó a Roma sin haber recibido todavía el título de Augusto. Rectificando los cálculos llegaríamos a una fecha por lo menos cinco años anterior a la establecida por Dionisio.

Pero tenemos, además, otras pistas. Sabemos de un censo que las autoridades romanas impusieron a los habitantes de la región. “Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado. Este primer censo se hizo siendo Cireneo gobernador de Siria.“ [[4]] Para más detalle, Lucas precisa que en ese momento María aún no había dado a luz por cuanto afirma que José hizo el viaje, desde Nazareth en Galilea, hasta Belén en Judea: “...para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta”.[[5]] La cuestión es que, los censos romanos – fuertemente resistidos por la población judía ya que establecían la base para el pago de los impuestos – están relativamente bien documentados y gracias a ello sabemos que hubo censos hacia los años 8 o 6 AC.

Pero hay más. Sabemos que, cuando Cristo nació, gobernaba Herodes el Grande. Según Flavio Josefo, la muerte de este rey se produjo poco después de un eclipse lunar visible desde Jericó en la noche del 12 al 13 de marzo del 4 AC. Ahora bien, desde el momento en que, poco antes de su muerte, Herodes ordenó matar a todos los niños menores de dos años que había en Belén y en sus alrededores [[6]] en un intento de eliminar al “rey de los judíos” que los magi le habían anunciado, la fecha probable del nacimiento de Jesús podría situarse hacia el 6 o el 5 AC. La pregunta, pues, es: ¿qué acontecimientos celestes, relevantes tanto desde una óptica astronómica como astrológica, podríamos ubicar aproximadamente entre los tres años que van del 8 al 5 AC?

Por sorprendente que parezca, resulta ser que hay unos cuantos.

Imagen de una supernova

Probablemente el primero que en Occidente comenzó a considerar en serio la posibilidad de un acontecimiento astronómico real en relación con la Estrella de Belén fue el gran astrónomo, matemático (y también astrólogo) alemán Johannes Kepler. Al quedarse maravillado después de observar en 1604 la aparición de una supernova se le ocurrió que un hecho similar podría explicar lo sucedido en Belén, por lo menos en parte. [ [7] ] El problema residía tan sólo en que una supernova, por más espectacular que sea a la vista, no posee ningún significado relevante en la tradición astrológica, por lo que se puso a investigar la posibilidad de conjunciones planetarias.

Y, efectivamente, los cálculos indican que en el año 7 AC se produjo una serie rarísima y espectacular de tres conjunciones sucesivas de Júpiter y Saturno en la constelación de Piscis. [ [8] ] A estas conjunciones se sumó el planeta Marte un año después y, por si esto fuera poco, todavía habría que agregar algo que Kepler no podía saber. Según registros chinos y coreanos, en el 5 AC no sólo se observaron dos cometas [ [9] ] sino que – y esto hubiera hecho brincar de alegría a Kepler – también se produjo la explosión de una supernova.

Va de suyo, por supuesto, que todos estos hechos se resisten a una conclusión matemáticamente precisa, definitiva e irrefutable. Hay teorías que tienen en cuenta el 15 de Septiembre del año 6 AC, hay quien propone el 17 de Abril del año 6 AC y los partidarios de la supernova calculan la fecha del nacimiento de Jesús aproximadamente para el comienzo de abril del año 5 AC. [ [10] ]

De cualquier forma que sea, basta un poco de sensibilidad e imaginación para reconstruir con bastante verosimilitud los hechos. Las alineaciones planetarias que hemos visto son, sin discusión posible, astrológicamente relevantes. Los cometas y la supernova deben haber sido visualmente llamativas. No hace falta forzar la fantasía para imaginar la posibilidad de que los magi, al analizar las constelaciones y al observar los fenómenos que se fueron produciendo en el lapso de los tres años que van del 8 al 5 AC llegaran a la conclusión de que algo extraordinario había sucedido o estaba por suceder.

En realidad, desde el punto de vista de la cosmovisión de los hombres sabios de aquella época, lo extraordinario sería que los magi hubiesen llegado a una conclusión opuesta.

Claro que nos queda un problema: el de la aparente “movilidad” de la Estrella de Belén: “...y he aquí la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre dónde estaba el niño.” [[11]]. Demás está decir que este pasaje ha dado lugar a las más salvajes especulaciones; desde una nave espacial extraterrestre guiando a los magi, hasta quienes niegan de plano el hecho por declararlo físicamente imposible. El tema aparece también en varios apócrifos, bien que con algunas variantes. Al menos dos de ellos, el Evangelio Árabe de la Infancia de Jesús y el Protoevangelio de Santiago, repiten casi exactamente el relato de Mateo.[[12]] Pero en otros aparecen algunas sutiles diferencias. En el Evangelio Armenio de la Infancia de Jesús [[13]] se dice: “Y, al mismo tiempo, un ángel se apresuró a ir al país de los persas, para prevenir a los reyes magos, y para ordenarles que fuesen a adorar al niño recién nacido. Y ellos, después de haber sido guiados por una estrella durante nueve meses, llegaron a su destino en el punto y hora en que la Virgen acababa de ser madre.” Por su parte, en el Evangelio del Pseudo-Santiago [[14]] encontramos: “Y, al dirigirse los magos a Bethlehem, la estrella les apareció en el camino, como para servirles de guía, hasta que llegaron adonde estaba el niño. Y los magos, al divisar la estrella, se llenaron de alegría, y, entrando en su casa, vieron al niño Jesús, que reposaba en el seno de su madre.

Los apócrifos están repletos de cuentos quiméricos, sin duda alguna, pero no deja de ser curioso como algunos recurren a ciertos pasajes de los apócrifos cuando se trata de producir versiones fantasiosas del relato bíblico y se olvidan de estos documentos cuando otros pasajes de esos mismos apócrifos ofrecen una versión algo menos fantástica.

Por supuesto, no estoy en condiciones de negar – ni tampoco me interesa hacerlo en lo más mínimo – que en el momento del nacimiento de Jesús haya habido una estrella que se movía y que se detuvo justo sobre el lugar en el que Jesús nació. Pero tengo que admitir que me cuesta creerlo. Sí, ya sé – y acabo de decirlo más arriba: si Dios hizo ese milagro, lo que yo opine al respecto no tiene la más mínima importancia en absoluto. Pero una de las razones por las cuales me cuesta creerlo es que no me puedo hacer a la idea de que Dios haya hecho ese milagro tan sólo para guiar a unos magi hasta el sitio en que Jesús nació; sobre todo siendo que, como veremos en seguida, estos magos sabios no tenían realmente ninguna necesidad de una estrella fantástica que los guiara hacia el sitio exacto. Por otra parte, si guió a los magi ¿cómo es que no guió también a los esbirros de Herodes que querían matar al niño? No quiero pecar de exceso de escepticismo pero me imagino que una estrella de gran magnitud navegando por el cielo y deteniéndose sobre un sitio determinado debería haber llamado la atención de alguien más aparte de los tres Reyes Magos.

Excepto, por supuesto, que fuese inteligible solamente para esos Reyes Magos. Y aquí, de nuevo, podemos aceptar el milagro sin ninguna dificultad y guardar silencio como corresponde. Pero también, con tan sólo tomarnos el mínimo de trabajo de investigar un poco la ciencia de los magi, nos encontraríamos con algunas cosas no precisamente carentes de interés

Cualquiera que se haya tomado la molestia de averiguar cómo trabajan los astrólogos sabrá que, antes de proceder a cualquier interpretación, un astrólogo levanta algo que se llama “carta natal” y que es una representación gráfica del estado astronómico del cielo al momento del nacimiento. Esta carta natal no tiene, en realidad, nada de “astrológico” más allá de que contiene solamente aquellos elementos astronómicos que la interpretación astrológica estima relevantes. Una carta natal es un gráfico estrictamente astronómico y para trazarlo se realizan exactamente los mismos cálculos que realizaría cualquier astrónomo científico para determinar la posición de la tierra y de ciertos cuerpos celestes en un momento dado, tal como serían vistos desde un lugar determinado del planeta tierra. No tiene absolutamente nada de “mágico” ni de esotérico. Es un dibujo que resulta de una serie de cálculos matemáticos y astronómicos para los cuales hoy en día hasta existe software de computación que brinda una precisión asombrosa. Es sobre este gráfico que los astrólogos realizan luego sus inferencias y, como ya lo indiqué antes, en cuanto a estas interpretaciones dejo a todos ustedes en libertad de opinar lo que les venga en gana. A condición de que haya quedado claro que la carta natal, en si misma, es el resultado de un cálculo que, por supuesto, puede estar bien hecho o mal mecho, puede contener errores o puede carecer de ellos, pero que no tiene interpretaciones ni inferencias deductivas.

Ahora bien, para trazar eso que los astrólogos llaman “carta natal” hace falta una serie bastante precisa de datos sin los cuales el cálculo es casi completamente imposible. En primer lugar es necesario conocer la fecha de nacimiento (día, mes, año). En segundo lugar es necesario saber la hora de nacimiento con la mayor precisión posible (hora y minutos por lo menos). Y en tercer lugar – y he aquí un dato que me parece muy relevante – los astrólogos también necesitan saber el lugar exacto del nacimiento con las coordenadas de latitud y longitud respectivas. El hecho es que sin esos datos es imposible levantar una auténtica carta natal.

Una de las tantas cartas natales posibles, calculada con un software de computación al 15 de Septiembre 6 AC a las 18 hs para una ubicación de 35°14' longitud Este y 31°46' latitud Norte

Conociendo, pues, los mencionados datos de nacimiento de una persona se puede levantar para ella su carta natal. Pero, obviamente, también se puede proceder a la inversa, es decir: sabiendo lo que se busca (y aquí ya sí intervienen elementos de interpretación) es – por lo menos en teoría – posible observar la posición de los astros y determinar en qué lugar del planeta, en qué fecha y a qué hora se podría producir un nacimiento de determinadas características astrológicas.

En otras palabras: el astrólogo puede levantar una carta natal con precisión si sabe en qué fecha, a qué hora y dónde nació una persona. Pero, en un momento dado, también puede ver una configuración astronómica muy sugestiva y calcular en qué fecha, a qué hora y en qué lugar debería nacer una persona para que esa configuración constituya su carta natal.

Lo que quiero decir con todo esto es que, si los magi eran astrólogos, en realidad no necesitaron ninguna estrella móvil – y mucho menos una nave espacial extraterrestre – que, flotando en el aire, los guiase físicamente al lugar de nacimiento de Jesús. Con una buena carta natal en la mano y con la configuración estelar a la vista, pudieron perfectamente calcular las coordenadas de latitud y longitud del lugar de nacimiento, con una precisión solamente limitada por sus conocimientos matemáticos, astronómicos y geográficos. Y será mejor que no sonriamos despectivamente frente a estos conocimientos. El astrolabio ya era conocido por los griegos en el Siglo II AC [[15]] y sabemos que los astrónomos caldeos, asirios y babilonios, bastante anteriores a nuestros Reyes Magos, ya trabajaban con una precisión envidiable.

¿Cómo? ¿Qué acabo de destruir la leyenda? ¿Qué he terminado por derrumbar el milagro? Si eso es lo que piensan les pediría, por favor, que esta noche levanten la vista y observen el cielo.

Imagínenlo. Allá arriba, resaltando de la negrura de las profundidades del espacio, hay una enorme estrella resplandeciendo en el diáfano firmamento de Palestina. Es uno de esos cielos y una de esas noches como las que, desde hace miles de años, ha seducido a sumerios, caldeos, babilonios y asirios a observar el camino de los astros. Uno de esos cielos que, en el hemisferio Sur, pueden verse, por ejemplo, sólo en la Patagonia. Un cielo que no se ve nunca desde el estrecho y hormigonado horizonte disminuido de cualquiera de nuestras ciudades. Un cielo en dónde la Vía Láctea es “vía” y, además, es realmente “láctea”. Una vía que se ve como un enorme y misterioso camino trazado en el Cosmos, pavimentado por miríadas de pequeñas luces que demarcan su recorrido y que forman un mar casi lechoso derramándose desde eso que lo que los antiguos solían imaginar como la morada de los dioses más altos y más lejanos.

La natividad

Un cielo como ése no es simplemente un cielo nocturno con estrellas, dispuesto como telón de fondo para arrancar el suspiro de algún romántico. Un cielo así es el Universo mismo que se hace presente aprovechando la ausencia de un sol que se ha ido a dormir; porque en la tierra el sol reina solamente durante la mitad del tiempo. En un cielo así la Vía Láctea se convierte en la Ruta de los Inmortales que cabalgan hacia la eternidad y las estrellas de esa Vía Láctea se transmutan hasta convertirse en las chispas arrancadas por las herraduras de los corceles galopando por el empedrado del infinito. Y en ese cielo, observado desde hace miles de años por los hombres sabios con mística curiosidad, de repente ha aparecido esa enorme estrella.

Allá abajo, por un camino polvoriento y nada transitado a esas horas, se desplaza una extraña caravana. Desde las épocas en que los seres humanos vivían en cavernas hasta aquellas en que se construyeron los zigurats de Ur o los jardines colgantes de Babilonia, de los miles y miles de hombres sabios que durante miles y miles de años han estudiado el cielo, tres de ellos se han puesto en camino y ahora van hacia el lugar de nacimiento de alguien de quien ellos saben que no es un común mortal como los demás. Porque esos magos sabios saben que algo realmente extraordinario ha sucedido.

Y allí, en un entorno por demás humilde, bajo ese extraño cielo y en el regazo de su madre, está el milagro. El verdadero milagro. Es ese niño recién nacido. Es apenas una criatura. Pero es el Hijo de Dios hecho Hombre. Y los hombres sabios lo saben. Por eso son sabios.

Imagínense la escena por un momento. Traten de reconstruir la totalidad del cuadro. Traten de rehacer en su imaginación y en su espíritu todo lo que implica, más todo lo que significó para los siguientes dos mil años.

Porque si lo miran bien, si lo piensan hasta el final, detrás de ese establo y más allá de esa estrella yo creo que se puede ver bastante bien la mano de Dios.

 

 

Notas:



[1] )- Evangelio Armenio de la Infancia de Jesús 11:1 disponible en http://escrituras.tripod.com/Textos/EvArmenio.htm

[2] )- Salmos 72:10

[3] )- Protoevangelio de Santiago, 21:3

[4] )- Lucas 2:1-2.

[5] )- Lucas 2:5

[6] ) Mateo 2:16.  Pero la Matanza de los Inocentes está también mencionada en varios de los apócrifos:

Evangelio Árabe de la Infancia: (IX:1 y XII:2)

Cuando Herodes vio que había sido burlado por los magos, y que éstos no volvían, convocó a los sacerdotes y a los sabios, y les preguntó: ¿Dónde nacerá el Mesías? Ellos le respondieron: En Bethlehem de Judá. Y él se puso a pensar en el medio de matar a Nuestro Señor Jesucristo.

Cuando estábamos en tierra de Israel, Herodes proyectaba matar a Jesús, y, por su causa, mató a todos los niños pequeños de Bethlehem y de sus alrededores.

Evangelio Armenio de la Infancia:  (XIII:4)

Herodes mandó a diez y ocho ci-harcas de sus tropas que recorriesen todo el territorio sometido a su dominio, y les dio la consigna siguiente: No tengáis piedad alguna de los niños pequeños, ni de las lamentaciones de sus padres y de sus madres, y no os dejéis persuadir por gratificaciones fuertes, ni por juramentos engañosos. Mas doquiera halléis niños menores de dos años, pasadlos a cuchillo.

Historia Copta de José el Carpintero (VIII)

Partimos para Egipto. Y allí permanecimos un año, hasta que el cuerpo de Herodes fue presa de los gusanos, que lo hicieron morir en castigo de la sangre de los inocentes niños que había vertido en abundancia.

Evangelio de Nicodemo  (IX:8)

Y Herodes mandó dar muerte a los hijos de los judíos, que por aquel entonces habían nacido en Bethlehem.

Evangelio de Tomás Niño o Evangelio de Santo Tomás (redacción latina) (I:1-3)

Cuando Herodes hizo buscar a Jesús, para matarlo, el ángel dijo a José: Toma a María y a su hijo, y huye a Egipto, lejos de los que quieren matar al niño. Y Jesús tenía dos años cuando entró en Egipto.

Evangelio del pseudo-Santiago  (XVII:1)

Viendo el rey Herodes que había sido burlado por los magos, ardió en cólera, y envió gentes para que los capturaran y los mataran. Y, no habiéndolos apresado, ordenó degollar en Bethlehem a todos los niños de dos años para abajo, según el tiempo que había inquirido de los magos.

Protoevangelio de Santiago  (XXII 1.)

Al darse cuenta de que los magos lo habían engañado, Herodes montó en cólera, y despachó sicarios, a quienes dijo: Matad a todos los niños de dos años para abajo.

 

[7] )- Para entender la autoridad de Kepler en estas cuestiones acaso convenga recordar que fue el primero en explicar correctamente el movimiento de los planetas. Hoy se lo considera como el fundador de la mecánica celeste y el formulador de las primeras “leyes naturales” en el sentido moderno del término, es decir: normas universales, verificables y precisas. En la ciudad de Praga, trabajó con otro de los grandes de las ciencias exactas, Tycho Brahe, heredando su puesto de Matemático Imperial cuando Brahe murió en 1601.

 

[8] ) Concretamente las conjunciones se produjeron el 29 de Mayo, el 3 de Octubre y el 4 de Diciembre del año 7 AC, con separaciones de aproximadamente 1:10,3º, 1:10,5º y º1:06,7º y magnitudes también aproximadas de -2.3/0.9, -2.9/0.6 y -2.5/0.8 respectivamente. La teoría de Kepler se ha visto reforzada no solamente por ser posible reproducirla y verificarla en nuestras computadoras con el actual software disponible sino que, además, parece ser que la arquelogía ha hallado unas tablillas babilónicas en las que ya se preveían estas conjunciones de lo cual se deduce que eran esperadas. Cf. Francisco Gonzales La Estrella de Belén en El Planetario N°16 – Enero 1995 –

 

[9])- Ninguno de los cuales pudo ser el cometa Halley como alguna vez se ha especulado. Su aparición más cercana al nacimiento de Cristo se produjo hacia el 12 o el 11 AC y este cometa pasa cerca de la tierra cada 77 años. Fue visible en 1301 y Giotto se inspiró en él para píntar su “Adoración de los Reyes Magos”. Es probablemente de allí que proviene la costumbre de representar a la Estrella de Belén como un cometa.

 

[10])- Cf. Konradin Ferrari d'Occhieppo, Der Stern der Weisen, Geschichte oder Legende?, Viena, 1969. Segun el calendario Juliano del año 7 A.C. (BM inv. 35429 = Sachs n.1195) que da como fecha de nacimiento de Cristo para este mismo año 7 A.C. (o -6) Cf. también Agoston P. Terres, "Der Stern der Könige über Bethlehem", Kosmobiologisches Jahrbuch, 41, 1970.  David Hughes, The star of Bethlehem Mystery, London, Dent, 1979. Percy Seymour, The birth of Christ (Exploding the myth), London, Virgin Publishing, 1998. Todos ellos citados por Patrice Guinard en La Estrella de Belén – Una escena organizada por astrólogos (traducción Alhena Casanova) en http://cura.free.fr/esp/20jesus.html

Ver también dos obras con el mismo título de La Estrella de Belén del astrónomo Michael Molnar  (Rutgers University Press) y el investigador Mark Kidger (Princeton University Press). Molnar considera una alineación de Júpiter, Saturno, el Sol y la Luna, en el cuadrante de Aries, fenómeno que se verificó el 17 de abril del año 6 AC y que ha sido reproducido en una moneda romana. Kidger, por su parte sostiene la tesis de la aparición de una supernova posterior a la alineación astral.

[11] )- Mateo 2:9

[12] )- “Y los magos abandonaron la audiencia de Herodes, y vieron la estrella, que iba delante de ellos, y que se detuvo por encima de la caverna en que naciera el niño Jesús”. Evangelio árabe de la Infancia de Jesús (VII:3) – “Y los magos salieron. Y he aquí que la estrella que habían visto en Oriente los precedió hasta que llegaron a la gruta, y se detuvo por encima de la entrada de ésta”. Protoevangelio de Santiago (XXI:3).

[13] )- Op.Cit. V:10

[14] )- Op.Cit. XVI:2

[15] )- Cf. John Lyman en Encyclopedia Britannica, Artículo: “Surveying 

 

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