La era informacional de Manuel Castells.

IVÁN ALVAREZ


Una poderosa marea se está alzando hoy sobre gran parte del mundo, creando un nuevo, y a menudo extraño entorno en el que trabajar, jugar, casarse, criar hijos o retirarse. En ese desconcertante contexto, los hombres de negocios nadan contra corrientes económicas sumamente erráticas; los políticos ven violentamente zarandeadas sus posiciones. Universidades, hospitales y otras instituciones luchan desesperadamente contra la inflación. Los sistemas de valores se resquebrajan y hunden, mientras los salvavidas de la familia, la Iglesia y el Estado cabecean a impulsos de tremendas sacudidas. Éstos y muchos otros acontecimientos o tendencias aparentemente inconexos, se hallan relacionados entre sí. Son, de hecho, partes de un fenómeno mucho más amplio: la muerte del industrialismo y el nacimiento de una nueva civilización.

Alvin Toffler, La tercera ola.


Uno de los intentos más abarcadores por copar analíticamente los efectos sociológicos de la red –como rasgos característicos de la era de la información-, es el del sociólogo Manuel Castells, incluido en su incansable estudio de tres volúmenes La era de la información: economía, sociedad y cultura. A continuación, abordaremos lacónicamente las premisas capitales que el sociólogo catalán esboza en la obra mencionada para construir su teoría de la era de la información.


La piedra de toque con la que Manuel Castells inicia sus disquisiciones para arribar a la afirmación de que estamos viviendo en una (relativamente) nueva era concomitante, pero sobretodo, supresora de la era industrial, está conformada por el filón tecnológico. Según Castells, es gracias al desarrollo de la tercera revolución tecnológica o revolución de la tecnología de la información –como él la denomina- que hemos accedido a la era informacional. Empero, para sustentar tal aseveración, Castells recurre a una interacción simétrica entre la tecnología y la sociedad, pues excluye desde el primer momento los indicios de un determinismo tecnológico: “... la tecnología no determina [a] la sociedad: la plasma. Pero tampoco la sociedad determina la innovación tecnológica: la utiliza... El dilema del determinismo tecnológico probablemente es un falso problema, puesto que tecnología es sociedad y ésta no puede ser comprendida o representada sin sus herramientas técnicas” (Castells, 2002, 31).

Sin embargo, a pesar de que no existen determinismos de ninguno de los elementos (tecnología-sociedad -o viceversa), Castells aclara que la sociedad sí puede tanto ralentizar como promover el desarrollo tecnológico por medio de un tercer elemento, que es el Estado. La intervención estatal, al parecer del sociólogo catalán, es capital para que una sociedad pueda establecer el camino hacia la modernización tecnológica. Ergo, la capacidad o incapacidad de las sociedades para asirse de la tecnología y dominarla, es un aspecto fundamental para que definan su devenir histórico. La tecnología o su carencia: “plasma la capacidad de las sociedades para transformarse, así como los usos a los que esas sociedades, siempre en un proceso conflictivo, deciden dedicar su potencial tecnológico” (Ibidem, 33).

El ejemplo histórico que Castells bosqueja, entre otros, es el de la sociedad china del siglo XIV. La morigeración (o incapacidad) del desarrollo tecnológico en que el estado chino incurrió en el siglo XIV, fue un aspecto determinante para que dicha sociedad no emergiera como la dominante en el mundo en aquella época. Algunos de los factores que tuvieron qué ver con la atrofia tecnológica china, según el sopesamiento que Castells hace de los análisis de varios historiadores de la tecnología, son: la relación armoniosa entre el hombre y la naturaleza que los chinos trataban de mantener (y que en las postrimerías del siglo XVIII algunas de las diversas sociedades europeas trocarían como dominación de la naturaleza, enfilándose así en la carrera por establecer la sociedad más avanzada), o la más contundente hipótesis de que el estado chino temía de los efectos sociales que la innovación tecnológica podía conllevar, más en específico, sobre la estabilidad social. De esta manera, Castells arriba a la conclusión de que:

"Por una parte, el Estado puede ser, y lo ha sido en la historia, en China y otros lugares, una fuerza dirigente de innovación tecnológica; por otra, precisamente debido a ello, cuando cambia su interés por el desarrollo tecnológico, o se vuelve incapaz de llevarlo a cabo en condiciones nuevas, el modelo estatista de innovación conduce al estancamiento debido a la esterilización de la energía innovadora autónoma de la sociedad para crear y aplicar la tecnología" (Ibidem, 36).

Así pues, la lección inmediata que se extrae de las anteriores cavilaciones castellianas, es el papel determinante del Estado en la canalización de la innovación tecnológica, pues “expresa y organiza las fuerzas sociales y culturales que dominan en un espacio y tiempo dados”(Ibidem, 39).

Ahora bien, con la eclosión de la revolución de la tecnología de la información en las mocedades de la década de los setenta en los Estados Unidos (véase Lecciones de la historia de Internet, en Castells, 2001), se va a dar, al parecer de Castells, una modificación en la base tecnológica material de la actividad tecnológica y de la estructura social que, imbricada con la reestructuración del sistema capitalista en los inicios de los ochenta, vendrá a configurar la denominada era del capitalismo informacional. Para explicar este complejo fenómeno social, que regirá desde su vertiginosa y progresiva sedimentación nuestras maneras de relacionarnos, y en sí, de vivir, Castells propone el discernimiento analítico de los conceptos de: modo(s) de producción y modo(s) de desarrollo, hurgando, como diría él, en los “dominios algo arcanos” de la teoría sociológica.

El precepto medular que fundamenta la perspectiva teórica castelliana –de raigambre marxista, en su faceta explicativa-, nos dice que las sociedades se organizan:

"en torno a procesos humanos estructurados por relaciones de producción, experiencia y poder determinadas históricamente. La producción es la acción de la humanidad sobre la materia (naturaleza) para apropiársela y transformarla en su beneficio mediante la obtención de un producto, el consumo (desigual) de parte de él y la acumulación del excedente para la inversión, según una variedad de metas determinadas por la sociedad. La experiencia es la acción de los sujetos humanos sobre sí mismos, determinada por la interacción de sus identidades biológicas y culturales y en relación con su entorno social y natural. Se construye en torno a la búsqueda infinita de la satisfacción de las necesidades y los deseos humanos. El poder es la relación entre los sujetos humanos que, basándose en la producción y la experiencia, impone el deseo de algunos sujetos sobre los otros mediante el uso potencial o real de la violencia, física o simbólica" (Castells, 2002, 40).

Dentro del complejo concepto de producción se circunscriben, a su vez, el trabajo -caracterizado por su distinción o diversidad, de acuerdo con el rol que a cada trabajador le sea asignado dentro del proceso de producción-, así como los organizadores de la producción. La materia o naturaleza, encuentra una especificidad que Castells expone así: “incluye la naturaleza, la naturaleza modificada por los humanos, la naturaleza producida por los humanos y la naturaleza humana misma” (Ibidem, 41). De la relación que se establece entre trabajo y materia, deriva el aspecto tecnológico, pues para producir el producto –valga la redundancia-, el trabajador actúa sobre la materia, empleando los medios de producción y para llevar a cabo dicho proceso, lo hace: “basándose en la energía, el conocimiento y la información” . Según Castells, “la tecnología es la forma específica de tal relación” (Ibidem). Del proceso de producción surge el producto, que es utilizado por la sociedad ya sea como consumo ya sea como excedente.

"Las estructuras sociales interactúan con los procesos de producción mediante la determinación de las reglas para la apropiación, distribución y usos del excedente. Estas reglas constituyen modos de producción y estos modos definen las relaciones sociales de producción, determinando la existencia de clases sociales que se constituyen como tales mediante su práctica histórica. El principio estructural en virtud del cual el excedente es apropiado y controlado caracteriza un modo de producción"(Ibidem, 41,42).

Según Castells, los modos de producción que cundieron durante el desarrollo del siglo pasado, fueron el capitalismo y el estatismo. Al modo de producción capitalista, lo caracteriza la escisión entre productores y medios de producción, así como “la conversión del trabajo en un bien y la propiedad privada de los medios de producción como base del control del capital [aspectos que] determinan el principio básico de la apropiación y distribución del excedente por los capitalistas” (Ibidem, 42) . En el modo de producción estatista, por otro lado, el control del excedente recae en los sujetos que regentean el Estado (mediante empresas estatales); dicho modelo, a su vez, está canalizado hacia la maximización del poder, a través del control político y cultural (Véase Giddens, 2000, 27).

Ahora bien, los modos de desarrollo están constituidos por la –ya mencionada- relación tecnológica que el trabajador establece con la materia para transformarla en producto, y cada modo es definido por “el elemento que es fundamental para fomentar la productividad en el proceso de producción” (Castells, opus citatus, 42). De esta manera, en el modo de desarrollo agrario, los excedentes aumentaban gracias al incremento, durante el proceso de producción, de (la relación entre) mano de obra y tierra.

En el modo de desarrollo industrial, el incremento de excedente se da gracias al descubrimiento de nuevas fuentes de energía y el carácter descentralizado de “su uso durante la producción y los procesos de circulación” (Ibidem), es decir, la invención de maquinarias durante las dos revoluciones industriales (la que dio inicio en el último trienio del siglo XVIII y la que se comenzó a gestar a mediados del siglo XIX) modificó la relación tecnológica entre las fuerzas productivas y la materia, conllevando ello la sedimentación del modo de desarrollo industrial -e intrincándose este último con la inercial y progresiva consolidación de un sofisticado modo de producción capitalista.

Asimismo, según Castells, gracias a la irrupción vertiginosa que implicó el desarrollo de la revolución de las tecnologías de la información, ha sedimentado un tercer modo de desarrollo concomitante a los primeros dos, y que se establecerá progresivamente como el dominante: se trata del modo de desarrollo informacional, en el que la “fuente de la productividad estriba en la tecnología de la generación del conocimiento, el procesamiento de la información y la comunicación de símbolos” (Ibidem, 43). Empero, la característica fundamental del modo de desarrollo informacional, estriba en “la acción del conocimiento sobre sí mismo como principal fuente de productividad” (Ibidem).

El ejemplo histórico más evidente que explica la instauración del modo de desarrollo informacional, lo constituye el invento colectivo que es la Inter(national) Net . Tecnológicamente hablando, la innovación inicial la hicieron los científicos Vinton Cerf y Robert Kahn, quienes gracias a la subvención que les proporcionó el Departamento de Estado Norteamericano a través de la ARPA (Advanced Research Proyects Agency), erigieron en 1973, la red de redes, es decir, la estructura tecnológica horizontal y descentralizada mediante la cual se podía dar la conmutación -o intercambio- de paquetes (packet switching) de una computadora a otra, o de varias interconectadas mediante un mismo protocolo de transmisión –el cual, por otro lado, era compartido en ese decenio por un número nimio de computadoras que se encontraba, en su mayoría, en los Estados Unidos (Véase Castells, 2001).

Con este invento, la brecha de descubrimientos tecnológicos se volvería revolucionariamente vertiginosa, pues las mejoras y/o las contribuciones se darían durante rangos de tiempo muy cortos, al contrario de las dos revoluciones industriales que precedieron a la informacional, en las que, para que hubieran mejoras o progresos tecnológicos, era necesario que pasaran, a veces, varias décadas.

Así, a la red de redes, propuesta inicialmente por Cerf y Kahn, se sumarían una serie de numerosas contribuciones que modificarían la fuente de productividad –en el sentido marxista del término- en un tiempo cada vez menor. “Lo que caracteriza a la revolución tecnológica actual no es el carácter central del conocimiento y la información, sino la aplicación de ese conocimiento y procesamiento de la información/comunicación, en un círculo de retroalimentación acumulativo entre la innovación y sus usos” (Castells, 2002, 58).

Numerosos nombres se sumarían así a la creación del invento colectivo: a las contribuciones de los dos científicos norteamericanos –que ya mencionamos-, se sumarían las de Lawrence Roberts, quien colaboraría en la mejora de los protocolos de transmisión; Linus Torvalds y Richard Stallman en sus respectivos momentos, por su parte, pugnarían por la democratización de los códigos fuente para que un número mayor de gente –dentro de la endoélite tecnocrática- tuviera acceso a ellos y los pudiera mejorar. Sin embargo, el que consiguió homologar el protocolo de transmisión mediante la creación del http (hipertext transmission protocol), además de contribuir a la globalización mediática del mundo erigiendo la World Wide Web, fue el filántropo británico Tim Berners-Lee. Todos ellos, contribuyeron a la creación del invento demiurgo mediante el proceso de feedback -o retroalimentación: subir los códigos fuente para esperar la pronta mejora del mismo- (para la una descripción de la “mejora de la fuente”, mediante el proceso de feedback –no confundir con la fuente de productividad-, véase Castells, 2001, 25-31), además de disminuir la brecha de tiempo en cuanto a las contribuciones científico-tecnológicas, pero sobretodo –al expandir fuera del círculo de la élite cibernética a la que pertenecían, las innovaciones tecnológicas que habían llevado a cabo, así como el modo mediante el que lo habían hecho- contribuirían, de manera vertiginosa, a modificar la base tecnológica material de las sociedades –con las consecuencias respectivas para cada una de ellas, según su especificidad- al consagrar la sedimentación de un nuevo modo de desarrollo, el informacional:

"El círculo de retroalimentación entre la introducción de nueva tecnología, su utilización y su desarrollo en nuevos campos se hizo mucho más rápido en el nuevo paradigma tecnológico. Como resultado, la difusión de la tecnología amplifica infinitamente su poder al apropiársela y redefinirla sus usuarios. Las nuevas tecnologías de la información no son sólo herramientas que aplicar, sino procesos que desarrollar. Los usuarios y los creadores pueden convertirse en los mismos. De este modo, los usuarios pueden tomar el control de la tecnología, como en el caso de Internet" (Castells, 2002, 58).

Si la era industrial implicó -aplicando el certero axioma macluhaniano de que los medios son extensiones de nuestro cuerpo- una extensión de las capacidades físicas al ofrecerles a las fuerzas productivas la innovación de los medios de producción de la época, para llevar a cabo procesos de producción más sofisticados y complejos, en la era de la información, la relación de las fuerzas productivas y la materia, está mediada por una interfaz que la hace de umbral tecnológico para extender la mente humana; o como diría Castells:

"Por primera vez en la historia, la mente humana es una fuerza productiva directa, no sólo un elemento decisivo del sistema de producción. Así, los ordenadores, los sistemas de comunicación y la decodificación y programación genética son todos amplificadores y prolongaciones de la mente humana. Lo que pensamos y cómo pensamos queda expresado en bienes, servicios, producción material e intelectual, ya sea alimento, refugio, sistemas de transporte y comunicación, ordenadores, misiles, salud, educación o imágenes. La integración creciente entre mentes y máquinas, incluida la máquina del ADN, está alterando de forma fundamental el modo en que nacemos, vivimos, aprendemos, trabajamos, producimos, consumimos, soñamos, luchamos o morimos" (Ibidem).

Llevando más lejos el mensaje macluhaniano, Castells se ase de otro de sus axiomas, el de el medio es el mensaje; con el que argumenta el aspecto capital que llega a tener la red en la configuración de nuestras vidas. Si la electricidad, fuente de energía descubierta durante la segunda revolución industrial, fue la piedra de toque como elemento medular de la organización en la era industrial, ergo: la red es el mensaje, el rasgo capital que configura(rá, cada vez más) nuestro modus vivendi en la era de la información (véase: Obertura: La red es el mensaje, en Castells, 2001). Máxime por la sinergia vertiginosa que caracteriza al novel medium tecnológico: “este sistema [Internet] lleva incorporada su propia lógica, caracterizada por la capacidad de traducir todos los aportes a un sistema de información común [el digital] y procesar esa información a una velocidad creciente, con una potencia en aumento, a un coste decreciente, en una red de recuperación y distribución potencialmente ubicua” (Castells, 2002, 59).

Ahora bien, de la interacción que se establece entre este modo de desarrollo informacional y el modo de producción capitalista, deviene el estadio histórico que comprende a la era de la información como una era que es concomitante a la industrial, pero a la vez, que la supera como la dominante en cuanto a la sedimentación de sus rasgos particulares –uno de los cuales, es la sociedad red. A la sociedad informacional se la puede ver, de acuerdo con Castells, como paralelo sociológico de la sociedad industrial (más adelante hablaremos al respecto).

Empero, antes de continuar con el discurrir de la exposición, dos aclaraciones capitales: de acuerdo con Castells, hay un elemento que es insoslayable en cuanto a la aseveración de que vivimos en la era de la información: dicho período histórico solo es tal, si se lo relaciona analítica y empíricamente como una era capitalista informacional, es decir que el estatismo queda fuera como modo de producción para referirnos a la era de la información: esta última sólo es capitalista e informacional. La otra aclaración tiene qué ver con que las distintas sociedades –con la excepción de aquellas pocas que siguen manteniendo un modo de desarrollo estatista- acceden a la era de la información de acuerdo con sus condiciones socioculturales específicas; es decir que, como dice Castells, aquella no llega a las primeras en un proceso de “indiferenciación cultural” (Véase Castells, ibidem, 44).

Los rasgos del capitalismo que Castells esboza como esenciales, se circunscriben dentro de la perestroika (o reestructuración) de dicho modo de producción: nos referimos a su último estadio: el neoliberal. Como muchos saben, con la aplicación del modelo económico keynesiano, las economías mundiales –sobre todo los países centrales- alcanzaron una etapa boyante desde la terminación de la segunda guerra mundial; sin embargo dicho modelo empezó a sufrir estragos en la mocedades de la década de los setenta:

"Cuando los aumentos del precio del petróleo de 1974 y 1979 amenazaron con situar la inflación en una espiral ascendente incontrolada, los gobiernos y las empresas iniciaron una reestructuración en un proceso pragmático de tanteo que aún se está gestando a mediados de la década de 1990, poniendo un esfuerzo más decisivo en la desregulación, la privatización y el desmantelamiento del contrato social entre el capital y mano de obra, en el que se basaba la estabilidad del modelo de crecimiento previo" (Ibidem, 45).

 

FUENTES BIBLIOGRÁFICAS.

-Castells, Manuel, La era de la información, economía, sociedad y cultura, volumen 1: la sociedad red, 2002, Siglo XXI, México.
-Castells, Manuel, La galaxia Internet, 2001, Areté, Barcelona.
-Giddens, Anthony, Un mundo desbocado: Los efectos de la globalización en nuestras vidas, 2000, Taurus, Madrid.
-Toffler, Alvin, La tercera ola, 1993, Plaza y Janés, Barcelona.

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