Juventud lacerada

(un resultado del autoritarismo)

 

David Ricarte Reynoso

Lic. en Historia, 3er. semestre

 

«Cuando se pierda la popularidad, uno se convierte en un auténtico líder»

Konrad Adenauer, político alemán

Aquella apacible noche del 18 de octubre de 1971, en la sierra de Igualatlaco del estado de Guerrero, un viento fresco se colaba entre los enormes pinos y encinos, moviéndolos delicadamente, mientras los animales nocturnos realizaban sus instintivas actividades, que se hacían patentes con un sin fin de bellos y débiles sonidos. Había llovido hace dos días, pero la noche parecía tranquila.

Eran las 23:40 horas y varios grupos de sedientos mosquitos rondaban por el lugar buscando su alimento. En medio de la oscuridad, el Comandante José tomó un cigarrillo entre sus dedos y con cuidado lo dirigió hacia sus labios. Meditaba las heroicas hazañas del «Che» Guevara en la sierra Maestra. Sacó un encendedor y prendió con suma ceremonia el citado cigarrillo, quizá imaginando que éste era cubano.

A su lado, el Subcomandante Abel se encontraba a la expectativa; no pensaba, no sentía... Fijaba su nerviosa vista sobre el viejo paraje que conducía a Jaleaca de Catalán, lugar por donde pasaría la columna del ejército que andaba en búsqueda del guerrillero Genaro Vázquez.

A pesar del delicado bullicio que en el ambiente se percibía, en el alma de cada uno de los integrantes de un comando guerrillero compuesto por 14 hombres, parapetados de manera irregular por la zona, se hacía presente un silencio sepulcral. Todos apuntaban sus metralletas directo al mencionado paraje sin que sus mentes elaboraran la más pequeña traza de pensamiento, casi no respiraban ni parpadeaban. El sudor cubría por completo sus rostros y cuerpos, empapando sus uniformes color verde olivo impregnándolos de un olor a carne agria mezclado con un fuerte aroma a miedo, a terror por lo que vendría. Simplemente no se movían, sólo esperaban.

El Comandante José contrastaba sobre todos sus compañeros. Pensaba en el «Che», Castro y Camilo Cienfuegos, y en cortos momentos, repasaba de memoria algunas citas de El libro rojo de Mao. Pero todo el tiempo soñaba con un México igualitario gobernado por el explotado campesinado y proletariado nacional. Idealizaba un México sin saqueos, abusos y carente de injusticias.

—Oye Abel —dijo José a éste para llamar su atención, con voz baja y después de haber apagado su cigarrillo— ¿crees que en realidad se pueda aplicar el socialismo en México?

Abel no salió por completo de su profundo estado de vigilia y contestó:

—Sí, José, sí lo creo... ¿A estas alturas lo dudas?

—¡Por supuesto que no!, pero parece que muchos compañeros ya lo dudaron pues se han vendido al gobierno y trabajan para él.... Pero aún así, si Díaz Ordaz no pudo con el movimiento, Echeverría menos.

Abel entrecerró los ojos y recargó la cabeza en el viejo tronco que les servía de barricada. Recordó la fatídica noche del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas. Ese día el ambiente no era de violencia como en otras ocasiones, a pesar de la amenazante presencia del ejército. La tarde era lluviosa. Primero se escuchó la voz de Rubén, compañero de la Facultad de Derecho, que no se dirigió hacia la muchedumbre, sino al pequeño grupo que lo circundaba. Comenzó a hablar de Lenin y prosiguió con su exigencia de abolir el delito de disolución social. Dos helicópteros sobrevolaban la zona y en el multifamiliar Chihuahua hablaban los dirigentes del C.N.H.

En el acto, dentro del grupo que rodeaba a Rubén, la voz de Abelardo, siempre bromista y dicharachera, interrumpió sus palabras:

—¡No friegues Rubén!, ya comenzaste a interrumpir con tus ondas.

De pronto, se escuchó un disparo, luego varios más, seguidos por ráfagas de metralleta. Rubén, herido de una bala, cayó al suelo. Siguió una total confusión. Una masa uniforme de humanos igualando a las reses se dirigió hacia Abel y Samantha, su novia de la prepa. Gritos de espanto y el estruendo de las armas saturaron el lugar, un muro donde cubrirse, un abrazo... Varios disparos más y Samantha cayó al suelo. Su bello rostro ensangrentado dibujó el dolor de la muerte; un tiro en la cabeza no fue suficiente para acabar con su hermosa vida. En ése instante, desesperación y agonía de su novia, aún consciente ¡y en sus brazos!. Una lluvia torrencial comenzó a caer limpiando las bellas facciones de Samantha, como si el cielo se negara a que muriera manchada. Finalmente, un golpe en la cabeza y oscuridad... Cuatro paredes tapizadas con imágenes conocidas. José había llevado a Abel hacia su departamento del multifamiliar Nuevo León. Ahora sólo quedan preguntas, soledad y la lucha. Abel comenzó a llorar.

—No llores más, pensar tanto en lo sucedido no te llevará a nada. Imagino en qué estás pensando. Sólo en ello... ¡sólo en ello!

—No creo que tengan compasión de nosotros José ¡nunca la han tenido!... Por momentos creía que Echeverría nos escucharía... ¡Pero sigue tratando a los estudiantes como criminales! ¡El gobierno se está tornando sanguinario!

—Tienes razón, de milagro pasamos los retenes militares en la carretera para hablar con Genaro... Esto está de la jodida, Guerrero está totalmente militarizado.

Pasaron unos minutos de silencio y Abel se tranquilizó un poco. Parecía que la columna del ejército no pasaría, quizá la información obtenida era falsa o se habían retrasado. Abel tomó la linterna y trató de encenderla para observar la hora; José, sobresaltado, le tomó la manó y la apartó.

—¡No!, puede pasar el ejército y nos friega.

—No lo harán José... Y si lo hacen, todo ésto servirá de ejemplo y será memorable.

—O los fregamos o nos friegan.... Y si sucede lo segundo, nadie se enterará. Y si nos recuerdan, se nos catalogará como un grupo de ladrones y asesinos. Recuerda cómo se habló hace 6 años de los chicos de Madera, Chihuahua... ¡La maldita prensa está vendida!

—Pero nosotros sabemos que todo eso es falso.

—Pero es la verdad Abel... La única diferencia es que nosotros seguimos un ideal; esos imbéciles del sistema sólo roban y matan para saciar sus intereses.

José apretó con odio su metralleta y casi la dispara por accidente. Su participación en el reciente mitin del 10 de junio, que culminó en la masacre del jueves de Corpus, lo había trastornado. Un grupo militar llamado «Los Halcones» se encargó de disolver la manifestación a sangre y fuego. En un principio, Echeverría infundió un poco de confianza en los jóvenes con su aparente apertura democrática, pero la apagó con golpes de garrote, varejones chang y ráfagas de metralleta. José llegó ha tener confianza, ¡pero ya no más!. Su odio hacia el gobierno se tornó insano y casi tomó tintes de paranoia, olvidando que dentro de aquél también laboraba gente honrada y trabajadora, pero las malas intenciones y la ineptitud se impusieron, llevando a José y a muchísimos jóvenes más a seguir los pasos de hombres como Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, entre otros, por las distintas sierras de México para defender sus ideales.

En particular, el maestro normalista Genaro Vázquez Rojas se lanzó a la guerrilla ante la desesperación y el hartazgo de ver como el mentado desarrollo estabilizador no beneficiaba en lo más mínimo a los campesinos y que la estrujante miseria, que imperaba por siglos, no parecía terminar.

Algo muy triste sucedía en el país. El «milagro mexicano» que se palpó durante varias décadas comenzó a morir lentamente a partir del 2 de octubre y lo que fue en un tiempo orgullo de las clases medias, se transformó en un amargo despertar. Un descontento enorme se vivió de forma sublime durante los últimos años del sexenio y se hizo patente en la ensordecedora rechifla dedicada a Díaz Ordaz durante la inauguración del Mundial de fútbol México ’70. Al final, se respiró un aire de esperanza hacia Luis Echeverría, pero éste tardaría tan sólo seis meses para transformarla en desilusión y desconcierto. A pesar de todo esto, los movimientos guerrilleros no fueron secundados y se convirtieron en una pequeña piedra dentro de los múltiples zapatos del desquiciante sistema.

Los minutos pasaron lentamente y se transformaron en horas. La posición estática de los guerrilleros se tornó insoportable. Los cosquilleos en las manos, brazos y piernas crecía hasta volver insensible el cuerpo. El peso de las pequeñas mochilas con equipo, que llevaban en las espaldas, iba en aumento.

En ese lapso de tiempo comenzaron las dudas. Era raro que el ejército realizara movilizaciones por la noche con la situación imperante. Solo lo hacían cuando tenían todo bajo control. Hubiera sido más fácil espiar los movimientos del adversario y atacar por sorpresa, pero la inexperiencia de los integrantes del comando los llevó a tomar decisiones algo descabelladas. Ahora querían abortar la misión, pero no se podrían mover hasta cumplirla.

Eran las 2 de la madrugada y todos estaban desesperados. Sus respiraciones se tornaban incontrolables y sus mentes comenzaban a elaborar pensamientos trágicos. Abel acariciaba el gatillo y José empezó a mascar chicle para aminorar el nerviosismo. La humedad imperante en el lugar hacía más insoportable la espera, parecía que estaba a punto de llover. A lo lejos, se comenzó a escuchar un murmullo emitido por motores. Todos se pusieron a la expectativa.

De pronto, entre estruendos, aparecieron dos tanquetas que escoltaban una columna militar.

—No friegues José, ¡traen tanquetas!... Los hubiéramos esperado en donde el paraje se hace más angosto, ¡no creo que lleguen hasta Jaleaca!

—No te preocupes, recuerda que sólo golpeamos y nos dispersamos... Espero que no se te hayan olvidado las ubicaciones de los puntos de reunión.

Enseguida, dos camiones de transporte de tropas irrumpieron en el lugar.

—Eso no es sólo una columna José. ¡Quiero ir a casa!.

—No seas cobarde, ya estamos aquí. ¡Todo será sencillo!

Las tanquetas y los camiones se detuvieron.

—Saben que estamos aquí... ¡¡¡Lo saben!!!

José negó esta afirmación con un sutil movimiento. Se notaba muy temeroso. Todos los integrantes del comando esperaban sus disparos con los cuales iniciaría la emboscada.

—Quiero ir a casa José.

—Te comprendo... Yo también deseo lo mismo... Pero no te preocupes, con el tiempo, de esto nacerá un México nuevo... ¡¡¡Disparen!!!

El tiroteo comenzó a las 2:18 de la madrugada. El ejército había tomado medidas antiguerrilla; rodearon la zona y colocaron elementos en los puntos de reunión. Echeverría ya había declarado la guerra sucia a las guerrillas.

La mañana del 19 de octubre de 1971, los habitantes del El Ocotito se encontraron con un macabro hallazgo: en una calle lodosa del caserío, aparecieron los cuerpos sin vida de 16 guerrilleros, 9 de ellos habían muerto acribillados en pleno combate y los restantes mostraban huellas de tortura y el tiro de gracia.

El batallón del ejército que los ultimó andaba en búsqueda del guerrillero Genaro Vázquez Rojas, pero no realizaron cateos y sólo abandonaron los cuerpos en el lugar para que sirviera de escarmiento, pues era mayúsculo el apoyo brindado a los grupos guerrilleros por parte de los habitantes. Finalmente, un día después, un grupo de militares regresó por los cadáveres, los cuales fueron inhumados en un lugar desconocido.

Comentarios:

[email protected]

 

 

 

 

Hosted by www.Geocities.ws

1