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17.7.04
Estados Unidos, frente a la vieja y la nueva Europa
JOSEPH S. NYE

Publicado en EL PAÍS (23-05-2004)

El irritado comentario hecho el año pasado por el secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, sobre la "vieja y la nueva Europa" fue acertado, aunque no por los motivos que él pensaba. Él quería referirse a las divisiones de Europa, pero el caso es que, este mes de mayo, 10 nuevos Estados se han incorporado a la Unión Europea. La Europa ampliada es verdaderamente una nueva Europa. ¿Es eso motivo de preocupación para Estados Unidos?

Cincuenta y cuatro años después del anuncio del Plan Schumann, que empezó a entrelazar las economías de Francia y Alemania, la UE comprende hoy 25 países y una población mayor que la de Estados Unidos. Ocho de los nuevos miembros son antiguos países comunistas, que vivieron encerrados tras el telón de acero durante casi medio siglo. Su deseo de entrar en la Unión es señal del atractivo -el "poder blando"- que posee la idea de la unificación europea.

Por supuesto, esta nueva Europa afronta numerosos problemas. La renta per cápita de los nuevos Estados es inferior a la mitad de la que poseen los 15 países a los que se unen. Se han expresado inquietudes sobre la llegada de mano de obra barata. Sin embargo, los índices de crecimiento del PIB en los nuevos miembros son el doble de los de los países originales, y eso puede representar un estímulo prometedor para unos mercados laborales estancados y unas economías aletargadas.

Las perspectivas políticas son algo más problemáticas. Están en marcha negociaciones para revisar el borrador de la Constitución europea. A algunos ciudadanos les preocupa que, con la Constitución, las instituciones puedan desarrollar el proceso de integración más y más rápido de lo que la opinión pública en los Estados miembros está dispuesta a tolerar. La falta de apoyo ciudadano podría generar el rechazo a la Constitución en países como Gran Bretaña, que han prometido celebrar referendos antes de poner en vigor las nuevas disposiciones.

Al otro lado del Atlántico, la mayoría de los estadounidenses (los que prestan atención) aprueban estos cambios. Pero algunos expresan su inquietud ante la posibilidad de que la nueva Europa se defina en oposición a Estados Unidos. No sólo causan alarma los comentarios de dirigentes franceses de que hay que volver a crear un mundo multipolar, sino que los últimos sondeos de opinión muestran un descenso de la popularidad de Estados Unidos entre los europeos y el deseo de tener políticas más independientes.

La guerra de Irak le ha salido cara al poder blando de Estados Unidos, que ha perdido una media de 30 puntos porcentuales de capacidad de atracción en Europa, incluidos países como Gran Bretaña, España e Italia, cuyos Gobiernos apoyaron la guerra. Las fotografías recientes de los presos que sufrieron malos tratos y degradaciones sexuales en el campo de Abu Ghraib han añadido leña al fuego. Ahora, algunos neoconservadores estadounidenses son partidarios de que Estados Unidos abandone su apoyo histórico a la integración europea.

Semejante giro político sería un grave error. No sólo aumentaría el antiamericanismo y fracasaría en sus objetivos, sino que supondría dar demasiada importancia al papel que desempeña la oposición a Estados Unidos en la formación de la nueva Europa. Por ejemplo, en Francia puede haber toda la retórica que se quiera, pero las políticas y las actitudes de países como Gran Bretaña y Polonia demuestran que es posible mantener buenas relaciones entre las dos orillas. En realidad, la ampliación de la UE no aumentará, sino que reducirá el riesgo de división entre Estados Unidos y Europa.

Además, existen varias razones objetivas por las que es poco probable que las fricciones actuales entre Europa y Estados Unidos desemboquen en divorcio. Para empezar, la guerra de Irak, que ha provocado las divisiones, es quizá el último acto del siglo XX, y no un augurio para el XXI. El unilateralismo de Estados Unidos no es tan visible en otros lugares conflictivos del planeta como Corea del Norte e Irán, tanto por los costes de la guerra en Irak como por las circunstancias reales de esas otras regiones.

Al mismo tiempo, aunque la amenaza contra la seguridad común que representaba la Unión Soviética ha desaparecido, Estados Unidos y Europa se enfrentan a una nueva amenaza común, la del terrorismo radical de la yihad. Ningún lado del Atlántico es inmune a la amenaza, pese a los esfuerzos de Osama Bin Laden para crear una brecha entre las dos orillas. Para enfrentarse al terrorismo transnacional es preciso que haya una estrecha cooperación civil en aspectos como compartir las informaciones recibidas, la labor policial al otro lado de las fronteras y el seguimiento de los movimientos de dinero. Y estas formas de cooperación han sobrevivido a las divisiones a propósito de Irak.

Asimismo, Europa y Estados Unidos poseen una misma estructura de intereses económicos y valores. Aunque el comercio siempre produce fricciones en las democracias, también aumenta la riqueza. Si se observan las inversiones exteriores directas, es evidente que las dos orillas del Atlántico están muy integradas.

En cuanto a los valores, aunque existen ciertas diferencias entre Europa y Estados Unidos, en el plano fundamental de la democracia y los derechos humanos no hay dos zonas del mundo que tengan más en común. Como concluía el escritor Robert Kagan en su revisión del libro en el que había declarado que los europeos eran de Venus y los estadounidenses de Marte, si Estados Unidos busca la legitimación democrática de sus políticas y su propia imagen, no puede librarse de Europa.

En resumen, que la vieja y la nueva Europa estén convirtiéndose en una sola es bueno para los estadounidenses y para todo el mundo. Todos podemos beneficiarnos del poder blando de una Europa ampliada

Joseph S. Nye es decano de la Escuela de Gobierno Kennedy, de Harvard, y autor de La paradoja del poder norteamericano y de Soft Power: The Means to Success in World Politics.



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