Economía

Presentación del libro:

Oikonomía. Economía Moderna. Economías.

de Andrés Monares *

“...a pesar de todos los problemas de ajuste que puede acarrear la apertura comercial,
a pesar de las injusticias en la distribución de la riqueza,
la liberalización es beneficiosa para todos por encima de esas cosas”
Pascal Lamy, ex Director de la Organización Mundial de Comercio

Presentación **

Las palabras de Lamy arriba citadas —con mayor razón al tomar en cuenta el cargo ocupado por dicho personaje— representan lo que han llegado a imponer los seguidores de la Economía Moderna, como una inexorable hoja de ruta para todo el planeta. Ese destino se considera fruto del más obvio sentido común y hasta de altruistas deseos. Por el bienestar futuro que traería el libre mercado a todos, los realistas pero sensibles tecnócratas como Lamy, soportan estoicamente ser promotores de la indignidad y los sufrimientos de una inmensa cantidad de personas en el mundo. Pues, su benéfico proyecto de liberalización conllevaría una irremediable incompatibilidad entre ciencia y moral: entre eficiencia en la consecución de ganancias y equidad en su distribución. Afortunadamente, desde la comodidad y el lujo de sus oficinas y hogares, son capaces de sobrellevar tan pesada carga.

La teoría y proyecto económico del libre mercado autorregulado de aquellos singulares filántropos, son ahora verdades absolutas sostenidas por la científica Economía Moderna. Sólo quedaría llevarlas a último término en la realidad. De haber algún desajuste o producirse alguna “externalidad negativa”, se deben sanar los estragos causados por el libre mercado con más libre mercado. No hay otro camino ni posibilidad de lograr bienestar fuera de esa única vía. Con la imposición mundial de ese tipo de economía como la economía, se ha llegado a una paradójica situación posible de describir parafraseando a Immanuel Kant: los médicos están tranquilos porque el enfermo se está muriendo de buena salud.

Los economistas y los políticos neoliberales predican la universalización de las bondades de lo que Max Weber nombraba como una “filosofía de la avaricia”. Luego, desde las posiciones de poder alcanzadas legitimaron lo insólito: lo malo es bueno. Esta filosofía moral perversa o perversión de la Filosofía Moral, ya la describía el propio John Maynard Keynes cuando acusaba que para la Economía Moderna “lo justo es malo y lo malo es justo; porque lo malo es útil y lo justo no lo es”. Y, como si se hubiera adelantado proféticamente a las palabras de Lamy o de cualquier otro tecnócrata actual, denunciaba los cantos de sirena que prometían un futuro esplendor de bienestar material general, en base a la aceptación circunstancial —sólo circunstancial, decían y aún nos dicen— de “la avaricia, la usura y la cautela”.

Por extraño que parezca, a la fecha habría pleno consenso en la inexistencia de problemas para asumir ese singular camino. Uno donde el mal, al lograr la riqueza, es definido como benéfico. Se parte de un principio inamovible: cuando la persecución egoísta e individualista de lucro es liberada de intervenciones externas y dejada al arbitrio de la “mano invisible”, conseguirá inevitablemente el lucro y el bienestar material. Es decir, la nueva definición moderna del "bien".

Ese mañoso espejismo, ese pase mágico argumental, ha llegado a adquirir el estatus de ciencia económica. Con un espíritu totalitario que nada puede envidiarle a cualquier dictadura, ha sido aplicado por gobiernos, organismos internacionales y corporaciones transnacionales. En la actualidad esa economía política neoliberal, ese proyecto de sociedad construido desde la esfera material y el paradójico mecanismo para llevarlo a cabo, llegó a ser Economía científica. La arrolladora propaganda de los grupos de poder y la ignorancia en la cual duermen los pueblos, ha cobijado y escondido, a decir de Bertolt Brecht, “la naturaleza violenta de la economía”. Esa violencia no sólo se encuentra en su forma de organizar las sociedades, en sus resultados y efectos en ellas. También en sus mismos principios groseramente excluyentes y crudamente explícitos. Ellos son legitimados y mantenidos, como expone R. H. Tawney, por quienes se benefician del orden económico y no quieren ni el más mínimo cambio que pueda amenazar sus privilegios y su impúdica acumulación.

Aún así y a pesar de lo utópico del principio y del proyecto de un mercado autorregulado —usado por los grandes agentes económicos para legitimar sus intervenciones y violaciones al propio principio del libre mercado— ese tipo de economía fue transformada en la teoría y práctica productivo-comercial dominante. Su señorío llega a tal grado que, como se puede ver en las mallas curriculares de las escuelas de Economía Moderna de las universidades y en los discursos y gestión de los gobiernos, se está en presencia de un pensamiento único. La situación es de por sí increíble: se habría llegado a un nivel tal de perfección del saber económico, que la búsqueda de conocimiento se ha detenido. No hay más preguntas ni respuestas fuera de las del libre mercado, ni otras medidas prácticas posibles. Cualquier posición no ortodoxa es tildada de mala política, populismo, teorías pasadas de moda, moralismo o resguardo de intereses particulares. Nada que valga la pena considerar y menos estudiar. La disciplina se ha replegado sobre sí misma, hasta llegar a ser una “economía autista”. Curiosamente, quienes ahora callan, son los mismos apasionados detractores del totalitarismo y la falta de rigor científico que significaba enseñar sólo economía marxista, como la economía científica, en los países socialistas “reales”. De hecho, la actual situación es tan exótica, que si se toma su real peso no soporta el menor análisis. O, por ejemplo, ¿es siquiera imaginable una universidad donde sólo se enseñe geometría euclidiana y además como la Geometría? Esta imposición de un pensamiento único es evidentemente ideológica. Pero también es una condena a la mediocridad académica:

“Estamos preocupados por la amenaza que el monopolio intelectual representa para la ciencia económica. Hoy en día, los economistas están sometidos a un monopolio en el método y los paradigmas, a menudo, defendidos sin un argumento mejor que el de constituir la ‘corriente principal’. Los economistas abogan por la libre competencia, pero no la practican en el campo de las ideas”

La razonable cita es parte de un manifiesto, elaborado en 1992, para demandar un análisis económico pluralista y riguroso. Fue suscrito por un grupo de destacados economistas, entre quienes figuraban cuatro premios Nóbel de la especialidad: Franco Modigliani, Paul Samuelson, Herbert Simon y Jan Tibergen. A pesar de lo obvio de sus anhelos, ¡después de quince años!, nada se ha sabido de dicho manifiesto en Chile... Una muestra más de la condición de isla ideológica del país: un limbo pegado a un continente. Los ortodoxos chilenos, al no poder deslegitimar a sus firmantes por no ser “economistas profesionales”, habrían optado por hacer desaparecer el propio manifiesto. En su bendita y mansa ignorancia, los estudiantes de Economía de pre y postgrado, pasivamente siguen nutriéndose de una ideología. Asimilan dogmas —o al menos, sólo una de las tantas visiones posibles de la realidad— como verdades científicas... Mas, no sería tan grave el problema, pues como decía Joan Robinson, “cuando los estudiantes de economía dejan de hacer preguntas, están preparados para ser profesores”.

Es importante terminar con el monopolio ideológico en la disciplina económica y las torres de marfil de la “teoría pura”. También es muy relevante ahondar en enfoques más conscientes como el institucional. Pero, como aquí se verá, esas medidas sólo enmendarían una parte del problema representado por la Economía Moderna en sí.

Ya es una limitación definir a los economistas como quienes entienden lo que ocurre en los mercados (al modo moderno). Y peor fue definirlos como quienes decidían lo que debía ocurrir en los mercados. Los economistas modernos —con una exagerada deformación profesional— se transformaron en los sumos sacerdotes y a la vez inquisidores del nuevo credo. Entre ellos y entre las que serían supuestamente diferentes escuelas, ya casi no se puede hacer distinción al ser todos hijos de la científica Economía Moderna. Esta, aunque no se señala, ha llegado a estructurarse básicamente en esa contextualización y radicalización de la vieja economía liberal: el Neoliberalismo. Para seguir tales ideas no hace falta ser monetarista, postular la economía de los subsidios a la demanda o adherir al pie de la letra a los postulados de la Sociedad Mont Pelerin. Estos últimos, los neoliberales militantes, han elaborado lo que se puede llamar la perfección de la Economía Moderna: han llevado a su término lógico los viejos principios liberales de la disciplina. Pero, mal que mal, para ser economista moderno hay que fundarse en —y buscar materializar— la utopía de los mercados no intervenidos regidos por el libre juego de la oferta y la demanda efectiva de los hombres económicos. Todo ello descrito por medio de tecnicismos, los cuales le dan estatus de ciencia.

La antigua teoría económica clásica presentaba al lucro individual y egoísta como motor de lo productivo-comercial, proponiendo la necesidad de autonomía o no intervención de los agentes y procesos económicos para lograr el ajuste o equilibrio. Esa autonomía se posibilitaba y, a su vez, se materializaba a través del sistema de libre mercado. Políticamente el sistema era sostenido y vigilado por el republicanismo. Académicamente se demostraba y reproducía por medio de un andamiaje y lenguaje técnico aportado por la ciencia. Así, el Liberalismo económico se transformó en la política económica normal y en Economía científica a secas. Se hicieron desaparecer o se obviaron las circunstancias e intereses comerciales, políticos y sociales detrás de ese específico desarrollo. La idea y práctica económica moderna no tendría ningún origen sociocultural. Sencillamente se tienden a identificar sólo autores, libros y teorías.

Esa omisión de los principios e intereses de la Economía Moderna se ha mantenido en el tiempo. Pero también ha dado lugar a confusiones dentro de la propia disciplina. Aquel vacío esconde la transformación acontecida tras la evolución del capitalismo de mercado moderno. Es decir, el proceso de cambio desde la “ética del trabajo” del originario capitalismo productivo-comercial burgués, a la “ética del lucro” del capitalismo financiero y de las transnacionales. De volver a la vida, Adam Smith —ese perspicaz y piadoso moralista burgués de Escocia— seguro no querría ser considerado junto a neoliberales como Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek o Milton Friedman.

Un problema no menor ocasionado a raíz de la dogmática unidad económica moderna, es la extrema especificidad en la formación de los economistas. Se plantea una única manera de ver los problemas de la esfera productivo-comercial. La cual, además, es limitada o parcial. La disciplina asume no sólo como real sino también como universal, una serie de supuestos. Hipótesis que desde los aportes verdaderamente empíricos de la Historia económica, la Sociología o la Antropología, dejan en evidencia su falta de sustento. Sin embargo, de igual modo se les declara pertinentes para la humanidad en su conjunto y se hacen pasar por hechos científicos. De esa manera, el planeta entero será entendido y representado como una unidad homogénea. Luego, los economistas son transformados en ciudadanos globalizados, en el peor sentido del término: científicos en el limbo universalista y/o burócratas sin sentido de pertenencia. Cuando ni los más terribles piratas serían capaces de saquear sus propias aldeas, ellos son solícitos servidores de los intereses de un abstracto sistema productivo-comercial de carácter mundial. Al transnacionalizarse, han dejado atrás la provinciana actitud de servir a sus países y conciudadanos. En todo lo anterior, no puede olvidarse el aporte de la Econometría y su expresión matemática de los modelos. Las ecuaciones hacen maravillas en el proceso de convertir modelos de escritorio —aculturales, intemporales y desnacionalizados— en hechos reales y válidos para todo el mundo. La globalización sería la prueba empírica evidente de esa irrefutable validez. La Economía Moderna es eterna y traspasa las fronteras... como los vampiros y las pandemias.

No es sostenible, como enunciara Karl Polanyi, reducir cualquier acción productivo-comercial humana a ser una expresión parcial o total del libre mercado. Tampoco entender todos los fenómenos económicos de diversos grupos desde esa teoría y práctica. Es empíricamente falso y un craso error académico, negar tanto la especificidad histórica y sociocultural de lo económico en sí, como la particularidad de las ideas elaboradas sobre ello en cada época y lugar. Esa mirada implica asumir una ilusoria homogeneidad de la humanidad, en torno a la cultura occidental moderna. Supuesto que de hecho ha servido de base ideológica al imperialismo político.

Se debe tener claridad para comprender que en una sociedad —dadas ciertas condiciones sociales, políticas, éticas e ideológicas— puede ser dominante una tendencia lucrativa y un campo autónomo de producción e intercambios materiales. Que los supuestos de la Economía Moderna se puedan llegar a cumplir en el contexto particular de las sociedades modernas y/o modernizadas, sólo prueba cómo sus específicas condiciones obligan a cumplir el modelo a una mayoría o hace conveniente seguirlo a una minoría. Una vez internalizado lo anterior, se podrán realizar generalizaciones socioeconómicas razonables. Pero, no encontrar leyes de la conducta productivo-comercial.

Es muy peligroso ignorar las limitaciones de la Economía Moderna y su arbitraria reducción de la diversidad sociocultural, a la única variable de la tendencia individual y egoísta al lucro. Si no se advierten esas falencias, los desprevenidos fácilmente caerán seducidos con su aparente capacidad explicativa. Y, una vez legitimada la disciplina como saber, el paso siguiente es su aplicación indiscriminada.

Llegados a este punto, uno podría preguntarse cómo podemos entregarles las inmensas responsabilidades de determinar el contexto y los factores de nuestra vida material —con todo lo implicado en ello— a personas con una formación académica tan limitada, débil y dogmática. ¿Confiaría usted en médicos con erróneos o mínimos conocimientos de anatomía, fisiología, patología u otras disciplinas necesarias para curar? Ese era el caso de los médicos de antaño, quienes en su ignorancia estaban convencidos de la benignidad de sangrar a los enfermos. Asumiendo ese supuesto, si con el tratamiento llegaba a empeorar el paciente, sólo veían la necesidad de aumentar el remedio. Hacían falta más sanguijuelas. Estaban cegados ante otras alternativas por su deficiente formación, su aceptación de falsedades como verdades y por la admisión y legitimación académica de sus métodos.

Por qué confiamos nuestra supervivencia a quienes sólo saben, por un principio inexorable e incuestionable, aumentar las ganancias monetarias de los grupos privilegiados. A quienes no consideran las relaciones sociales dadas en los procesos productivo-comerciales, pues no tienen una formación en Sociología. Si no toman en cuenta las complejidades culturales de la producción y los intercambios materiales, si tampoco tienen conocimientos de Antropología. Si no conocen a cabalidad los principios básicos por los cuales guían su propia labor y de esa manera tampoco pueden cuestionarlos o enmendar rumbos, pues su saber de los Fundamentos de la Economía y/o Historia de las Ideas son limitados o nulos. Si ignoran la existencia de otros tipos de economías, las cuales pudieran servir de ejemplos para buscar alternativas, soluciones a determinados problemas o para no repetir errores, al desconocer Historia Económica o Antropología Económica. Si no son capaces de reflexionar en torno a las consecuencias no monetarias provocadas por su quehacer, si no se les enseña Filosofía ni Moral. A todo lo cual debe sumarse la actitud etnocéntrica —cuyo monopolio no es de los economistas— que supone la superioridad del conocimiento del hombre blanco. Y, en el específico caso latinoamericano, se debe adicionar además la sumisión y admiración ante el conocimiento originado en Europa Occidental y Estados Unidos. De hecho, justamente cuando se debe mirar al pasado y revisar los fundamentos de la Economía, se insiste en el ámbito académico en la obligación de estar actualizados. O sea, en repetir al pie de la letra ese saber cristalizado.

La Economía Moderna, como un voluntarioso médico de antaño, sólo sabe sangrar al paciente y engordar a las sanguijuelas. Las matemáticas no bastan para cubrir sus fallas, vacíos y su protección de intereses particulares. Los economistas siguen fielmente el dogma aprendido para, según ellos, solucionar los requerimientos de sus sociedades. Así, privatizan las empresas y recursos de los países, flexibilizan el mercado laboral, dan amplias garantías a los inversionistas, acaban con los controles y regulaciones de la actividad productivo-comercial, eliminan leyes laborales, liberalizan el mercado financiero, etc. La concesión de todos esos privilegios respondería al deseo de atraer capitales externos, facilitar la actividad productivo-comercial y lograr el desarrollo, el cual por nuestra pobreza sería imposible de alcanzar por nosotros mismos. Es mejor, nos dicen, recibir migajas a nada. De ese modo, justifican ceder los países, con su gente y sus recursos, a los grandes capitales extranjeros a precio de liquidación y con inmejorables regalías. Ante el verdadero saqueo de nuestras naciones posibilitado por esas medidas científicas, Eduardo Galeano ha sido preciso en describir la situación: “En América Latina es lo normal: siempre se entregan los recursos en nombre de la falta de recursos”. Como si las riquezas regaladas no fueran precisamente “capital”. Ese proyecto de antidesarrollo nos ha hecho vender la casa propia, para pagar un arriendo por un costoso lugar donde vivir.

Es más, desde la Economía como teoría y desde los afanes de los economistas, se ha construido un estado de derecho acorde a los intereses de los grandes agentes económicos. Los múltiples abusos fruto de esa posición política y económica dominante, han dado lugar a una flagrante “macrovictimización” sin culpables. Las responsabilidades personales e institucionales siguen impunes, a pesar de todos los daños causados a los intereses de las naciones, a su medio ambiente, a su población e incluso a sus futuras generaciones. Si hasta un general derrotado en una batalla es juzgado por su responsabilidad, ¿por qué no ocurre lo mismo con un economista, un ministro de Hacienda, un presidente de la República, un gerente general, un directorio o los accionistas de una multinacional por el perjuicio provocado con sus medidas y decisiones económicas? La respuesta ya la dio el antipoeta Nicanor Parra: “Aquí mandan los multimillonarios, el gallinero está a cargo del zorro” (1).

Con la crítica aquí expuesta no se postula empezar de cero en una nueva economía y no considerar para nada algunos elementos de eventual interés o utilidad de la disciplina económica moderna. Mas, sea por cuestiones académicas o por los resultados del accionar de los economistas, se requiere con urgencia alterar reflexivamente nuestro camino. La primera prioridad, siguiendo a Gunnar Myrdal, es “liberarnos de las predilecciones” de la Economía Moderna. Realizar una crítica de fondo a su teoría y práctica, y tomar los aspectos técnicos útiles posibles de usar desde una perspectiva diferente. Si continuamos fieles a esas “predilecciones”, serán estériles los esfuerzos de los economistas que sinceramente desean cooperar a mejorar la condición de todos quienes conforman la sociedad, desde una perspectiva de verdadera justicia social y desarrollo sostenible.

Absolutizar un saber en una serie de dogmas indiscutibles no es científico. Ello sólo lleva a detener el avance intelectual. Conocimiento que además, en este caso, implica el sufrimiento y la indignidad de millones de seres humanos. Pues, se los obliga a subsistir en una situación deplorable y/o debiendo ocupar gran parte de sus vidas en trabajar por magros ingresos y en condiciones laborales precarias. Por eso, nunca se debió olvidar, más todavía en un país pobre, el deber de la Economía: entregar dignidad y la base material para el desarrollo integral de las personas y los pueblos.

En tal sentido, se tiene aquí por apremiante dar un giro en la teoría y práctica económica. Los arreglos hasta ahora intentados sólo han sido variaciones que no han enjuiciado la matriz original. Incluso, ni siquiera la han develado de forma correcta y total. Partiendo de las mismas herramientas y lógica de la Economía Moderna, se ha pretendido realizar un cambio. No obstante, se ha terminado reproduciendo en mayor o menor grado lo que se intentaba hacer variar.

Toda comunidad, en cualquier época, ha necesitado procurarse su sustento. O sea, todo grupo humano requiere de economistas. Sin embargo, es necesario desarrollar la disciplina y la actividad económica desde una óptica que no olvide un punto fundamental: el trabajo y sus resultados son ante todo cuestiones socioculturales. Parece obvio señalar al trabajo como un factor de la producción. Mas, desde un análisis sociocultural, se sabe que no es sólo eso. Aceptar esa visión amplia y en verdad empírica, implica un cambio radical en cuanto a cómo se define al ser humano, para luego partir de una economía que reconozca su dignidad y ponga realmente al servicio de todos las formas de sustento. Es urgentemente necesario repensar el lugar a ocupar por la Economía en la sociedad y hacer que la Política vuelva a guiarla. Las disciplinas subordinadas deben dejar de ser gobernadoras y los medios deben dejar de ser fines. No se trata de nada nuevo, es sencillamente retornar a teorías más sensatas. Esas que alguna vez Occidente consideró las correctas e intentó materializar. En su generalidad, tales ideas igualmente se encuentran en otros pueblos no occidentales o no modernos, por más que se expresen de otra forma o se hayan desarrollado como saberes tradicionales.

La crítica, cuando surge de bases y metas claras, no es simple nihilismo. Es una oportunidad de construcción. Pero, para no ser otra forma de ingeniería social, debe tener conciencia de la complejidad de los fenómenos humanos. Ellos no son rígidamente mecánicos. Asimismo, debe asumir una ética por la cual los resultados benignos se busquen por medios benignos. Y, a su vez y sobre todo, nunca debe perder de vista la importancia fundamental de sostenerse sobre una base empírica. Esa base viene dada por las culturas de los pueblos y por los incentivos necesarios provistos por esas mismas formas de vida.

La estructura social de un grupo permite y/o facilita materializar y reproducir un sistema productivo-comercial; y es su moral, la cual al darle sentido, lo legitima y consecuentemente lo fomenta. Sin una estructura social, política, religiosa, filosófica y moral las ideas productivo-comerciales no tendrían cómo concretarse. No serían comprendidas ni aceptadas y, por tanto, no serán impulsadas ni puestas en práctica. Más allá de cuestiones de índole material o tecnológica, no podrían ser llevadas a cabo por no responder a los criterios ideológicos y morales del grupo. Por tanto, se insiste, es de la mayor importancia recordar que ante todo la Economía es y debe ser una disciplina sociocultural. En otras palabras, empírica en sus fundamentos y con un permanente espíritu empírico en su quehacer.

Nunca más se debe concluir que, si los modelos socioeconómicos no se corresponden con la realidad de las comunidades humanas, son estas las erradas. Una inmensa mayoría de millones de personas de la población mundial, viviendo en la indignidad de la pobreza y/o del trabajo precario, son efecto de esa postura. Ellos claman por una respuesta. Si vanamente venimos esperando, desde el siglo XVIII, que la “mano invisible” derrame la riqueza entre todos los rangos de la sociedad, ¿es lógico seguir manteniendo la fe en la imposible y falaz profecía de la Economía Moderna? ¿Es lógico seguir creyendo, contra toda prueba empírica, en populistas promesas de redistribución?

Hace siglos Aristóteles legitimó la esclavitud al declararla “natural”. Los amos debían mandar y los esclavos obedecer. Ambas condiciones eran complementarias y convendrían tanto a los dominadores como a los dominados. Que tal teoría fuera elaborada por una gran eminencia y tenida por conveniente, real u obvia por la nobleza en Macedonia o por los miembros de la excluyente y limitada democracia ateniense, ¿la puede hacer científica, verdadera o legítima en otros contextos y para otros pueblos? Por su parte, los aztecas creyeron que Huitzilopochtli, el dios sol, requería sacrificios humanos para poder seguir su viaje por la bóveda celeste. Que todo un pueblo tuviera la certeza de esa doctrina religiosa y viera en la guerra para hacer prisioneros, una necesidad y una obligación ética a fin de alimentar a su dios y mantener así el ciclo de la vida, ¿podría hacer a su religión verdadera o legítima en otros contextos y para otros pueblos?

Quizás en no muchos años más, nuestros descendientes se extrañen de nuestra refinada barbarie. Esa que a través de la Economía Moderna justificó la explotación de las mayorías y la ofensiva acumulación de una minoría. Seguro no podrán entender cómo llegó a definirse tal descarada situación y el conjunto de ideas usadas para justificarla y alentarla, una cuestión y una disciplina científica, objetiva y neutral. Menos aún podrán entender cómo el resto del mundo aceptó una doctrina productivo-comercial elaborada en base a la específica interpretación nacional y clasista de una teología cristiana particular. Pues, ese fue el trabajo hecho por Adam Smith guiado por su presbiterianismo, vertiente escocesa de la fe calvinista.

La vida humana, la vida de cada ser humano, es única e irrepetible. Por ende, a pesar de ser de perogrullo, es necesario remarcar que tenemos sólo una vida. Lo cual obliga a trabajar para que ella sea vivida con dignidad y en condiciones materiales aceptables para permitir el máximo desarrollo de las cualidades de cada uno. Tenemos también sólo una vida para crear el contexto para alcanzar esa meta. Nos podrán recalcar majaderamente sobre la escasez de recursos y la obligación de optar entre sus diversos usos. Pero los recursos y la tecnología disponibles posibilitan crear —¡a lo menos!— las condiciones básicas para la vida de las personas. El logro de tal situación finalmente favorecerá a la comunidad completa. El desenvolvimiento pleno de las capacidades de cada uno de sus miembros enriquecerá la vida colectiva en todos sus aspectos. Son las decisiones políticas y socioeconómicas las cuales han estructurado un tipo de sociedad. Una donde se pierden innumerables talentos de hombres y mujeres.

Es un hecho que la característica de la humanidad, al contrario de los otros animales no racionales, le permite alterar sus condiciones de vida. Para el homo sapiens ningún orden social, político y económico es inamovible o eterno. No ha existido, no existe, ni existirá un orden sociocultural natural. El progreso hacia una comunidad más justa es posible por nuestra propia racionalidad y libertad. Renunciar a ello, además de ser una miserable opción de vida, es renunciar a nuestra condición humana.

Este libro intenta ser un aporte a una discusión sobre la Economía Moderna en sí y sus consecuencias prácticas, en un momento donde se hace ineludible el debate. Por esa misma urgencia, no pretende ser una inútil y presuntuosa competencia academicista con los economistas modernos. Es necesario terminar con las posiciones absolutistas, escuchar otras perspectivas y asumir constructivamente las críticas. Hasta para el más mínimo sentido común, es inimaginable una doctrina tan perfecta como para no necesitar ni aceptar cuestionamientos. Esta revisión debe hacerse cargo de las inconsistencias internas o teóricas de la disciplina económica, de su visión de los fenómenos humanos surgida de sus supuestos y de su olvidado carácter de disciplina sociocultural. He ahí la motivación para reunir estos ensayos sobre diversos aspectos de la búsqueda del sustento y sobre esa forma específica de hacerlo llamada Economía Moderna.

El autor de este libro ha vivido casi toda su vida en una “sociedad de mercado”. En otras palabras, como persona, ciudadano y asalariado ha conocido de primera mano los resultados del Neoliberalismo, esa perfección de la Economía Moderna. Peor todavía, las consecuencias de la aplicación del Monetarismo de Milton Friedman, el cual trasformó a Chile en una de las naciones más neoliberales del mundo. En ella las personas han sido definidas como meros componentes intercambiables y explotables (en el más pleno sentido del término) en función del sistema productivo. Así se ha dado lugar a la precariedad e inseguridad laboral y a la marginación socioeconómica, cuyos frutos son la falta de oportunidades, la desintegración social y la desesperanza (2). Además, en este nuevo país neoconservador y pragmático se han hecho desaparecer los conceptos de “servicio público” y de “recursos estratégicos”. Por ejemplo, la educación en todos sus niveles, la salud y las pensiones de jubilación son un negocio privado; los derechos de agua son regalados a perpetuidad por el Estado; el espacio público se privatiza concesionándolo y si las empresas no ganan lo proyectado el Estado les paga la diferencia; se acepta y se facilita con un tecnicismo, la explotación inconstitucional de recursos mineros y ni siquiera se cobran los derechos consecuentes, etc.

En Chile, lo antaño considerado con toda razón ilógico, perjudicial, anormal o injusto, con los años llegó a ser lo lógico, beneficioso, normal y justo. Por esos principios, se explican las voces aconsejando que no se investigue la posible relación del ex presidente Lagos con la corrupción en el Ministerio que alguna vez encabezara. Una pesquisa sería muy inconveniente... ¡pues daría una mala imagen del país a los inversores extranjeros! Asimismo, se llega a comprender a ciertos diputados pidiendo airados la renuncia de un funcionario estatal, quien denunciara a empresas fabricantes de cecinas por los porcentajes nada despreciables de fecas en sus productos. La ira de los honorables se explicaba... ¡en el perjuicio causado por el informe a la actividad económica! (3)

Ante esa insólita realidad, se puede comprender la suerte corrida por cualquier crítica al modelo. Ellas son infravaloradas, deslegitimadas como extremistas (¡por unos extremistas!) o simplemente ignoradas. Pero los tiempos actuales pueden esconder razones dignas para ser vividos. Por mucho que parezcan insulsos o desalentadores, por el consenso económico tan generalizado y apoyado por sectores demasiado poderosos. La razón de esa esperanza yace en el resquebrajamiento de la homogeneidad del pensamiento dominante. Asimismo, se ha hecho manifiesta su falta de respuestas a las inquietudes y necesidades materiales y espirituales de las personas. Finalmente, sus propias consecuencias en las sociedades han acrecentado el descontento.

Esa molestia ha sido la base para las reacciones antineoliberales en Sudamérica. Esos movimientos hasta han llegado al poder democráticamente. Aún es muy temprano para juzgarlos y más todavía para cantar victoria. Son un comienzo. Al menos uno esperanzador. El descontento pide respuestas, no sólo de medidas prácticas o técnicas. También son urgentes las teóricas, las cuales dan lógica y horizontes a los actos. Y como pareciera que en gran medida esas respuestas podrían venir del Tercer Mundo, se nos plantea un gran desafío a los investigadores latinoamericanos. Uno ya expuesto a mediados del siglo pasado por Gunnar Myrdal, el cual tiene plena vigencia y es coincidente con los momentos actuales:

“En esta época del gran despertar sería patético que los economistas jóvenes de los países subdesarrollados se desviaran por el mal camino de las predilecciones del pensamiento económico que prevalece en los países adelantados [sic], que están entorpeciendo a los estudiosos de estos países en sus esfuerzos por acercarse a la realidad, pero serían fatales para los esfuerzos intelectuales de los economistas de los países subdesarrollados.
Por el contrario, desearía que tuvieran la energía suficiente para hacer a un lado las grandes estructuras vacías y sin importancia, y las doctrinas a veces inadecuadas, así como los enfoques teóricos vocingleros, y que se iniciaran en el estudio de sus propias necesidades y problemas. Este camino los llevaría mucho más lejos del ámbito de la economía liberal occidental, pasada de moda, y del marxismo”

Hemos perdido ya medio siglo. Muchos de esos jóvenes de ayer sucumbieron ante el brillo de publicitadas teorías que terminaron siendo simples cuentas de vidrio. Otros se sintieron derrotados y cayeron en el conformismo. No pocos llegaron a olvidar sus ideales de antaño y se renovaron e hicieron pragmáticos. Olvidando sus antiguos anhelos y a sus pueblos, optaron por las riquezas. Sin embargo, la urgencia de nuestros problemas es una fuerza moral que nos urge a hacernos cargo del desafío. Desvanecidos los espejismos foráneos, se abre con claridad la alternativa de buscar en nosotros mismos las soluciones.

Cuando en medio siglo más nos pregunten qué hicimos, ¿cuál será nuestra respuesta?

* Andrés Monares es antropólogo. Profesor del Área de Humanidades de la Escuela de Ingeniería y Ciencias de la Universidad de Chile y autor del libro Oikonomía. Economía Moderna. Economías. Editorial Ayún. Santiago. 2008. 384 págs.

** Agradezco a Rodolfo Schmal por permitirme utilizar en esta Presentación pasajes de nuestro artículo "Evolución de la economía en Occidente. De la ética del trabajo al afán de lucro"

NOTAS

(1) Sólo citaremos un par de ejemplos de lo ocurrido en este gallinero llamado Chile. La carencia de una legalidad ambiental adecuada y la nula voluntad política de los gobiernos de la Concertación, han posibilitado desastres ecológicos como los provocados por CELCO en los humedales cercanos a Valdivia o la destrucción de un glaciar por Barrick Gold en Pascua Lama. Por otro lado, como muestra de las pérdidas sufridas por el país al promover y resguardar el propio Estado la explotación inconstitucional del cobre por empresas extranjeras, cada año se dejan de percibir ¡a lo menos unos US$ 16 mil millones! A ello se debe sumar la pérdida de independencia económica, de soberanía sobre nuestros recursos y el grave atentado contra el espíritu democrático al violar descaradamente con tecnicismos la propia Constitución de la República.

(2) Es ya evidente —sobre todo entre la juventud de estratos bajos— que los resultados del modelo están dando paso a altos niveles de frustración y resentimiento, los cuales se vienen materializando en crecientes grados de violencia. La expresión de esta agresividad puede ir desde variadas formas cotidianas de falta de urbanidad y civilidad a la delincuencia.

(3) El año 1992 tres diputados de la Unión Demócrata Independiente (ex funcionarios de la dictadura y actualmente en la derecha de la oposición) llamaron a una conferencia de prensa para pedir la renuncia del director del Servicio Nacional del Consumidor. No recuerdo ninguna reacción de extrañeza ante el hecho, ni menos irónica, en la prensa o entre sus colegas congresistas. Peor aún, posteriormente los tres fueron elegidos por los ciudadanos chilenos para ser Senadores de la República.

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