Nicholas O'Halloran

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Velada literaria

Acababa de publicar mi primer libro, "Versos de carne y cuerpo", en una editorial humilde que apenas pagaba a sus autores. Pero una primera publicación es importante, me decía, y ya llegarían los buenos tiempos de cheques con siete cifras por una simple lectura.

Estaba presentándolo en una de esas tournées absurdas que se montan para este tipo de eventos: locales en penumbra, más cercanos a garitos de copas que a otra cosa, donde personajes de toda calaña se juntan para tener una experiencia distinta que contar. Mucha gafa de pasta, mucho pantalón ancho y sandalias, mucha rasta colgando. Entiéndaseme bien: no estoy criticando tendencias estéticas ni gustos personales. Únicamente digo -afirmo realmente, porque lo viví- que de la gran mayoría de personajes que había allí, cada uno representando su propio papel, quizá a un 5% le interesase la poesía. Y quizá únicamente un 1% leyese mi libro. De ellos, la mitad de prestado. Lo bueno que tiene el mundillo cultural es que suele ser de pensamiento izquierdista, un poco reñido con la propiedad privada en cuanto a libros, discos o películas, pero bastante posesivo cuando se trata de zapatillas de marca.

Allí estaba yo, en una capital de provincia, en un bar reconvertido en café reconvertido en tertulia literaria con una tenue luz rojiza que manaba de las minúsculas lamparillas que formaban el escueto mobiliario de cada mesa. Mesas de lamparilla y cenicero, por otro lado. Allí la gente consumía poco, quizá un té con limón al fondo, un cortado dos mesas más a la derecha... Llamaba la atención una mesilla con cinco sombras que tenían delante cinco tercios de cerveza. Pero la excepción suele confirmar la regla (esto, excepto cuando la excepción se da en la regla, que lo que confirma es el embarazo).

Andaba leyendo -nunca me gustó eso de "recitar"- el poema "En sus muslos", los versos que dicen aquello de

"Las marismas del Guadalquivir enteras
no podrían competir como iguales
con esos humedales
inguinales
que me encantan por peteneras..."

Me parecían unos versos especialmente logrados: La referencia geográfica, el juego de abreviar los versos en -es, el encantar tomado como cantar y su palo del flamenco... Estaba realmente orgulloso de aquello. Oí de la mesa de las sombras y las cervezas un atisbo de risilla. Cualquiera se hubiera puesto nervioso, pero yo no. Estaba ya lo suficientemente fogueado, después de recorrerme buena parte de la superficie del país con mis versos al hombro. Siempre había alguien que entraba allí a tomarse la copa y se topaba con la lectura sin saberlo. Y el hecho de que bebiesen cerveza, refrendaba esa tesis: eran personajes sorprendidos en plena fiesta por un acto literario que, por decirlo pronto y mal, se las traía flojas.

Ni un leve carraspeo de mi garganta, ni un mínimo temblor de voz.

"Mujer de pubis poblado,
mujer de delta salado,
mujer de cueva profunda
en que mi yo se derrumba,
mujer hoguera, mujer volcán...
que ese calor que ahí escondes
no se me niegue ya más..."

Versos de menos calidad, sin duda, pero muy gráficos. Rimas consonantes, libres y asonantes. Jugando con el lenguaje, flexionándolo... eso siempre da juego. De la mesa de las cervezas salió un ténue "ese no folla" que, sinceramente, no me gustó nada. Odio esa facilidad de extraer conclusiones de lo que, además, no se entiende. Porque estaba claro que aquellos no estaban entendiendo nada. Los muslos como metáfora de la madre y de la muerte... Y aquellos tan campantes con sus cervezas, sin alcanzar ni de lejos el sentido último del poema.

Ataqué sin miedo la última parte:

"Eres hambre y sed, pero no de justicia:
Eres lujuria, eres bestia, eres carne.
Déjame en tu coño saciarme,
déjame llenarte con mi inmundicia...

Le escribiré no una, sino mil estrofas,
a ese sexo tuyo con el que me destrozas."

Mi "destrozas" resonó por el local. Resonó porque tenía que resonar, por el silencio alcanzado cuando se pide saciarse en un coño, que siempre es cosa que para bastante. La gente estaba atenta, estremecida casi. Había triunfado, el silencio al finalizar un poema es el triunfo supremo. Es el no saber qué hacer, no entender qué ha pasado... apenas alcanzar a ver que delante tuyo ha surgido, casi sin esperarlo, la poesía en estado puro, la única vida vivible y apetecible. Es magia. Es la calma que precede a la tormenta: sabes que tras el silencio viene el trueno del aplauso y después el momento ritual del sacrificio, donde quieren tocarte, quieren hablarte, quieren invitarte a una copa.

Era el silencio supremo. Enorme calma. Y una voz "¿inmudicia ha dicho? ¿Le va a cagar encima?". La mesa de las cervezas. Suficientemente alto para oírse en el silencio, suficientemente bajo para que no todos lo oyesen. Carcajadas mezclarse con aplausos. Los que aplauden se preguntan de qué ríe el resto. Se va corriendo la voz del chiste. Los aplausos cesan pronto, para dejar paso a unas caras de diversión donde se adivinan en la penumbra del local los labios en ese gesto simiesco de la sonrisa contenida.

Con un hacha hubiera sido feliz. La destrucción, la ira... apenas un pensamiento en nanosegundos, apenas un rayo de locura, y enseguida la impotencia del ridículo.

Las mesas con té y café se mantienen. Los más se marchan. Nadie quiere palmearme la espalda. Nadie quiere mezclarse con el payaso, con el apestado social, con el imbécil. Las cervezas siguen siendo sombras y se duplican: otra ronda. Yo sigo en mi mesa, claro. La tierra no se ha abierto y no ha podido tragarme, por más que le pedí al Dios de mis antepasados que lo hiciera, que me demostrase su existencia eliminándome, evitándome ese momento de humillación suprema. Ni el representante de la editorial se acerca. En su pensamiento, el único deseo de que no recuerden los asistentes quién soy para que, quizá por error, puedan llegar algún día a comprar el libro. El hombre objeto de mercado.

"Me he muerto y nadie me entierra", pienso echándole una mirada a las mesas de tercios y sombras. "Me habeis matado y nadie os juzga ni os condena... malditos...".

Me centro en mi copa. Poco más hay que hacer. Lo único bueno que tienen estas lecturas es que al menos bebes gratis. Normalmente suele ser toda la noche, porque una buena sesión te hace tener prestigio de cara al dueño del local, y le apetece mantenerte allí. Mono de feria, una vez más. Aquel día sabía que no duraría más de una copa, a lo sumo dos, antes de que el camarero intentase cobrarme y de que el dueño me invitase a pagar o largarme. Me concentré en mi copa y en sus cubitos de hielo. No había mucho más que hacer. El hielo flota. Viva el polo norte, inmenso cubito del cóctel del planeta. Apenas bebía. Miraba el cubito flotar. Si pudiera salir de la copa, ¿dónde marcharía? Quizá fuera a meterse por el culo de alguno de aquellos imbéciles de la cerveza...

- Había mucho dolor en tu poesía, ¿sabes?

Una voz. Habla conmigo. ¿Resurrección, o mera oración fúnebre?

Castaña, melena, veintitantos, quizá treinta... Nada del otro mundo en cuanto a cuerpo, pero voz cálida y apetecible en un momento de derrota, puerto franco para el corsario, abrazo de padre para el niño pequeño.

- ¿Perdona?
- Que había mucho dolor en tu poesía. Dolía escucharte.
- ¿A quién le dolía?
- A mí.

Una herida abierta en su costado con el filo de mi pluma...

- Lamento haberte herido.
- Me encanta el dolor de las palabras.
- Me encanta tu encantamiento.
- Mi encantamiento eres tú: me encantas.

Aquello se ponía bien: era resurrección, y no oración fúnebre. Volvía a la vida y el mundo debía saberlo. El día nacía en la luz de aquella melena castaña, y el sol no tenía nada que ver. No como la luna, que brilla de luz prestada: luz propia, blanca e infinita.

- Ahora vuelvo... - dijo. Y se levantó de la silla. Pude verla mejor. Ahora era mágica, era maravillosa, un hada, un ser ideal, una rosa que se abre sin espinas de amenaza. Era ella, definitivamente. Se giró mientras marchaba y detectó mi mirada perdida en su infinito corpóreo. No se marchó. Realmente volvió ahora, enseguida, apenas cuatro pasos dio, y fueron dos de irse y dos para volver.

- ¿Te gusto?

La pregunta es directa, torpedo a la línea de flotación, donde más daño hace porque el aire de la superficie permite que entre más rápidamente el agua por el boquete, hundiendo el buque.

- Me encantas.

Respuesta necesaria dado el juego semántico en el que estábamos.

- Quiero que me hechices...
- Pensé que tú eras ya hechicera.
- Sólo aprendiz...
- Me da la impresión de que aprendiste mucho y bien.
- Pero no tengo el título...
- ¿No te examinaste?
- Me faltó pasar el examen final. ¿Quieres hacérmelo tú?

Dudé. Aquello andaba demasiado acelerado. Mucho juego lingüístico con ligeras provocaciones. Eso no es malo. Pero, de repente... Aunque quizá justamente por ser de repente tenía sentido.

- Dime en qué aula y a qué hora - le respondí.
- La hora es ahora... Y el aula... Tú sígueme...

Me había salido gratis la copa, así que tampoco me tomé la molestia de acabármela antes de seguirla. Se levantó y comenzó a caminar hacia el baño. Obviamente, yo iba detrás. Nadie me prestaba atención. El payaso apestado era invisible. El poeta de pluma hiriente era un semidios de nuevo, detrás de su presa, dispuesto a llenarse y llenar de vida. Cuando me quise dar cuenta, apenas un centímetro entre nosotros y mi espalda apoyada en la parte interior de una puerta de lavabo cerrada con pestillo.

Su mano en mi vientre. La mía en su nuca.

Su mano desciende. La mía asciende. Busca en mis pantalones. Me pierdo en su melena. Encuentra lo que ansiaba. Me hundo en sus labios.

Beso lento. Beso húmedo y largo. Beso de lengua diligente buscando a su compañera, dos serpientes en un nido de agua. Beso terriblemente hiriente.

- Me matarás si besas así - dice.
- Te mataría de placer ahora mismo - dijo.

Flexiona sus piernas. Baja por mi cuerpo, pegada a mí. El puñal del sacrificio es carne cálida en su mano. Su blusa es suave. Es una faquir, ahora lo sé. Clava el puñal en su boca.

Mis manos se pierden de nuevo en Medusa rediviva, castaña, entre mis piernas. Descienden por su cuello. Debo arquearme para hundir mis manos bajo su blusa.

- El sabor de la vida eterna - dice.
- La vida eterna en mis manos - digo.

Diez dedos locos para dos pechos brimosos. El sujetador se afloja y mis manos se hunden aún más. Es el descenso a los infiernos de mi Beatriz, y no ha terminado aún de comenzar.

Su lengua es una enredadera por el tallo de mi sexo. No sé si es la vida eterna, realmente, pero una eternidad quisiera tenerla así. Trepa y se trenza con mi carne. La busca y la ama y la desea. Me inyecta mil sensaciones que corren como el rayo hacia mi médula espinal.

- Droga eres - dice.
- Droga me das - digo.

Ha descubierto los tambores rituales. Busca sangrar sus manos en el puñal. Su boca es la piel del tambor. Su mano una lluvia de meteoritos.

Me señala con sus pechos. Mis manos están completas y aún así vacías. Buscan más. Encuentran. Pequeñas pasas duras, pequeñas para las manos, necesarias para los dedos.

- Quiero exprimirte - dice.
- Quiero llenarte - digo.

Movimiento reflejo: mis manos se cierran aprisionando su pecho cuando la faquir realiza su ejercicio más peligroso. Traga el sable y toca el tambor. La carne se vuelve metal, y un metal incandescente, una tubería de lava hirviente que surge blanca y a borbotones. La víctima propiciatoria ha sido inmolada. El semidios toma su vida y se nutre de ella. El ritual finaliza, su boca conmigo dentro.

- Había mucho dolor en tu poesía, ¿sabes?
- Ahora hay mucho placer en mi alma.
- Me alegro.
- Hechicera.
- Gracias.

No he visto salir mi semen de su boca, pero sí le veo lavársela. Algo quedó por la comisura de sus labios. Al lado, limpio el puñal y lo envaino. Se coloca bien el sujetador y se abrocha la blusa.

Ella sale delante.

Va delante.

Se dirige a mi mesa.

Aún está en ella mi copa. Quizá podamos seguir hablando y amando durante una eternidad o dos.

Gira... Se aleja... Se difumina... Quizá lleve mi vida en su garganta aún, quizá aún le queme mi sangre hecha calor blanco. "Vuelve a su vida, entonces", pienso. "Vuélvete entonces... Has tenido poesía en estado puro, has tenido tu sacrificio y tu divinidad, has tenido la muerte en tu boca y has elegido la vida por causa del dolor...".

Mi pensamiendo se corta. Mayonesa mal hecha. Grumos. Grumoso. Muy grumoso. Se ha sentado en la penumbra, enfrente de un tercio de cerveza. Es la mesa de la muerte. Era la muerte, era Satán. Oigo como dice: "ya os lo decía yo. La tiene pequeña".


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