Nicholas O'Halloran

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¿Telepatía?

Normalmente, no suelo cagarme en todos los hijos de puta que la vida tiene a gala ponerme delante, y eso que son legión. Supongo que justamente por eso, por ser legión, tiene que haber más de una excepción que confirme la regla. Así que aquella noche me cagué en aquel hijo de puta. Qué le vamos a hacer: todos somos humanos.

"Me cago en tu puta madre", le solté a la cara. Él me soltó, en cuestión de nanosegundos, un derechazo a la cara que produjo en mí ese extraño fenómeno que los críticos de cine llaman fundido en negro. Cuando recuperé el conocimiento, estaba bañado por mi gin tonic tirado en medio de la pista de aquel garito. Creo que fue poco antes de volver en mí cuando escuché el "¿estás bien?" de la única persona que tuvo a bien ocuparse de mi mala fortuna. Los ojos me presentaron al caballero que tal galantería mostró conmigo como un tipo más joven que yo -pero no un imberbe- vestido con una espantosa camisa semidesabrochada que dejaba adivinar una enorme mata de pelo en el pecho. Un pecho-lobo, que se dice. Para colmo de desdichas, el pecho-lobo coronaba su floresta velluda con un enorme cadenón dorado del que pendía una medalla que bien podía ser la de ganador de cualquier prueba olímpica. Naturalmente, de oro.

"Estoy de puta madre, garrulo", fue todo lo que llegué a articular antes de que pecho-lobo cambiara el gesto de supuesta preocupación por otro de bastante mala leche, justo antes de impactar con su derecha en mi cara. Otra vez, fundido en negro.

Fue una voz femenina lo último que oí, una especie de "¡animal!", antes de desvanecerme de nuevo. Cuando recuperé de nuevo la conciencia, la tal mujer era la que me preguntaba "¿estás bien?". Morena, pelo largo, nariz enorme para lo que debería haber sido una cara guapa antes de que el acné juvenil la transformase por arte de granos y reventones en la luna, con todos sus cráteres. Pero no dije nada, no fuera que la muchacha selenita me atizara un tercer derechazo certero. Asentí con la cabeza y me hice una composición de lugar rápida y -por tanto- meramente aproximada.

Aquella mujer era la pareja del pecho-lobo y, quizá por mi tono de voz semiconsciente, no debió escuchar que califiqué a su amorcito de garrulo. Mientras me sostenía la cabeza con una mano, recriminaba a su maromo la violenta actitud anteriormente mostrada conmigo. Desde esa posición pude averiguar que tenía buenas tetas, con una piel a años luz de la de su rostro, pues se adivinaba tersa y suave. Inferí, sin demasiada dificultad, que pecho-lobo se la tiraba sin mirarle a la cara, quizá con la boca hundida en el canalillo de la selenita, o quizá practicando la posición del perro. Llevado por este último pensamiento, cercano estuve de llamarla "perra", pero fui comedido.

El hijo de puta del primer puñetazo no estaba. Eso me ahorraba un problema. Tampoco estaba su chica, que había sido la causa de nuestro intercambio, por mi parte de opiniones, por la suya de puñetazo. No sé qué les pasa a las personas de sexo varón cuando van acompañados de alguien del sexo complementario, que la mínima insinuación por parte de un tercero acerca de la posibilidad de intercambiar fluidos corporales se la toman a la tremenda. Cierto es que le dije a su novia si follaba, así sin más. Y cierto es que ella, sin más, me respondió que "con su novio". También cierto es que le pregunté si no le apetecería que se la follase un hombre, aunque fuera solo para variar. Supongo -esto ya no lo sé cierto- que aquella pregunta mía debió ser escuchada por el tal novio, que ni corto ni perezoso me invitó a irme a la mierda. Naturalmente, ante tamaña muestra de grosería, no pude hacer más que cagarme en su puta madre. Bueno, pude hacer algo más, y lo hice: lo verbalicé.

En todo caso, ya me incorporaba con la ayuda de la selenita, mientras veía con el rabillo del ojo que el pecho-lobo garrulo no me quitaba la mirada de encima. Baremé la idea de intentar que la selenita accediese a mis necesidades sexuales, pero la desestimé de inmediato: el garrulo se acercaba. Sin mirarle, tomé mi dignidad y me dirigí a la barra.

- Ponme un gin-tonic, anda.
- Si vuelves a liarla, te tiro.
- No sería la primera vez.
- Esta vez será para siempre.
- Vamos, no jodas, hombre... si le doy color al local...
- Pues métete el color por el culo. Ésta es tu última copa de la noche.

Ya veis: así tratan a los clientes habituales en los garitos de mi barrio. Estuve a punto de decirle algo, pero me comedí: la regla volvía a funcionar. No lo dije, pero lo pensé, obviamente.

Sorbía mi gin-tonic cuando me fijé que en la barra había una chica solita y sin compañía. Me acerqué a ella.

- ¿Y como tú tan solita aquí, preciosa?

Cuando esperaba oír la voz de la bella diciéndome que me estaba esperando a mí y que entre sus piernas los humedales gritaban mi nombre, sonó la voz del camarero:

- ¡Te lo dije! ¡Fuera!
- Pero -intenté defenderme-, ¡si yo no he hecho ahora nada!
- Que te largues, cabrón borracho, o te tiro yo mismo.

Tragué mi gin-tonic, eructé el exceso de tónica en la cara del camarero, y salí del local. Las calles, de noche, son silenciosas y oscuras y, quizá por ello, a mí me recuerdan el vientre materno: son un buen sitio para habitar. Llegar a casa es el parto, y esa noche prefería nadar un poco por el amniótico líquido del relente nocturno. Acababa de dar la vuelta a la esquina cuando oí una voz que me decía, a la espalda:

- Perdona...

Me giré -naturalmente, puesto que de no hacerlo no sabría quién me pedía perdón- para encontrarme con la chica de la barra.

- Perdonada quedas -dije recuperando la compostura-. Aunque, a decir verdad, no sé si hubo ofensa.
- Bueno, te tiraron por mi culpa...
- Creo que me tiraron por la mía, pero si quieres ser tú la culpable, te la doy entera.
- Oye...
- ¿Qué?
- ... bueno...
- ¿Qué? ¿Qué pasa?
- Verás, me da un poco de vergüenza decírtelo.
- Pues entonces no me lo digas.
- Pero tengo que hacerlo.
- Pues entonces, hazlo.
- Entre mis piernas, mis humedales gritan tu nombre.
- ¿Qué has dicho?
- Que entre mis piernas, mis humedales gritan tu nombre.
- Pese al riesgo que corro de que pienses que soy sordo o que estoy gilipollas, ¿podrías repetirlo?
- Entre mis piernas, mis humedales gritan tu nombre.

Supongo que los dos golpes en la cabeza, cuatro, si contamos los pegados contra el suelo (o quizá más, puesto que la cabeza, en su caída, algo rebotaría) eran suficiente respuesta a la pregunta que en ese momento me sugería el cerebro: ¿esto es real, o lo estoy soñando? "Ni lo uno ni lo otro", me dijeron las neuronas afectadas por el golpe: "es una alucinación". Por un momento pensé que era una pena que fuera una alucinación, porque lucía una camisa de lo más interesante, con dos bultos que -supuestamente- debían corresponderse con sus pechos. Unos pechos que, por mi parte, no tendría ningún problema en analizar lingual o digitalmente.

- ¿Podrías aclararme -le pregunté a la misteriosa muchacha- si eres una alucinación, si eres parte de un sueño, o si eres real?
- ¿Aclarártelo?
- Sí.
- Bueno, ¿no me estás viendo?
- Sí.
- ¿No estamos hablando?
- Sí.
- ¿Entonces?
- Chica, ya sabes: las alucinaciones pueden hacer ver y oír cosas extrañas.
- Ya. Entonces quizá prefieras, para asegurarte de que soy real, analizar mis pechos lingual o digitalmente.
- ¿Cómo?
- Que quizás prefieras analizar mis pechos lingual o digitalmente.

"De perdidos al río" y "sus y a ellos" fueron mis pensamientos. En menos que se santigua un cura loco, tenía mi mano sobre su teta derecha. Noté la resistencia del sujetador, quizá excesivamente grueso para mi gusto, pero debajo de él supe sentir la suavidad de su pecho. Ya puestos, mi otra mano se llegó hasta su otra teta, repitiendo la operación. La simetría de su cuerpo era perfecta en lo tocante a volumen y maleabilidad.

- ¿Qué piensas ahora?
- Diría que eres real.
- ¿Y qué piensas de mis pechos?
- No sé...
- ¿No te parece que la simetría de mi cuerpo es perfecta en lo tocante a volumen y maleabilidad?

Ya sé que hay veces en las que dos personas, cuando mantienen una relación intensa, llegan a pensar lo mismo en el mismo momento. Lo sé porque lo he visto en las películas. Y también conozco lo que son las casualidades. Pero ni aquello era una especie de "comunión espiritual", ni eran posibles tantas casualidades seguidas. Allí algo fallaba. Pero, por otro lado, estaba tocando tetas, así que no importaba demasiado. Incluso no importaría nada, si conseguía llevármela a la cama. Porque, a decir verdad, a uno no le molestan las casualidades cuando son de las que permiten el acceso vaginal al propio miembro.

- Me lo parece, desde luego.
- ¿Pero...?
- ¿Por qué "pero"?
- Porque me da la impresión de que estabas pensando en otra cosa.
- Bueno, ya sabes...
- Ya... Pensabas en las posibilidades de acceso vaginal que tiene tu miembro, ¿verdad?
- Pues...
- ¿Me dejas verlo?
- ¿Cómo?
- Para saber las posibilidades que tiene, debería verlo primero, ¿no crees?
- Supongo que tienes razón.

Me bajé la bragueta en medio de la calle y me saqué la polla. El relente nocturno hizo que su tamaño no fuese excesivamente reseñable.

- Vaya... -dijo ella con un cierto mohín-. Parece que le afecta el relente de la noche. ¿Vives lejos?
- Un poco.
- Yo no.

Fuimos a su casa, encendió una estufa en el comedor, me quitó los pantalones y los calzoncillos y comenzó a trabajar con su boca en mi falo. Naturalmente, éste reaccionó ante el estímulo. Estímulo-respuesta, que dicen los psicólogos. Cuando ella lo notó lo suficientemente duro en su boca, se separó de él y lo contempló. Contempló, de hecho, todo el conjunto de falo y escroto: lo contempló, lo sopesó, lo analizó.

- Esto es otra cosa, y no lo de la calle.
- ¿Entonces?
- Ya sabes: mis humedales siguen gritando tu nombre...
- ¿Eso quiere decir...?
- Exacto: eso quiere decir que vamos a follar.

Se desnudó y me desnudé. Ni qué decir tiene que la visión de su cuerpo desnudo consiguió que mi miembro se pusiese aún más duro. En concreto, cuando bajó sus bragas para descubrirme un sexo rodeado de una fantástica nube de vello, una gotita de líquido preseminal hizo brillar mi glande. Ella la recogió en su lengua. Mis manos ya se habían perdido en su melena.

Su boca me masturbaba engullendo mi miembro, bañándolo en saliva, deslizando su lengua arriba y abajo por todo él. Yo no hacía nada más que darle un masaje por todo su cuero cabelludo. Supuse que, desnuda como estaba, no le molestaría mucho el despeinarse. Tragó por enésima vez mi verga mientras comenzó a jugar con un dedo en torno a mi ano. Era una sensación extraña, porque a mí el tema de que me toquen el culo no acaba de convencerme y porque, a qué mentir, no me molestó en absoluto el sentir su dedo jugando, introduciéndose solo un poco dentro de mí por salva sea la parte, para volver a salir y volver a introducirse. Era una sensación extraña y maravillosa a la vez. Grata, en suma.

Ella sacó mi polla de su boca y, mirándome fíjamente, me metió todo el dedo dentro.

- ¿Es grato, verdad? -me preguntó.

Por respuesta, ante la estimulación de mi próstata, recibió una descarga de semen en la cara.

Mientras me invadía el orgasmo, manchada de mi esperma, movía su dedo dentro de mí, provocándome un placer como jamás antes no había experimentado. Tal fue el placer que me recorría, que perdí la tonicidad muscular y acabé siendo un pelele enculado por su dedo, tirado en el suelo y sin apenas poder hacer nada más que respirar entrecortadamente.

Cuando sacó su dedo de mi trasero, me miró.

- Y ahora -me dijo-, ¿cómo follamos?
- Bueno, dame un respiro... Me repongo y vamos al tema.
- Vale.

Se sentó con las piernas cruzadas delante de mí, en el suelo. Por un momento intenté darle a mi mano la orden de que acariciara su sexo, pero no me hizo el menor caso. Supongo que sería el cansancio. Así que, para disimular mi incapacidad de coordinación, le pregunté:

- Oye, ¿por qué dijiste lo de los humedales, lo de la perfección simétrica, lo de...?
- ¿Por qué quieres saberlo?
- Principalmente, para satisfacer mi curiosidad.
- Bien, lo dije porque te leí.
- ¿Cómo?
- ¿Acaso no lo habías escrito tú antes?
- ¿Cómo?
- Me limité a repetir lo que había leído.
- Pero, ¿cómo lo habías leído?
- Joder, ¿cómo que "cómo"? ¿Acaso no estaba escrito antes?
- Sí, coño. Pero está escrito ahora que cuento la historia.
- Ah. Pues entonces, quizá lo haya leído porque me has creado mientras escribías la historia...
- No me jodas. Entonces, ¿aquella noche no pasó nada de esto?
- A ver, imbécil: ¿qué noche?
- Pues... la noche en que me dieron dos puñetazos en el garito...
- ¿Qué puñetazos?
- Vale, maldita sea. Me has descubierto, me lo estaba inventando.
- Pues entonces.
- Vaya por Dios. Así que, ¿tú no existes? ¿No acabo de correrme en tu cara? ¿No me has metido un dedo por el culo?
- No. Te lo has imaginado tú, y lo has escrito. Lo que pasa es que has ido a crear a un personaje que sí que sabe leer. Lo único que he hecho ha sido seguirte la corriente.
- Pues vaya. Entonces, aquella noche, ¿qué me pasó?
- Nada.
- ¿Cómo que nada?
- No lo has entendido, ¿verdad?
- ¿Entender el qué?
- Que tú y yo somos creaciones. Tú mismo, que crees que estás contando por escrito tu historia de esa noche, tampoco existes.
- Vamos a ver, vamos a ver, vamos a ver... No me jodas más de lo necesario, ¿quieres? Me acabas de quitar un orgasmo, me has quitado tu dedo del culo, me has quitado una noche... Pero no me quites el ser. Al menos, déjame ser.
- ¡Pero si tú no eres! A ver, ¿cómo te llamas?
- ¿Cómo que cómo me llamo? Pues...

Mierda... La zorrona tenía razón: ¡aquella noche, yo no tenía nombre!

- ¿Lo ves, imbécil? Ni tú ni yo tenemos nombre. Somos criaturas de un relato de Halloran.
- ¿Halloran? ¿Quién es ese hijo de puta?
- ¿Qué quién es Halloran? Je. Eso es lo más irónico, cariño.
- ¿Qué es lo irónico?
- Que Halloran... tampoco existe.

La verdad es que, tumbado en el suelo con aquella belleza sentada en frente mía, no me molestó demasiado descubrir que era una creación de la mente de un tipo que, aparentemente, tampoco existía. Aproveché la coyuntura para darle de nuevo la orden al cerebro de alargar mi mano hacia el sexo de la chica. Ahora me respondió. Lo toqué, lo palpé, lo acaricié, jugué con su vello y mis dedos, humedecí uno de ellos entre sus piernas...

- ¿Sabes? -le dije a la muchacha-. Quizá debiera joderme el no existir. Pero, por algún tipo de causa que se me escapa, me encanta esta no existencia que tengo contigo.
- Pues, a decir verdad, también a mí me gusta -dijo mientras se le entrecortaba la respiración.

Finalmente, follamos. Existir no existiríamos pero, al menos esa noche, follamos.

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