Nicholas O'Halloran

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Si bemol

Cuando se hace la una y media de la madrugada y sabes que te queda aún una hora y media más de sesión es cuando tomas conciencia de lo que significa ser pianista de un piano-bar. Levantas la vista de las teclas y descubres, entre la espesa nube de humo azul, grupos de silencio (gracias, Federico) alojados en las mesas, cuatro personas acodadas en la barra... La nada, porque nadie hace el mínimo caso de lo que estás tocando. De vez en cuando, entre tema y tema, alguien levanta la vista y te mira. Parece que sólo son conscientes de tu ausencia.

Estabas, quien quiera que fueses, sentada sola en una de las mesas del ventanal. Triste. No me di cuenta de por qué no te acompañaba nadie: no sabía si siempre estuviste sola, si tu compañía ya se había marchado, o si sencillamente estaba pidiendo en la barra o aliviando la vejiga en el servicio.

Ataqué "On the sunny side of the street", quizá porque no es demasiado complicada y me permite relajarme cuando la toco. En la primera estrofa supe que estabas sola. Te voy a decir por qué, aunque no creo que te importe: me miraste. Te diste cuenta de mi presencia, y eso es una novedad. Me miraste y sonreiste. Nadie le haría caso al pianista a no ser que fuera la última persona en la tierra y, posiblemente, ni así. No tenías otra fuente de atención, nadie más a quien dirigir tu mirada: ni una sola vez miraste a la barra, ni una sola al pasillo de los servicios. Me miraste, sonreiste, y volviste a tu copa. Pero yo ya había estado por primera vez en el lado soleado de la calle, y ya estaba metido en la melodía feliz que son tus pasos.

Con el "life can be so sweet" y su juego de si menor, mi mayor séptima, te examiné rápidamente: tu traje blanco ceñido, tu peinada melena rubia, tus zapatos... te habías vestido para alguien y ese alguien ya no estaba o nunca estuvo.

Ataqué el estribillo. Y aquel "I used to walk in the shade, with those blues on parade" me devolvió tu mirada. Y supe que sí, que esa noche habías andado en las sombras. Y supe de tu tristeza.

Nunca he podido soportar ver a una mujer triste. Por eso te sonreí en el "I'm not afraid, this rover crossed over", con su juego de la mayor séptima, disminuida y de nuevo natural. Y creo que por eso sonreías mientras intercalaba un pequeño puente de mi invención antes de volver de nuevo al re mayor y comenzar la siguiente estrofa.

Tus labios me enviaron un beso cuando tomaste tu copa. Y digo bien, fueron tus labios y no tú, porque tú no sabías que lo estabas haciendo, porque no habías visto el puente que estaba empezando a tejer entre mi piano y tu cuerpo.

El solo con el que recorrí el tema antes de volver a cantarlo sirvió para que movieras las caderas. Igual habías dejado de pensar en aquello que te entristecía y te sentías mejor... y te dejaste llevar. Supongo que ni pensaste que fuera eso, porque no hace falta pensar para que la música se meta en ti. Pero era yo el que movía tus caderas en mi juego en tono de re mayor buscando siempre apoyar el cambio final de mi mayor, mi menor, la mayor en tu cintura.

Cuando retomé el tema, nada más empezarlo, con ese "leave your worry on the doorstep" facilón de subdominante y séptima dominante, me hiciste caso: no volvieron a tu cabeza las preocupaciones. El resto de la canción aprendí un poco más sobre cómo era tu cuerpo, deslizando la mano derecha por los muslos del la menor, re séptima, sol sexta, re novena, mientras tus piernas se dejaban hacer.

Terminó la canción. Los grupos de silencio seguían siéndolo, en la barra continuaban los abandonados, pero había una luz en una mesa al lado del ventanal, y eras tú.

Decidí ayudarte, decidí fortalecer tu autoestima, con el meñique hundiéndose en el fa de la tercera octava para comenzar la introducción a "What a wonderful world". En cuanto había visto los "trees of green", ya habías averiguado qué tema era. Y sonreíste de nuevo. Pero esta vez sonreíste para ti.

Supe que era mi noche de suerte cuando jugaba con el fa en dos octavas de la mano derecha, en el juego de re bemol y sol menor séptima. Dos octavas y un fa, posiblemente la distancia necesaria para abarcar con mi mano tus dos pechos. Iban alternos, a tresillos de corcheas, dos graves, una aguda, acariciando la que sabía suave piel con las yemas del pulgar y el anular de mi mano. Y podía sentir la dureza de su excitación al subir al sol que advierte del cambio al do mayor.

En la segunda estrofa esforcé mi mano. Habías sido receptiva a sólo dos notas, y aquello me animó para introducir un arpegio completo en cada uno de los acordes, siempre partiendo del fa agudo que tan buen resultado me había dado antes. De nuevo en tresillos, pero ahora de fa, la bemol, re bemol, de fa, sol, si bemol, de mi, sol, si bemol de nuevo. El si bemol era tu frecuencia más grata. Lo notaba al erizarse mi vello al tocarlo. Sé que también tu cuerpo lo sentía, porque te reclinaste en el respaldo de tu silla. Querías dejarte hacer. Y yo quería hacerlo.

El estribillo es una cadencia sencilla de fa mayor, do, re menor y do. No tiene mayor complicación, y eso quiere decir que permite la exploración a lo largo de dos o tres octavas. Tú necesitabas tres. O quizá era yo quien las necesitaba. Posiblemente los dos.

El fa me sirvió para llegar hasta tu cuello, acariciarlo... para comenzar a bajar por tu cuerpo con el do de "the colors of the rainbow". Descubrí todos los colores del arcoiris en tu piel al rozar de nuevo tus pechos. "So pretty in the sky" y su necesario fa me llevaron un poco más allá, aventurándome por tu vientre. El "are also on the faces of", un nuevo do, tuvo que ser para tu ombligo. Jugué con el, rodeándolo, introduciendo mi dedo, explorando esa zona en un jugueteo de derecha en mi bemol, mi y do. Las gentes que pasan, un nuevo fa, fue el acceso a tu cintura, el rodearla. Porque los dos sabíamos que al ver "friends shakin' hands" y empezar el juego de re menor y do aquello tenía que llegar más allá.

Mi mano se hundió entre tus piernas, despacio, recorriendo en un juego de escalas el siguiente bloque de re menor y do, con lo que, al hacer el puente del "sayin': I love you", estabas ya entregada.

La estrofa no pudo ser más que para explorar lo más íntimo de tu ser. Tomaste tu copa e, inconscientemente, la apoyaste en tu regazo, para evitar que miradas curiosas pudieran ver el torrente de notas que te acariciaban. El si bemol era tu frecuencia, y lo sabía. Por eso no dejaba de usarlo, en juegos en tono de fa, obviamente con el propio acorde de si bemol, en el sol menor, en el do forzando su séptima... Te hubiera dado todos los si bemoles de la historia si hubiera sabido cómo.

A cada si bemol pulsado correspondía un escalofrío en todo tu cuerpo. Lo sabía, lo veía, lo notaba. Por eso no acabé la canción, sino que hice un solo inmenso únicamente con los acordes de las estrofas, donde podía acceder más a ese calor que comenzabas a sentir. Notaba como acercabas la copa a la ropa, en un intento de que el frío de su hielo te calmara. No podía ser. Porque no lo deseabas realmente, porque también separabas un poco las piernas para que mis dedos, hechos música, te recorriesen a placer.

A placer tuyo y mío.

Decidí jugar contigo, sólo un poco. La primera línea del solo fui radicalmente malo, jugando en el fa con el la y el do, cercando el punto de tu máximo deseo, haciendo que desease aún más. Cuando llegaba al tono de si bemol podía notar como tu respiración se aceleraba... sabías que llegaba el momento. Pero te lo hurtaba: lo convertía en si bemol séptima y apoyaba en la bemol los graves, mientras mi mano derecha jugaba en re, fa, sol y la bemol. De vez en cuando, mi meñique derecho te regalaba esa nota que esperabas, y sentía cómo te recorría un ligero espasmo. La felicidad. El placer.

En la segunda línea de la estrofa decidí entregarme a ti. La basé en esa frecuencia que deseabas. Fui si bemol con el meñique de la izquierda y con su corazón y pulgar, mientras mi derecha te daba los si bemoles de tres escalas. Sentía el temblor de tus muslos. Estabas a punto, y tú lo sabías, y yo también.

Cada vez que mi meñique derecho se hundía en la tecla del si bemol agudo, se hundía la música un poco más en tu cuerpo. Jugaba a entrar y salir despacio, sin dejar que te sintieses completa en ningún momento, para que el deseo te pudiera más y más.

Apretaste con fuerza la copa a tu regazo, porque sabías ya de tu humedad. Pero yo lo sabía de antes, justo cuando al ir a pulsar un la bemol en el juego del re bemol mi dedo resbaló pulsando un si bemol, dentro de ti. Fue mínimamente enarmónico, pero la calidez de tu sexo hizo que no me importara. Ni a ti. Nadie se dio cuenta, porque justo después venía la secuencia de sol menor y do séptima, y ahí sí que podía darte esos si bemoles que te tenían controlada por completo. Y te exploraba por dentro, sintiendo cómo las notas iban haciendo su trabajo.

Estabas absolutamente en mis manos y en mis notas. Entraban ya en ti los la bemoles y los do, porque el trabajo anterior había conseguido que tu sexo se dilatase. Ahora eras un torrente de calor que pedía música, y en esas notas del la bemol al do sucedía todo. Sabía que con un poco de habilidad conseguiría meter dentro de ti hasta el sol por grave y el re por agudo. Y me esforcé: trabajé la parte alta de la escala. La caja del piano era un torbellino de sonidos que se introducían en tu cuerpo abierto, receptivo, maravillosamente empapado.

Me arriesgué al final de otro ciclo de estrofas. Allí estaba, tentador, el sol menor: sol, si bemol, re... Y tenía que arriesgarme. Reconozco que fui un poco bruto, pero marqué el acorde a ocho dedos. Sentí un gemido quedo salir de ti. Recibiste toda la música, te llené con el sonido, estabas totalmente descontrolada. Y jugué, te exploré por dentro en profundidad, hasta lo más hondo de ti, con mi mano izquierda marcando el acorde con arpegios por dos octavas y mi derecha ya loca dentro de tu cuerpo, empapándose de ti, recorriendo el resto del teclado con una velocidad que hasta a mí me llamó la atención.

Resbalaban mis dedos hundiéndose en ti, hundiendo las teclas blancas, las negras, entrando, tocando, acariciando a veces, pianissimo, atacando las más, forte, fortissimo, poseyendo tu interior, tu cuerpo entero, manejándolo a mi antojo.

El tema acaba con fa, pero decidí forzarlo para terminarlo, claro, en si bemol. Y me regodeé en el último acorde, recorriéndolo arriba y abajo, dos manos, diez dedos, desde la primera octava del piano hasta la madera de la otra punta, en negras, en corcheas, semicorcheas, fusas, semifusas, en escala, en intervalos de tercera, de quinta... dentro de ti, el último esfuerzo, hundido en el lago que había generado entre tus piernas.

Te desmadejaste con el orgasmo, tapándote la boca con una mano, intentando juntar las piernas para retener tu humedad, apoyándote en la mesa.

Me tuve que apoyar en la caja del piano por el esfuerzo. Tocó en mi hombro el dueño:

- La próxima vez que quieras follarte una tía, te la llevas a la cama.

Antes de tener el bar, él también había sido pianista.

Con el siguiente tema, pagaste tu cuenta y te fuiste. Pasaste a mi lado, pero ni te fijaste en mí. Yo sí te vi, sonrosada por el placer, con los ojos brillantes.

Ya no estabas triste.

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