Nicholas O'Halloran

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Patricia

Tengo que olvidar a Patricia. Es necesario que lo haga, o acabaré volviéndome loco. Tengo que olvidarla a ella y su melena, a ella y su sonrisa, a ella y su busto, a ella y su talle, a ella y sus piernas. Tengo que olvidar a Patricia, pero no puedo. Y eso me está volviendo lentamente loco. O quizá ya lo estuve siempre, y por esa causa no me la puedo quitar de la cabeza.

En la vigilia lo intento, trato de mantener ocupada la mente. Mi trabajo de contable ayuda. Pero no es suficiente. Ella vuelve, siempre lo hace, a mí. Vuelve en el sueño, porque Patricia es el sueño de algún dios que se hizo materia, que se hizo carne y huesos y piel.

Viene en el sueño cuando estoy en una pradera, casi flotando sobre la hierba, acercándose a mí en un vaporoso vestido trasparente que deja ver sus pezones rosados apuntándome desafiantes. Y me dice: "te voy a follar". Y me excita oírselo, porque Patricia es un sueño hecho realidad. Y veo cómo se sube el vestido descubriendo para mis ojos su pubis, su vello rizado y corto, y se sienta sobre mí. Y sus manos son armas de matar la rutina diaria cuando desabrocha mi pantalón, saca mi sexo y lo masturba, lo excita hasta conseguir la erección necesaria para clavarlo en su cuerpo. Y me monta y me cabalga y me posee. Y acabo sintiendo cómo derramo mi semen en su cuerpo, y despierto y he vuelto a manchar las sábanas.

Tengo que sacarme a Patricia de la cabeza. Como sea: cualquier medio es bueno. Lo intento, vive Dios que lo intento. Pero no puedo, pero soy débil, pero fracaso. Me concentro en los balances, en los libros de mayor, en los asientos contables. Debería ser suficiente. Pero Patricia siempre vuelve, vuelve siempre. Y vuelve más cuando sueño.

Vuelve cuando voy volando en un avión, camino de alguna isla paradisíaca. Y es azafata, y su uniforme es inusitadamente breve, dejando entrever su minúscula ropa interior. Y le miro a los pechos y capta mi mirada y me dice: "te iba a ofrecer un whisky, pero te ofrezco una mamada". El resto del pasaje desaparece, y ella tiene su torso al descubierto. De nuevo sus pezones me apuntan, me señalan. Diríase que son un radar con los que ella me busca y me localiza. Intento lamerlos, pero sus manos son como armas de frenar mi iniciativa y, tomándome de la cabeza, la aleja de sí. Me reclina hacia atrás y me hace separar las piernas.

Mi sexo está de nuevo en sus manos, y lo acaricia y lo sujeta y lo oprime. Me excita. Su lengua es lengua de fuego cuando se posa sobre mi glande, lo busca, lo rodea, lo explora. Su boca es un zulo donde esconde mi sexo, entero enterrado en ella. Sube y baja su cabeza, empapando mi verga. Y trato de apretarle los pechos, de jugar con mis dedos en sus pezones, pero sus manos son como armas que coartan mi voluntad, y sujeta fuertemente mis muñecas pegándolas al sillón. Y sigue chupando, y besando, y lamiendo, y sorbiendo... Y mi miembro estalla en su boca y de nuevo tendré que cambiar las sábanas.

Patricia tiene, definitivamente, que salir de mi cabeza, de mi memoria, de mi imaginación, de mi mente. Me lo ha dicho el psicólogo que me asignaron: "tiene que hacer un esfuerzo, tiene que superarlo". Pero ella es un sueño hecho realidad, una diosa del amor y del deseo. Una máquina de sexo y de placer. Y la amo, y no consigo sacármela de la cabeza.

Ayer la vi por última vez. Patricia frente a mí. Y mi mente amándola y deseándola, y mi voz identificándola como culpable de mi secuestro.

Veinte años.

El psicólogo dice que el síndrome de Estocolmo acaba curándose. Yo le respondo que no sé si podré esperar veinte años.


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