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J.D. SALINGER Un día perfecto para el pez plátano. |
En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad
neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga
distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía
hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una
revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o
infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su
traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los
dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la
operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi
había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. No era una chica a la que una llamada telefónica le
produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado
sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte
se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó
el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la
izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo
llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una
de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta
llamada—levantó el auricular del teléfono. —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano
izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba
puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de
baño. —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la
operadora. —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de
noche para el cenicero. A través del auricular llegó una voz de mujer: —¿Muriel? ¿Eres tú? La chica alejó un poco el auricular del oído. —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo. —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has
llamado? ¿Estás bien? —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos
aquí han... —¿Estás bien, Muriel? La chica separó un poco más el auricular de su oreja. —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día
más caluroso que ha habido en Florida desde... —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan
preocupada... —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo
la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después... —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche.
Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad. —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre
lo mismo. —¿Cuándo llegasteis? —No sé... el miércoles, de madrugada. —¿Quién condujo? —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo
misma estaba asombrada. —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que... —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo
perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la
verdad. —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los
árboles? —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos,
por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro,
y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba
por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar
el coche? —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo
para... —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no
hay motivo para... —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y
demás... —Muy bien—dijo la chica. —¿Sigue llamándote con ese horroroso...? —No. Ahora tiene uno nuevo —¿Cuál? —Mamá... ¿qué importancia tiene? —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre... —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual
1948—dijo la chica, con una risita. —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es
horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo... —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de
aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con
él? Me he estado rompiendo la cabeza... —Lo tienes tú. —¿Estás segura?—dijo la chica. —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto
de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha
pedido él? —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en
el coche. Me preguntó si lo había leído. —¡Pero está en alemán! —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la
chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido
escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber
comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos..
. —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu
padre anoche... —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el
alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la
cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo. —Muriel, mira, escúchame. —Te estoy escuchando. —Tu padre habló con el doctor Sivetski. —¿Sí?—dijo la chica. —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo
es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles
que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que
hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo! —¿Y...?—dijo la chica. —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el
ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva,
dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo,
de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro. —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica. —¿Quién? ¿Cómo se llama? —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy
bueno. —Nunca lo he oído nombrar. —De todos modos, dicen que es muy bueno. —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy
preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de
enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa... —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour
podía perder por completo la... —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no
pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—.
Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que
ni me puedo mover. —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la
maleta? Está... —Lo usé. Pero me quemé lo mismo. —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado? —Me he quemado toda, mamá, toda. —¡Qué horror! —No me voy a morir. —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra? —Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica. —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste? —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano
las dos noches que hemos pasado aquí. —Bueno, ¿qué dijo? —¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba
sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba
el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si
Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le
dije... —¿Por que te hizo esa pregunta? —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué
sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su
mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa.
¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el
escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había
que tener un pequeño, pequeñísimo... —¿El verde? —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato
preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una
tienda en la avenida Madison... la mercería... —Pero ¿qué dijo él? El médico. —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes,
estábamos en el bar. Había mucho barullo. —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con
el sillón de la abuela? —No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—.
Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el
bar. —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera
ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte
algo...? —En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más
detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas
esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar. —En fin. ¿Y tu abrigo azul? —Bien. Le subí un poco las hombreras. —¿Cómo es la ropa este año? —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos
lados. —¿Y tu habitación? —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir
la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la
gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro
en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión. —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de
baile? —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo. —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio,
va todo bien? —Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez. —¿Y no quieres volver a casa? —No, mamá. —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el
viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer
un hermoso crucero. Los dos pensamos... —No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—. —Mamá, esta llamada va a costar una for... —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la
guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas
que... —Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en
cualquier momento. —¿Dónde está? —En la playa. —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa? —Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco
furioso. —No he dicho nada de eso, Muriel. —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que
hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz. —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no? —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca. —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo
obligas? —Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las
piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor
mirándole el tatuaje. —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar
cuando estaba en la guerra? —No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—.
Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana. —Muriel, hazme caso. —Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna
derecha. —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me
entiendes. ¿Me oyes? —Mamá, no le tengo miedo a Seymour. —Muriel, quiero que me lo prometas. —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos
a papá—y colgó. *** —Ver más vidrio —dijo
Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto
más vidrio? —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver
loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor. La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con
bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil
estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa,
mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de
dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de
nueve o diez años. —No era más que un simple pañuelo de seda... una podía
darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la
hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó.
Era una preciosidad. —Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora
Carpenter. —Estáte quieta, Sybil, cariño... —¿Viste más vidrio?—dijo Sybil. La señora Carpenter suspiró. —Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete
a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora
Hubbel. Te traeré la aceituna. Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente
por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se
detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y
derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del
hotel. Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr
oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al
llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas. —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo. El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la
mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando
caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y
miró de reojo a Sybil. —¡Ah!, hola, Sybil. —¿Vas a ir al agua? —Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo? —¿Qué?—dijo Sybil. —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos? —Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole
arena con el pie. —No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven,
cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu
papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas. —¿Dónde está la señora?—dijo Sybil. —¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la
arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de
lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su
habitación, haciendo muñecos para los niños pobres. Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima
del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba. —Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy
bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul. Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente
barriga. —Es amarillo—dijo—. Es amarillo. —¿En serio? Acércate un poco más. Sybil dio un paso adelante. —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy. —¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil. —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy
pensando muy en serio. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el
joven usaba a veces como almohadón. —Necesita aire—dijo. —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a
admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—.
Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró
los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—.
Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo? —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado
en el taburete del piano—dijo Sybil. —¿Sharon Lipschutz dijo eso? Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos,
encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho. —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo
estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y
vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un
empujón, ¿no es cierto? —Sí que podías. —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice? —¿Qué? —Me imaginé que eras tú. Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena. —Vayamos al agua—dijo. —Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo. —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil. —¿Que eche a quién? —A Sharon Lipschutz. —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre!
Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—.
Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez
plátano. —¿Un qué? —Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su
albornoz. Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El
traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y
después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre
los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se
agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con
la mano izquierda, tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar. —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces
plátano—dijo el joven. Sybil negó con la cabeza. —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces? —No sé—dijo Sybil. —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz
sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio. Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él.
Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró. —Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a
andar, sacando la barriga. —Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por
casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró: —Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly
Wood, Connecticut. Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la
mano izquierda y dio dos o tres saltos. —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo
él. Sybil soltó el pie: —¿Has leído El negrito Sambo?—dijo. —Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la
casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano
de Sybil—. ¿Qué te pareció? —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor
de ese árbol? —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres. —No eran más que seis—dijo Sybil. —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada
más»? —¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil. —¿Si me gusta qué? —La cera. —Mucho. ¿A ti no? Sybil asintió con la cabeza: —¿Te gustan las aceitunas?—preguntó. —¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca
voy a ningún lado sin ellas. —¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil. —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que
nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a
ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo,
pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos
de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la
quiero tanto. Sybil no dijo nada. —Me gusta masticar velas—dijo ella por último. —Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—.
¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un
segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro. Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil.
Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador. —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó
él. —No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres? —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy
haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano.
Hoy es un día perfecto para los peces plátano. —No veo ninguno—dijo Sybil. —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy
curiosas. Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al
pecho. —Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen,
Sybil? Ella negó con la cabeza. —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno
de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una
vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano
que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y
ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más
hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden
salir. No pasan por la puerta. —No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues
con ellos? —¿Qué pasa con quiénes? —Con los peces plátano. —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos
que no pueden salir del pozo? —Sí—dijo Sybil. —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren. —¿Por qué?—preguntó Sybil. —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad
terrible. —Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa. —No le haremos caso. La mataremos con la
indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos. Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia
delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó
los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó
de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: —Acabo de ver uno. —¿Un qué, amor mío? —Un pez plátano. —¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en
la boca? —Sí—dijo Sybil—. Seis. De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil
que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta. —¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose. —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido
bastante? —¡No! —Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa
hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el
brazo. —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel. El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y
metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y
se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena
caliente, blanda, hasta el hotel. En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los
bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en
el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada. —Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el
ascensor se puso en marcha. —¿Cómo dice?—dijo la mujer. —Dije que veo que me está mirando los pies. —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo
la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor. —Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero,
maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo. —Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la
ascensorista. Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar
hacia atrás. —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué
demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor. Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su
albornoz. Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la
puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a
quitaesmalte de uñas. Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas
gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una
automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies
calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el
seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó
con la pistola y se disparó un tiro en la sien
derecha. |
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