Revista de estudios sobre la literatura maldita
Papiros On Line
Moloch llega a Macabria...
   

intra z o n e

[P�gina Principal] PapirosOnLine ] [Intrazone ] [Biblioteca] [Enlaces] [Desaforismos Especiales][Salinger][e-m@il]








Macabria
y otros cuentos













Antipr�logo

Todo protocolo de lectura es un artificio abominable.





Macabria
Cr�nica negra




�As� lleg� a un inmenso castillo, en cuyo frontispicio estaba grabado: A nadie pertenezco, y a todos; antes de entrar, ya estabas aqu�; quedar�s aqu� cuando salgas�.

...Diderot, Jacques Le Fataliste




UNO

       Cuchillo apretado entre los dientes, casco sobre los ojos, piernas enclenques en botas de cuero� Tal el atuendo de los ni�os macabrios al entrar a la arena del circo. El p�blico se alza enfervorizado al ver avanzar a los contendientes (las porristas entonan c�nticos atroces, los padres a�llan de manera pat�tica, un vendedor anuncia hidromiel y golosinas). El emperador, escoltado por sus l�ctores, da la se�al para que comience el juego. Un redoble de tambores acompa�a la escena. La guerra de imp�beres es una de las instituciones fundamentales de la sociedad macabria, indispensable para el control num�rico de la poblaci�n. Adem�s, seg�n reza la legislaci�n local sobre el tema, �el combate entre infantes, a mano limpia o armada, templa el esp�ritu y forja guerreros�.

       Una hoja de acero corta el aire y las primeras gotas de sangre ti�en la arena: el combate ha comenzado. Los ojos se estudian y los cuerpos se dan a un r�tmico balanceo, mientras los cuchillos van de diestra a siniestra. De pronto un chispazo de violencia: chocan las armas, un forcejeo y un tajo en la piel. Los tambores redoblan con mayor intensidad. Durante meses, los contendientes han sido preparados meticulosamente para este momento. Punto culminante de estos ejercicios (que componen, tambi�n, un ars moriendi) es la noche anterior al combate. Entonces el instructor da de beber a su apadrinado un alucin�geno extra�do del veneno de las tortugas. El mero contacto de este brebaje con los labios provoca el enervamiento de la sangre y la erecci�n del miembro, y sit�a a quien lo ingiere en los umbrales de una furia incontenible. Se necesitan de cuatro a seis hombres fuertes para sujetar al ni�o, a quien se encadena y se llena la boca con esparadrapo, para evitar que se muerda la lengua. Desnudo, luchando contra sus cadenas, emitiendo gemidos feroces y echando una espesa espuma blanca por la boca, el infante es abandonado toda la noche en un valle soliotario. All� aprender� a vencer su furia, a esperar con paciencia el fr�o premio de una daga� Al amanecer se lo desata. Quienes lo asisten saben que est�n ante un lobo y que una sola idea lo atarea. Entonces es calzado con su armadura y el cuchillo le es colocado entre los dientes.

      El auditorio se levanta, en un ondulado movimiento de serpiente. Un tajo profundo, cerca de la garganta, hace tambalear a uno de los guerreros. El otro aprovecha esa vacilaci�n y asesta el golpe decisivo, debajo del abdomen. De rodillas; ojos desorbitados; hilo de sangre manando sobre la barbilla; pu�al que escapa de entre los dedos� Tal la figura de un ni�o macabrio al abandonar las arenas de este mundo.

DOS

     Ministerio de Fusilamientos, Subsecretar�a de Suplicios y Vej�menes, Viceministerio de C�maras Medievales� Ninguno de los carteles sobre las puertas de aquel pasillo correspond�a al de la oficina que yo buscaba, encargada de atender a los visitantes extranjeros. Siguieron el Ministerio Plenipotenciario de Arbitrariedades, la Secretar�a de Interrogatorios (horribles gemidos se o�an tras su puerta) y una escalerilla que conduc�a a un s�tano, con un cartel donde pod�a leerse: Oficina de Asuntos Necrof�licos. Al fin d� con un escritorio ubicado sobre el recodo del pasillo, donde un ordenanza de gafas oscuras y bigote recortado, al enterarse de mi lejana procedencia, pregunt�:

     -�Viene a declararnos la guerra?

     -No, no�-respond� confundido.

     -Entonces, nosotros se la hemos declarado.

     -No, usted no entiende. Sucede que soy explorador.

     -Explorador�-repiti�, y una extra�a sonrisa se dibuj� en su rostro.

     -Acomp��eme-musit�. Un escalofr�o me recorri� la espalda.

     Fuimos hasta una puerta doble de caoba, que empuj� con alg�n esfuerzo. Permaneci� en el umbral mientras me indicaba que entrara. Penetr� en la habitaci�n en penumbras y sent� c�mo la puerta se cerraba tras de m�, y por un momento tem� lo peor. La oscuridad era s�lida y absoluta, pero intu� la presencia de alguien m�s. Alcanc� a distinguir una ancha silueta, de donde provino un ruido de papeles y una voz que dijo:

     -Adelante, se�or�

     -Plumanegra-respond�-Acut�ngulo Plumanegra.

     -El explorador, supongo. Pero tome asiento, se�or�

     -Plumanegra.

     -Supongo que se preguntar� c�mo es que se su nombre. Le anuncio algo: durante su estad�a en Macabria, muchas cosas permanecieron sin explicaci�n. Baste decirle que mis hombres han revisado su equipaje en el hotel�

     -�C�mo?

     -Perm�tame que me presente. Mi nombre es Gregorio Sunday, y soy el jefe de polic�a de Macabria. Nada sucede aqu� sin mi consentimiento. Especialmente los cr�menes. Como le dec�a, mis hombres revisaron su equipaje y nada de lo encontrado nos induce a pensar que no sea usted quien dice ser. Adem�s, los investigadores han econtrado entre sus pertenencias un libro, este libro- dijo, colocando sonoramente un volumen sobre la mesa- que me interesa sobremanera. Ver�: no acostumbramos recibir exploradores en Macabria, �comprende? Sin embargo, estoy dispuesto a hacer una excepci�n con usted, a cambio de la posesi�n de este libro, claro. No todos los d�as nos llega la egregia teor�a de Malthus en tan soberbias ediciones.

     El jefe de polic�a se levant� y, tras palmearme la espalda, me indic� que lo siguiera. Una puerta lateral nos llev� a una sala m�s amplia con varios escritorios. Aunque una p�lida luz se colaba por unos peque�os tragaluces, Sunday se mov�a s�lo por las zonas de sombra. Los haces de luz iluminaban d�bilmente los escritorio, donde algunos oficinistas de aspecto cadav�rico llenaban formas y sellaban �cases. Atravesamos la sala en silencio. M�s all� se extend�a una biblioteca de proporciones gigantescas, que no dej� de asombrarme. Sunday aplaudi� e instantes despu�s sali� de entre un mont�n de libros polvorientos un viejo de aspecto mohoso, con las pupilas completamente en blanco y un bast�n con mango de marfil. El jefe de polic�a le extendi� el libro y el bibliotecario comenz� a palparlo, olerlo y, finalmente, a lamerlo con fruici�n. Un gesto de extremo j�bilo le desencaj� el rostro y unas l�grimas amarillentas manaron de sus ojos mientras dec�a:

     -Ensayo sobre el principio de poblaci�n. Thomas Malthus. Edici�n en castellano de 1899, traducida por Juan Vald�s. Empastado en cuero de cabra. Exquisito, definitivamente exquisito�

     -Como ver�, contamos en Macabria con uno de los m�s expertos bibli�filos del globo-acot� Sunday. Luego agreg� para m�, en voz baja -Durante siglos, el laberinto de libros que aqu� ve ha sido regido por bibliotecarios ciegos. La idea es que los textos no sean profanados por la mirada humana, conservando as� su pureza virginal.

     -Pero eso no tiene sentido- discut�.

     -Mi querido explorador- dijo en tono paternal, colocando una mano sobre mi hombro-, sucede que toda lectura es un malentendido.

     Sin m�s explicaciones el libro qued� archivado y Sunday me empuj� hacia una escalera. Me despidi� con estas palabras:

     -Que disfrute su estad�a en Macabria, aunque no le aconsejar�a quedarse mucho tiempo.

     Yo me alej� sin poder articular palabra, tratando de imaginar su rostro y oensando en que ni siquiera las peores pesadillas logran ser originales�

TRES

     Arcadia, la �nsula Barataria, el reino perdido del Preste Juan, Cibola, El Dorado, Hiperb�rea, Mu, la Civitas Solem, la Jerusalen Celeste, la amaz�nica Tierra Sin Mal� Quiz�s no sea esta la mejor forma de continuar con mis reflexiones sobre Macabria. Digamos m�s bien que desde siempre, el anhelo de estar en ning�n lugar (la voluntad ut�pica) ha impulsado al hombre hacia los confines reales o imaginarios del mundo, empujando a exploradores y viajeros a abandonar esa costumbre de voces y formas que llamamos patria. El viaje supone en ciertos casos la movilidad f�sica; en otros, la espiritual (a veces, ambas). Como sea, se trata siempre de ir m�s all� de s� mismo, de trascender nuestras �ntimas fronteras. Por eso el viaje tambi�n presupone la disoluci�n del viajero o de su identidad en un v�rtice de fuerzas centr�petas, su dislocaci�n en un espacio donde las coordenadas se invierten y donde toda cartograf�a se vuelve alucinatoria. El viaje es, por ende, inici�tico, y comporta el surgimiento de una nueva personalidad, de un alter ego. Todo es insuficiente, sin embargo, para explicar lo que sent� aquella noche en la que Macabria me ofreci�, bajo la luna y entre callejones, su exultante bautismo de sangre.

     Un pu�al duerme en mi escritorio un sue�o no excento de pesadillas. Un brillo fugaz, como un temblor, lo recorre; como el leve estremecimiento del durmiente. �l guarda, quiz�s mejor que mi memoria, las circunstancias terribles y maravillosas de aquella noche.

CUATRO

     Mi estada en Macabria acab� prolong�ndose m�s all� de mis previsiones. En pago, fui depositando mes a mes, en manos del bibliotecario ciego, una serie de libros que fueron del inter�s del jefe Sunday: esa dudosa historia de la brujer�a que lleva por t�tulo Malleus Maleficarum; Del homicidio como una de las bellas artes, de De Quincey; El culto a los h�roes, de Carlyle; el Leviat�n, de Hobbes; Relaciones peligrosas, de Laclos; una biograf�a de Gilles de Rays; El mito del siglo XX, de Alfred Rosenberg; Los infortunios de la virtud, del Marqu�s de Sade�

CINCO

     Cuentan aqu� que, en una edad remota, dos te�logos discutieron sobre la existencia del Infierno. Uno de ellos arguy� con vehemencia su imposibilidad, alegando la insalvable contradicci�n entre un dios de bondad y el suplicio extremo. El otro, que hab�a bajado de la monta�a para asistir a la discusi�n, escuch� los argumentos en silencio, pero un extra�o brillo reluc�a en su mirada. Por �nica contestaci�n di� media vuelta, partiendo hacia un pa�s vecino. All� arm� un ej�rcito que, tras varios a�os de lucha sangrienta, logr� conquistar su patria, convierti�ndola a la creencia en el Infierno. Mientras sus soldados festejaban la victoria, parti� con una peque�a patrulla a revisar sus nuevos dominios, hasta hallar al controversor escondido tras el doble fondo de un armario en casa de un herrero. A punta de espada lo sac� a la llanura, donde orden� que fuera mutilado con lentitud. As� pasaron treinta y tres d�as de agon�a, tras los cuales su oponente murmur� horrorizado, con el �ltimo aliento: �He conocido el Infierno�. El profeta de Macabria olvid� su imperio y volvi� a la monta�a, record�ndose cu�nto le gustaba convencer a sus enemigos.

SEIS

     El m�s reciente censo de Macabria arroja luces sobre las ocupaciones de sus pobladores y, por lo tanto, acerca de su particular idiosincracia. La farragosa lista constata la existencia de 120.000 verdugos, 480.000 enterradores, 90.000 empleados de pompas f�nebres, 70.000 m�dicos forenses, 300.000 convictos, 900.000 soldados, 180.000 oficiales, 85.000 abogados, 450.000 concejales, diputados y senadores.

SIETE

     Macabria sunt.*

     Esta m�xima puede leerse en el frontispicio de todos los pat�bulos de la ciudad. El latinazgo hace alusi�n a la �nfima importancia aqu� atribuida a la existencia individual �apenas un ramillete de confusas ilusiones- frente a la irrecusable majestad conferida a lo colectivo, al omnipresente genio nacional. �Macabria es concebida como un todo org�nico�, me explic� uno de sus sabios, �perfecta, una e indivisible (la profusa adjetivaci�n es otros de los can�nes del lugar), inalterada por el tiempo, herencia de los Antiguos y heredad de nuestra simiente�, etc�tera, etc�tera, etc�tera. Ahorro al lector la amplia n�mina de virtudes que los macabrios suelen atribuir a su reino, ep�tetos que no retratan al pa�s pero que acaso dibujan la iconograf�a mental de sus habitantes. Deseo relatar, en cambio, las investigaciones a las que este curioso culto me condujeron. Presa de una pertinaz sospecha, prepar� una expedici�n por los aleda�os de la ciudad, contratando gu�as y reuniendo vituallas varias y provisiones. Cuatro animales caracter�sticos de Macabria (que me parecieron semejantes a los yaks que utilizan los tibetanos, y que mis gu�as llamaban �burgundios�) fungieron como medio de transporte. Cruzamos los portales de la ciudad en medio del fr�o helado del alba y avanzamos en direcci�n noroeste, siguiendo la huella de un viejo camino casi desaparecido. Al poco rato comenc� a notar las singulares caracter�sticas del terreno por el que avanz�bamos, y que ciertamente parec�an confirmar mi hip�tesis. El suelo padec�a de cierta pastosa inconsistencia, hundi�ndose uno o dos cent�metros bajo los cascos de nuestras cabalgaduras. Aqu� y all� brotaban del suelo gotas de un l�quido transparente, formando burbujas que, al explotar, liberaban un olor f�tido. La vegetaci�n era m�s bien pobre, apenas compuesta por unos arbustos tubulares y negros, sin ramas, que se mec�an horriblemente al comp�s del viento. A esa altura del camino empec� a percatarme de la agitaci�n de mis gu�as, que cruzaban palabras temerosas en un dialecto incomprensible. Un zumbido grave, que quiz�s podr�a haberse confundido con un gru�ido, par� en seco la marcha de los burgundios. In�til fue espolearlos para continuar. Con la mirada exorbitada, nuestras monturas giraron y comenzaron a correr en direcci�n contraria, algo que no pareci� molestar demasiado a los gu�as, que no luc�an menos asustados. Alcanc� a saltar de mi cabalgadura antes de ser derribado en la carrera. En pocos instantes mi expedici�n se esfum� en el horizonte y yo me dispuse a contunuar el camino a pie. Avanc� por una pendiente que cada vez se hizo m�s escarpada, al punto de acabar escalando por ella. En medio de esos trabajos me sorprendi� de nuevo el mismo sonido, que ahora parec�a claramente el rugido de una fiera. No me amendrent� y continu� escalando hasta llegar a la cima, donde descubr� un amplio valle que se abr�a ante mi vista. Contempl� entonces una c�pula de dimensiones colosales, de un blanco amarillento y perlada de trazos sanguinolentos. En su centro se extend�a un c�rculo oscuro, que a su vez conten�a otro m�s peque�o y brillante. Estaba ubicada en lo m�s hondo del valle, no muy lejos de una larga grieta que cruzaba el suelo de un extremo a otro de la depresi�n. Confieso que me fascin� aquella visi�n, pero el asombro se troc� en terror cuando el c�rculo se movi� sobre la c�pula hasta quedar frente a m� (llegu� a ver mi silueta reflejada sobre �l). A ese movimiento sigui� otro, de una especie de pliegues que no hab�a advertido hasta ese momento y que por un breve instante ocultaron la c�pula, para luego volver a mostrarla. Comprend� entonces, al borde de la locura, que estaba siendo observado por un ojo gigantesco. La grieta se abri� y desde ella se elevaron una bocanada de aire f�tido y palabras no humanas, que estremecieron el valle. ��Ia, Ia, n�gtun ftah, Ia n�glui nothep b�nzer!�. Creo que resbal� por la pendiente y luego comenc� a correr sin una direcci�n definida, desvariando. Una lucidez atroz un�a las im�genes de mi traves�a, confirmando mi temida hip�tesis. La ciudad fue erigida en tiempos remotos sobre un ser gigantesco, el demonio cuyo ojo vi (me vio) en el valle. La tierra blanda en la que se hund�an los cascos de las cabalgaduras es su carne, los arbustos su pelo, las burbujas su monstruosa sudoraci�n. No se por cuanto tiempo estuve corriendo, ni c�mo llegu� a la ciudad. Desde entonces me he refugiado en la m�s alta torre, donde escribo estas memorias atroces. Acut�ngulo Plumanegra o Abdul Alhazred, poco importa ya mi verdadero nombre. Pero ahora comprendo plenamente el sentido de esa frase, que resuena terriblemente como un martilleo junto a la voz del monstruo que grita sus incomprensibles invocaciones. �Macabria sunt! �Macabria sunt! Macabria sunt!

*Macabria existe.

subir

Copyright 2002- © Emilio Mart�nez Cardona. (Macabria y otros cuentos.). All Right Reserved.

                                                                                                           esto es para agrandar el fondo  
                           

                                                                                             PapirosOnLine
+



Otras secciones:


© PapirosOnLine 2002. Todos los derechos reservados.


Hosted by www.Geocities.ws

1