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J.D. SALINGER Para Esmé, con amor y sordidez |
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—Por lo general, no soy muy gregaria—dijo, y me miró como
tratando de ver si yo conocía el significado de la palabra. Yo no le di a
entender nada sin embargo, ni en un sentido ni en otro—. Me acerqué pura y
simplemente porque parecía estar usted muy solo. Se le ve en el rostro que
es muy sensible. Dije que tenía razón, que efectivamente me había sentido
muy solo, y que me alegraba mucho de que ella hubiera venido a mi
mesa. —Estoy tratando de ser más compasiva. Mi tía dice que soy
terriblemente fría—dijo, y de nuevo se tocó la cabeza—. Vivo con mi tía.
Es una mujer sumamente bondadosa. Desde que murió mamá, ha hecho todo lo
posible para que Charles y yo nos sintamos adaptados. —Me alegro. —Mi madre era terriblemente inteligente. Muy sensual, en
muchos sentidos.—Me miró con una especie de fresca agudeza—. ¿Yo le
parezco terriblemente fría? Le dije que no, en absoluto, muy al contrario. Le dije mi
nombre y le pregunté el suyo. Vaciló. —Mi primer nombre es Esmé. Creo que, por el momento, no
voy a decirle mi nombre completo. Tengo un título nobiliario y a lo mejor
a usted le impresionan los títulos. A los norteamericanos les suele
ocurrir, ¿no es cierto? Dije que no creía que me ocurriera a mí, pero que, de
todos modos, podría ser una buena idea no tocar el asunto del título por
ahora. En ese preciso momento, sentía el cálido aliento de
alguien en mi nuca. Me volví, y pude evitar a tiempo un choque entre mi
nariz y la del hermanito de Esmé. Ignorándome, el chico se dirigió a su hermana con una voz
atiplada: —La señorita Megley dice que vuelvas y termines de tomar
el té.—Transmitido el mensaje, se instaló en la silla que estaba entre su
hermana y la mía, a mi derecha. Lo miré con bastante interés. Estaba muy
elegante con unos pantalones cortos castaños, jersey azul marino, camisa
blanca y corbata a rayas. Me devolvió la mirada con unos inmensos ojos
verdes—. ¿Por qué en las películas la gente besa de lado?—preguntó. —¿De lado?—dije—. Era un problema que me había intrigado
en mi infancia. Dije que suponía que era porque las narices de los actores
resultan demasiado grandes como para que puedan besarse de frente. —Su nombre es Charles—dijo Esmé—. Es sumamente brillante
para su edad. —La verdad es que tiene los ojos verdes. ¿No es así
Charles?—dije yo. Me clavó la impávida mirada que merecía mi pregunta y
después se fue escurriendo hacia delante y hacia abajo en la silla hasta
que todo su cuerpo quedó debajo de la mesa salvo la cabeza, apoyada sobre
el asiento, como en una llave de lucha grecorromana. —Son anaranjados—dijo, con voz forzada, dirigiéndose al
cielo raso. Con una punta del mantel se cubrió la carita inexpresiva. —A veces es brillante y a veces no—dijo Esmé—. ¡Charles,
siéntate derecho! Charles se quedó donde estaba. Parecía contener la
respiración. —Echa mucho de menos a nuestro padre. Lo mataron en
África del Norte. Expresé mi pesar por la noticia. Esme asintió. —Papá lo adoraba.—Con aire pensativo se mordió la
cutícula del pulgar—. Se parece mucho a mi madre, Charles, quiero decir.
Yo soy idéntica a mi padre—siguió mordiéndose la cutícula—. Mi madre era
muy apasionada. Tenía un carácter extravertido. Papá era introvertido.
Aunque hacían una buena pareja, por lo menos en apariencia. Para serle
sincera, papá necesitaba una compañera más intelectual que mamá. Él fue un
genio extraordinariamente dotado. Esperé más información con la mejor voluntad, pero no
continuó. Miré hacia abajo a Charles, que apoyaba ahora la mejilla en el
asiento. Cuando vio que yo lo miraba, cerró los ojos en forma soñadora,
angelical, y después me sacó la lengua—un apéndice de sorprendente
longitud—e hizo un ruido que en mi país hubiera sido un glorioso tributo a
un árbitro de béisbol miope. El ruido sacudió totalmente la cafetería. —Basta ya—dijo Esmé, con evidente calma—. Se lo vio hacer
a un americano en una cola para comprar pescado frito con patatas, y ahora
lo hace cada vez que se aburre. Basta ya, o te mando ahora mismo con la
señorita Megley. Charles abrió sus enormes ojos como señal de que había
escuchado la amenaza de su hermana, pero por lo demás no se dio por
enterado. Cerró de nuevo los ojos y siguió apoyando la mejilla sobre el
asiento. Yo comenté que a lo mejor debería
conservarlo—refiriéndome al ruido propio del Bronx que había hecho con la
boca—hasta que empezara a usar su título nobiliario con regularidad.
Siempre, claro está, que él también tuviera un título. Esmé me dirigió una larga mirada, levemente clínica. —Usted tiene un sentido del humor muy particular, ¿no es
así?—dijo con un deje nostálgico—. Papá decía que yo no tengo ningún
sentido del humor. Solía decir que no estaba preparada para afrontar la
vida porque me faltaba sentido del humor. Encendí un cigarrillo sin dejar de mirarla y dije que no
creía que el sentido del humor sirviera de algo en una situación
verdaderamente apurada. —Papá decía que sí. Era una declaración de fe, no una contradicción, de modo
que en seguida cambié de opinión. Asentí con la cabeza y dije que
seguramente la visión de su padre era de largo alcance, mientras que la
mía era de corto alcance (cualquiera que esto significase). —Charles lo echa muchísimo en falta—dijo Esmé, al cabo de
un rato—. Era un hombre sumamente encantador y además muy guapo. Claro que
la apariencia no tiene mucha importancia, pero él era muy apuesto. Tenía
unos ojos terriblemente penetrantes, pese a ser un hombre intrínsecamente
bondadoso. Asentí. Dije que suponía que su padre tenía un
vocabulario fuera de lo común. —Oh, sí, totalmente—dijo Esmé—. Era archivero...
aficionado, por supuesto. En ese momento sentí una palmada inoportuna en el brazo,
casi un puñetazo, que provenía de donde estaba Charles. Me volví hacia él.
Ahora estaba sentado casi normalmente en su silla, salvo que tenía una
pierna recogida. —¿Qué le dijo una pared a la otra pared?—chilló—. ¡Es una
adivinanza! Levante la mirada hacia el techo en actitud pensativa y
repetí la pregunta en voz alta. Después miré a Charles con expresión
resignada y dije que me daba por vencido. —¡Nos encontraremos en la esquina!—fue la respuesta,
enunciada a todo volumen. El que más festejó el chiste fue el propio Charles. Le
pareció intolerablemente gracioso. Tanto, que Esmé se vio obligada a
acercarse para golpearlo en la espalda, como si hubiera tenido un acceso
de tos. —Bueno, basta—le dijo. Volvió a su asiento—. Le cuenta
esa adivinanza a todo el mundo y siempre le da un ataque. Generalmente,
cuando ríe babea. Bueno, basta, por favor. —Sin embargo, es una de las mejores adivinanzas que me
han contado—dije, mirando a Charles, que se iba recuperando poco a
poco. Como respuesta a mi cumplido, se hundió bastante más en
su asiento y volvió a taparse la cara hasta la nariz con una punta del
mantel. Entonces me miró con esos ojos llenos de una risa que se calmaba
gradualmente, y del orgullo de quien sabe una o dos adivinanzas realmente
buenas. —¿Me permite preguntarle qué hacía antes de incorporarse
al ejército?—me preguntó Esmé. Dije que no había hecho nada, que había salido de la
universidad hacía apenas un año, pero que me gustaba considerarme un
escritor de cuentos profesional. Asintió cortésmente. —¿Ha publicado algo?—me preguntó. Era una pregunta familiar que siempre daba en la llaga, y
que no se contestaba así como así. Empecé a explicarle que en los Estados
Unidos todos los editores eran una banda de... —Mi padre escribía maravillosamente—interrumpió Esmé—.
Estoy guardando algunas de sus cartas para la posteridad. Dije que me parecía una excelente idea. Yo, casualmente,
estaba mirando otra vez su enorme reloj parecido a un cronómetro. Le
pregunté si había pertenecido a su padre. Miró su muñeca con solemnidad. —Sí, era suyo—dijo—. Me lo dio poco antes de que Charles
y yo fuéramos evacuados.—Automáticamente retiró las manos de la mesa,
mientras decía—: Puramente como un recuerdo, por supuesto.—Cambió de
tema—. Me sentiría muy halagada si alguna vez usted escribiera un cuento
especialmente para mí. Soy una lectora insaciable. Le dije que lo haría, sin duda, siempre que pudiera. Dije
que no era un autor demasiado prolífico. —¡No tiene por qué ser prolífico! ¡Basta que no sea
estúpido e infantil! —Recapacitó y dijo—: Prefiero los cuentos que tratan
de la sordidez. —¿De qué?—dije, inclinándome hacia adelante. —De la sordidez. Estoy sumamente interesada en la
sordidez. Estaba a punto de pedirle mayores detalles, pero sentí
que Charles me pellizcaba con fuerza en el brazo. Me volví haciendo una
leve mueca de dolor. Estaba de pie a mi lado. —¿Qué le dijo una pared a la otra?—preguntó, sin
demasiada originalidad. —Ya se lo preguntaste—dijo Esmé—. Ahora basta. Sin hacer caso de su hermana y pisando uno de mis pies,
Charles repitió la pregunta clave. Observé que el nudo de su corbata no
estaba correctamente ajustado. Lo deslicé hasta su lugar y después,
mirándolo fijo, sugerí: —¿Te encuentro en la esquina? Apenas terminé de decirlo me arrepentí. La boca de
Charles se abrió de golpe. Tuve la sensación de habérsela abierto yo de
una bofetada. Se bajó de mi pie y, con furibunda dignidad, se dirigió
hacia su mesa sin volver la vista. —Está furioso—dijo Esmé—. Tiene un carácter violento. Mi
madre tendía a malcriarlo. Mi padre era el único que no lo malcriaba. Yo seguía mirando a Charles, que se había sentado y
empezaba a tomar su té, sosteniendo la taza con las dos manos. Tuve la
esperanza de que se volviera, pero no lo hizo. Esmé se puso de pie. —Il faut que je parte aussi—dijo, suspirando—. ¿Usted
habla francés? Me puse de pie con una mezcla de confusión y pesar. Esmé
y yo nos dimos la mano; la suya, como había sospechado, era una mano
nerviosa, con la palma húmeda. Le dije, en inglés, cuánto había disfrutado
de su compañía. Asintió con la cabeza. —Pensé que sería así—dijo—. Soy bastante comunicativa
para mi edad.—Se tanteó otra vez el pelo—. Lamento mucho lo de mi
pelo—dijo—. Debo tener un aspecto horrible. —¡En absoluto! Creo que las ondas se están formando de
nuevo. De nuevo se tocó rápidamente el pelo. —¿Cree que volverá aquí en un futuro inmediato?
—preguntó—. Venimos todos los domingos, después de los ensayos del
coro. Contesté que nada hubiera podido resultarme más
agradable, pero que, por desgracia, estaba seguro de que ya no
volvería. —En otras palabras, no puede hablar sobre movimientos de
tropas—dijo Esmé. No hizo ningún ademán de alejarse de la mesa. Sólo cruzó
un pie sobre el otro y, mirando hacia abajo, alineó las puntas de los
zapatos. Fue un hermoso gesto, ya que llevaba calcetines blancos, y sus
pies y tobillos eran encantadores. De pronto me miró. —¿Le gustaría que yo le escribiera?—dijo, con las
mejillas ligeramente ruborizadas—. Escribo cartas muy bien redactadas para
alguien de mi... —Me encantaría—dije. Saqué lápiz y papel y anoté mi
nombre, grado, matrícula, y número de correo militar. —Yo le escribiré primero—dijo ella tomando el papel—,
para que usted no se sienta comprometido en modo alguno.—Guardó la
dirección en un bolsillo del vestido—. Adiós—dijo, y volvió a la mesa. Pedí otra taza de té y permanecí sentado mirándolos hasta
que, junto a la atribulada señorita Megley, se pusieron de pie para
marchar. Charles iba delante, renqueando trágicamente como un hombre que
tiene una pierna mucho más corta que la otra. No miró hacia mí. Después
salió la señorita Megley, y a continuación Esmé, que me saludó con una
mano como despedida. Le devolví el saludo, incorporándome a medias. Fue un
momento de extraña emoción para mí. ..................................................................................................................................... |